Llevaban media hora en la sala de espera, mientras el caos reinaba en la Unidad de Cuidados Intensivos.
Entonces Carl se levantó y fue al mostrador. Ya no podían esperar más.
– No tendrás información sobre la fallecida Lisa Karin Krogh, ¿verdad? -preguntó a la secretaria del mostrador, mostrándole la placa de policía-. Necesito el número de teléfono de su casa.
Al cabo de un rato tenía un papel en la mano.
Sacó su móvil y volvió adonde Assad, que tamborileaba el suelo con los pies, nervioso.
– ¿Te quedas un rato controlando? -le pidió-. Yo estaré en la zona de ascensores. Cuando nos dejen entrar en la habitación ven a decírmelo, ¿vale?
Luego telefoneó a Rose.
– Quisiera alguna información correspondiente a este número de teléfono. El nombre y número de registro civil de todas las personas que viven en la casa, ¿de acuerdo? Y Rose, a toda velocidad, ¿entendido?
Rose rezongó un poco, pero dijo que vería qué podía hacer.
Carl apretó el botón del ascensor y bajó a la planta baja.
A lo largo del tiempo había pasado por lo menos cincuenta veces junto a la cafetería sin detenerse. Bocadillos con demasiada mantequilla, precios demasiado elevados para su sueldo de funcionario. Esta vez sucedía lo mismo. Tenía hambre, pero tenía otras cosas que hacer.
– ¡Karsten Jønsson! -gritó, y vio que el hombre rubio alargaba el cuello para localizar el origen del grito.
Le pidió que lo acompañara, y por el camino le contó lo ocurrido en la habitación desde que le pidieron que saliera a esperar.
Tras oír el relato, el gallardo agente no parecía tan gallardo. La preocupación era patente en su rostro.
– Un momento -dijo Carl cuando llegaron a la tercera planta y sonó su móvil-. Entra tú, Karsten, y ven a buscarme si hay algo.
Se arrodilló junto a la pared, acercó el teléfono a la oreja y dejó el bloc en el suelo.
– Dime, Rose, ¿qué has averiguado?
Rose le dio la dirección, y después siete nombres con sus respectivos números de registro civil. Padre, madre y cinco hijos: Josef, de dieciocho años; Samuel, de dieciséis; Miriam, de catorce; Magdalena, de doce, y Sarah de diez. Carl lo escribió todo.
Que si quería alguna otra cosa.
Carl sacudió la cabeza y apagó el móvil sin haberle respondido.
Era una información atroz.
Cinco niños huérfanos, y dos de ellos seguro que estaban en máximo peligro de muerte. El mismo esquema de otras veces. El secuestrador había golpeado a una familia numerosa relacionada con una secta. La única diferencia era que esta vez no iba a haber la posibilidad de que perdonara la vida a uno de los niños secuestrados, como tenía por costumbre. ¿Por qué había de hacerlo?
Allí estaba Carl, en un caso de vida o muerte, y todos sus instintos se lo decían a gritos. Se trataba de evitar más asesinatos y la ruina de toda una familia. No había tiempo que perder, pero ¿qué podía hacer? Aparte de los hijos de la mujer muerta y la secretaria que había atendido al asesino y que ahora se dirigía a su casa con el móvil apagado, la única persona que podía ayudarlo estaba allí, detrás de la puerta. Ciega, muda y en un estado de peligrosa conmoción.
El asesino había estado allí ese día. Una enfermera lo había visto, pero aún estaba inconsciente. La situación era más que desesperada.
Miró su bloc de notas y marcó el número de teléfono de Frederiks. En momentos como aquel su trabajo era odioso.
– Josef al aparato -dijo una voz. Carl miró el bloc. El mayor de los hijos, gracias a Dios.
– Hola, Josef. Te habla el subcomisario Carl Mørck del Departamento Q de la Jefatura de Policía de Copenhague. Quisiera…
Al otro extremo de la línea colgaron suavemente el receptor.
Carl estuvo un rato pensando en su fallo. No debería haberse dado a conocer de aquella manera. Seguro que la Policía ya había estado allí para contarles lo de la muerte de su padre. Josef y sus hermanos estarían asustados, sin duda.
Miró al suelo. ¿Cómo iba a llegar hasta ese chico en aquel momento?
Luego telefoneó a Rose.
– Coge el bolso -le dijo-. Pide un taxi. Ven al Hospital Central a todo gas.
– Sí, es una situación lamentable -dijo el doctor-. Hasta anteayer hemos tenido un policía destinado en la unidad, porque teníamos ingresadas víctimas de la guerra de bandas. Si hubiera estado también hoy, no habría ocurrido. Porque, por desgracia, podríamos decir, a los dos últimos criminales los enviamos a planta ayer por la noche.
