Hubo una época en que las conversaciones telefónicas que mantenía con él por la mañana le daban energía. El mero sonido de la voz de él bastaba para aguantar un día sin ningún otro contacto humano. Solo pensar en su abrazo hacía que lo soportara todo.
Pero ya no sentía eso. La magia había desaparecido.
Mañana llamaré a mamá y haré las paces con ella, se decía. Y pasaba el día y llegaba la mañana siguiente y no lo hacía.
Porque ¿qué iba a decirle? ¿Que sentía que se hubieran distanciado? ¿Que tal vez se había equivocado? ¿Que había conocido a otro hombre que se lo había hecho ver? ¿Que la llenaba de palabras y no era capaz de oír nada más? Por supuesto que no podía decírselo a su madre, pero era la verdad.
El vacío interminable en el que la había dejado su marido se había llenado.
Kenneth había estado en la casa más de una vez. Tras dejar a Benjamin en la guardería, lo encontraba allí. A pesar del caprichoso marzo, siempre en camisa de manga corta y pantalones de verano prietos. Ocho meses destinado en Irak y otros diez en Afganistán lo habían endurecido. Solía decir que los duros inviernos, tanto interiores como exteriores, atemperaban el deseo de comodidades de los soldados daneses.
Era sencillamente irresistible. Y también sencillamente espantoso.
Había oído a su marido preguntar por Benjamin y extrañarse de que se le hubiera pasado el catarro tan pronto. También lo había oído decir por el móvil que la quería y que tenía ganas de llegar a casa. Que tal vez llegara antes de lo previsto. Y no se creyó ni la mitad de lo que le contaba; esa era la diferencia. La diferencia entre antes, cuando sus palabras la deslumbraban, y ahora, que solo la molestaban.
Y le tenía miedo. Tenía miedo de su ira, miedo de su poder. Si la echaba de casa no tenía nada, ya se había ocupado él de eso. Sí, tal vez un poco, pero ni eso. Puede que ni siquiera tuviera a Benjamin.
Y es que hablaba tan bien… Era muy hábil con las palabras. ¿Quién iba a creerla cuando dijera que Benjamin estaba mejor con su madre? ¿No era acaso ella la que deseaba marcharse? Y su marido, ¿no sacrificaba acaso su vida y tenía que viajar para poder proporcionarles sustento? Los estaba oyendo. La gente del ayuntamiento, de la administración. Todos aquellos profesionales que solo se fijarían en la madurez de él y en los fallos de ella.
Estaba convencida.
Después llamaré a mamá, pensó. Me comeré el orgullo y se lo contaré todo. Es mi madre. Me ayudará. Claro que sí. Seguro.
Pasaron las horas y las ideas la agobiaban. ¿Por qué se sentía así? ¿Era porque en unos pocos días se había sentido más cerca de un extraño de lo que se sintiera nunca de la persona con quien estaba casada? Porque era verdad. Lo único que sabía de su marido era lo que hablaban periódicamente en las pocas horas que pasaban juntos en casa. ¿Qué sabía, aparte de eso? Su trabajo, su pasado, todas las cajas del primer piso, todo aquello era territorio vedado.
Pero una cosa era perder los sentimientos y otra justificarlo. Porque ¿acaso su marido no se portaba bien con ella? ¿No era solo su propia ceguera lo que la impedía ver?
Pensaba en cosas así. Y por eso volvió a subir al primer piso y se quedó mirando a la puerta donde estaban las cajas de mudanza. ¿Era el momento de conocer más? ¿De traspasar los límites? ¿De no poder retroceder? Sí, lo era.
Sacó las cajas de cartón una a una y las colocó en el pasillo en orden inverso. Cuando las volviera a colocar en su sitio tenían que estar exactamente como antes, bien cerradas y con los abrigos encima. Solo así veía factible la empresa.
Eso esperaba.
