Tal como dijo Assad, Mona había vuelto. Rebosante de sol tropical y demasiadas experiencias que, con gracia pero de forma evidente, se habían instalado en sus finas patas de gallo.
Aquella mañana Carl pasó un buen rato en el sótano ensayando palabras que, de entrada, pudieran bloquear los eventuales mecanismos de defensa de Mona, hacer que ella lo viera con ojos dulces, tiernos, deseosos de contacto, en caso de que pasara por allí.
Pero no pasó. Lo único femenino que hubo aquella mañana en el sótano fue el traqueteo de Yrsa con el carrito de la compra. Seguramente con buena intención, a los cinco minutos de llegar se plantó en el pasillo del sótano y con voz bien atiplada gritó:
– A ver, chicos, ¿quién quiere bollos de Lidl tostados?
Allí se percibía de veras la distancia con el entorno feliz que se extendía sin problemas por los pisos superiores.
Después de eso necesitó un par de horas hasta darse cuenta de que si quería probar suerte tendría que levantarse y salir en su busca.
Tras diversas indagaciones encontró a Mona en el juzgado de guardia, hablando en voz baja con la secretaria del juzgado. Llevaba un chaleco de cuero y unos Levi’s algo descoloridos, y parecía cualquier cosa menos una mujer que había dejado atrás la mayor parte de los retos de la vida.
– Buenos días, Carl -lo saludó, sin ganas de continuar. Le dirigió una mirada profesional que le decía con total claridad que en aquel momento no había nada entre ellos. Así que a Carl no le quedó más remedio que sonreír, y no pudo decir ni pío.
El resto del día podría haber transcurrido al ralentí entre frustraciones causadas por su machacada vida sentimental; pero Yrsa tenía otros planes.
– Puede que hayamos encontrado algo en Ballerup -dijo, mirándolo con un regocijo apenas oculto y con restos de bollo entre las paletas-. Estos días estoy teniendo una suerte extraordinaria. Justo como dice mi horóscopo.
Carl alzó la vista hacia ella con ojos esperanzados. De ser así, tal vez levitara hacia la estratosfera, para que él pudiera quedarse en paz y tranquilidad meditando sobre su funesto destino.
– Ha sido bastante complicado conseguir esas informaciones -continuó-. Primero hablé con el director de la escuela de Lautrupgård, pero solo llevaba allí desde 2004. Después encontré una maestra que estaba desde que construyeron la escuela, y tampoco ella sabía nada. Después hablé con el bedel, que tampoco sabía nada, y luego…
– ¡Yrsa! Por favor, vete al grano y ahórrate los detalles introductorios. Estoy ocupado -la reconvino, frotándose el brazo, que se le había quedado dormido.
– Ya. Pues hoy he llamado a la Escuela de Ingenieros, y ahí he conseguido algo.
Fue como si se le despertara el brazo.
– ¡Fantástico! -exclamó-. ¿Cómo lo has hecho?
– Muy sencillo. Estaba en el despacho una profesora, Laura Mann, que esta mañana acababa de incorporarse al trabajo tras haber estado de baja. Me ha contado que llevaba en la escuela desde que empezó, en 1995, y que solo podía haber un caso así, por lo que ella recordaba.
Carl se incorporó en la silla.
– Ah, ¿sí? ¿Cuál?
Yrsa lo miró con la cabeza ladeada.
– Vaya. Crece el interés del hombrecillo -se cachondeó, dándole una palmada en el peludo antebrazo-. ¿Te gustaría saberlo?
¿Qué diablos era aquello? Llevaba resueltos por lo menos cien casos complicados, y ahora tenía que jugar a las adivinanzas con una sustituta con pantis de color verde claro.
– ¿Qué caso recordaba? -repitió Carl, saludando levemente con la cabeza a Assad, que asomaba por la puerta. Parecía pálido.
– Ayer llamó Assad a la oficina para preguntar por el caso. Hoy los profesores hablaban de ello mientras tomaban café, y la mujer lo ha oído -continuó.
Assad escuchaba con interés; había recuperado su aspecto habitual.
– Ha recordado el caso de inmediato -dijo Yrsa-. En aquella época tuvieron un alumno superdotado. Un chico con un síndrome de algo. Era bastante joven, pero algo extraordinario en matemáticas y física.
– ¿Un síndrome? -preguntó Assad, sin comprender.
– Sí, es algo así como ser muy hábil para algunas cosas y un negado para otras. No es autismo, pero algo parecido. ¿Cómo se dice?
Frunció el entrecejo.