Carl escuchó. El médico tenía una expresión agradable. Nada de aires de superioridad.
– Como es natural, entendemos que la Policía desee establecer la identidad del agresor tan pronto como se pueda, y también nosotros queremos ayudar en la medida de lo posible, pero el estado de la enfermera atacada sigue, por desgracia, siendo tal que, desde el punto de vista médico, debemos anteponer sus intereses a cualquier otra consideración. Lo más probable es que tenga una vértebra cervical fracturada, y se encuentra en estado de conmoción. De modo que tendrán que esperar, por lo menos, hasta mañana por la mañana para interrogarla. También esperamos localizar pronto a la secretaria que ha visto al atacante. Vive en Ishøj, así que llegará a casa dentro de veinte minutos si no se desvía.
– Tenemos ya a un hombre esperando en su casa, para no perder tiempo. Pero ¿qué hay de Isabel Jønsson? -preguntó, mirando inquisitivamente a su hermano, que asintió en silencio. No le importaba que fuera Carl quien preguntara.
– Bien. Como es comprensible, está muy agitada. Su respiración y ritmo cardíaco siguen siendo inestables, pero tenemos la impresión de que tal vez le vendría bien estar con su hermano. Dentro de cinco o diez minutos habremos terminado las exploraciones; entonces su hermano podrá entrar.
Carl oyó estrépito en la puerta de entrada. Era el bolso de Rose, que insistía en llevarse a rastras una cortina.
Vamos fuera, indicó con un gesto a Assad y Rose.
– ¿Qué quieres que haga? -quiso saber Rose en el pasillo. Era evidente que el último lugar donde quería estar era en el espacio de ascensor frente a una unidad de cuidados intensivos. Puede que tuviera algún problema con los hospitales.
– Tengo una misión difícil para ti -informó Carl.
– ¿Cuál? -preguntó Rose, dispuesta a declinar la oferta.
– Tienes que llamar a un chico y decirle que debe ayudarnos ahora mismo, porque de lo contrario van a morir dos hermanos suyos. Al menos es lo que creo. Se llama Josef y tiene dieciocho años. Su padre murió anteayer, y su madre está ingresada en Cuidados Intensivos, cosa que seguro que ya le ha dicho la Policía de Viborg. Lo que no sabe es que su madre ha muerto hace un momento. Sería una gran falta de ética decirle eso por teléfono, pero tal vez sea necesario. Depende de ti, Rose. Solo tiene que responder a tus preguntas. Pase lo que pase.
Rose se quedó estupefacta. Trató de protestar varias veces, pero las palabras se quedaban atascadas entre la inquietud y la necesidad. Porque veía por la expresión de Carl que corría prisa.
– ¿Por qué yo? ¿Por qué no Assad, o tú mismo?
Carl explicó que el chico le había colgado.
– Necesitamos una voz neutra. Una voz dulce de mujer como la tuya.
Si hubiera dicho lo de la voz en otro momento, se habría echado a reír. En aquellas circunstancias, no había razón para reír. Tenía que hacerlo, y punto.
Le explicó qué cosas quería saber, y después pidió a Assad que retrocediese un par de pasos con él.
Era la primera vez que veía temblar las manos de Rose. Puede que Yrsa lo hubiera hecho mejor. Por alguna extraña razón, muchas veces las personas más duras son las más blandas en su interior.
La vieron hablar lentamente. Levantar la mano con cuidado, como para impedir que el joven colgara. Varias veces apretó los labios mirando al techo para no romper a llorar. No se veía bien por la distancia. Muchísimas cosas se estaban derrumbando. Rose acababa de decir al chico que su vida y la de sus hermanos nunca volvería a ser la misma. Carl entendía a la perfección contra qué luchaba.
Después Rose abrió la boca y escuchó concentrada mientras se secaba los ojos. Su respiración se hizo más profunda. Iba formulando las preguntas, dando tiempo al chico para responderlas, y al rato hizo señas a Carl para que se acercara. Tapó el micrófono.
– No quiere hablar contigo, solo conmigo. Está muy, muy agitado. Pero puedes hacerle preguntas.
– Lo habéis hecho muy bien los dos, Rose. ¿Le has preguntado lo que te he dicho?
– Sí.
– ¿Tenemos una descripción y un nombre?
– Sí.
– ¿Algo que nos conduzca hasta el secuestrador?
Rose sacudió la cabeza.
Carl se llevó la mano a la frente.
