Capítulo 21

En los primeros veinte kilómetros camino de Karlshamn, Carl fumó cuatro cigarrillos para superar los temblores producidos por el terrorífico café de Tryggve Holt.

Si hubiera terminado el interrogatorio la víspera, habría podido volver a casa justo después, y en aquel momento estaría calentito en su cama con el periódico sobre la tripa y el olor penetrante de los buñuelos de arroz de Morten en las fosas nasales.

Saboreó su propio mal aliento.

Sábado por la mañana. Dentro de tres horas estaría en casa. Mientras tanto, tendría que apretarse los machos.

Acababa de sintonizar a duras penas con Radio Blekinge cuando el timbre del móvil interrumpió un vals ejecutado por violines noruegos.

– ¡Vaya! ¿Dónde estás, Charlie? -dijo la voz al otro extremo de la línea.

Carl volvió a mirar el reloj. Solo eran las nueve, aquello no anunciaba nada bueno. ¿Cuál fue la última vez que su hijo postizo había estado levantado tan temprano un sábado?

– ¿Qué ocurre, Jesper?

El joven parecía cabreado.

– No aguanto más en casa de Vigga. Voy a volver a casa, ¿vale?

Carl bajó el volumen de la radio.

– ¿A casa? Oye, Jesper, escucha. Vigga acaba de darme un ultimátum. También ella quiere volver a casa, y si me parece mal prefiere vender la casa y quedarse con la mitad. ¿Dónde coño vas a vivir entonces?

– No puede hacer eso.

Carl sonrió. Era asombroso lo mal que conocía aquel chico a su madre.

– ¿Qué pasa, Jesper? ¿Por qué quieres volver a casa? ¿Te has cansado de los agujeros del techo de la cabaña de tu madre? O ¿es que te hizo fregar los platos anoche?

Sonrió para sí. El sarcasmo les venía bien a las contracciones del diafragma.

– El insti de Allerød queda en el quinto pino. Una hora para ir y otra para volver, es una putada. Y Vigga está chillando todo el tiempo. Estoy harto de oírla.

– ¿Chilla? ¿A qué te refieres? -preguntó, pero era una pregunta estúpida-. Deja, olvídalo, Jesper. No tengo ninguna gana de oír eso.

– ¡No, hombre! ¡No me refiero a eso! Chilla cada vez que no hay un tío en casa, y en este momento no hay ninguno. Es un coñazo, ni más ni menos.

¿No tenía ningún tío? Entonces, ¿qué coño había pasado con el poeta de gafas de concha? ¿Había encontrado una musa con más dinero en la cartera? ¿Una que fuera capaz de cerrar el pico de cuando en cuando?

Carl miró al paisaje empapado. El GPS decía que tenía que pasar por Rödby y por Bräkne-Hoby, y parecía un terreno accidentado y embarrado. Joder, cuántos árboles había en aquel país.

– Por eso quiere volver a Rønneholtparken -continuó el muchacho-. Allí al menos te tiene a ti.

Carl sacudió la cabeza. Menudo cumplido.

– Bueno, Jesper. Vigga no puede volver a casa de ninguna de las maneras. Escucha: te doy mil coronas si le quitas la idea de la cabeza.

– Vaya. ¿Y cómo voy a hacerlo?

– ¿Cómo? Encuéntrale un novio, chaval, ¿es que no tienes ideas? Dos mil si lo consigues antes del fin de semana. Entonces podrás volver a casa; si no, no.

Dos pájaros de un tiro, Carl estaba satisfecho de sí mismo. El joven al otro extremo de la línea estaba estupefacto.

– Y otra cosa: si vuelves a casa, no quiero volver a oírte refunfuñar porque Hardy vive con nosotros. Si no te gustan las reglas no tienes más que seguir viviendo en la casita de la pradera.

– ¿Cómo?

– ¿Está claro? Te doy dos mil si lo arreglas antes de este fin de semana.

Hubo un momento de silencio. La idea tenía que atravesar un filtro adolescente compuesto de falta de voluntad, pereza y una buena dosis de torpeza resacosa.

– Dos mil, dices -se oyó después-. Vale. Pegaré algunos anuncios por ahí.