– ¡Ah, sí! Era el síndrome de Asperger, eso es lo que tenía.
Carl sonrió. Seguro que Yrsa se identificaba con él sin problemas.
– ¿Y qué le pasaba al chaval? -inquirió.
– Pues que sacó sobresalientes el primer trimestre y después dejó la escuela.
– ¿Y eso…?
– Vino la víspera de las vacaciones de Navidad con su hermano pequeño para enseñarle la escuela, y desde entonces no volvieron a verlo.
Tanto Assad como Carl entornaron los ojos. Ahora venía lo bueno.
– ¿Cómo se llamaba? -quiso saber Carl.
– Se llamaba Poul.
Carl se quedó helado.
– ¡Eso es! -exclamó Assad, agitando brazos y piernas como un pelele.
– La profesora ha dicho que lo recordaba muy bien porque Poul Holt era el candidato más seguro a un premio Nobel que iban a tener jamás en la escuela. Por otra parte, desde entonces no ha vuelto a encontrar alumnos con aquel tipo especial de síndrome de Asperger en la Escuela de Ingenieros. Era algo bastante fuera de lo común.
– ¿Se acordaba de él por eso? -preguntó Carl.
– Sí, por eso. Y porque estuvo en la primera promoción de la escuela.
Media hora más tarde, Carl repitió la pregunta en la Escuela de Ingenieros y obtuvo la misma respuesta.
– Hombre, de alguien así te acuerdas -le dijo Laura Mann con una sonrisa amarillo marfil-. Usted también recordará su primera detención, ¿verdad?
Carl asintió en silencio. Un pequeño alcohólico sucio que se había tumbado en medio de la carretera en Englandsvej. Carl aún veía el escupitajo que salió volando y aterrizó en su placa de policía cuando intentó poner a salvo a aquel idiota. No, la primera detención no se olvidaba así como así, era verdad. Con o sin escupitajo.
Miró a la mujer sentada frente a él. A veces salía en la tele dando su opinión como experta en fuentes energéticas alternativas. En su tarjeta de visita ponía «Laura Mann, doctora ingeniera», seguido de un montón de títulos. Carl se alegró de no ser así.
– Era una especie de autista, ¿no?
– Sí, supongo que sí, pero una variante suave. La gente con SA suele ser muy, muy inteligente. La mayoría los llamaría frikis. Tipo Bill Gates. Einsteins. Pero Poul tenía también un talento práctico. En realidad, era muy especial en muchas cosas.
Assad sonrió. También él se había fijado en que ella llevaba gafas de concha y moño. Sí, seguro que fue la profesora más adecuada para Poul Holt. Lo más parecido a un friki es otro friki, que se dice.
– Dice que Poul trajo aquí a su hermano pequeño aquel 16 de febrero de 1996, y que ya nadie volvió a verlo. ¿Cómo es que sabe que fue precisamente aquel día? -preguntó Carl.
– Los primeros años pasábamos lista. Simplemente, sabemos cuándo dejó de venir. No volvió después de las vacaciones. Si quieren ver el libro de asistencias, está en el despacho contiguo.
Carl miró a Assad. Tampoco él parecía estar demasiado interesado.
– No, gracias, nos fiaremos de su palabra. Pero después se pondrían en contacto con la familia, ¿no?
– Sí, pero se pusieron muy a la defensiva. Sobre todo cuando les propusimos visitarlos y hablar del asunto con Poul.
– Entonces, ¿habló con él por teléfono?
– No. La última vez que hablé con Poul Holt fue aquí, en la escuela, y eso fue una semana antes de navidades. Cuando más tarde llamé a su casa, su padre dijo que Poul no quería ponerse al teléfono. Y a partir de ahí no hubo nada que hacer. Acababa de cumplir dieciocho años, así que el joven estaba capacitado para decidir qué deseaba hacer con su vida.
– ¿Dieciocho? ¿No era mayor?
– No, era muy joven. Terminó el bachillerato con diecisiete, así que iba muy adelantado.
– ¿Tienen algún dato sobre él?
La mujer sonrió. Ya los tenía preparados, por supuesto.
Carl leyó en voz alta mientras Assad asomaba la cabeza tras su hombro.
– Poul Holt, nacido el 13 de noviembre de 1977. Bachiller científico en el Instituto de Birkerød. Media: 8.
Luego venía la dirección. No estaba lejos. A lo sumo, tres cuartos de hora en coche.
– Una media bastante modesta para un genio, ¿no? -aventuró Carl.