– Entonces no creo que tenga nada que preguntarle. Dale tu número y dile que llame si se le ocurre algo.
Rose hizo un gesto afirmativo y Carl se retiró.
– De ahí no va a venir más ayuda -sentenció, apoyándose en la pared-. Esto es muy serio.
– Lo atraparemos, o sea -replicó Assad. Pero seguro que temía lo mismo que Carl. No iban a lograrlo antes de que los niños murieran.
– Disculpadme un momento -indicó Rose cuando terminó de hablar por teléfono.
Miró sin ver frente a sí, como si fuera la primera vez que veía el reverso del mundo y no quisiera ver más.
Estuvo en esa posición, ausente, un buen rato, con las lágrimas al borde de los ojos, y Carl trató de hacer que el segundero de su reloj se desplazara más lento a base de fuerza de voluntad.
Rose tragó saliva un par de veces.
– Vale, ya estoy lista -hizo saber por fin-. El secuestrador tiene en su poder a dos hermanos de Josef: Samuel, de dieciséis años, y Magdalena, de doce. Los secuestró el sábado, y sus padres intentaron reunir el dinero del rescate. Isabel Jønsson quiso ayudarlos; Josef ignoraba qué relación tenía con la familia, ella no fue a su casa hasta el lunes. No sabía más de aquello. Sus padres no contaron gran cosa.
– ¿Y el secuestrador?
– La descripción de Josef coincide con el hombre del dibujo. Tiene más de cuarenta años y puede que sea algo más alto que la media. No tiene un modo de caminar especial, y Josef cree que se tiñe el pelo y las cejas, y que sabe mucho de cuestiones teológicas.
Rose miró al frente.
– Como agarre a esa bestia… -No dijo más, pero su rostro era lo bastante expresivo.
– ¿Quién cuida de los niños? -preguntó Carl.
– Alguien de su iglesia.
– ¿Cómo lo ha tomado Josef?
Rose sacudió la mano frente a su rostro. No quería hablar de ello. Al menos por ahora.
– Y luego ha dicho que el hombre desafinaba al cantar -continuó, mientras sus labios oscuros como la noche se ponían a temblar-. Lo había oído cantar en las reuniones, y no sonaba bien. Conducía una furgoneta. No una de gasoil, ya se lo he preguntado. Al menos ha dicho que no sonaba como un coche a gasoil. Una furgoneta azul claro sin distintivos. No sabía cuál era la matrícula ni el modelo de coche. Los coches no le interesan gran cosa.
– ¿Eso ha sido todo?
– El secuestrador se hacía llamar Lars Sørensen, pero Josef lo llamó por su nombre una vez y no reaccionó inmediatamente, así que el chico cree que no es su verdadero nombre.
Carl apuntó el nombre en el cuaderno de notas.
– ¿Y la cicatriz?
– Josef no había reparado en ella -contestó, volviendo a apretar los labios-. Así que no podía ser muy visible.
– ¿Nada más?
Rose sacudió la cabeza con semblante triste.
– Gracias, Rose. Puedes irte a casa. Hasta mañana.
Rose asintió en silencio, pero se quedó quieta. Lo más probable era que necesitara algo de tiempo para recuperarse.
Carl se volvió hacia Assad.
– El único apoyo que nos queda está ahí dentro, Assad.
Entraron sin hacer ruido, mientras Karsten Jønsson hablaba en voz baja con su hermana. Una enfermera tomaba el pulso de Isabel Jønsson. En el monitor su ritmo cardíaco era normal, así que se había sosegado.
Carl dirigió la vista a la cama de al lado. Solo una sábana blanca con una figura debajo. No una madre de cinco hijos o una mujer que murió con una gran pena en su interior. Solo una figura bajo la sábana. Una fracción de segundo en un coche, y ahora yacía allí. Todo había terminado.
– ¿Podemos acercarnos? -preguntó a Karsten Jønsson.
Este asintió con la cabeza.
– Isabel quiere hablar con nosotros, pero tenemos problemas para entender lo que dice. No podemos usar una alfombrilla táctil, así que la enfermera está intentando liberar de vendajes los dedos de la mano derecha. Isabel tiene fracturas en ambos antebrazos y en varios dedos, así que habrá que ver si puede asir un lápiz.
Carl miró a la mujer de la cama. Se le veía parte del mentón, parecido al de su hermano; por lo demás, era difícil hacerse una idea de qué aspecto tenía aquella persona magullada.
– Hola, Isabel Jønsson. Soy el subcomisario Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Policía de Copenhague. ¿Entiendes lo que te digo?