– Vaya.

Carl dudaba de la bondad del método. Él había imaginado más bien que Jesper debía invitar a un montón de pintores frustrados a la cabaña con huerta. Así verían con sus propios ojos el magnífico -y sobre todo gratuito- taller que podían conseguir por la adquisición de una hippy bien usada.

– ¿Y qué vas a escribir en esos anuncios?

– Ni puta idea, Charlie.

Se quedó cavilando un momento. Seguro que se le ocurría algo especial.

– Podría ser algo de este estilo: «Hola, mi madre está buena y busca un tío bueno. Abstenerse amargados y pobretones» -declamó, y se rio.

– Vaya. Igual deberías pensar alguna otra cosa.

– ¡Pues claro! -Jesper volvió a reír con voz ronca por la resaca-. ¡Charlie, tío! Ya puedes ir sacando el dinero del banco.

Luego cortó la comunicación.

Carl miró algo desconcertado al salpicadero y al paisaje de casas pintadas de rojo y vacas que pacían bajo el aguacero.

No había nada como la tecnología moderna para amalgamar los elementos de la vida.

Hardy dirigió a Carl una mirada triste y mustia cuando este entró en la sala.

– ¿Dónde has estado? -preguntó en voz baja mientras Morten le retiraba puré de patata de la comisura de los labios.

– Bueno, dando una vuelta por Suecia. He ido a Blekinge y he pasado la noche allí. De hecho, esta mañana me he plantado en la puerta de una comisaría bastante bonita de Karlshamn y he llamado, en vano. Esos son casi peores que nosotros. Como ocurra algún delito en sábado, mala suerte.

Se permitió reír con ironía, pero a Hardy no le hizo gracia.

Pero lo que decía Carl no era del todo cierto. En la comisaría había de hecho un portero automático. «Apriete B y diga qué quiere», ponía en un letrero al lado. Y él lo intentó, pero no entendió ni jota cuando el guardia le respondió. Luego debió de chapurrear en inglés con fuerte acento sueco, y Carl no entendió ni papa de lo que decía. Así que se marchó.

Carl dio una palmada en el hombro de su corpulento inquilino.

– Gracias, Morten. Ya me encargo yo de darle la comida. ¿Me haces mientras tanto un café? Pero que no esté muy fuerte, por favor.

Siguió con la vista el majestuoso trasero de Morten dirigiéndose hacia la zona de la cocina. ¿Había estado comiendo tarta de queso día y noche las dos últimas semanas? Sus glúteos parecían ruedas de tractor.

Después volvió la cabeza hacia Hardy.

– Pareces triste. ¿Ha ocurrido algo?

– Morten me está matando poco a poco -susurró Hardy, jadeando ligeramente en busca de aire-. Me obliga a comer todo el día, como si no hubiera otra cosa en que ocuparse. Comida grasienta que me hace cagar todo el tiempo. No entiendo que se tome la molestia; joder, luego me tiene que limpiar el culo él. ¿No puedes pedirle que me deje en paz? ¿Al menos de vez en cuando?

Sacudió la cabeza cuando Carl quiso meterle otra cucharada en la boca.

– Y no para de hablar todo el santo día. Me vuelve loco. Paris Hilton y la nueva ley de sucesión al trono, el pago de pensiones y chorradas así. ¿Qué me importa a mí? Los temas de conversación vuelan por el aire como en una corriente espesa de banalidades varias.

– ¿No puedes decírselo tú?

Hardy cerró los ojos. Vale, por lo visto lo había intentado. A Morten no era fácil hacerlo cambiar de parecer.

Carl asintió con la cabeza.

– Claro que se lo diré, Hardy. ¿Cómo va todo, por lo demás? -preguntó con el mayor cuidado. Era una de esas preguntas que estaban rodeadas de un campo de minas.

– Tengo dolores fantasma.

Carl vio la nuez de Hardy luchando por tragar saliva.

– ¿Quieres agua?

Cogió la botella de agua del soporte lateral de la cama e introdujo con cuidado la pajita doblada entre los labios de Hardy. Si Hardy y Morten se enfadaban, ¿quién iba a hacer aquello todo el día?

