Isabel estaba aterrorizada.
Aterrorizada por la demencial conducción de Rakel y por su propia falta de capacidad para poder hacer algo al respecto.
Doscientos, trescientos metros más adelante llegaron a las barreras del puesto de peaje del puente del Gran Belt, y Rakel no reducía la velocidad. Dentro de pocos segundos tendrían que conducir a treinta por hora, y ahora iban a ciento cincuenta. Ante ellas el tren con Joshua atravesaba zumbando el paisaje, y aquella mujer quería alcanzarlo.
– ¡Tienes que frenar, Rakel! -gritó cuando estaban frente a las cabinas de pago-. ¡FRENA!
Pero Rakel estrujaba el volante entre sus manos, inmersa en su propio mundo. Debía salvar a sus hijos.
Lo que pudiera ocurrir, por lo demás, carecía de importancia.
Vieron que los vigilantes de la cabina de peaje para camiones agitaban los brazos, y un par de coches que tenían delante se hicieron bruscamente a un lado.
Entonces atravesaron la barrera con un enorme estruendo y una nube de fragmentos salió volando por los aires.
Si su antigualla de Ford Mondeo hubiera tenido un par de años menos, o al menos hubiera estado mejor de lo que estaba, las habría detenido la explosión de un par de airbags. «No funcionan, ¿los cambio?» fue lo que preguntó el mecánico la última vez, pero era carísimo. Isabel se arrepintió muchas veces de haber dicho que no, pero ahora no se arrepentía. Si se hubieran desplegado los airbags mientras conducían a aquella velocidad, la cosa podría haber sido muy grave. Pero lo único que podría recordar aquel inadmisible ataque a la propiedad pública era una gran abolladura en el radiador y un corte feo en el parabrisas que iba ensanchándose poco a poco.
Tras ellas había una gran actividad. Si la Policía no estaba ya al corriente de que un coche matriculado a su nombre había atravesado a toda velocidad una barrera del puente sobre el Gran Belt, alguien andaba despistado.
Isabel respiró con fuerza y volvió a teclear el número de Joshua.
– ¡Ahora estamos en el puente! ¿Dónde estás tú?
Joshua dio sus coordenadas de GPS e Isabel las comparó con las suyas. No podía estar muy lejos.
– No me siento bien -se quejó Joshua-. Creo que lo que estamos haciendo es un error.
Isabel trató de tranquilizarlo como pudo, pero no pareció lograrlo.
– Llama en cuanto veas el destello -dijo, y apagó el móvil.
Justo antes de la salida 41 divisaron el tren, a la izquierda. Un collar de perlas luminoso deslizándose por el paisaje negro. En el tercer vagón iba un hombre con el corazón oprimido.
¿Cuándo puñetas se iba a poner aquel demonio en contacto con ellos?
Isabel se aferró al móvil mientras circulaban a toda velocidad por el tramo de autopista entre Halsskov y la salida 40 y seguían sin ver destellos azules.
– La Policía va a pararnos en Slagelse, puedes estar segura, Rakel. ¿Por qué has tenido que destrozar la barrera?
– Ahora vemos el tren. Y no lo veríamos si hubiera reducido la velocidad y nos hubiéramos detenido, aunque fueran veinte segundos. ¡Por eso!
– No veo el tren -se alarmó Isabel, mirando el mapa de su regazo-. Ostras, Rakel. La vía del tren hace una curva al norte y después entra en Slagelse. Si le hace la señal a Joshua entre Forlev y Slagelse, no vamos a poder hacer nada, a no ser que salgamos de la autopista ¡AHORA!
La salida 40 desapareció tras ellas mientras Isabel giraba la cabeza. Se mordió el labio.
– Rakel, si las cosas son como yo creo, existe la probabilidad de que Joshua vea la luz dentro de un instante. Hay tres carreteras que atraviesan la vía férrea antes de llegar a Slagelse. Sería un lugar perfecto para echar el saco del dinero. Pero ahora no podemos salir de la autopista porque acabamos de rebasar la salida.
Vio que el mensaje calaba. La mirada de Rakel volvió a adquirir tintes de desesperación. El teléfono móvil sería lo último que querría oír durante los próximos minutos.
