En el pueblo de Jægerspris se desviaron de la carretera junto a un pabellón rojo donde ponía «Esculturas y cuadros», y se adentraron en el bosque.
Rodaron un buen trecho sobre el asfalto mojado hasta llegar al letrero que decía «Prohibida la circulación de coches y motos no autorizados». Un camino perfecto si no querías que te molestaran en lo que estabas haciendo.
Conducían lento. El GPS decía que todavía quedaba un buen trecho hasta la casa, pero los halógenos de sus faros iluminaban bien el camino. Si de pronto se encontraban ante terreno abierto que diera al fiordo cerca de la casa, tendrían que apagar las luces. Dentro de pocas semanas los árboles se cubrirían de follaje, pero en aquel momento no había gran cosa para esconderse.
– Ahí empieza un camino que se llama Badevej, Carl. Tendrás que apagar las luces ahora, o sea. Después viene un tramo sin vegetación.
Carl señaló la guantera, y Assad sacó la linterna alargada.
Después apagó las luces del coche.
Avanzaron con lentitud, guiados por la luz de la linterna. Daba la luz justa para orientarse.
Divisaron un trozo de marisma que llegaba hasta el fiordo. Tal vez también algo de ganado tumbado en la hierba. Entonces apareció una pequeña estación transformadora a la izquierda del camino. Oyeron un leve ronroneo al pasar al lado.
– ¿Podría ser eso lo que ronroneaba, entonces? -preguntó Assad.
Carl sacudió la cabeza. No, el sonido era demasiado débil. Ya no se oía.
– Ahí, Carl.
Assad señaló una silueta oscura, que enseguida resultó ser un seto que se extendía desde el sendero hasta el agua. Vibegården estaba tras él.
Aparcaron el coche al borde del camino y se quedaron un rato recuperándose fuera.
– ¿En qué piensas, Carl? -quiso saber Assad.
– Pienso en lo que vamos a encontrar. Y pienso también en la pistola que he dejado en Jefatura.
Detrás del seto había un redil, y tras el redil otro bosquecillo que descendía hasta el agua. No era una propiedad grande, pero la ubicación era perfecta. Habría allí todo tipo de posibilidades para vivir una vida feliz. O para ocultar los actos más repugnantes.
– ¡Mira! -exclamó Assad, y Carl lo vio. El contorno de una casita cerca del agua. Tal vez un cobertizo o un pequeño pabellón. Después señaló un lugar entre los árboles-. Y mira ahí.
Se veía una luz tenue.
Se colaron entre las ramas del seto y vieron la casa de ladrillo rojo que había tras la vegetación. Deteriorada y algo ruinosa. Dos de las ventanas que daban a la carretera estaban iluminadas.
– Está, o sea, en casa, ¿no crees? -susurró Assad.
Carl no dijo nada. ¿Cómo iban a saberlo?
– Creo que hay una entrada algo más allá, tras la casa. Quizá debiéramos ver, entonces, si está el Mercedes -susurró Assad.
Carl meneó la cabeza.
– Seguro que está, créeme.
Entonces oyeron un ronroneo grave procedente del fondo del jardín. Como un bote a motor que regresa atravesando la pulida superficie del agua. Algo así como un leve zumbido remoto.
Carl entornó los ojos. De modo que había un ronroneo.
– Viene del anexo del extremo del jardín. ¿Lo ves, Assad?
Este gruñó. Lo veía.
– ¿No crees que la caseta de botes puede estar en esos matorrales junto al anexo? Así estaría junto al agua, o sea -explicó Assad.
– Puede. Pero me temo que él puede estar allí. También temo lo que pueda estar haciendo -confesó Carl.
El silencio del edificio principal y el extraño sonido procedente del cobertizo le daban escalofríos.
– Vamos a tener que ir ahí, Assad.
Su colega asintió con la cabeza y dio a Carl la linterna apagada.
– Úsala como arma, Carl. Yo me fío más, o sea, de mis manos.
Atravesaron la maleza, que le despellejó la quemadura del brazo. Si no hubiera sido porque su camisa y chaqueta estaban mojadas y la llovizna refrescaba, habría tenido que parar un rato y aguantar el dolor.
Según se acercaban al anexo, el sonido se hacía más claro. Monótono, grave y continuo. Como un motor recién lubricado en punto muerto.
Bajo la puerta se divisaba una delgada raya de luz. De modo que algo estaba pasando allí dentro.
Carl señaló la puerta y agarró con fuerza la pesada linterna. Si Assad abría la puerta de un tirón, él se precipitaría dentro, dispuesto a golpear. Entonces verían qué ocurría.