– Sí, es lo que pasa cuando tienes dieces en las asignaturas de ciencias y cincos en las de humanidades -respondió la profesora.
– Dice que el danés no era lo suyo entonces, ¿verdad? -quiso saber Assad.
Ella sonrió.
– Al menos la ortografía, no. Sus trabajos eran bastante pobres desde el punto de vista gramatical. Pero suele ocurrir. Incluso oralmente se expresaba de forma algo primitiva si el tema no le interesaba lo bastante.
– ¿Puedo llevarme esta copia? -preguntó Carl.
Laura Mann asintió con la cabeza. De no ser por sus dedos manchados de nicotina y su piel grasienta, le habría dado un abrazo.
– Fantástico, Carl -declaró Assad cuando se acercaban a la casa-. Teníamos un problema y lo hemos resuelto, o sea, en una semana. Sabemos quién escribió el mensaje. Y ahora estamos ante la casa familiar.
Dio un golpe en el salpicadero para subrayar el éxito.
– Sí -asintió Carl-. Esperemos que todo fuera una broma.
– Si lo fue, vamos a reñir a ese Poul.
– ¿Y si no, Assad?
Assad movió la cabeza arriba y abajo. Entonces habría otro problema que resolver.
Aparcaron junto a la verja del jardín y se dieron cuenta enseguida de que el nombre de la placa no era Holt.
Cuando llamaron a la puerta, y tras un buen rato, abrió un hombrecillo en silla de ruedas que les aseguró que en la casa no había vivido nadie aparte de él desde 1996, un sexto sentido hizo que Carl torciera el gesto y se sintiera cabreado.
– ¿Compró usted la casa a la familia Holt, quizá? -preguntó.
– No, de hecho se la compré a los Testigos de Jehová. El hombre de la casa era una especie de sacerdote. El salón grande solía ser una sala de reuniones. ¿Quieren entrar a verla?
Carl sacudió la cabeza.
– Así que ¿nunca conoció a la familia que vivía aquí?
– No -repuso el hombre.
Carl y Assad le dieron las gracias y se fueron.
– Assad, ¿a ti no te ha dado de pronto la impresión de que aquí hay algo más que travesuras?
– Bueno, Carl, solo porque se hayan mudado…
Se detuvo en el sendero del jardín.
– Vale, ya sé en qué estás pensando entonces, Carl.
– Sí, ¿verdad? A un chico con la personalidad de Poul ¿se le ocurriría algo así? Y un par de chavales que eran Testigos de Jehová ¿podían pensar en montar ese número? ¿Tú qué dices?
– No lo sé. Lo único que sé es, o sea, que pueden decir mentiras. Aunque no entre ellos.
– ¿Conoces a alguien que sea Testigo de Jehová?
– No, pero suele pasar con la gente muy religiosa. Los miembros de la comunidad se defienden unos a otros ante el mundo exterior con lo que haga falta. También con mentiras.
– Exacto. Pero lo del secuestro habría sido una mentira innecesaria. No era de recibo. Creo que todos los Testigos de Jehová dirían lo mismo.
Assad asintió en silencio. En eso estaban de acuerdo.
Y ahora ¿qué?
Yrsa deambulaba como un ejército de hormigas en el sendero que separaba su despacho del de Carl. En aquel momento, el secuestro era su caso, y quería saberlo todo, y a ser posible en pequeños bocados. ¿Qué aspecto tenía la profesora de Poul? ¿Qué decía Laura Mann sobre Poul? ¿Cómo era la casa donde habían vivido? ¿Qué sabían de la familia, aparte de que eran Testigos de Jehová?
– Tómatelo con calma, Assad está investigando en el registro civil. Ya los encontraremos.
– ¿Te importa salir al pasillo un momento, Carl? -preguntó Yrsa, y lo arrastró hasta la enorme copia de la pared. Había añadido el nombre de Poul y un par de palabras cortas.
SOCORRO
El 16 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup – El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto… – Tiene una cicatriz en la… derrecha c… furgoneta asul Papá y mamá le conocen – Fr. d… con una B – Nos ha amenazado… li nos matara -… re… mer… hermano – Fuimos en coche casi 1 hora… junto al agua… vi… Aquí huele mal -… o… s. ry. g… -… años
POULHOLT
– Es decir, que lo han secuestrado junto con su hermano -resumió Yrsa-. Se llama Poul Holt y escribe que han ido en coche casi una hora, y también parece que dice que se dirigen a la costa.
Plantó los puños en sus caderas estrechas. Ahora venía su punto de vista.