De pronto dio un fuerte frenazo y se metió en el arcén.
– Iré marcha atrás -informó.
¿Se había vuelto loca? Isabel apretó las luces de emergencia y trató de bajar el ritmo cardíaco.
– Escucha, Rakel -dijo con tanta calma como pudo-. Joshua ya se las arreglará. No hace falta que estemos allí cuando eche el saco. Joshua tiene razón. Ese cabrón se pondrá de todas formas en contacto con nosotras en cuanto vea el contenido del saco.
Pero Rakel no reaccionaba. Tenía unos planes diferentes por completo, e Isabel la entendía.
– Iré marcha atrás por el arcén -volvió a decir Rakel.
– Ni se te ocurra, Rakel.
Pero lo hizo.
Isabel se soltó el cinturón de seguridad y giró en su asiento. Tras ella se precipitaban columnas de faros de coche.
– ¿Te has vuelto loca, Rakel? Vas a matarnos. ¿Y de qué va a servir eso a Samuel y Magdalena?
Pero Rakel no respondió. Estaba tras un motor que chirriaba en marcha atrás arañando el arcén.
Fue entonces cuando Isabel vio los destellos azules en lo alto de una loma, unos quinientos metros más atrás.
– ¡PARA! -chilló, y Rakel levantó el pie del acelerador.
Rakel alzó la vista hacia las luces azules y se dio cuenta del problema al instante. La caja de cambios protestó con furia cuando cambió de marcha atrás a primera. A los pocos segundos, iban otra vez a ciento cincuenta.
– Ya podemos rezar por que Joshua no llame enseguida para decir que ya ha echado el saco; en ese caso podríamos alcanzarlo. Pero tienes que coger la salida 38, no la 39 -gimió Isabel-. Corremos el peligro de que haya coches patrulla esperando en la salida 39. Puede que estén allí ya. Coge la 38, así seguiremos por la carretera nacional, que está más cerca de la vía del tren. Desde aquí hasta Ringsted la vía discurre entre sembrados, muy lejos de la autopista.
Se puso el cinturón de seguridad y durante los siguientes diez kilómetros pegó la mirada al velocímetro. Los destellos azules de detrás por lo visto no estaban dispuestos a conducir de forma tan arriesgada como ellas. Desde luego que lo entendía muy bien.
Cuando llegaron a la salida 39, hacia el centro de Slagelse, la carretera que venía de la ciudad estaba iluminada por los reflejos de los destellos azules. De modo que los coches patrulla de Slagelse no tardarían en llegar.
Por desgracia, tenía razón.
– Están por ahí, Rakel. ¡Acelera más si puedes! -gritó, apretando el número de Joshua. Después preguntó-: ¿dónde estás ahora, Joshua?
Pero Joshua no respondió. ¿Significaba aquello que ya había arrojado el saco, o significaba algo peor aún? ¿Que el cabrón estaba en el tren? Aquella posibilidad no se le había ocurrido hasta entonces. ¿Sería posible? ¿Que todo aquello de los destellos y echar el saco por la ventana no fuera más que una maniobra de distracción? ¿Que tuviera ya el saco en su poder y supiera que no había dinero dentro?
Giró la cabeza y miró por un segundo a la bolsa de deportes del asiento trasero, donde estaba el dinero.
¿Qué haría entonces aquel cabrón con Joshua?
Llegaron a la salida 38 justo en el momento en que aparecían las luces azules de los coches patrulla, bastante lejos, en el carril contrario. Y Rakel no tocó el freno cuando con chirrido de neumáticos salieron a la carretera nacional 150, y estuvieron a punto de comerse un coche. De no ser por la maniobra de evasión del otro conductor, habría ocurrido algo irremediable.
Isabel notó el sudor resbalando por su espalda. La mujer sentada a su lado no estaba locamente desesperada. Estaba loca, y punto.
– En la carretera no vas a poder escabullirte, Rakel. ¡Cuando la Policía llegue a la carretera nacional van a poder seguir tus luces traseras sin problemas! -gritó.
Rakel sacudió la cabeza y se pegó tanto al coche que tenía delante, y que aún daba bandazos, que casi chocaron con su parachoques trasero.
