Capítulo 45

– ¡Ahí, Carl! -gritó Assad, señalando un edificio de hormigón color siena en proceso de restauración que daba directamente a Københavnsvej.

«ESTÁ ABIERTO, disculpad el desorden», ponía en una banderola encima de la puerta. Por allí, desde luego, no se podía entrar.

– Carl, gira hacia la galería comercial y luego enseguida a la derecha. Así daremos la vuelta a esa zona de obras -dijo Assad, señalando una zona oscura entre las construcciones nuevas.

Dejaron el coche en el aparcamiento mal iluminado y casi lleno que había a la entrada de la bolera. Había tres Mercedes, ni más ni menos, pero ninguno de ellos tenía aspecto de haber sufrido un accidente.

¿Se puede trabajar la chapa tan rápido?, pensó Carl. Lo dudaba. Entonces pensó en su arma reglamentaria, que estaba en el armero de Jefatura. Debería haberla traído, sin duda, pero ¿quién podía haberlo sabido aquella mañana? El día había sido largo y variado.

Miró el edificio.

Aparte de un cartel con un par de bolas enormes, en la vistosa parte trasera del edificio no había nada que indicase que allí había una bolera.

Tampoco lo había cuando, una vez dentro, se quedaron mirando a una caja de escalera llena de taquillas metálicas parecidas a las consignas de las estaciones. Aparte de aquello, paredes desnudas, un par de puertas sin rótulo y unas escaleras hacia abajo con los colores de la bandera sueca. No había señales de vida en toda la planta.

– Creo que habrá que bajar al sótano, o sea -opinó Assad.

«Gracias por su visita. Vuelva cuando quiera al Club de Bolos de Roskilde: deporte, diversión y emoción», ponía en la puerta.

Las tres últimas palabras ¿se referían al juego de bolos? Por Carl bien podían borrarlas. Para él, los bolos no era ni un deporte, ni diversión ni emoción. Solo agujetas en el culo, cerveza y comida rápida.

Fueron directos a la recepción, donde las reglas de la casa, bolsas de chucherías y un cartel recordando la obligación de renovar el ticket de aparcamiento servían de marco al hombre que hablaba por teléfono.

Carl miró alrededor. El bar estaba lleno. Bolsas de deporte por todas las esquinas. Grupos de gente y actividad febril en unas veinte pistas, así debían de ser los campeonatos. Montones de hombres y mujeres con pantalones de pinzas y diversos polos de colores con logotipos de clubes.

– Queremos hablar con un tal Lars Brande. ¿Lo conoces? -preguntó Carl cuando el hombre del mostrador colgó el teléfono.

Señaló a uno de los hombres del bar.

– Es el que tiene las gafas de diadema. Grita ¡Crisálida! Y ya verás.

– ¿Crisálida?

– Sí, lo llamamos así.

Se acercaron a los hombres y notaron miradas sopesando sus zapatos, su ropa y su quehacer.

– ¿Lars Brande? ¿O debo llamarte Crisálida? -preguntó Carl, tendiendo la mano-. Soy Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Copenhague. ¿Podemos hablar un poco?

Lars Brande sonrió y extendió la mano.

– Ah, sí. Me había olvidado por completo. Es que uno de nuestros compañeros de equipo nos acaba de dar la mala noticia de que nos deja ahora, justo antes del campeonato entre distritos, así que he tenido otras cosas en que pensar.

Dio una leve palmada en la espalda del compañero más cercano. Debía de ser el descarado del equipo.

– Estos ¿son tus compañeros de equipo? -preguntó, señalando con la cabeza a los otros cinco.

– El mejor equipo de Roskilde -replicó, levantando el pulgar.

Carl hizo una señal con la cabeza a Assad. Tendría que quedarse allí sin perder de vista a los demás, para que no se escabulleran. No podían correr riesgos.

Lars Brande era un hombre alto y nervudo, pero bastante flaco. Sus rasgos faciales eran distinguidos, como los de un hombre que tuviera un trabajo sedentario, como relojero o dentista, pero su piel estaba bronceada, y sus manos, desmesuradamente grandes, curtidas. Daba una impresión de conjunto desconcertante.

Se colocaron junto a la pared del fondo y estuvieron mirando un rato a los jugadores antes de que Carl arrancara.

– Has hablado con mi ayudante, Rose Knudsen. Creo que te ha parecido divertida la coincidencia de nombres y que preguntáramos por un llavero con la bolita. Pero has de saber que no se trata de ninguna bagatela. Estamos aquí en una misión urgente y seria, y todo cuanto digas puede constar en acta.

