Hacía una noche impresionante. Oscura y silenciosa.
Sobre el fiordo brillaban aún un par de luces de veleros, y en el prado, al sur de la casa, la hierba susurraba, preparada para la primavera. Pronto estarían pastando las vacas, y el verano estaba cerca.
Así era Vibegården en sus mejores momentos.
Le encantaba aquel lugar. Cuando llegara el momento oportuno, iba a pulir el ladrillo rojo, derribar la caseta de botes y despejar la vista hacia el fiordo.
Era una buena granja la que tenía. Le gustaría envejecer allí.
Abrió la puerta del anexo, encendió la lámpara que colgaba de un poste, y después vació la mayor parte del bidón de diez litros en el depósito del generador.
Normalmente solía tener una buena impresión de haber hecho bien su trabajo cuando llegaba a esa fase del proceso en que tiraba de la cuerda para poner en marcha el generador.
Encendió la luz del techo y apagó la lámpara. Tenía ante sí el enorme y viejo depósito de gasoil que le hablaba de los viejos tiempos, y ahora iba a emplearlo otra vez.
Se estiró sobre el depósito y levantó la tapa metálica que había recortado en la parte superior. Sí, el interior estaba seco y en condiciones, así que la última vez lo vació bien. Todo estaba en orden.
Después bajó la bolsa que estaba en la estantería, encima de la puerta. Su contenido le había costado más de quince mil coronas, pero valía su peso en oro. Con un Gen HPT 54 Night Vision así la noche se convertía en día. Gafas de combate para uso nocturno, idénticas a las que usaban los soldados en la guerra.
Ajustó las correas en la cabeza, se puso las gafas de visión nocturna ante los ojos y encendió el aparato.
Después salió al exterior, atravesó el sendero de baldosas pisando la papilla de cuerpos de babosas vivas y muertas y tiró de la manguera que asomaba al extremo del anexo hasta la orilla. Con aquellas gafas podía vislumbrar sin problemas la caseta de botes a través de los juncos y matorrales, incluso podía ver toda su propiedad.
Edificios gris verdoso y ranas que saltaban para salvar la vida cada vez que daba un paso.
Aparte del tenue cabeceo del agua y el ronroneo del generador, todo estaba en calma cuando se metió en el agua con la manguera.
El eslabón más débil de todo el proceso era aquel generador. Antes solía funcionar de forma continua durante todo el proceso, pero al cabo de unos años empezó a chirriar en el eje, así que ahora debía hacer una visita más a la casa para ponerlo en marcha. De hecho, estaba pensando en cambiarlo.
La bomba de agua, por el contrario, era fantástica. Antes solía tener que llenar el depósito a mano, pero ya no era necesario. Hizo un gesto afirmativo, satisfecho, y escuchó el eficaz chapoteo de la manguera, acompañado del murmullo del generador. Ahora solo tardaba media hora en llenar el depósito con agua del fiordo, tenía tiempo suficiente.
Fue entonces cuando oyó ruidos procedentes de la caseta suspendida sobre estacas.
Desde que se compró el Mercedes, podía sorprender sin dificultad a los que estaban encadenados dentro. Había costado bastante, pero era el precio a pagar por la comodidad y un motor silencioso. Ahora podía acercarse sigilosamente a la caseta de botes sabiendo que los que estaban dentro no sabían nada de su proximidad.
Esta vez fue igual.
Samuel y Magdalena eran especiales. Samuel, porque le recordaba a sí mismo con su edad. Elástico, rebelde y explosivo. Magdalena era más bien lo contrario. La primera vez que la observó por la mirilla de la puerta de la caseta se quedó conmocionado por lo mucho que le recordaba a un enamoramiento prohibido y a las consecuencias que tuvo. Los sucesos que cambiaron toda su vida. Sí, recordaba demasiado bien a la chica cuando miraba a Magdalena. La misma caída de ojos, la misma expresión atormentada, la misma piel fina bajo la cual se entrelazaban unas venas sutiles.
Dos veces antes se había acercado con sigilo a la caseta y retirado la tira de tela asfáltica que tapaba la mirilla.
Cuando se acercaba mucho a la mirilla podía ver todo lo que sucedía dentro. Los niños separados por un par de metros de distancia. Samuel en la parte trasera y Magdalena junto a la puerta.
Magdalena lloraba mucho, pero en silencio. Cuando sus frágiles hombros empezaban a temblar bajo la débil luz, su hermano tiraba de su correa de cuero para atraer la atención de su hermana, para poder consolarla con su mirada cálida.
Era su hermano mayor y haría cuanto pudiera por liberarla de las correas ceñidas, pero no podía. Por eso lloraba también él, pero no lo mostraba. Su hermana no debía verlo así. Desviaba la cabeza un momento, se recuperaba y volvía a girar hacia ella y hacía el payaso moviendo la cabeza arriba abajo y sacudiendo el torso.