– No -repuso con calma y apagó las luces-. Ahora ya no.
Fue una decisión inteligente. Menos mal que las luces automáticas de posición no funcionaban.
Por el cristal trasero del coche de delante veían con claridad a dos personas de edad. Decir que estaban espantados era poco, a la vista de sus gestos.
– Cojo una lateral en cuanto pueda -anunció Rakel.
– Entonces, tendrás que encender las luces.
– Ya decidiré yo. Tú mira el GPS. ¿Cuándo hay una carretera transversal que no sea sin salida? Hay que salir de aquí, veo a la Policía detrás.
Isabel miró hacia atrás. Era verdad. Los destellos se acercaban. Estaban a unos quinientos metros, en la salida de la autopista.
– ¡Ahí! -gritó Isabel-. Mira el letrero de delante.
Rakel asintió en silencio. Los conos de luz del coche de delante habían iluminado una señal indicadora. Ponía Vedbysønder.
Entonces apretó el freno y giró. Entró en la oscuridad con las luces apagadas.
– Vale -dijo, pasando en punto muerto junto a un granero y varios edificios-. Vamos a esperar detrás de esta granja, así no nos verán. Y ahora llama a Joshua, ¿vale?
Isabel miró hacia atrás, donde el resplandor de los destellos azules destacaba sobre el paisaje con un aura siniestra.
Luego tecleó el número de Joshua, esta vez con un mal presentimiento.
Escuchó un par de tonos y después Joshua atendió la llamada.
– Sí -fue lo único que dijo.
Isabel asintió en silencio para indicar que Joshua había cogido el teléfono.
– ¿Has entregado el saco? -le preguntó.
– No -respondió, molesto.
– ¿Pasa algo, Joshua? ¿Hay gente a tu lado?
– Hay una sola persona en el vagón aparte de mí, pero está trabajando con los auriculares puestos. No hay problema. Pero no me siento bien. No puedo dejar de pensar en los niños, es espantoso.
Parecía asfixiado y cansado. No era de extrañar.
– Trata de calmarte, Joshua -le aconsejó, aunque sabía que era más fácil decirlo que hacerlo-. Dentro de poco todo habrá terminado. ¿Dónde está el tren ahora? Dame las coordenadas del GPS.
Joshua las leyó.
– Estamos saliendo de la ciudad -dijo.
Era lo que había calculado ella. El tren no podía estar lejos.
– Agacha la cabeza -ordenó Rakel, mientras los coches patrulla pasaban a toda velocidad por la carretera junto a la que habían aparcado. Como si pudiera verlas alguien a aquella distancia.
Pero dentro de poco harían parar al matrimonio de edad. Y contarían que los locos que los seguían con las luces apagadas se habían desviado de pronto de la carretera principal. Entonces los coches de la Policía darían la vuelta.
– ¡Eh, veo el tren! -gritó Isabel.
Rakel se sobresaltó.
– ¿Dónde?
Isabel señaló con el dedo hacia el sur, lejos de la carretera principal; mejor, imposible.
– ¡Ahí! ¡Arranca!
Rakel encendió las luces, se puso en tercera en cinco segundos, atravesó las dos curvas del pueblo en un solo movimiento, y de pronto el collar de luces del tren y el cono halógeno del Mondeo se cruzaron en algún lugar del paisaje.
– ¡Dios mío, ahora veo el destello de luz! -gritó Joshua con gran agitación por el móvil-. ¡Oh, Dios mío, protégenos y ampáranos!
– ¿Lo ha visto? -preguntó Rakel al lado. También ella lo había oído gritar por el móvil.
Isabel asintió en silencio y Rakel bajó un poco la cabeza.
– Oh, Madre de Dios unigénito. Que tu luz sagrada nos abrace y nos muestre el camino hasta tu gloria. Tómanos como a tus propios hijos y que tu corazón nos temple.
Respiró con fuerza y después aspiró el aire hasta el fondo de sus pulmones mientras apretaba el acelerador.
– La luz está justo enfrente ahora, voy a abrir la ventana -se oyó por el móvil-. Eso, ahora dejo el móvil en el asiento. Dios mío, Dios mío.