El hombre se mostró indispuesto de pronto. Las gafas parecieron hundirse más en su pelo.

– ¿Soy sospechoso de algo? ¿De qué se trata?

Parecía alcanzado de lleno. Muy extraño, aunque Carl no tenía ninguna sospecha sobre él. ¿Por qué había estado tan amable al hablar con Rose si no tenía la conciencia limpia? No, aquello no tenía ninguna lógica.

– ¿Sospechoso? No. Solo quiero hacerte unas preguntas, ¿te importa?

El tipo miró la hora.

– Pues, en realidad, sí. Jugamos dentro de veinte minutos, ¿sabe?, y solemos cargar las pilas juntos. ¿No puede esperar hasta después? Aunque sí que me gustaría saber de qué se trata.

– Lo siento. ¿Me acompañas a la mesa de jueces?

El hombre miró desconcertado a Carl, pero asintió con la cabeza.

Los jueces mostraron la misma expresión, pero cuando Carl sacó su placa de policía se volvieron más razonables.

Volvían a la pared del fondo pasando por una hilera de mesas cuando se oyó un aviso por los altavoces.

«Van a efectuarse cambios en el orden de los equipos por razones prácticas», dijo uno de los jueces, y dio el nombre de los nuevos equipos que debían empezar en su lugar.

Carl miró al bar, donde cinco pares de ojos los observaban con rostros serios, extrañados; tras ellos estaba Assad, sin quitar la vista de encima a las nucas de las cinco personas, alerta como una hiena.

Uno de aquellos cinco hombres era el que buscaban, Carl estaba seguro de eso. Mientras esos hombres estuvieran allí, los niños estarían a salvo. Si es que aún vivían.

– ¿Conoces bien a tus jugadores? Tengo entendido que eres el capitán del equipo.

El hombre asintió en silencio y respondió sin mirar a Carl.

– Llevamos juntos desde antes de que se abriera la bolera. Entonces jugábamos en Rødovre, pero esto nos cae más cerca. En aquellos tiempos había otro par más en el equipo, pero los que vivíamos en las cercanías de Roskilde decidimos seguir aquí. Y sí, los conozco muy bien. Sobre todo el Colmena, el que lleva un reloj de oro. Es mi hermano Jonas.

A Carl le pareció que estaba nervioso. ¿Sabría algo?

– Colmena y Crisálida, vaya nombres raros, ¿no? -se extrañó Carl. Tal vez algo de distracción aligerase la atmósfera opresiva. Era preciso conseguir que el hombre empezara a hablar lo antes posible.

Lars Brande sonrió con cierta ironía; así que funcionó.

– Ya, pero es que Jonas y yo somos apicultores, o sea que de todas formas no es tan extraño -objetó-. Todos los del equipo tenemos motes. Ya sabe cómo son estas cosas.

Carl hizo un gesto afirmativo, aunque no lo sabía.

– He reparado en que sois todos tipos grandes. ¿Sois tal vez de la misma familia?

En tal caso, se cubrirían las espaldas unos a otros a toda costa.

El hombre volvió a sonreír.

– Qué va. Solo Jonas y yo. Pero sí que es verdad que todos somos algo más altos que la media. Unos brazos largos dan un buen impulso, ¿sabe? -comentó, riendo-. No, de hecho es pura casualidad. No es algo en lo que pensemos a diario.

– Dentro de poco voy a pediros el número de registro civil, pero antes quiero preguntarte algo: ¿sabes si alguno de vosotros está fichado?

El hombre pareció asustarse bastante. Quizá se había dado cuenta por fin de que aquello iba en serio.

Respiró hondo.

– No hablamos de esas cosas -se defendió. Era evidente que no era cierto del todo.

– ¿Puedes decirme cuántos de vosotros conducís un Mercedes?

Sacudió la cabeza.

– Jonas y yo, no. Lo que conducen los demás tendrá que preguntárselo a ellos.

¿Estaba encubriendo a alguien?

– Supongo que sabrás qué coches tenéis. ¿No vais a menudo por ahí de torneo?

Asintió con la cabeza.

– Sí, pero siempre quedamos aquí. Algunos de nosotros guardamos nuestras cosas en las taquillas de arriba, y Jonas y yo tenemos una furgoneta Volkswagen en la que entramos los seis. Sale más barato cuando pagas a escote.

Las respuestas eran naturales, pero el hombre parecía reaccionar con excesiva humildad.

– ¿Quiénes son los demás del grupo? ¿Me los puedes señalar?

Después rectificó.

– No, espera. Cuéntame primero de dónde habéis sacado los llaveros con bolas que tenéis. ¿Hay muchos así? ¿Son de los que pueden comprarse en todas las boleras?