Se miraron un par de segundos, y después Carl dio la señal. Assad asió la manilla y abrió la puerta, y justo después Carl entró retumbando en la estancia.
Miró alrededor y dejó caer el brazo que sostenía la linterna. No había nadie. Aparte de un taburete, ropa de trabajo sobre un banco de carpintero, un gran depósito, varias mangueras y el generador, que ronroneaba en el suelo como un vestigio de la época en que las cosas se hacían para que durasen para siempre, no había nada.
– ¿A qué huele, Carl? -susurró Assad.
Sí, había un olor intenso, y Carl lo conocía. Aunque hacía tiempo que no lo olía. En la época, hacía muchos años, en que había que decapar todos los muebles y puertas de pino. Era aquel olor húmedo y frío que hacía contraer las fosas nasales. El olor de la sosa cáustica. El olor a lejía.
Se volvió hacia el depósito con la mente llena de imágenes siniestras. Acercó el taburete. Presintiendo lo peor, se subió encima y levantó la tapa del depósito. Estoy a un clic de linterna de darme un susto, pensó, y dirigió el cono de luz hacia el fondo del depósito.
Pero no vio nada. Solo agua, y un calorífero de un metro de longitud colgado en la pared interior.
No era difícil de adivinar para qué podía usarse el depósito.
Apagó la linterna, bajó con cuidado del taburete y miró a Assad.
– Creo que los niños están todavía en la caseta de botes -anunció-. Puede que estén vivos.
Prestaron atención cuando salieron del anexo, y se quedaron un rato quietos para acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Dentro de tres meses habría mucha luz a aquella hora. Pero entonces solo veían unas siluetas vagas delineándose entre ellos y el fiordo. ¿Habría de verdad una caseta de botes allí, entre la maleza?
Hizo señas a Assad para que lo siguiera, y notó que en un par de metros sus pisadas resbalaban sobre grandes babosas. A Assad no le gustaba aquello nada, era evidente.
Llegaron a los matorrales. Carl se agachó un poco, apartó una rama, y allí, justo frente a sus ojos, estaba la puerta, a medio metro de altura sobre el suelo. Tocó las gruesas tablas que la componían. Estaban húmedas y escurridizas.
Olía a brea, por lo que debían de haber sellado los resquicios con ella. La misma brea con que selló Poul Holt su mensaje en la botella.
Oyeron el murmullo del agua justo ante ellos. Así que la cabaña estaba sobre el agua. No había duda de que se sostenía sobre estacas. ¡Era la caseta de botes!
Estaban en el sitio correcto.
Carl asió la manilla, pero la puerta no se abrió. Entonces avanzó a tientas hasta un pasador unido a un pestillo. Lo levantó con cuidado y a continuación lo dejó caer colgado de su cadena. Entonces aquel cabrón no estaba dentro, eso seguro.
Tiró poco a poco de la puerta y oyó enseguida una respiración lenta, contenida.
El hedor de agua podrida, orina y excrementos hirió sus fosas nasales.
– ¿Hay alguien? -susurró.
Pasado un rato, se oyó un gemido ahogado.
Encendió la linterna, y el espectáculo que vio fue desgarrador.
A dos metros una de otra, había dos figuras dobladas sobre sus propios excrementos. Los pantalones mojados, el pelo sucio. Dos cuerpecillos que habían tirado la toalla.
El chico lo miraba con los ojos abiertos como platos, desorbitados. Aplastado bajo el techo, inclinado hacia delante, atado por detrás y encadenado. Tenía la boca tapada con cinta adhesiva, que palpitaba tenue con su respiración, y todo él era un grito de socorro. Carl desvió la linterna a un lado y vio a la niña inclinada sobre su cadena. Su cabeza descansaba sobre el hombro, como si durmiera, pero no dormía. Sus ojos estaban abiertos y reaccionaron a la luz parpadeando, pero no podía ni levantar la cabeza de lo exhausta que estaba.
– Venimos a ayudaros -los tranquilizó Carl, apoyándose en el suelo y entrando de rodillas-. Estaos callados y todo irá bien.
Cogió el móvil y marcó un número de teléfono. Al poco comunicaba con la comisaría de Frederikssund.
Explicó la situación y pidió refuerzos. Después apagó el móvil.
El chico dejó caer los hombros. La conversación había hecho que se relajara.
Mientras tanto, también Assad había entrado. Estaba arrodillado bajo el tejadillo, soltando la cinta adhesiva de la boca de la chica. Soltó sus correas mientras Carl empezaba a ayudar al chico. Este mostraba ganas de colaborar. No dijo nada cuando le arrancó la cinta adhesiva. Se echó a un costado para que Carl pudiera llegar a la hebilla de la correa de cuero a su espalda.