Las primeras diez cajas, las que habían estado al fondo, bajo la ventana Velux, corroboraban lo que le había dicho su marido. Viejos trastos de familia que habían terminado en sus manos. Productos típicos de herencias, iguales a los que dejaron sus abuelos para la familia: piezas de porcelana, todo tipo de papeles y cachivaches, mantas de lana, manteles de encaje, vajilla para doce y diversos cortapuros, relojes de mesa y baratijas.
La imagen de una vida familiar ya pasada y camino del olvido. Así es como se lo describió él.
Las siguientes diez cajas añadían detalles que corrían un velo desconcertante sobre esa imagen. Allí estaban los marcos de foto dorados. Carpetas con recortes de periódico ampliados. Álbumes con acontecimientos y recuerdos pegados. Todo ello de su infancia, todo ello apuntalando la idea de que la mentira y los silencios siempre están presentes en la mirada retrospectiva hacia las sendas de la infancia.
Porque, contrariamente a lo que siempre había sostenido, su marido no era hijo único. De hecho, no cabía la menor duda de que tenía una hermana.
En una de las fotografías aparecía vestido de marinero, cruzado de brazos, mirando con ojos tristes hacia la cámara. No tendría más de seis o siete años. Piel suave y cabellera espesa con raya a un lado. Junto a él había una niña pequeña de largas trenzas y sonrisa inocente. Podría ser la primera vez que la fotografiaban.
Era un bonito retrato de dos niños bien diferentes.
Dio la vuelta a la foto y aparecieron tres letras. EVA, ponía. También había algo más escrito, pero estaba tachado a bolígrafo.
Estuvo hojeando las fotografías y dándoles la vuelta a todas. Otra vez las tachaduras.
Ningún nombre, ninguna indicación del lugar.
Todo estaba tachado.
¿Por qué tachar los nombres?, pensó. Así desaparece la gente para siempre.
Cuántas veces no había estado en su casa mirando fotos antiguas de gente sin nombre.
Igual su madre le decía «Es tu bisabuela, se llamaba Dagmar», pero no estaba escrito en ninguna parte. Y cuando su madre muriera ¿qué iba a pasar con los nombres? ¿Quién había insuflado vida a quién, y cuándo?
Pero aquella niña tenía nombre. Eva.
Seguro que era la hermana de su marido. Los mismos ojos, la misma boca. En dos de las fotos en que estaban solos miraba a su hermano con admiración. Era conmovedor.
Eva parecía una chica de lo más normal. Rubia, limpia y con una mirada al mundo en la que, aparte de aquella primera foto, siempre había más inquietud que valor.
Cuando los hermanos aparecían con los padres estaban todos apretados, como si se defendieran del resto del mundo. Nunca se abrazaban, solo se ponían muy juntos. En las escasas fotos en que aparecían los cuatro, la disposición era siempre la misma. En primer plano los niños, con los brazos caídos, y la madre detrás con las manos posadas en los hombros de su hija, y las manos del padre en los del hijo.
Era como si aquellos dos pares de manos apretaran a los niños contra la tierra.
Trataba de entender a aquel chico con mirada de viejo que se convirtió en su marido. Era difícil. Y es que había demasiada diferencia de edad entre ella y él, se dio cuenta con más claridad que nunca.
Volvió a cerrar las cajas con las fotos y abrió las carpetas con la convicción recién adquirida de que habría sido mejor que ella y su marido nunca se hubieran conocido. De que, en realidad, había nacido para compartir el destino con un hombre como el que vivía a cinco manzanas de ella. No con el hombre cuyas fotos había estado viendo.
El padre de él fue pastor protestante, era algo que él nunca le contó, pero se veía en varias fotografías.
Un hombre sin sonrisa y con una mirada que expresaba soberbia y poder.
La madre de su marido no tenía la misma mirada. La suya era inexpresiva.