El hombre sacudió la cabeza.

– Estos, no. En los nuestros hay un número 1, de lo buenos que somos -comentó con una sonrisa torcida-. No suelen llevar nada escrito, o si no aparece el número correspondiente al tamaño de bola que utilizas. Nunca el 1, porque no existen bolas tan pequeñas. No, estas las compró uno del equipo en Tailandia hace tiempo.

Sacó su llavero y enseñó la bola. Pequeña, oscura y gastada. Nada especial, aparte del número 1 grabado.

– Estas las tenemos nosotros y un par de los del viejo equipo -continuó-. Creo que compró diez en total.

– ¿Quién?

– Svend. El de la chaqueta azul. El que está mascando chicle y parece un comerciante de artículos para caballero. Creo que en el pasado lo fue.

Carl observó con detalle al hombre. Al igual que los demás, no quitaba ojo de lo que se traía entre manos su compañero con el policía.

– Vale. Estando en el mismo equipo, ¿soléis entrenaros todos juntos?

Podría ser útil saber si alguno de ellos faltaba con regularidad, pensó.

– Jonas y yo nos entrenamos juntos, pero a veces también se anima alguno de los otros. Por pasarlo bien, más que nada. En los viejos tiempos lo hacíamos casi a diario, pero ya no -explicó, sonriendo otra vez-. Sí, aparte de un par de nosotros que nos entrenamos antes de un campeonato, de hecho ya no nos entrenamos tanto. Tal vez debiéramos, pero qué diablos. Si conseguimos doscientos cincuenta puntos casi todas las veces, es que no hay problemas.

– ¿Sabes si alguno de vosotros tiene alguna cicatriz visible?

El hombre se encogió de hombros. Tendrían que comprobarlo uno por uno después.

– ¿Crees que podemos sentarnos ahí? -preguntó, señalando la parte del restaurante donde había varias mesas puestas con mantel blanco.

– No creo que haya problema.

– Entonces, me sentaré ahí. ¿Te importa decirle a tu hermano que venga?

Era evidente que Jonas Brande estaba desconcertado. ¿De qué se trataba? ¿Por qué era aquello tan importante que habían tenido que cambiar el programa del torneo?

Carl no respondió.

– ¿Dónde estabas ayer por la tarde entre las 15.15 y las 15.45? ¿Puedes dar cuenta de ello?

Carl observó su rostro. Varonil. Unos cuarenta y cinco años. ¿Podría ser el que vieron fuera del ascensor en el Hospital Central? ¿El del retrato?

Jonas Brande se inclinó un poco hacia delante.

– ¿Entre las 15.15 y las 15.45, dice? Creo que no lo sé con exactitud.

– Vaya. A pesar del reloj tan chulo que tienes, Jonas. ¿A lo mejor no lo consultas a menudo?

El hombre se echó a reír de pronto.

– Sí, claro que lo consulto. Pero no lo llevo puesto cuando estoy trabajando. Uno de estos vale treinta y cinco mil coronas. Lo heredé de nuestro padre.

– O sea que ¿estabas trabajando entre las 15.15 y las 15.45, dices?

– Sí, seguro que estaba trabajando.

– Y ¿cómo es que no sabes dónde estabas?

– Bueno, no sé si estaba en el taller reparando colmenas, o si estaba en el granero cambiando la rueda dentada de nuestra centrifugadora.

No parecía el más listo de los hermanos. ¿O tal vez sí?

– ¿Vendéis mucha miel en negro?

Era un giro que no se había esperado. De modo que sí que lo hacían. No era cosa que preocupase a Carl. Aquello no era de su incumbencia. Solo quería hacerse una idea de quién tenía delante.

– ¿Estás fichado, Jonas? Ya sabes que puedo comprobarlo así. -Y trató de chasquear los dedos.

El tipo sacudió la cabeza.

– ¿Algún otro de aquí?

– ¿Por qué?

– ¿Algún otro?

El hombre se contrajo un poco.

– Creo que Go Johnny, Acelerador y el Papa sí.

Carl basculó la cabeza un poco hacia atrás. Joder con los motes.

– ¿Quiénes son?

Jonas Brandes entornó los ojos mientras miraba a los hombres de la barra.

– Birger Nielsen es el calvo, es pianista de bar, por eso lo llamamos Go Johnny. Acelerador está sentado junto a él, se llama Mikkel. Tiene un taller de reparación de motos en Copenhague. No creo que hicieran nada especial. Creo que lo de Birger fue algo de alcohol de contrabando en un bar, y lo de Mikkel, coches robados que vendía después. De eso hace ya bastante, ¿por qué?