– ¿Dolores fantasma, dices? ¿Dónde? -quiso saber Carl.

– En la parte trasera de la rodilla, creo. Joder, no es fácil de saber. Pero me duele como si alguien me estuviera pegando con un cepillo metálico.

– ¿Quieres una inyección?

Asintió en silencio. Se la pondría Morten enseguida.

– Lo de la sensibilidad del dedo y el hombro ¿cómo va? ¿Aún puedes mover la muñeca?

Las comisuras de Hardy se hundieron. Fue respuesta suficiente.

– Oye, ¿tú no estuviste colaborando en un caso con la Policía de Karlshamn?

– ¿Por qué? ¿Por qué lo preguntas?

– Verás, es que me hace falta un dibujante de la Policía para que haga el retrato de un asesino. Tengo un testigo en Blekinge que puede describirlo.

– ¿Y…?

– Me hace falta el dibujante ahora mismo, y la puñetera Policía sueca es tan hábil a la hora de cerrar sus comisarías locales como nosotros. Pues eso, que a las siete de la mañana estaba frente a un edificio amarillo enorme en la Erik Dahlsbergsvägen de Karlshamn, leyendo un letrero. «Cerrado sábados y domingos. Resto de la semana, abierto de 9.00 a 15.00», nada más. ¡Un sábado!

– Ya. ¿Y qué quieres que haga?

– Podrías pedir a tu amigo de Karlshamn que le hiciera un favor al Departamento Q de Copenhague.

– Joder, vete a saber si mi amigo sigue trabajando en Karlshamn. De aquello hace por lo menos seis años.

– Entonces estará en otro sitio. Lo buscaré en la red, basta que me digas el nombre. Seguramente seguirá en la Policía sueca, ¿no era un alumno modelo? Lo único que tienes que pedirle es que levante el receptor y llame a un dibujante de la Policía. Solo se trata de eso. ¿No lo harías acaso por nuestro compañero sueco si él te lo pidiera?

Los pesados párpados de Hardy no anunciaban nada bueno.

– Sale caro haciéndolo en fin de semana -informó después-. Y eso si es que hay algún dibujante cerca de tu testigo que quiera tomarse la molestia.

Carl miró a la taza de café que le había dejado Morten en la mesilla. Si no fuera porque sabía que no, podría pensarse que había cogido una lata de aceite y la había consumido al fuego para oscurecerlo más.

– Menos mal que has venido -comentó Morten-. Así puedo salir.

– ¿Salir? ¿Adónde vas?

– Al cortejo fúnebre de Mustafá Hsownay. Sale de la estación de Nørrebro a las dos de la tarde.

Carl asintió con la cabeza. Mustafá Hsownay, una víctima inocente más de la lucha por el mercado de hachís entre los círculos de moteros y las bandas de inmigrantes.

Morten levantó el brazo e hizo ondear por un breve segundo una bandera que seguramente sería iraquí. A saber de dónde diablos la había sacado.

– Fui a clase con uno que vivía en Mjølnerparken, donde mataron a tiros a Mustafá.

Otros quizá habrían vacilado ante la debilidad de los argumentos solidarios.

Pero Morten estaba hecho de otra pasta.

Estaban tumbados muy cerca uno del otro. Carl en el sofá con los pies en la mesa baja, y Hardy en la cama de hospital con su largo cuerpo paralizado vuelto de costado. Había tenido cerrados los ojos desde que Carl encendió el televisor, y la expresión amarga de su boca se había difuminado poco a poco.

Eran como un matrimonio de ancianos que por fin se abandonan al final del día en la compañía insustituible de noticias y presentadores maquillados. Durmiendo en paz un sábado por la noche. Solo faltaba que se cogieran de la mano para que la imagen fuera perfecta.

Carl levantó con trabajo sus pesados párpados y observó que el noticiario que estaba viendo era el último del día.

Así que ya era hora de preparar a Hardy para dormir y meterse en la cama como es debido.

Se quedó mirando la pantalla, donde el cortejo de Mustafá Hsownay se movía con lentitud por Nørrebrogade con digna calma y en silencio. Miles de rostros silenciosos pasaron ante las cámaras, mientras desde los balcones arrojaban tulipanes de color rosa hacia el coche fúnebre. Inmigrantes de todo tipo, y otros tantos daneses de segunda generación. Muchos cogidos de la mano.