Después alejaron a los niños un poco de la pared y se afanaron con la cadena que ceñía sus cinturas y estaba unida a otra cadena sujeta a la pared.
– Ayer nos las puso y las candó. Antes la cadena de la pared solo estaba unida a las correas. Él tiene las llaves -informó el chico con voz ronca.
Carl miró a Assad.
– He visto una palanqueta en el cobertizo. ¿Me la traes, Assad?
– ¿Una palanqueta?
– Sí, joder.
Carl vio por la expresión de Assad que sabía perfectamente qué era una palanqueta. Lo que pasa es que no quería volver a pisar aquellas babosas otra vez, si podía evitarlo.
– Toma la linterna, ya voy yo.
Salió a rastras de la caseta. Tenían que haber cogido la palanqueta. Era un arma estupenda.
Volvió a pasar resbalando sobre la masa de babosas vivas y muertas y reparó en un débil fulgor en una de las ventanas del edificio principal que daba al fiordo. Antes no se veía.
En ese momento se detuvo y se quedó un rato en silencio, escuchando.
No, no se oía la menor actividad en ninguna parte.
Después volvió a avanzar hacia el cobertizo y abrió la puerta con cuidado.
La palanqueta estaba ante él en el banco de carpintero, bajo un martillo y una llave inglesa. Apartó el martillo y empujó la llave inglesa a un lado. Se sobresaltó cuando la llave basculó en el borde y cayó al suelo con un chasquido metálico.
Se quedó un rato quieto en la penumbra, escuchando.
Después asió la palanqueta y salió sin hacer ruido.
Lo miraron aliviados cuando regresó. Como si cada movimiento que habían hecho Carl y Assad desde que abrieron la puerta fuera un milagro. Era muy comprensible.
Arrancaron con cuidado las cadenas de la pared.
El chico salió enseguida a rastras de debajo de la pared oblicua, mientras la chica se quedaba quieta, gimiendo.
– ¿Qué le pasa? -quiso saber Carl-. ¿Le falta agua?
– Sí. Está agotada. Llevamos mucho tiempo aquí.
– Tú coge a la chica, Assad -susurró Carl-. Agarra bien la cadena para que no tintinee. Yo ayudaré a Samuel.
Notó que el chico se ponía rígido. Volvió su rostro sucio hacia él y se quedó mirándolo, como si Carl hubiera revelado que en su alma moraba el diablo.
– Sabes mi nombre -dijo el chico con aire de sospecha.
– Soy policía. Sé muchas cosas de vosotros, Samuel.
El chico retiró la cabeza hacia atrás.
– ¿De dónde? ¿Ha hablado con nuestros padres? -preguntó.
Carl aspiró hondo.
– No, no he hablado con ellos.
Samuel echó los brazos un poco hacia atrás. Cerró los puños un rato.
– Aquí pasa algo -aventuró-. Usted no es policía.
– Que sí, hombre. ¿Quieres ver mi placa?
– ¿Cómo ha sabido dónde estábamos? No podía saberlo.
– Llevamos tiempo trabajando para encontrar a vuestro secuestrador, Samuel. Ven, no hay tiempo que perder -alegó Carl, mientras Assad tiraba de la niña para sacarla por la puerta.
– Si son policías, ¿por qué no hay tiempo que perder?
Parecía asustado. Era evidente que no era dueño de sí. ¿Sería por la conmoción?
– Hemos tenido que arrancar las cadenas de la pared, Samuel. ¿No es bastante prueba? No teníamos la llave.
– ¿Es algo de nuestros padres? ¿No han pagado? ¿Les ha pasado algo? -lo apremió, sacudiendo la cabeza. Después volvió a preguntar, en voz demasiado alta-. ¿Qué les ha pasado a nuestros padres?
– Shhh -lo tranquilizó Carl.
Oyeron un sonido sordo fuera. Assad debía de haber dado un traspiés en el sendero resbaladizo.
– ¿Ha pasado algo? -susurró Carl. Después se volvió hacia Samuel-. Vamos, Samuel. No hay tiempo que perder.
El chico lo miró con desconfianza.
– Antes no ha hablado con nadie por el móvil, ¿verdad? Nos van a matar, ¿verdad? ¿No es eso lo que van a hacer?
Carl sacudió la cabeza.
– Voy a salir; así podrás mirar por la puerta y ver que todo va bien -explicó, y salió al aire fresco.
Oyó un ruido y notó un fuerte golpe en la nuca. Después la noche lo envolvió.