– ¿Y el tercero que has mencionado? El Papa, ¿no? Ese debe de ser Svend, el de la chaqueta azul.

– Sí. Es católico. No sé qué fue lo que le pasó. Algo en Tailandia, creo.

– ¿Quién es el último, entonces? El que está hablando con tu hermano. ¿No es el que va a dejar el equipo?

– Sí, es René. Es nuestro mejor jugador, así que vaya putada. René Henriksen, igual que el antiguo defensa de la selección; por eso lo llamamos Tres.

– Claro, porque René Henriksen llevaría el número tres en la camiseta, ¿verdad?

– Al menos en algún momento.

– ¿Llevas alguna documentación encima, Jonas? ¿Donde aparezca tu número de registro civil?

Obediente, sacó la cartera del bolsillo y tiró del carné de conducir.

Carl escribió el número.

– Por cierto, ¿quién de vosotros tiene un Mercedes?

El hombre se alzó de hombros.

– Bueno, siempre quedamos aquí…

Carl no tenía tiempo para volver a oírlo una vez más.

– Gracias, Jonas. Dile a René, por favor, que venga.

Se estuvieron mirando el uno al otro desde el momento en que se levantó de la barra hasta el momento en que se sentó ante Carl.

Un hombre elegante. No es que fuera importante, pero se le veía bien cuidado y de mirada resuelta.

– René Henriksen -se presentó, tirando de la raya del pantalón al sentarse-. Entiendo, por Lars Brande, que hay alguna investigación en marcha. No es que me lo haya dicho, solo es una impresión. ¿Tiene que ver con Svend?

Carl lo miró con detenimiento. Con algo de buena voluntad, podría ser el que buscaban. Tal vez un rostro demasiado delgado, pero podía ser que hubiera perdido con los años la rotundez de la juventud. El pelo recién cortado dejaba las entradas al descubierto, pero las pelucas lo ocultan todo. Había algo en su mirada que le provocó un hormigueo por todo el cuerpo. Las finas arrugas junto a los ojos no eran patas de gallo sin más.

– ¿Svend? ¿Te refieres al Papa? -preguntó Carl sonriendo, aunque no tenía ganas.

El tipo arqueó las cejas.

– ¿Por qué preguntas si tiene que ver con Svend? -quiso saber Carl.

La expresión facial del hombre se transformó. No se puso alerta o a la defensiva, sino más bien al contrario. Era casi la mirada avergonzada de quien se siente descubierto sin saberlo.

– Ay -explicó-. Ha sido culpa mía, no debería haber mencionado a Svend. ¿Empezamos de nuevo?

– Vale. Vas a dejar el equipo. ¿Te mudas de casa? -preguntó Carl.

Otra vez aquella mirada que le daba la sensación de que su interlocutor se sentía desnudo.

– Así es -confirmó-. Me han ofrecido un trabajo en Libia. Voy a supervisar el montaje de una enorme instalación de energía solar en medio del desierto que va a generar electricidad mediante una sola unidad central. Es un acontecimiento revolucionario, quizá haya oído hablar de ello.

– Parece interesante. ¿Cómo se llama la empresa?

– La verdad es que no es muy comercial -reconoció sonriendo-. De momento solo está el número del Registro de Sociedades. Todavía no han decidido si el nombre será en árabe o en inglés, pero para su conocimiento le diré que la empresa actualmente se llama 773 PB 55.

Carl hizo un gesto afirmativo.

– ¿Cuántos del equipo tienen un Mercedes, aparte de ti?

– ¿Quién dice que tengo un Mercedes? -inquirió, sacudiendo la cabeza-. Que yo sepa, solo Svend tiene un Mercedes, pero suele venir andando. No vive tan lejos.

– ¿Cómo sabes que Svend tiene un Mercedes? Jonas y Lars me han dado la impresión de que siempre vais con ellos en la furgoneta.

– Así es. Pero Svend y yo solemos alternar también en privado. Llevamos años haciéndolo. Bueno, tendría que decir que solíamos hacerlo. Porque no he estado en su casa los últimos dos o tres años, ya comprenderá por qué; pero antes, sí. Y, que yo sepa, no ha cambiado de coche recientemente. Los que tienen una pensión de invalidez no pueden hacer maravillas con el dinero.

– ¿Qué es lo que debo «comprender» sobre ese Svend?

– Sus viajes a Tailandia, por supuesto. ¿No estamos hablando de eso?

Aquello parecía una maniobra de distracción.

– ¿Qué viajes? No soy del departamento de Narcóticos, si es lo que piensas.