– Hmmmm -dijo ella, y la enfermera asintió con la cabeza.
– Voy a decirte en pocas palabras por qué estoy aquí -anunció Carl, y le habló del mensaje en la botella y del resto de secuestros, diciéndole que estaba trabajando en ese caso. Todos notaron que los aparatos reflejaban el efecto de sus palabras en ella-. Siento que tengas que oír esto, Isabel. Ya sé que estás fatigada, pero es necesario. ¿No es cierto que tú y Lisa Karin Krogh estáis muy metidas en un caso parecido al del mensaje en la botella del que te he hablado?
La mujer hizo un vago gesto afirmativo, y luego murmuró algo que tuvo que repetir varias veces, hasta que habló su hermano.
– Creo que dice que la mujer se llama Rakel.
– Es verdad -reconoció Carl-. Había adoptado otro nombre, que es el que empleaba en su comunidad. Ya lo sabemos.
La figura hizo un leve movimiento afirmativo.
– ¿Es cierto que tú y Rakel intentasteis el lunes salvar a dos hijos de Rakel, Samuel y Magdalena, y que por eso tuvisteis el accidente? -preguntó después.
Vieron que sus labios se estremecían. Volvió a asentir débilmente con la cabeza.
– Vamos a darte un bolígrafo, Isabel. Tu hermano podrá ayudarte.
La enfermera intentó que sus dedos asieran el bolígrafo, pero se negaban a obedecer. Miró a Carl y sacudió la cabeza.
– Va a ser difícil -dijo el hermano.
– Dejadme, o sea, a mí -se oyó detrás. Era Assad, que dio un paso al frente-. Disculpad. Mi padre tuvo afasia cuando yo tenía diez años. Una tramposis, y ¡zas!, sus palabras desaparecieron. Solo yo entendía lo que decía. Y así hasta que murió.
Carl arrugó el entrecejo. Entonces Assad no hablaba con su padre por Skype el otro día.
La enfermera se levantó y cedió su sitio a Assad.
– Perdona, Isabel. Me llamo Assad y soy de Siria, entonces. Soy el ayudante de Carl Mørck, y ahora, o sea, vamos a hablar tú y yo. Carl hablará y yo escucharé tus labios, ¿de acuerdo?
La cabeza hizo un movimiento minúsculo.
– ¿Viste el coche que os embistió? -preguntó Carl-. ¿De qué marca y color era? ¿Nuevo o viejo?
Assad aplicó el oído a la boca de Isabel. Sus ojos siguieron con viveza cada susurro que surgía de la boca de la mujer.
– Un Mercedes oscuro. Algo viejo -repitió Assad.
– ¿Recuerdas la matrícula, Isabel? -preguntó Carl.
Si la recordaba, quedaban esperanzas.
– La matrícula estaba sucia. Apenas podía verse en la oscuridad -respondió Assad pasado un buen rato-. Pero la matrícula terminaba en 433, aunque Isabel no está segura de esos treses. Podrían ser ochos, o ambas cosas.
Carl pensó. 433, 438, 483, 488. Solo existían cuatro combinaciones, parecía razonable.
– ¿Lo has escrito, Karsten? -preguntó-. Un Mercedes oscuro no muy nuevo, cuya matrícula termina en 433, 438, 483 o 488. Es un trabajo adecuado para un comisario de la Policía de Tráfico, ¿no?
Karsten asintió en silencio.
– Sí. Verás, Carl, podemos saber enseguida cuántos Mercedes algo viejos hay con esas últimas cuatro cifras, pero los colores no los controlamos. Y ahora los Mercedes son muy habituales en las carreteras danesas. Puede haber bastantes con esos números.
Tenía razón. Una cosa era encontrar los coches, otra investigar a los propietarios. Aquello llevaría más tiempo del que tenían.
– ¿Puedes decirnos alguna otra cosa que pueda ayudarnos, Isabel? ¿Un nombre o alguna otra cosa?
Ella volvió a hacer un gesto afirmativo. Era un proceso lento, y a ella le costaba mucho. Oyeron varias veces a Assad susurrar que repitiera lo que había dicho.
Entonces dijo los nombres, tres en total: Mads Christian Fog, Lars Sørensen y Mikkel Laust. Unidos al cuarto, que tenían por el caso de Poul Holt, Freddy Brink, y al quinto del caso de Flemming Emil Madsen, que era Birger Sloth, tenían un total de once nombres y apellidos en que basarse. Aquello no tenía buena pinta.
– Creo que ninguno de ellos es su verdadero nombre -declaró Carl-. Si queremos buscar su nombre, seguro que es cualquier otro.