El hervidero de Copenhague había perdido furor por un momento. Todos estaban contra la guerra entre bandas.

Carl asintió en silencio. Estaba bien que Morten estuviera allí. Seguro que no había muchos de Allerød. Joder, tampoco estaba él.

– Mira, Assad -se oyó decir a Hardy en voz baja.

Carl lo miró. ¿Había estado despierto todo el tiempo?

– ¿Dónde?

Miró a la pantalla y vio enseguida la cabeza redonda de Assad asomando entre la gente de la acera.

Al contrario que los demás, no dirigía la mirada hacia el coche fúnebre, sino más atrás, hacia el cortejo. Su cabeza se movía imperceptiblemente de lado a lado como la de una fiera que sigue con la mirada a su presa entre la espesura. Estaba serio. Después la imagen desapareció.

¿Qué coño…?, se dijo Carl.

– Ostras, parecía del Servicio de Información -gruñó Hardy.

Carl despertó en su cama hacia las tres con el corazón martilleándolo y un edredón que pesaba doscientos kilos. No se sentía bien. Era como una fiebre repentina. Como si una horda de virus lo hubiera atacado y paralizado su sistema nervioso simpático.

Jadeó en busca de aire y se llevó la mano al pecho. ¿Por qué siento pánico?, pensó, mientras echaba en falta una mano que agarrar.

Abrió los ojos en la habitación negra.

Esto me ha pasado antes, pensó, y recordó el ataque mientras el sudor le pegaba la camiseta al cuerpo.

Lo que lo provocó la vez anterior fue el tiroteo a que los sometieron a él, a Anker y a Hardy en Amager.

¿Podría ser lo mismo?

«Trata de recordar el episodio para poder distanciarte», solía decirle Mona durante el tratamiento.

Apretó los puños y recordó los temblores del suelo cuando alcanzaron a Hardy y la bala que le rozó la frente a él. La sensación de cuerpo contra cuerpo cuando Hardy lo arrastró en su caída y lo pringó de sangre. El intento heroico de Anker por detener a los atacantes pese a estar herido de gravedad. Y el último disparo mortal que dejó impresa para siempre la sangre del corazón de Anker en las sucias tablas del suelo.

Lo repasó todo varias veces. Recordó su vergüenza por no haber hecho nada, y el asombro de Hardy ante lo sucedido.

Y el corazón de Carl seguía martilleando.

– Me cago en la puta -dijo entre dientes varias veces mientras encendía la luz y un cigarrillo. Mañana mismo iba a telefonear a Mona para decirle que volvía a tener problemas. La llamaría y se lo diría del modo más encantador posible, añadiendo una pizca de impotencia. Puede que así ella correspondiera con más de una consulta. La esperanza es lo último que se pierde.

Sonrió al pensar en ello y se metió el humo hasta el fondo de los pulmones. Luego cerró los ojos y volvió a sentir el corazón percutiendo como un taladro. ¿Estaba enfermo grave, o qué?

Se levantó con dificultad y bajó las escaleras tambaleándose. Mierda, no iba a quedarse solo allí arriba con un ataque al corazón.

Entonces se desplomó, y despertó en el mismo sitio para ver a Morten zarandeándolo con restos de una bandera iraquí pintada en la frente.

Las cejas del médico de guardia expresaban que Carl le había hecho perder el tiempo. El comunicado era breve: exceso de trabajo.

¡Exceso de trabajo! Una ofensa poco habitual, a la que siguieron unas observaciones tópicas del doctor sobre el estrés, y después un par de pastillas que noquearon a Carl y lo enviaron al país de los sueños.

Cuando despertó el domingo a la una y media tenía la cabeza pesada, llena de imágenes horribles, pero el corazón latía normal.

– Que llames a Jesper -dijo Hardy desde su camilla cuando finalmente Carl consiguió bajar del dormitorio-. ¿Estás bien?

Carl se encogió de hombros.

– Me rondan por la cabeza cosas que no puedo controlar -respondió.