Joshua resoplaba en segundo plano. Sonaba como un anciano a quien quedan pocos pasos por recorrer en la vida. Demasiadas cosas que hacer, demasiados pensamientos que ordenar.
Los ojos de Isabel giraron en la oscuridad. No veía las luces intermitentes. Así que en aquel momento él debía de estar al otro lado del tren.
– La carretera corta la vía del tren dos veces ahí, Rakel. ¡Estoy segura de que él está en la misma carretera que nosotras! -gritó, mientras Joshua, al otro lado de la línea, se afanaba por sacar el saco por la ventana.
– ¡Voy a soltarlo! -gritó en segundo plano.
– ¿Dónde está él? ¿Lo ves, Joshua? -quiso saber Isabel.
Joshua volvió a coger el móvil. Su voz era clara y nítida.
– Sí, veo su coche. Está justo antes de una espesura donde la carretera se acerca a la vía.
– Mira por la ventana al otro lado. Rakel va a dar un destello con las luces largas.
Hizo señas a Rakel, que estaba con la cabeza inclinada hacia delante tratando de divisar algo en el paisaje más allá del tren.
– ¿Nos ves, Joshua?
– ¡SÍ! -gritó él-. Os veo a la altura del puente. Vais camino de donde está el tren. Llegaréis en un mom…
Isabel oyó que Joshua emitía un gemido. Después sonó como si el móvil hubiera caído al suelo.
– ¡Veo el destello! -gritó Rakel.
Cruzó el puente a toda máquina y bajó por la estrecha carretera comarcal. Doscientos metros más y habrían llegado.
– ¿Qué está haciendo el hombre, Joshua? -gritó Isabel, pero Joshua no respondió. Puede que el móvil se apagara al caer.
– Santa Madre de Dios, perdona mis malas acciones -salmodió Rakel, cuando pasaron zumbando junto a un par de casas y una granja en la curva, y otra casa aislada más allá, cerca del terraplén de la vía, y entonces el cono de luz iluminó el coche.
Estaba aparcado en una curva a unos cientos de metros, a solo cincuenta de la vía, y detrás del coche estaba el cabrón con el saco abierto, mirando en su interior. Vestía un anorak ligero y pantalones claros. Para cualquier otra persona habría podido pasar por un turista extraviado.
En el mismo instante en que la luz larga lo bañó, levantó la cabeza. Era imposible ver su expresión a aquella distancia, pero en aquel momento debía de haber cientos de ideas atravesando su mente. ¿Qué hacía su ropa en el saco? Tal vez hubiera llegado a reparar en que había una carta encima. Desde luego, debía de saber que no había dinero dentro. Y ahora aquella luz larga acercándose a velocidad de vértigo.
– ¡Voy a embestirlo! -gritó Rakel mientras el hombre se apresuraba a meter el saco en el coche y se ponía tras el volante.
Estaban a pocos metros cuando arrancó y salió a la carretera acelerando a tope.
Era un Mercedes negro como el que había visto Isabel en la pequeña granja de Ferslev. Así que era a él a quien había visto mientras Rakel vomitaba.
Justo después la carretera atravesaba un bosque espeso, y el rugido del motor y del coche que iba delante se alzaba entre las copas. El Mercedes que perseguían era más nuevo que el Ford. No iba a ser fácil mantener su velocidad, y además ¿para qué?
Miró a Rakel, que iba aferrada al volante, bien concentrada. ¿Qué diablos pensaba hacer?
– ¡No te acerques, Rakel! -gritó-. Dentro de poco los coches patrulla que nos siguen pedirán refuerzos. Van a ayudarnos. Conseguiremos que lo cacen. Cortarán la carretera en algún sitio.
– ¿Oiga…? -sonó por el móvil que tenía en la mano. Era una voz desconocida. De hombre.
– ¿Sí…?
La mirada de Isabel estaba concentrada en las luces traseras rojas que corrían delante de ellas, pero el resto de su ser giraba en torno a aquella voz. Años de frustraciones y derrota le habían enseñado a sentir temor ante cualquier cosa. ¿Por qué no hablaba Joshua?
– ¿Quién eres? -preguntó con voz ronca-. ¿Estás conchabado con ese cabrón? ¿Lo estás?