Mientras tanto, Assad siguió escuchando los esfuerzos que hacía Isabel por ayudarlos.
– Dice que uno de los nombres es el que aparece en su carné de conducir. También sabe dónde ha vivido, entonces.
Carl se enderezó.
– ¿Tiene una dirección? -preguntó.
– Sí, y otra cosa -replicó Assad tras otro momento de concentración-. Tenía una furgoneta azul claro. Sabe el número de memoria.
Al cabo de un minuto, lo habían escrito todo.
– Me pondré manos a la obra -dijo Karsten Jønsson, se levantó y se marchó.
– Isabel dice que el hombre tiene una dirección en un pueblo de Selandia -continuó Assad. Se volvió otra vez hacia el rostro de Isabel-. No entiendo, o sea, cómo dices que se llama el pueblo, Isabel. El nombre del pueblo ¿termina en «løv»? No, ¿verdad? ¿En «slev»? ¿Has dicho eso?
Asintió con la cabeza cuando Isabel respondió.
El nombre del pueblo terminaba en «slev». La primera parte no pudo oírla Assad.
– Vamos a hacer un descanso hasta que vuelva Karsten, ¿podemos? -propuso Carl a la enfermera.
Esta asintió en silencio. Un descanso sería bien recibido.
– Creía que ibais a trasladar a Isabel -continuó Carl.
La enfermera volvió a hacer un gesto afirmativo.
– A la vista de las circunstancias, creo que esperaremos unas horas.
Llamaron a la puerta y entró una mujer.
– Tengo una llamada para un tal Carl Mørck. ¿Está aquí?
Carl levantó el dedo y le dieron un teléfono inalámbrico.
– ¿Diga…? -preguntó.
– Hola. Me llamo Bettina Bjelke. Creo que me estaban buscando. Soy la secretaria de la sección 4131 de Cuidados Intensivos. La que estaba de guardia en el turno anterior.
Carl hizo señas a Assad para que se acercara a escuchar.
– Necesitamos la descripción de un hombre que ha visitado a Isabel Jønsson más o menos durante el cambio de turno -indicó-. No el agente de policía, sino el otro. ¿Podrías describirlo?
Assad achicó los ojos mientras escuchaba. Cuando la secretaria terminó y colgó, se miraron y sacudieron la cabeza.
La descripción del hombre que había atacado a Isabel Jønsson coincidía en todo con la persona que salió del ascensor en la planta baja mientras hablaban con Karsten Jønsson.
Canoso, cincuenta y pico años, piel grisácea y algo encorvado, con gafas. Bastante diferente a la imagen de un hombre de unos cuarenta años, alto, ágil y con pelo recio que les había descrito Josef.
– Estaba, o sea, disfrazado -concluyó Assad.
Carl asintió en silencio. No lo habrían reconocido ni aunque hubieran visto su retrato cien veces. A pesar de que su cara era su cara. A pesar de que tenía las cejas casi juntas.
– Santo cielo -dijo Assad junto a él.
Era una manera suave de expresarse. Lo habían visto, podían haberlo tocado, podían haberlo detenido, podían haber salvado la vida a dos niños. Alargar la mano y detenerlo.
– Creo que Isabel tiene algo más que decirles -informó la enfermera-. Y después vamos a tener que dejarlo. Está muy cansada.
Señaló los monitores. La actividad había descendido un poco.
Assad avanzó hacia ella y aplicó el oído a su boca durante un rato.
– Sí -dijo después, haciendo un gesto afirmativo-. Ya se lo voy a decir, Isabel.
Dirigió la cabeza hacia Carl.
– Debe de haber algo de ropa del secuestrador en el asiento trasero del coche destrozado. Ropa con pelos. ¿Qué dices a eso, Carl?
Carl no dijo nada. Podría estar bien a largo plazo, pero no allí y en ese momento.
– Isabel dice también que el secuestrador, o sea, tenía las llaves del coche en un llavero que era una bolita con un número 1 pintado.
Carl sacó hacia delante el labio inferior. ¡La bola de jugar a los bolos! Así que todavía la conservaba. Llevaba al menos trece años con aquella bola en el llavero. Debía de significar mucho para él.
– Tengo la dirección -hizo saber Karsten Jønsson, que había entrado con un cuaderno en la mano-. Ferslev, al norte de Roskilde.
Pasó la dirección a Carl.
– El propietario se llama Mads Christian Fog, que es uno de los nombres que ha mencionado Isabel antes.
Carl se levantó enseguida.
– Pues hay que ir para allá -decidió, haciendo una seña a Assad.