Hardy trató de sonreír, y Carl se podía haber mordido la lengua. Era lo jodido de tener a Hardy tan cerca. Había que pensar las cosas antes de abrir la boca.

– He estado pensando en lo de Assad ayer -comentó Hardy-. ¿Qué sabes realmente de él? ¿No deberías conocer a su familia? ¿No es hora de que le hagas una visita?

– ¿Por qué lo dices?

– Es normal que uno se interese por los colegas, ¿no?

¿Colegas? ¿Ahora iba a resultar que Assad era su colega?

– Te conozco, Hardy -dijo-. Algo te traes entre manos. ¿En qué estás pensando?

Hardy torció los labios hacia abajo en una especie de sonrisa. Desde luego, estaba bien que te entendieran.

– Bueno, es que de pronto lo vi diferente en la tele. Como si no lo conociera. ¿Tú conoces a Assad?

– Podrías preguntarme si conozco a alguien por completo. ¿Quién conoce a quién en realidad?

– ¿Dónde vive? ¿Lo sabes?

– En Heimdalsgade, por lo visto.

– ¿Por lo visto?

¿Dónde vive? ¿Cómo es su familia? Aquello parecía un interrogatorio a fondo. Y por desgracia, Hardy tenía razón. Seguía sin saber un carajo sobre Assad.

– ¿Dices que llame a Jesper? -cambió de tema.

Hardy asintió ligeramente con la cabeza. Estaba claro que no había terminado con el asunto de Assad. Sirviera para lo que sirviese.

– ¿Has llamado? -preguntó a Jesper por el móvil justo después.

– Ya puedes ir aflojando la pasta, Charlie.

Un parpadeo reflejo se apoderó de Carl. Ostras, el chaval parecía seguro.

– ¡Carl! Me llamo Carl, Jesper. Si vuelves a llamarme Charlie, voy a quedarme temporalmente sordo en momentos decisivos; estás avisado.

– Vale, Charlie -rio de forma casi visible-. Pues a ver si puedes oír esto. He encontrado a un pavo para Vigga.

– Vaya. ¿Y vale los dos mil, o lo va a echar a la calle mañana como al poeta rechoncho? Porque entonces no vas a oler la guita.

– Tiene cuarenta años. Conduce un Ford Vectra, tiene una tienda de ultramarinos y una hija de diecinueve años.

– Bueno, bueno. ¿De dónde lo has sacado?

– Puse un anuncio en su tienda. Era el primero que ponía.

¡Joder! Desde luego, no le había costado nada ganar el dinero.

– ¿Y por qué crees que el tendero mercachifle va a ganarse a Vigga? ¿Se parece a Brad Pitt?

– Tú lo flipas, Charlie. Para eso Pitt tendría que quedarse roncando bajo el sol durante una semana.

– ¿Me estás diciendo que es negro?

– Negro no, pero poco le falta.

Carl contuvo el aliento mientras le contaban el resto de la historia con todo lujo de detalles. El hombre era viudo y tenía unos tímidos ojos castaños. Justo lo que Vigga necesitaba. Jesper lo había llevado a la cabaña con huerta, y el tipo alabó los cuadros de Vigga y exclamó embelesado que la cabaña con huerta era el lugar más acogedor que había visto en toda su vida. No hizo falta más. En aquel momento, al menos, estaban almorzando en un restaurante del centro.

Carl sacudió la cabeza. Debería estar más contento que unas pascuas, pero en su lugar volvía a notar una molesta sensación en el estómago.

Cuando Jesper terminó, Carl apagó el móvil a cámara lenta y dirigió la vista hacia Morten y Hardy, que lo miraron como un par de chuchos callejeros esperando las sobras de la comida.

– Toquemos madera, puede que nos hayamos salvado en última instancia. Jesper ha conseguido aparear a Vigga con el hombre ideal, así que tal vez podamos seguir viviendo aquí.

Morten abrió la boca, entusiasmado, y juntó las manos con cuidado.

– ¡No me digas…! -exclamó-. Y ¿quién es el príncipe azul?

– ¿Azul? -Carl trató de sonreír, pero era como si tuviera agarrotados los músculos faciales-. Por lo que dice Jesper, Gurkamal Singh Pannu es el indio con la tez más oscura al norte del Ecuador.