– Si el chico sufría de Asperger o algo parecido, no creo que se le ocurriera inventar algo así como que se dirigían a la costa -aseveró. Después se volvió hacia él-. ¿No?
– Puede que se le ocurriera a su hermano pequeño. En realidad no sabemos nada de eso.
– No, pero Carl, la verdad: Laursen encontró una escama de pez en el mensaje de la botella. Si el que escribía era el hermano pequeño, ¿metió también la escama para hacer la historia más creíble? ¿Y la mucosidad de pescado?
– Puede que fuera igual de listo que su hermano mayor. Solo que para otras cosas.
Yrsa dio una patada en el suelo y el eco resonó desde la rotonda de la escalera, al otro extremo del pasillo.
– Diablos, Carl, escucha. Pon en marcha tus células grises. ¿Dónde los secuestraron?
Le cepilló el hombro con la mano, como para suavizar un poco la dureza del tono.
Carl observó que el movimiento levantaba algo de caspa.
– En Ballerup -contestó.
– Sí, y ¿en qué piensas si los secuestraron en Ballerup y necesitaron casi una hora para llegar hasta el agua? Si iban a Hundested, no pudieron tardar una hora ni por el forro para llegar desde Ballerup. ¿En cuánto tiempo se llega a Jyllinge desde Ballerup? Como mucho media hora, te lo digo yo.
– Pero, por ejemplo, podrían haber ido hasta Stevns, al sur, ¿no?
Gruñó un poco para sí. A nadie le gustaba que arrastrasen por el fango su capacidad intelectual. Tampoco a él.
– ¡SÍ! -Yrsa volvió a dar un pisotón en el suelo. Si hubiera habido ratas en el subsuelo, habrían desaparecido. Después continuó-. Pero si el mensaje de la botella es pura invención, ¿por qué ponerlo tan difícil? ¿Por qué no escribir sin más que tras un trayecto de media hora llegaron al agua? Eso es lo que escribiría un chaval que se inventa una buena historia. Por eso estoy convencida de que no es una invención. Tómate el mensaje en serio, Carl.
Carl hizo una inspiración profunda. No quería hacerla partícipe de su punto de vista sobre la gravedad del caso. Tal vez a Rose sí, pero no a Yrsa.
– Vale, vale -dijo bajando la voz-. Bueno, veremos cómo va todo cuando encontremos a la familia.
– ¿Qué pasa aquí?
La cabeza de Assad asomó por la puerta de su diminuto despacho. Era obvio que deseaba sondear el ambiente. ¿Estaban discutiendo, o qué?
– Ya tengo la dirección, Carl -dijo, y le puso un papel en la mano-. Se han mudado cuatro veces desde 1996. Cuatro veces en trece años, y ahora, o sea, viven en Suecia.
Mierda, pensó Carl. Suecia, el país con los mosquitos más grandes y la comida más aburrida del mundo.
– ¡Santo cielo! -exclamó-. Así que se han mudado adonde se pierden los renos. ¿A Luleå, a Kebnekaise o algo así?
– A Hallabro. Se llama Hallabro y está en Blekinge. A unos doscientos cincuenta kilómetros de aquí.
Doscientos cincuenta kilómetros. Por desgracia, bastante accesible. Otro fin de semana al carajo.
Trató de quitarse el marrón de encima.
– Bien. Pero no van a estar en casa cuando vayamos. Y si llamamos antes, seguro que no están en casa. Y si están en casa, seguro que hablan en sueco, ¿y quién coño entiende eso cuando eres de Jutlandia?
Assad entornó un poco los ojos. Demasiada palabrería para su gusto.
– Los he llamado. Y estaban en casa.
– Ah, ¿sí? Bueno, pues desde luego no van a estar mañana.
– Sí, porque no he dicho quién era, entonces. He colgado enseguida.
Desde luego, aquellos dos tenían un talento especial para dar cortes.
Carl se arrastró hasta su despacho y llamó a casa. Dio unas breves instrucciones a Morten acerca de qué hacer si aparecía Vigga mientras él estaba fuera. A saber qué se le podría ocurrir.
Después dio instrucciones a Assad sobre la investigación posterior del caso de los incendios y para que controlara a Yrsa en su trabajo.
– Dale una buena lista de sectas religiosas, para empezar. Y luego sube donde Laursen y dile que llame al Instituto Forense y les meta prisa con las pruebas de ADN, ¿me harás el favor? -solicitó.
Después metió la pistola reglamentaria en el bolso. Con los suecos nunca se sabe.
No, al menos, cuando son daneses emigrados.