En aquellas carpetas se intuía por qué. Porque el padre mandaba en todo. Había hojas parroquiales en las que despotricaba contra el ateísmo, predicaba la desigualdad y denunciaba a las almas descarriadas. Panfletos que trataban sobre poseer la palabra de Dios y solo soltarla cuando podía arrojarse a la vista de los descreídos. En aquellos escritos se veía con nitidez que su marido había crecido en un ambiente muy diferente al que ella conoció.
Demasiado diferente.
Era un ambiente nauseabundo, de exaltación patriótica, opiniones siniestras, intolerancia, profundo conservadurismo y chovinismo el que se traslucía de aquellos libelos amarillentos. Claro que era el padre y no su marido quien era así. Pero, de todos modos, se daba perfecta cuenta, tanto ahora como -tras pensarlo- a diario, de que las maldiciones del pasado habían creado en él unas tinieblas que solo desaparecían del todo cuando hacía el amor con ella.
Y no debía ser así.
Bien pensado, en aquella infancia algo había ido muy mal. Cada vez que aparecía algún nombre o lugar estaba tachado con bolígrafo. Siempre con el mismo bolígrafo.
Cuando fuera a la biblioteca iba a buscar en internet al abuelo paterno de Benjamin. Pero primero tenía que averiguar su nombre. Alguno de aquellos recortes tenía que ayudarla a saber cómo se llamaba. Y si encontraba algo en ellos, debía de existir todavía alguna huella de aquella persona tan singular e innoble. Incluso en estos tiempos de amnesia.
En tal caso, quizá pudiera hablar de eso con su marido. Quizá hablar lo hiciera sincerarse.
Luego abrió un montón de cajas de zapatos apiladas en una de las cajas de mudanza. En la parte de abajo había diversos efectos de escaso interés, así como un mechero Ronson que accionó, y que curiosamente funcionaba de forma intachable, unos gemelos, un cortaplumas y viejos artículos de oficina de otros tiempos.
El resto de las cajas desvelaban una época completamente diferente. Recortes, folletos y panfletos políticos. Cada caja descubría nuevos fragmentos de la vida de su marido, que en conjunto ofrecían la imagen de una persona deshonrada y herida que creció para ser un fiel reflejo de su padre, pero también su polo opuesto. El muchacho que de forma inevitable iba en la dirección opuesta a la prescrita por los maestros de su infancia. El adolescente que sustituyó la reacción por la acción. El hombre de las barricadas que apoyaba todo totalitarismo que no tuviera que ver con la religión. El que buscaba el bullicio de Vesterbrogade cuando los okupas se reunían. El que cambió el traje de marinero por el grueso jersey de punto, la casaca del ejército y el pañuelo palestino. Y el que se cubría el rostro con el pañuelo cuando llegaba el momento.
Era un camaleón que sabía de qué color camuflarse y cuándo. Ahora se estaba dando cuenta.
Se quedó un rato pensando si debía colocar las cajas en su sitio y olvidar lo que había visto. Porque en aquellas cajas había cosas que sin duda su marido no quería recordar.
¿No había deseado acaso hacer tabla rasa con su vida anterior? Sí que lo había deseado. Si no le habría contado todo, sin hacer todas aquellas tachaduras.
Pero ella ¿cómo iba a detenerse ahora?
Si no se sumergía en la vida de él, nunca llegaría a entenderlo de verdad. Nunca llegaría a saber quién era realmente el padre de su hijo.
Así que se volvió hacia el resto de su vida, embalado con pulcritud en el pasillo. Cajas de zapatos convertidas en archivadores y metidas en cajas de mudanza. Todo ordenado por fechas.
Ella esperaba años en los que terminara teniendo problemas en las barricadas, pero algo debió de hacer que cambiara el rumbo. Como si por una temporada hubiera sentado la cabeza.
Cada época tenía su carpeta de plástico con su año y mes. Por lo visto, pasó un año ocupado estudiando derecho. Otro, filosofía. Un par de años de mochilero en países de Centroamérica, donde según otros documentos vivía de pequeños trabajos en hoteles, viñedos y mataderos.