¿Había oído un estremecimiento sofocado de ambos?

Aquel día el azul, el blanco y las caras tristes dominaban en la periferia de Nørrebro. Carl nunca había visto tantos forofos del Copenhague F. C. esparcidos por las aceras con una pinta tan alicaída. Las banderolas estaban en el suelo, las latas de cerveza parecían pesar demasiado para llevarlas a la boca, los himnos combativos habían enmudecido, solo de vez en cuando surgía algún rugido frustrado que pendía sobre la ciudad como el grito de dolor de los antílopes de la sabana tras el ataque de una manada de leones.

Su equipo favorito había perdido 0-2 contra el Esbjerg. Catorce victorias en casa seguidas de una derrota contra un equipo que no había ganado ni un solo partido a domicilio en todo el año.

La ciudad estaba noqueada.

Aparcó hacia la mitad de Heimdalsgade y miró alrededor. Desde los tiempos en que patrullaba allí, las tiendas de inmigrantes habían crecido como setas. Había ambiente incluso en domingo.

Encontró el nombre de Assad en el letrero de la puerta y apretó el timbre. Más valía que le pusiera mala cara que un «no, gracias» por teléfono. Si Assad no estaba en casa, iría a casa de Vigga para indagar qué le rondaba por la cabeza.

Pasados veinte segundos seguían sin abrir la puerta.

Dio un paso atrás y miró a los balcones. No era un edificio característico de los guetos, como había esperado. De hecho, había muy pocas antenas parabólicas, y tampoco había ropa tendida.

– ¿Quieres entrar? -preguntó una voz desenfadada por detrás, y una chica rubia de las que te dejan sin habla con solo una mirada abrió el portal.

– Gracias -murmuró, y entró con ella en la caja de hormigón.

Encontró la vivienda en el segundo piso y observó que, a diferencia de sus dos vecinos árabes, cuyos letreros rebosaban de nombres, en la puerta de Assad solo había uno.

Carl apretó el timbre un par de veces, pero para entonces ya sabía que había hecho el viaje en balde. Luego se agachó y abrió del todo el buzón de la puerta.

El piso parecía vacío. Aparte de propaganda y un par de sobres de ventanilla, no se veía nada más que un par de sillones de cuero gastados a lo lejos.

– Eh, tío, ¿qué haces?

Carl enderezó la nuca y se encontró frente a un par de pantalones de entrenamiento blancos con rayas en las costuras.

Se levantó hacia el culturista, que tenía sendas mazas marrones por brazos.

– Quería visitar a Assad. ¿Sabes si ha estado hoy en casa?

– ¿El chiita? No ha estado.

– ¿Y su familia?

El tipo ladeó un poco la cabeza.

– ¿Estás seguro de que lo conoces? No serás el cabronazo que anda robando en esta casa, ¿verdad? ¿Para qué mirabas por la rendija del buzón?

Golpeó con su pecho de roca el costado de Carl.

– Eh, un momento, Rambo.

Apretó la mano contra el trenzado de abdominales y rebuscó en su bolsillo interior.

– Assad es amigo mío, y tú también lo serás si respondes aquí y ahora a mis preguntas.

El tipo se quedó mirando la placa de policía que Carl sostenía ante él.

– ¿Quién crees que quiere ser amigo de alguien con una placa tan jodidamente fea? -lo amonestó torciendo el gesto.

Iba a darse la vuelta, pero Carl lo agarró de la manga.

– Igual te dignas responder a mis preguntas. Eso estaría…

– Ya puedes limpiarte ese culo blanco con tus estúpidas preguntas, gilipollas.

Carl asintió con la cabeza. Dentro de tres segundos y medio iba a enseñar a aquel fulano sobrecrecido tragapolvos proteínicos quién era el gilipollas. Puede que fuera ancho, pero desde luego no lo bastante como para un par de presas en el cuello seguidas de amenazas de arresto por obstruir la acción policial.

Entonces se oyó una voz por detrás.

– ¡Eh, Bilal!, ¿de qué vas? ¿No has visto la placa del señor?