– Bueno… -se oyó que Karsten vacilaba-. Por desgracia, no corre tanta prisa. También me han comunicado que los bomberos hicieron una salida a esa dirección el lunes por la noche. Por lo que he entendido a los bomberos de Skibby, la casa está calcinada por completo.
¡Calcinada! Así que la bestia les llevaba ventaja otra vez.
Carl dio un resoplido.
– ¿Sabes si el sitio que dices está junto al agua?
Jønsson sacó su iPhone del bolsillo y escribió la dirección en el GPS. Pasó un rato, y sacudió la cabeza. Pasó el móvil a Carl y señaló el lugar. No, la caseta de botes no estaba allí. Ferslev estaba a varios kilómetros de la costa.
Pues claro que no estaba allí. Pero ¿dónde, entonces?
– De todas formas, habrá que ir, Assad. Alguien debe de conocer al hombre.
Se volvió hacia Karsten Jønsson.
– ¿Te has fijado en un hombre que ha salido del ascensor justo cuando entrábamos, después de haber estado contigo en la planta baja? Tenía canas y llevaba gafas. Es el que atacó a tu hermana.
Jønsson puso cara de susto.
– ¡Cielos! No, no lo he visto. ¿Estás seguro?
– ¿No has dicho que te han dicho que salieras de la habitación porque iban a trasladar a tu hermana? Ha tenido que ser él. ¿No lo has visto?
El agente sacudió la cabeza y su rostro se entristeció.
– No, lo siento. Él estaba inclinado sobre Rakel. No he sospechado nada. Llevaba bata de médico.
Todos miraron a la figura que había bajo la sábana. Era una historia terrible.
– Bien, Karsten -concluyó Carl, tendiendo la mano-. Habría preferido volver a encontrarte en mejores circunstancias, pero te agradezco la ayuda.
Se estrecharon la mano.
A Carl se le ocurrió una idea.
– Eh, Assad e Isabel, una pregunta más. Parece ser que el hombre tenía una cicatriz visible. ¿Sabes dónde la tenía?
Miró a la enfermera, que estaba al lado sacudiendo la cabeza. Isabel Jønsson estaba ya profundamente dormida. Tendrían que esperar hasta más tarde.
– Hay tres cosas, o sea, que tenemos que hacer, Carl -informó Assad cuando abandonaron la habitación-. Hay que ir a todos los sitios, entonces, que Yrsa nos ha señalado. Y también, o sea, pensar en lo que nos dijo Klaes Thomasen. ¿No te parece? Y luego está lo de los bolos. Hay que llevar el retrato a todas las boleras, y aparte de eso preguntar a la gente que vive cerca de la casa incendiada.
Carl asintió con la cabeza. Acababa de ver que Rose seguía apoyada en la pared frente a los ascensores. Así que no había ido muy lejos.
– ¿Estás mal, Rose? -preguntó cuando se acercaron.
Rose alzó los hombros.
– Ha sido duro contarle al chico lo de su madre -susurró en voz baja. A juzgar por las rayas que se extendían desde su rímel corrido hasta las mejillas, se diría que había llorado de lo lindo.
– Oh, Rose, qué pena, entonces -la consoló Assad. La abrazó con cuidado y estuvieron un buen rato en silencio, hasta que Rose retrocedió, se secó la nariz con sus mangas largas y miró a Carl a los ojos.
– Vamos a agarrar a ese cerdo, ¿verdad? No voy a ir a casa. Dime qué debo hacer y enseñaré a ese puto cerdo lo que le espera -se desfogó con los ojos centelleantes.
Rose volvía a estar en forma.
Tras haber dado instrucciones a Rose para concentrarse en las boleras del norte de Selandia y enviarles por fax el retrato y los nombres que podían vincularse al asesino, Carl y Assad fueron al coche y teclearon Ferslev en el GPS.
La jornada laboral había terminado. El señor y la señora ratas de despacho daban mucha importancia a eso. Pero ellos no pensaban igual.
Al menos, no aquel día.
Llegaron al lugar del incendio justo cuando el sol iba a desaparecer. Media hora más y sería de noche.
Había sido un incendio muy violento. No solo se había calcinado el edificio principal hasta dejar en pie únicamente los muros exteriores; lo mismo podía decirse del granero y de todo lo que había a unos treinta o cuarenta metros del edificio principal. Los árboles que se alzaban hacia el cielo parecían tótems cubiertos de hollín, y la zona de sembrados cercana a la casa se había quemado hasta alcanzar los cultivos de invierno del vecino.