– Perdone, pero no sé de qué habla. ¿Era usted quien estaba hablando con el propietario de este móvil?
Isabel sintió que la frente se le perlaba de sudor frío.
– Sí, era yo.
Reparó en que Rakel se movía en su asiento. ¿Qué ocurre?, parecía preguntar todo su cuerpo mientras trataba de conducir recto por la estrecha carretera y la distancia con el cabrón de delante crecía y crecía.
– Me temo que se ha desplomado -informó la voz del móvil.
– ¿Qué dice? ¿Quién es usted?
– Otro pasajero que estaba trabajando con el ordenador cuando ha sucedido. Siento mucho tener que decirlo, pero estoy bastante seguro de que está muerto.
– ¡Eh! -gritó Rakel-. ¿Qué pasa? ¿Con quién hablas, Isabel?
– Gracias -se limitó a decir Isabel al hombre del móvil, y luego apagó el suyo.
Miró a Rakel y a los árboles, que se fundían sobre sus cabezas como una masa gris por la enorme velocidad. Si aparecía algún animal en el lindero del bosque o, simplemente, si se amontonaba demasiada hojarasca resbaladiza en la carretera iban a tener un accidente. Podía suceder a la mínima. ¿Cómo iba a contarle a Rakel lo que acababa de oír? ¿Quién sabía cómo iba a reaccionar? Su marido había muerto unos segundos antes, y ella iba conduciendo como una loca por el paisaje oscuro.
Isabel solía tener ataques de depresión por la vida que llevaba. La soledad la rodeaba como un manto, y las sombrías noches de invierno generaban a menudo ideas también sombrías. Pero ahora no se sentía así. Porque ahora que el ansia de venganza impulsaba sus actos, ahora que tenía la responsabilidad sobre la vida de dos jóvenes y que su secuestrador, el diablo en persona, huía a toda pastilla ante ellas, Isabel supo que deseaba sobrevivir. Supo que, por muy espantoso que fuera este mundo, podría encontrar un lugar en él.
La cuestión era si lo encontraría Rakel.
Entonces, Rakel volvió la cabeza hacia ella.
– Vamos, dilo, Isabel. ¡¿Qué ha ocurrido?!
– Creo que a tu marido le ha dado un ataque al corazón, Rakel.
No podía haberlo dicho con más suavidad.
Pero Rakel sospechó que tras la frase había algo, Isabel se dio cuenta.
– ¿Se ha muerto? -gritó Rakel-. Dios mío, ¿ha muerto, Isabel? Dime la verdad.
– No lo sé.
– ¡DILO! Si no…
Su mirada irradiaba furia. El coche empezó a dar ligeros bandazos.
Isabel alzó la mano hacia el brazo de Rakel, pero detuvo el movimiento.
– Mantén la mirada en la carretera, Rakel -dijo-. En este momento debes pensar en tus hijos, ¿vale?
Sus palabras produjeron un estremecimiento en el cuerpo de Rakel.
– ¡NOOO! -gritó-. Nooo, no es verdad. Oh, Madre de Dios, di que no es verdad.
Estrujó el volante entre sollozos, mientras la saliva goteaba de sus labios. Por un momento, Isabel pensó que Rakel iba a rendirse y parar el coche, pero entonces se echó hacia atrás de un tirón y apretó el acelerador tanto como pudo.
«Lindebjerg Lynge», anunciaba un letrero que apareció al borde de la carretera, pero Rakel no disminuyó la velocidad. La carretera describió un arco que atravesaba el grupo de casas, y después volvió a rodearlas el bosque.
El cabrón que iba delante empezaba a tener prisa, era evidente. En una curva su coche empezó a hacer eses, y Rakel gritó que María, la Madre de Dios, le perdonara haber faltado al quinto mandamiento, pero que iba a matar a una persona por una causa justa.
– ¡Estás loca! Vas a casi doscientos por hora, Rakel, ¡esto es peligrosísimo! -gritó Isabel, y pensó por un segundo en sacar la llave de contacto.
Ostras, no, entonces se bloquea el volante, recordó, y apretó los nudillos contra el asiento, preparada para lo peor.