Parece ser que no fue hasta volver a Dinamarca cuando empezó a convertirse de veras en la persona que ella creía conocer. Otra vez carpetas ordenadas con esmero. Folletos del servicio militar. Apuntes garabateados sobre una escuela de suboficiales, la Policía Militar y las fuerzas especiales del Ejército. Ahí terminaban los apuntes personales y la colección de pequeñas reliquias.
Nunca nombres ni indicaciones concretas de lugares y relaciones personales. Solo aquellos grandes esbozos de años que habían pasado.
Lo último que decía algo sobre la dirección que seguiría era un taco de folletos en diversas lenguas. Sobre estudios de consignatario marítimo en Bélgica. Propaganda de reclutamiento en la Legión Extranjera con bonitas fotos del sur de Francia. Diversos formularios de inscripción en escuelas de comercio.
Nada indicaba qué camino había tomado. Solo qué cosas ocupaban su mente por aquella época.
Desde luego, aquello parecía de lo más caótico.
Y mientras colocaba en su sitio aquel grupo de cajas, empezó a sentir miedo. Ya sabía que su trabajo era algo secreto, al menos es lo que él le contaba. Y hasta entonces había sido una verdad tácita que aquello era por el bien de todos. Actividades de inteligencia, trabajo con la Policía secreta o algo parecido. Pero ¿por qué era tan seguro que fuera por el bien de todos? ¿Tenía acaso alguna prueba?
Lo único que sabía era que su marido nunca había llevado una vida normal. Se mantenía aparte. Siempre había vivido en el borde.
Y ahora que había trillado los primeros treinta años de su vida seguía sin saber nada.
Por último, llegaron las cajas que habían estado arriba del todo. En algunas ya había mirado antes, pero no en todas. Y ahora que las abría sistemáticamente una a una y las examinaba al detalle surgía la espantosa pregunta de por qué esas cajas habían estado tan al alcance de la mano.
Era una pregunta espantosa, porque ya conocía la respuesta.
Las cajas habían podido estar allí porque era impensable que ella fuera a revolver en ellas, así de sencillo. ¿Qué podía poner mejor de relieve el poder que había ejercido sobre ella? ¿Que ella había aceptado sin más que era su territorio? ¿Que estaban cargadas de tabúes?
Un poder así sobre alguien lo tiene solo una persona que desea ejercerlo.
Abrió las cajas presa de una violenta agitación y tensión. Con los labios apretados, la respiración agitada y sintiendo el aire cálido en las fosas nasales.
Las cajas estaban llenas de carpetas. Cuadernos de anillas de todos los colores, pero el interior parecía negro como el carbón.
Las primeras carpetas desvelaban un período en el que, por lo visto, buscó retractarse de su vida impía. Otra vez folletos. Folletos de todo tipo de movimientos religiosos, ordenados en archivadores. Pasquines que hablaban de la eternidad, de la luz eterna de Dios y de cómo se podía llegar hasta ella con absoluta seguridad. Opúsculos de comunidades y sectas de nuevas religiones que aseguraban tener la respuesta definitiva a las adversidades del ser humano. Nombres como Sathya Sai Baba, Cienciología, Iglesia Madre, Testigos de Jehová, Sociedad de los Eternos y los Niños de Dios se mezclaban con el movimiento Tongil, la Cuarta Vía, la Misión de la Luz Divina y un montón más de los que tampoco sabía gran cosa. Y fuera cual fuese la orientación que tuvieran las religiones, todas se reclamaban poseedoras del único camino verdadero hacia la salvación, la armonía y el amor al prójimo. El único camino verdadero, tan seguro como la muerte.