Carl giró y se topó con un tipo aún más ancho, que a ojos vista se dedicaba también al levantamiento de pesas. Una auténtica exhibición de ropa de deporte por todas partes. Desde luego, si aquella camiseta enorme la había comprado en una tienda normal, la tienda aquella estaba bien surtida.

– Sí, perdone a mi hermano, toma demasiados esteroides -se disculpó y tendió una manaza del tamaño de una pequeña capital de provincia-. No conocemos a Hafez el-Assad. De hecho, solo lo he visto dos veces. Un tipo curioso de cara redonda y ojos saltones, ¿verdad?

Carl asintió en silencio y soltó la manaza.

– No, en serio -continuó el tipo-. Creo que no vive aquí. Y desde luego que no con ninguna familia.

Sonrió.

– Tampoco sería muy cómodo en un piso de una habitación, ¿verdad?

Tras haber marcado en vano el número del móvil de Assad varias veces, Carl salió del coche y aspiró hondo antes de avanzar a paso rápido por el sendero del huerto hacia la cabaña de Vigga.

– Hola, cielo -canturreó ella, mientras salía a su encuentro.

De los minúsculos altavoces que tenía en la sala surgía una música que no se parecía a nada que hubiera oído en su vida. Aquello que se oía ¿era el sonido de sitares o algún pobre animal atormentado?

– ¿Qué ocurre? -preguntó, sintiendo un deseo irresistible de taparse los oídos con las manos.

– ¿A que es bonita? -aseguró, dando un par de pasos de baile que ningún indio con un mínimo de respeto hacia sí mismo llamaría apropiados-. Gurkamal me ha regalado el CD, y va a darme más.

– ¿Está aquí?

Pregunta idiota en una casa con dos habitaciones.

Vigga exhibió una sonrisa espléndida.

– Está en la tienda. Su hija tenía curling y ha ido a sustituirla.

– ¿Curling? Vaya. Desde luego, hay que buscar bien para encontrar un deporte indio más típico.

Ella le dio un golpecito.

– Indio, dices. Yo digo que de Punjab, porque él es de allí.

– No me digas. O sea que es pakistaní, no indio.

– No, es indio; pero no te preocupes por eso.

Se dejó caer sobre una butaca gastada.

– Vigga, esto es insoportable. Jesper anda de un lado a otro, y tú amenazas con esto y aquello. No sé a qué santo encomendarme en la casa donde vivo.

– Sí, es lo que pasa cuando sigues casado con la que es dueña de media casa.

– A eso me refiero. ¿No podríamos llegar a un acuerdo razonable para que te pague tu parte poco a poco?

– ¿Razonable?

Alargó la palabra hasta que llegó a sonar odiosa.

– Sí. Si tú y yo pidiéramos un préstamo hipotecario de, digamos, doscientas mil, podría pagarte dos mil coronas al mes. No te vendría mal, ¿no?

Se podía ver su maquinaria interna haciendo sumas y restas. Cuando se trataba de cantidades pequeñas podía equivocarse, pero en el caso de sumas con muchos ceros por detrás era una auténtica eminencia.

– Cariño -empezó, y con ello Carl perdió la batalla-, una cosa así no se decide en el té de media tarde. Tal vez más adelante, y quizá por una cantidad bastante superior. Pero ¿quién sabe lo que nos depara la vida?

Después echó a reír sin motivo, y la confusión volvió a su cauce habitual.

A Carl le habría gustado hacer acopio de fuerzas para decir que en ese caso tendrían que contratar a un abogado que se ocupara del asunto, pero no se atrevió.

– Pero mira, Carl. Somos familia y debemos ayudarnos entre nosotros. Ya sé que tú y Hardy, Morten y Jesper estáis contentos de vivir en Rønneholtparken, así que sería una lástima daros un disgusto. Lo comprendo.

Mirándola, vio que dentro de nada haría una propuesta como un puñetazo que iba a dejarlo sin aliento.

– Y por eso he decidido dejaros en paz a ti y a los demás.

Bien podía decirlo. Pero ¿qué iba a suceder cuando Carcamal se cansara de su parloteo interminable y sus calcetines de punto?

– Pero, a cambio, has de hacerme un favor.