No era de extrañar que necesitasen los coches de bomberos de Lejre, Roskilde, Skibby y Frederikssund. Podría haberse convertido en una auténtica catástrofe.
Rodearon la casa un par de veces, y el chasis calcinado de la furgoneta empotrada en la sala hizo exclamar a Assad que le recordaba a Oriente Próximo.
Carl nunca había visto nada semejante.
– Aquí no vamos a encontrar nada, Assad. Ha borrado todas las huellas. Vamos a donde el vecino más cercano, a ver qué nos cuenta de ese Mads Christian Fog.
Sonó el móvil. Era Rose.
– ¿Quieres oír lo que he averiguado? -preguntó.
Carl no llegó a responder.
– Ballerup, Tårnby, Glostrup, Gladsaxe, Nordvest, Rødovre, Hillerød, Valby, Axeltorv y el Centro Gimnástico de Copenhague, Bryggen en Amager, Stenløse Center, Holbæk, Tåstrup, Frederikssund, Roskilde, Helsingør e incluso Allerød, donde vives. Esas son las boleras de la zona en que debía concentrarme. Les he enviado a todas el material por fax, y dentro de dos minutos empezaré a telefonear. Os llamaré más tarde. Tranquilos, les apretaré bien las clavijas.
Que no les pasara nada a los de las boleras.
La gente de la granja que se encontraba a unos cientos de metros de la pequeña propiedad los invitó a pasar cuando estaban en medio de la cena. Un despliegue espectacular de patatas, carne de cerdo y otras exquisiteces que seguro que cultivaban en la granja. Personas grandes con grandes sonrisas. Allí no faltaba de nada.
– ¿Mads Christian? Pues no, la verdad, hace unos cuantos años que no veo al vejestorio. Tiene una novia en Suecia, así que estará allí -informó el hombre de la casa. Uno de esos adictos a las camisas a cuadros.
– Bueno, a veces vemos su horrible furgoneta azul claro pasar por delante -intervino su mujer-. Y el Mercedes, claro. Ganó un montón de dinero en Groenlandia, así que se lo puede permitir. Libre de impuestos, ¿eh?
La mujer sonrió. Por lo visto, era experta en cosas libres de impuestos.
Carl se inclinó sobre la mesa de madera maciza apoyándose en ambos codos. Si Assad y él no encontraban pronto algún sitio para comer, la caza iba a terminar enseguida. El aroma de la cabezada al horno estaba a punto de hacerle cometer algún desmán contra la propiedad ajena.
– Vejestorio, ha dicho. ¿Estamos hablando de la misma persona? -preguntó, mientras la boca se le hacía agua-. Mads Christian Fog, ¿verdad? Según nuestras informaciones no puede tener más de cuarenta y cinco años.
Marido y mujer rieron al oírlo.
– Joder, será un sobrino, o algo así -explicó el hombre-. Pero eso lo pueden aclarar ustedes en dos minutos frente al ordenador, ¿no?
Hizo un gesto afirmativo.
– Puede que haya prestado la casa a alguien, ya hemos hablado de eso, ¿verdad, Mette?
La mujer asintió en silencio.
– Sí, solía llegar en la furgoneta, y al poco tiempo volvía a salir en el Mercedes. Después no veíamos a nadie una buena temporada, y luego llegaba el Mercedes y al poco se iba en la furgoneta.
Sacudió la cabeza.
– Pero Mads Christian Fog está demasiado viejo para esos trotes, es lo que me digo siempre.
– Nuestro hombre, o sea, es este -anunció Assad, sacando el dibujo del bolsillo.
El matrimonio miró el retrato sin el menor atisbo de reconocerlo.
No, aquel no era Mads Christian. Andaría cerca de los ochenta, creían, y era un marrano. Este otro parecía hasta guapo y noble.
– Bueno, ¿y el incendio? ¿Lo vieron? -preguntó Carl.
Sonrieron. Asombrosa reacción.
– Qué quiere que le diga -indicó el hombre-. Se veía desde Orø; qué digo, incluso desde Nykøbing, al otro lado de la bahía.
– Vaya. ¿Vieron por casualidad a alguien llegando o saliendo de la casa aquella noche?
Sacudieron la cabeza.
– Qué va -dijo el hombre, sonriendo-. Ya estábamos en la cama. No olvide que en el campo nos despertamos temprano. No como los de Copenhague, que no se levantan hasta las seis.
– Vamos a tener que parar en una gasolinera -hizo saber Carl cuando volvieron a estar en el coche patrulla-. Estoy muerto de hambre, ¿tú no?
Assad se encogió de hombros.