Igual que su hermana y él cuando solía imitar a Chaplin.
Había oído reír a Magdalena tras la cinta adhesiva. Rio durante un breve instante, después la realidad y el miedo volvieron. La noche en que fue a la caseta para que saciaran la sed por última vez, oyó desde lejos el tenue canturreo de la chica.
Puso el oído contra las planchas de la caseta de botes. Pese a la cinta adhesiva, se apreciaba bien lo clara y nítida que era su voz. Ya conocía la letra. Lo había acompañado durante la infancia, y la odiaba con toda su alma.
Cerca de ti Señor,
quiero morar,
tu grande y tierno amor
quiero gozar.
Llena mi pobre ser,
limpia mi corazón,
hazme tu rostro ver
en la aflicción.
Después retiró con cuidado la tela asfáltica y aplicó las gafas nocturnas a la mirilla.
La cabeza de ella estaba inclinada hacia delante, y sus hombros caídos, así que parecía más pequeña de lo que era. Su cuerpo se balanceaba lentamente de lado a lado al compás del salmo que estaba cantando.
Y cuando terminó se quedó aspirando por las fosas nasales a intervalos cortos. Como ocurre con los animalitos asustados, casi podía intuirse lo duro que debía trabajar el corazón para seguir el paso de todo. De los pensamientos, de la sed y el hambre, del miedo por lo que podía ocurrir. El hombre dirigió su mirada hacia Samuel, y comprendió enseguida que Samuel no estaba tan resignado como su hermana.
Al contrario, retorcía el torso sin cesar contra la pared inclinada. Esta vez no para hacer el payaso.
No, ahora incluso oía lo que era. Antes había creído que era una discordancia más del generador.
Era evidente qué estaba haciendo el chico. Restregaba la correa de cuero contra las tablas del techo inclinado. La desgastaba para que cediera.
A lo mejor había encontrado algún pequeño saliente en la tabla contra el que desgastar la correa. A lo mejor era un nudo de la madera.
Ahora veía con mayor nitidez el rostro del chico. ¿Estaba sonriendo? ¿Habría progresado tanto que tenía razones para hacerlo?
La chica tosió un poco. Las últimas noches habían sido húmedas, y eso la había minado.
El cuerpo es débil, estaba pensando cuando ella se aclaró la garganta tras la cinta adhesiva y empezó a tararear de nuevo.
Dio un respingo. Aquel salmo era la introducción invariable de su padre a todos los funerales.
¡Permanece junto a mí! Ahora que cae la tarde,
pronto imperará la sombra, ¡no te separes de mí!
Cuando no valgan la ayuda y consuelo ajenos,
¡ayuda de los desvalidos, permanece junto a mí!
Mis días terrenos pronto se acabarán,
todo brillo y júbilo mundano marchito,
aquí todo se desvanece y transforma;
¡tú que no cambias, permanece junto a mí!
Se dio la vuelta con asco y volvió al anexo. Bajó dos pesadas cadenas de metro y medio que colgaban de un clavo y encontró dos candados en el cajón del banco de carpintero. La última vez que estuvo allí reparó en que las correas de cuero en torno a la cintura de los niños parecían algo desgastadas, claro que también las había utilizado bastante. Si Samuel seguía trabajándolas con la misma intensidad que hasta ahora, haría falta reforzarlas.
Los niños lo miraron confusos cuando encendió la luz y entró en la caseta. El chico, que estaba en la esquina, tiró una vez más de sus cadenas, pero de nada le valió. Pataleó y protestó con furia tras la cinta adhesiva cuando el hombre le rodeó la cintura con la cadena y luego la unió con candado a la cadena de la pared. Pero ya no le quedaban fuerzas para oponer resistencia. Los días de hambre y la postura forzada habían dejado su huella. Tenía un aspecto lastimoso, sentado allí sobre sus piernas dobladas.
Igual que las demás víctimas.
La chica había dejado de cantar de pronto. La presencia de él absorbía toda su energía. Quizá había pensado que los esfuerzos de su hermano valdrían para algo. Ahora ya sabía que no podía estar más equivocada.
Llenó la taza de agua y arrancó la cinta adhesiva de su boca.
Magdalena jadeó un par de veces, pero después alargó el cuello y abrió la boca. A pesar de todo, el instinto de supervivencia estaba intacto.
– No bebas tan rápido, Magdalena -susurró.
Ella alzó el rostro y lo miró un momento a los ojos. Confusa y aterrada.
– ¿Cuándo volvemos a casa? -preguntó con labios trémulos. Nada de arrebatos impetuosos. Solo aquella pregunta simple, y después un tirón para pedir más agua.
– Pasarán un día o dos -repuso.
Había lágrimas en los ojos de la chica.
– Quiero volver con papá y mamá -dijo llorando.
Él sonrió y levantó la taza hasta sus labios.