Una declaración así, procediendo de quien procedía, podía significar problemas del todo insuperables.

– Creo… -alcanzó a decir antes de que lo interrumpieran.

– Mi madre quiere que la visites. Habla mucho de ti, Carl, sigues siendo su gran favorito. Por eso he decidido que la visites una vez por semana. ¿Te parece bien? Pues empiezas mañana.

Carl volvió a tragar saliva. Eran cosas como aquella las que dejaban a un hombre con la garganta seca. ¡La madre de Vigga! Aquella señora extraña que tardó cuatro años en darse cuenta de que Carl y Vigga se habían casado. Una persona que vivía convencida de que Dios creó el mundo solo para el disfrute de ella.

– Sí, sí, ya sé en qué estás pensando, Carl. Pero ya no está tan mal. Desde que está senil.

Carl respiró hondo.

– No sé si podrá ser una vez por semana, Vigga.

Observó enseguida que los rasgos de ella se agudizaban.

– Pero lo intentaré.

Ella le tendió la mano. Era curioso que siempre acordaran algo que él estaba obligado a mantener y que para ella era un arreglo provisional.

Aparcó el coche en una calle lateral del pantano de Utterslev y se sintió muy solo. En casa había vida, sin duda, pero no era la suya. También en el trabajo se perdía en ensoñaciones. No tenía aficiones ni practicaba deporte alguno. No le gustaba andar con extraños ni estaba lo bastante sediento para ahogar su soledad en los tentadores bares.

Y ahora un hombre con turbante se había armado de valor y se había cepillado a su casi exmujer en menos tiempo del necesario para alquilar una peli porno.

Su supuesto colega ni siquiera vivía en la dirección que le había dado, o sea que tampoco podía andar de juerga con él.

No era de extrañar que lo estuviera pasando mal.

Aspiró poco a poco el oxígeno del terreno pantanoso entre sus labios afilados y volvió a notar que se le ponía carne de gallina en los brazos mientras sudaba a chorros. ¿Iba a volver a estar tan jodido otra vez? Dos veces en menos de un día.

¿Estaba enfermo?

Cogió su móvil del asiento del copiloto y miró un buen rato el número que había buscado. Solo ponía «Mona Ibsen». ¿Sería peligroso?

Cuando a los veinte minutos notó que su ritmo cardíaco iba a más, apretó el botón de llamada y rezó por que la noche del domingo no fuera tabú para una psicóloga de emergencias.

– Hola, Mona -dijo en voz baja cuando oyó la voz de ella-. Soy Carl Mørck. Me s…

Habría querido decir que se sentía mal. Que tenía necesidad de hablar. Pero no llegó a decirlo.

– ¡Carl Mørck! -lo interrumpió Mona. No sonaba muy sociable, que se diga-. Llevo esperando tu llamada desde que volví a Dinamarca. Desde luego, ya era hora.

Estar sentado en su sofá, en una sala con tanto aroma de mujer, era como cuando en otros tiempos estuvo tras unos barracones de madera, en una excursión escolar, con la mano de una chica de piernas largas bien metida en sus pantalones. De lo más desconcertante, y a la vez de lo más excitante y transgresor.

Y Mona tampoco era ninguna pecosa hija del panadero de la calle Mayor; las reacciones de su cuerpo así lo confirmaban. Cada vez que oía los pasos de ella en la cocina sentía aquel martilleo amenazante a la altura del bolsillo del pecho. Desagradable a más no poder. Solo le faltaba caerse redondo ahí mismo.

Habían intercambiado frases corteses y hablado un poco de su último ataque. Bebieron un Campari con soda y, animados por eso, bebieron otro par. Hablaron de su viaje a África y estuvieron a punto de besarse.

Tal vez fuera la idea de lo que debería ocurrir lo que desencadenó la sensación de pánico.

Mona entró en la sala con unos triangulitos que llamó bocados de medianoche, pero ¿quién podía pensar en ellos cuando estaban solos y ella llevaba la blusa tan condenadamente ajustada?

Vamos, Carl, pensó. Si un hombre que se llama Carcamal y lleva trenzas en la barba puede, también tú puedes.

Загрузка...