– No, yo, o sea, como de estos.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un par de golosinas con marcado aspecto oriental. A juzgar por los dibujos de los envoltorios, dátiles e higos eran los ingredientes principales.
– ¿Quieres uno? -ofreció.
Carl dio un suspiro de satisfacción mientras masticaba sentado tras el volante. Aquello estaba de puta madre.
– ¿Qué crees que habrá pasado con el que vivía ahí? -preguntó Assad, señalando los restos del incendio-. Para mí que nada bueno.
Carl hizo un gesto afirmativo y tragó.
– Creo que habrá que mandar a un montón de gente a investigar -replicó-. Si buscan bien, pienso que encontrarán el esqueleto de un tío que habría tenido ochenta años si hubiera estado vivo.
Assad puso los pies sobre el salpicadero.
– Justo lo que pienso yo -corroboró. Luego continuó-. Y ahora ¿qué, Carl?
– No sé. Tendremos que llamar a Klaes Thomasen y preguntarle si habló con los del club de remo y con el guardabosque de Nordskoven. Y después quizá llamar a Karsten Jønsson y pedirle que averigüe si algún radar ha pillado un Mercedes oscuro. Como pillaron el de Isabel y Rakel.
Assad asintió en silencio.
– Pero, a lo mejor, encuentran el Mercedes por la matrícula. A lo mejor tenemos suerte, aunque Isabel Jønsson no estaba segura del todo.
Carl puso el coche en marcha. Dudaba que fuera a ser tan fácil.
Entonces sonó el móvil.
¿No podía haber llamado medio minuto antes?, pensó, dejando el cambio en punto muerto.
Era Rose, y estaba muy animada.
– He llamado a todas las boleras, y nadie conocía al hombre cuyo retrato hemos enviado.
– ¡Mierda! -soltó Carl.
– ¿Qué pasa? -preguntó Assad, bajando los pies del salpicadero.
– Pero eso no es todo, Carl -continuó Rose-. Por supuesto, no había nadie con ninguno de esos nombres, aparte de Lars Sørensen, de los que había unos cuantos.
– Ya me lo imaginaba.
– Pero he hablado con un tipo listo de Roskilde. Era nuevo allí y ha llamado a uno de los veteranos, que estaba tomándose un trago. Tienen un campeonato esta noche. Creía que el del dibujo podría parecerse a varios de los que conocía; pero se había fijado en otra cosa.
– No me digas. ¿Y era…?
Joder con la tía, era especialista en alargar las cosas.
– Mads Christian Fog, Lars Sørensen, Mikkel Laust, Freddy Brink y Birger Sloth. Casi se muere de la risa al oír los nombres.
– ¿Por qué?
– Pues porque no conocía a esas personas, pero dice que en su equipo, que va a jugar esta noche, había un Lars, un Mikkel y un Birger. De hecho, Lars era él. Y unos años antes hubo también un Freddy que jugaba en otra bolera, pero se hizo viejo. No había ningún Mads Christian, pero bueno. ¿Crees que puede valer para algo?
Carl dejó media golosina de dátil en el salpicadero. Estaba muy alerta. No sería la primera vez que un criminal se inspiraba en nombres de sus conocidos. Nombres dichos al revés, una K que se convertía en C, mezclar nombres con apellidos. Seguro que los psicólogos podían explicar las razones profundas, pero para Carl era por falta de imaginación.
– Después le he preguntado si conocía a alguien que llevaba una bolita con un número 1 pintado, y ha vuelto a reír. Dice que todos los de su equipo la tenían. Por lo visto llevan la tira de años jugando juntos, y van a muchos sitios.
Carl se quedó mirando el cono de luz de su coche. La coincidencia de nombres, y ahora lo de la bola de bolera.
Dirigió la vista hacia el GPS. ¿Cuánto habría hasta Roskilde? ¿Treinta y cinco kilómetros?
– ¿Crees que puede valer de algo, Carl? Ese Mads Christian no estaba entre los que nombró.
– No, Rose. Pero ese nombre está sacado de otra parte, y ya sabemos quién es. Pero sí, ostras. Por supuesto que creo que puede valer. Joder, Rose, ya lo creo que puede valer. Dame la dirección de esa bolera.
Escuchó a Rose pasar hojas en segundo plano, mientras él apuntaba al GPS para que Assad estuviera preparado.
– Sí -concluyó-. Muy bien, Rose. Sí, te llamaré luego.
Se volvió hacia Assad.
– Københavnsvej, 51, en Roskilde -informó, apretando el acelerador-. Venga, Assad, escríbelo a toda pastilla.