Sacudió la cabeza. ¿Qué era lo que había buscado? Él, que con tal ahínco se despojó de la sombría escuela de su infancia y de los dogmas cristianos. Por lo que ella sabía, ninguna de aquellas numerosas ofertas había merecido la atención de su marido.
No, las palabras Dios y religión no eran palabras de uso corriente en su villa de piedra caliza roja, a la poderosa sombra de la catedral de Roskilde.
Tras recoger a Benjamin de la guardería y jugar un poco con él, lo sentó ante el televisor. Con tal de que hubiera colores y la imagen no estuviese quieta, se daba por satisfecho.
Subió al primer piso, pero pensó si no sería mejor no seguir adelante. Meter las últimas cajas sin mirar en ellas y dejar en paz la atormentada vida de su marido.
Veinte minutos más tarde se alegraba de no haber seguido el impulso. De hecho, se sentía tan mal que en aquel momento sopesaba seriamente si debería recoger sus cosas, levantar la tapa de la lata con el dinero para la casa y coger el primer tren que partiera.
Seguramente esperaba encontrar en las cajas cosas relacionadas con la época y la vida de la que ella se había convertido en parte, pero no que de pronto se revelara que también ella era uno de sus proyectos.
Le dijo que se había enamorado perdidamente de ella la primera vez que charlaron, y así lo sintió ella también. Ahora sabía que eran falsas apariencias.
Porque ¿cómo podía haber sido casual su primer encuentro en el café cuando veía ahora recortes del concurso hípico de Bernstorffsparken en el que por primera vez subió al podio? Eso fue muchos meses antes de que se conocieran. ¿De dónde había sacado aquellos recortes? Si los hubiera encontrado después, se los habría enseñado, ¿no? Además, tenía programas de torneos en los que participó mucho antes de eso. También tenía fotos de ella sacadas en lugares en los que, desde luego, no había estado con él. Así que la había vigilado de manera sistemática durante un tiempo antes de su supuesto primer encuentro.
Lo único que hizo él fue esperar el momento adecuado para golpear. Ella había sido la elegida, pero no se sentía halagada, a la vista de cómo había ido todo; no se sentía halagada en absoluto.
Le producía escalofríos.
Y también sintió escalofríos cuando abrió después un archivador de madera que estaba en la misma caja de mudanzas. A primera vista no era nada especial. Una simple caja con listas de nombres y direcciones que no le decían nada. Pero cuando examinó los papeles con más detenimiento sintió desagrado.
¿Por qué era tan importante aquella información para su marido? No lo entendía.
A cada nombre de la lista correspondía una página donde se habían anotado, de manera ordenada, datos de la persona y de su correspondiente familia. Primero ponía a qué religión pertenecían. Después cuál era el rango que ocupaban en la comunidad, y luego cuánto tiempo llevaban siendo miembros. Entre las informaciones más personales destacaban las correspondientes a los niños de la familia. Nombre, edad y, lo que era inquietante, también sus rasgos característicos. Por ejemplo, ponía:
«Willers Schou, quince años. No es el favorito de su madre, pero está muy unido al padre. Un chico rebelde que no participa regularmente en las reuniones de la comunidad. Pasa resfriado la mayor parte del invierno y debe guardar cama dos veces.»
¿Para qué quería su marido aquella información? ¿Y qué le importaba a él lo que ganaran al año? ¿Era un espía de la Seguridad Social, o qué? ¿Lo habían destinado a infiltrarse en sectas danesas para poner al descubierto casos de incesto, violencia u otras barbaridades, o qué?
Era aquel «o qué» lo que la atormentaba de forma tan desagradable.
Parecía ser que trabajaba por todo el país, así que era imposible que estuviera empleado en el ayuntamiento. En buena lógica, no podía estar empleado en el sector público, porque ¿quién guarda en su casa, metida en cajas de mudanza, ese tipo de información confidencial?
Pero ¿entonces? ¿Detective privado? ¿Estaba al servicio de algún ricachón para incordiar en los círculos religiosos daneses?