Tal vez ella notara lo que estaba pensando. Lo cierto es que dejó de beber, lo miró un momento con ojos húmedos y luego dirigió su rostro hacia su hermano.
– Va a matarnos, Samuel -dijo con voz temblorosa-. Estoy segura.
El hombre giró la cabeza y miró a los ojos al hermano.
– Tu hermana está confusa, Samuel -aseguró en voz baja-. Claro que no voy a mataros. Todo va a ir bien. Vuestros padres tienen dinero y no soy ningún monstruo.
Se volvió de nuevo hacia Magdalena, que estaba con la cabeza colgando, como si estuviera ya ante el fin de su vida.
– Sé muchas cosas de ti, Magdalena -aseguró, acariciándole el pelo con el dorso de la mano-. Ya sé que te gustaría cortarte el pelo. Que te gustaría poder decidir más cosas.
Metió la mano en el bolsillo interior.
– Tengo una cosa para enseñarte -dijo, sacando el papel de colores-. ¿Lo reconoces?
Percibió el sobresalto de la chica, aunque ella lo ocultó bien.
– No -se limitó a contestar.
– Sííí, Magdalena, claro que lo reconoces. Te he espiado cuando te sentabas en el rincón del jardín y mirabas en el agujero. Lo hacías a menudo.
Ella apartó la cabeza. Su inocencia había sido ultrajada. Sentía vergüenza.
Sostuvo el papel ante el rostro de ella. Era una página arrancada de una revista.
– Cinco mujeres famosas de pelo corto -empezó a leer-. Sharon Stone, Natalie Portman, Halle Berry, Winona Ryder y Keira Knightley. Bueno, no las conozco a todas, pero deben de ser artistas de cine, ¿verdad?
Tomó a Magdalena de la barbilla e hizo que girase el rostro hacia él.
– ¿Por qué está prohibido verlo? ¿Es porque todas tienen el pelo corto? Porque en la Iglesia Madre no se puede llevar el pelo así, ¿es por eso?
Asintió en silencio.
– Sí, ya veo que es por eso. A ti también te gustaría tener el pelo así, ¿verdad? Sacudes la cabeza, pero creo que sí, que es lo que quieres. Escucha, Magdalena. ¿He contado acaso a tus padres que tienes este pequeño secreto? No, no se lo he contado. Entonces no soy tan malo, ¿no?
Retrocedió un poco, sacó la navaja del bolsillo y la abrió. Siempre limpia y afilada.
– Con esta navaja puedo cortarte el pelo en un santiamén.
Cogió un mechón y lo cortó, mientras la chica daba un brinco y su hermano tiraba en vano de la cadena para acudir en su auxilio.
– ¿Lo ves? -confirmó.
La chica reaccionó como si le hubiera dado un tajo en la carne. El pelo corto era un auténtico tabú para una chica que había vivido toda su vida con el dogma religioso de que el pelo era sagrado; era algo evidente.
La chica se echó a llorar mientras él volvía a cerrarle la boca con cinta adhesiva. Los pantalones y la hoja de periódico del suelo se mojaron.
El hombre se volvió hacia el hermano y repitió la sesión de la cinta adhesiva y la taza de agua.
– Y también tú tienes tus secretos, Samuel. Miras a las chicas que no son de la comunidad. Te he visto hacerlo cuando volvías de la escuela a casa con tu hermano mayor. ¿Eso te está permitido, Samuel? -preguntó.
– Pongo a Dios por testigo de que te mataré en cuanto pueda -respondió el chico antes de que volviera a taparle la boca con cinta adhesiva. No quedaba mucho por hacer.
Sí. La elección era la correcta. Era la chica la que debía morir.
A pesar de sus sueños, ella era la más devota. La que más dominada estaba por la religión. La que, tal vez, se convirtiera en una nueva Rakel o en una nueva Eva.
¿Qué más necesitaba saber?
Después de tranquilizarlos diciendo que volvería para liberarlos cuando su padre hubiera pagado, volvió al anexo y comprobó que el depósito estaba bien lleno. Luego apagó la bomba, enrolló la manguera, enchufó el serpentín calefactor al generador, introdujo el serpentín en el depósito y encendió. Sabía por experiencia que la lejía funcionaba mucho más rápido cuando la temperatura estaba por encima de veinte grados, y todavía podía haber heladas nocturnas.
Cogió el bidón de lejía del palé del rincón y se dio cuenta de que necesitaría más provisiones para la próxima vez. Luego puso el bidón boca abajo y vació su contenido en el depósito.
Cuando matara a la chica y arrojara su cadáver al depósito, se descompondría en un par de semanas.
Después, únicamente se trataba de meterse veinte metros fiordo adentro con la manguera y vaciar el contenido del depósito.
A poco que soplara algo de viento aquel día, los restos desaparecerían muy rápido.
Enjuagaría un par de veces el depósito, y todas las pistas desaparecerían.
Simple cuestión de química.