La primera vez que golpearon al Mercedes la cabeza de Isabel salió despedida hacia delante, y después hacia atrás, con un tirón terrible. Pero el Mercedes siguió recto por la carretera.
– Bien -rugió Rakel al volante-. Así que eso no te impresiona, maldito diablo.
Entonces volvió a arremeter contra su parachoques trasero con tal fuerza que el capó se combó. Esta vez Isabel contrajo los músculos del cuello, pero no había pensado en el fuerte tirón del cinturón de seguridad.
– ¡PARA DE UNA VEZ! -ordenó a Rakel, y sintió enseguida un dolor en el pecho. Pero Rakel no escuchaba. Su mente estaba en otra parte.
Ante ellas, el Mercedes rozó el borde de la calzada y dio un bandazo, pero después enderezó la marcha en una recta donde la carretera estaba algo iluminada por la luz amarillenta del espacioso patio de una granja.
Y entonces ocurrió.
En el momento en que Rakel iba a golpear de nuevo la parte trasera del Mercedes, el conductor dio un volantazo repentino hacia el carril contrario y apretó el freno a fondo con gran chirriar de neumáticos.
El coche de ellas pasó volando, y de repente pasaron a estar delante de él.
Isabel notó que a Rakel le entraba el pánico: de pronto la velocidad era excesiva, porque el coche que habían tenido delante ya no estaba para reducir la velocidad en las embestidas. Las ruedas delanteras derraparon a un lado y enderezó el volante, frenó un poco, pero no lo suficiente, y en aquel momento se oyó un crujido de metal en el lateral de su coche, lo que hizo que Rakel, por instinto, frenara más.
Isabel se volvió horrorizada hacia la ventanilla lateral rota y hacia la puerta trasera, que se había empotrado casi hasta el asiento, y en aquel momento el Mercedes volvió a embestir. La parte inferior del rostro del cabrón estaba en tinieblas, pero sus ojos se veían bien. Era como si hubiera visto la luz. Como si todas las fichas encajaran.
Había ocurrido todo lo que no debía ocurrir.
Entonces el Mercedes embistió por última vez; Rakel perdió el dominio, y el resto fue dolor y una mirada al mundo que daba volteretas en la oscuridad que las rodeaba.
Cuando se hizo el silencio, Isabel se vio cabeza abajo. Junto a ella estaba Rakel exánime, con su cuerpo sanguinolento doblado sobre el volante.
Isabel trató de girar el cuerpo, pero este no le obedecía. Entonces tosió y notó que brotaba sangre de su nariz y garganta.
Es extraño que no duela, pensó por un breve segundo, antes de que todo su cuerpo estallara en impulsos dolorosos. Quería gritar, pero no podía. Voy a morir, pensó, y escupió más sangre.
Vio que en el exterior una sombra se acercaba al coche. Los pasos sobre los cascos de cristal eran acompasados y decididos. No presagiaban nada bueno.
Después trató de enfocar la vista, pero la sangre que manaba de su boca y nariz la cegaba. Al parpadear, era como si tuviera papel de lija bajo los párpados.
Cuando él se acercó lo bastante pudo oír lo que decía, y también percibir el objeto metálico que llevaba en la mano.
– Isabel -dijo-. Eres la última persona que esperaba ver hoy. ¿Para qué tenías que mezclarte en esto? Ya ves el resultado.
Se puso en cuclillas y miró por la ventanilla lateral, lo más seguro para ver la mejor manera de asestarle un golpe mortal. Isabel trató de girar la cabeza para poder verlo con más claridad, pero sus músculos se negaban a obedecerla.
– Hay otros que te conocen -gimió, mientras notaba unos tirones violentos en la mandíbula.
El hombre sonrió.
– Nadie me conoce.
Luego sus pasos dieron la vuelta al coche y se quedó mirando el cuerpo de Rakel desde el otro lado.
– De esta ya no tengo que preocuparme. Menos mal. Podría haberse convertido en una amenaza.
Después se puso en pie de repente. Isabel oyó sirenas. Los reflejos azules en las piernas del hombre lo obligaron a retroceder unos pasos.
Y los ojos de Isabel se cerraron.