El hombre pareció que fuera a derrumbarse, pero podía ser un gesto de cara a la galería.

– ¿Narcóticos? No, hombre -aseguró-. Joder, no quiero meterlo en un aprieto, será cosa mía, puedo estar equivocado.

– ¿Quieres ser tan amable de decirme enseguida qué es lo que piensas? De lo contrario tendré que llevarte a Jefatura para interrogarte.

El hombre ladeó la cabeza.

– Santo cielo, no, gracias. Solo quiero decir que en una de esas Svend me desveló que sus numerosos viajes a Tailandia tienen que ver con que organiza a mujeres de allí para acompañar a recién nacidos a Alemania. Niños que son dados en adopción a parejas sin hijos previamente escogidas. Se encarga del papeleo y dice que es una buena acción, pero creo que no se preocupa demasiado por cómo se consiguen los niños. Es lo que pienso yo -explicó, adelantando la cabeza-. Juega bien a los bolos, así que no me importa jugar con él, pero desde que supe lo de los niños, no he vuelto a su casa.

Carl miró al hombre de chaqueta azul. ¿Sería una cortina de humo que Svend echaba cuando no le quedaba otro remedio? Era muy posible. «Andar cerca de la verdad, pero no demasiado cerca», ese era el lema de la mayoría de los criminales. Tal vez no fuera nunca a Tailandia. Tal vez fuera el secuestrador, que necesitaba una coartada ante sus amigos de la bolera mientras él practicaba su repugnante oficio.

– ¿Sabes quién canta bien o mal en tu equipo?

El hombre se echó hacia delante con una súbita carcajada.

– No cantamos mucho, no.

– ¿Y tú?

– Canto bastante bien, gracias. En el pasado estuve de sacristán en la iglesia de Fløng. También he estado en el coro de allí. ¿Quiere que le enseñe?

– No, gracias. ¿Y Svend? ¿Canta bien?

Sacudió la cabeza.

– Ni idea. Pero ¿ha venido por eso?

Carl esbozó una sonrisa irónica.

– ¿Sabes si alguno de vosotros tiene una cicatriz visible?

El hombre se encogió de hombros. Carl no podía dejarlo marchar aún. No podía.

– ¿Me puedes enseñar algún documento de identidad? ¿Donde aparezca el número de registro civil?

El hombre no respondió. Sacó del bolsillo una de esas carteritas que solo contienen tarjetas de plástico. Lars Bjørn, el de Jefatura, tenía una así. Un símbolo de su estatus, lo más seguro, vete a saber.

Carl escribió el número de registro. Cuarenta y cuatro años. Coincidía con su hipótesis.

– Oye, dime otra vez: ¿cómo se llamaba tu empresa?

– 773 PB 55. ¿Por qué?

Carl se alzó de hombros. Si hubiera sido él quien hubiera inventado de la nada un nombre tan demencial como aquel, no se habría acordado pasados dos minutos. Así que sería verdad.

– Una última cosa. ¿Qué has hecho hoy entre las tres y las cuatro?

El hombre se puso a pensar.

– Entre las tres y las cuatro. Estaba en el peluquero de Allehelgensgade. Tengo una reunión importante mañana y debo estar presentable.

El tipo deslizó los dedos por una de sus sienes para ilustrarlo. Sí, parecía recién cortado. Pero tendrían que comprobarlo en la peluquería cuando terminasen allí.

– René Henriksen, haz el favor de sentarte ahí, junto a la mesa blanca de la esquina, ¿vale? Puede que hablemos contigo después.

El tipo hizo un gesto afirmativo y dijo que lo ayudaría con sumo gusto.

Era lo que decían casi todos al hablar con la Policía.

Después indicó a Assad, con un gesto, que le enviara al hombre de la chaqueta azul. No había tiempo que perder.

No parecía para nada que aquel hombre tuviera una pensión de invalidez. Sus hombros llenaban la chaqueta, y no era por las reminiscencias de las hombreras de los años ochenta. Tenía un semblante notable, sus mandíbulas se acentuaban cada vez que mascaba su chicle. Cabeza ancha. Cejas pobladas, casi juntas. Pelo al rape y un caminar algo encorvado. Un hombre que seguro que tenía más recursos de los que aparentaba.

Olía bien, un olor neutro. Su mirada era algo vacilante, con grandes ojeras que hacían que la distancia entre los ojos pareciera menor de lo que era en realidad.

Desde luego, un perfil y un aspecto que merecían una investigación más detallada.

El tipo saludó con la cabeza a René Henriksen cuando se sentó.

A primera vista parecía un saludo cordial.

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