Tal vez.
Y se quedó tranquila con aquel «tal vez» hasta que llegó a un folio donde, bajo la información sobre la familia, ponía: «1,2 millones. Ningún problema».
Estuvo un buen rato con el papel en el regazo. Como en el resto de los apuntes, se trataba de una familia numerosa vinculada a una secta religiosa. Lo único que los hacía diferentes del resto era aquella última línea y otro detalle más: uno de los nombres de los niños estaba marcado. Un chico de dieciséis años, de quien se decía solo que todo el mundo lo quería.
¿Por qué había un asterisco junto a su nombre? ¿Porque todos lo querían?
Se mordió el labio sin saber qué hacer. Lo único que sabía era que su fuero interno le gritaba que se marchara de allí. Pero ¿sería la decisión correcta?
Tal vez todo aquello, bien utilizado contra él, la ayudara a quedarse con Benjamin. Pero no sabía cómo.
Después colocó en su sitio las dos últimas cajas, cajas anodinas con las cosas de él para las que no habían encontrado uso en su hogar común.
Luego puso con cuidado los abrigos encima. El único rastro de su indiscreción era la abolladura que hizo en el cartón de una de las cajas cuando anduvo buscando el cargador del móvil, y apenas se notaba.
Está bien así, pensó.
Entonces llamaron a la puerta.
Kenneth estaba en la penumbra con la mirada risueña. Igual que las veces anteriores, hizo justo lo convenido. Se plantó con un periódico del día arrugado, dispuesto a preguntar si les faltaba el periódico en la casa. Solía decir que lo había encontrado en medio de la carretera, y que los repartidores de periódicos eran cada vez más descuidados. Todo ello por si la expresión del rostro de ella indicaba que había moros en la costa, o si, en contra de lo esperado, era su marido quien abría la puerta.
Aquella vez le costó decidir qué debía expresar su rostro.
– Entra, pero solo un rato -se limitó a decir.
Miró a la calle. Estaba bastante oscuro y llevaba tiempo así. Todo estaba en calma.
– ¿Qué ocurre? ¿Va a volver a casa? -preguntó Kenneth.
– No, no creo; habría llamado.
– ¿Entonces…? ¿No te sientes bien?
– No.
Se mordió el labio. ¿De qué iba a servirle contárselo todo? ¿No sería mejor que lo dejaran durante una temporada para que él no se viera envuelto en lo que por fuerza iba a ocurrir? ¿Quién iba a poder probar ninguna relación entre ellos si interrumpían el contacto una temporada?
Asintió en silencio para sí.
– No, Kenneth, en este momento estoy confusa.
Se quedó mirándola en silencio. Bajo las cejas rubias había unos ojos vigilantes que habían aprendido a calibrar el peligro. Enseguida se habían dado cuenta de que aquello no era normal. Habían observado que eso podría tener consecuencias en unos sentimientos que ya no deseaba refrenar. Y el instinto de defensa estaba alerta.
– Vamos, dime qué te pasa, Mia.
Ella lo llevó de la puerta a la sala, donde Benjamin estaba sentado tranquilamente frente al televisor como solo los niños pequeños pueden estarlo. Era en aquel pequeño ser en quien debía concentrar sus energías.
Iba a volverse hacia él para decirle que no se pusiera nervioso, pero que tenía que estar fuera un tiempo.
En aquel preciso instante el brillo de los faros del Mercedes de su marido se deslizó por el jardín delantero.
– Tienes que marcharte, Kenneth. Por la puerta de atrás. ¡Ya!
– ¿No podemos…?
– ¡AHORA, Kenneth!
– Vale, pero tengo la bici en el camino de entrada. ¿Qué hago?
Empezó a sudar. ¿Debía marcharse con él ahora? ¿Salir sin más por la puerta principal con Benjamin en brazos? No, no se atrevía. No se atrevía en absoluto.
– Ya le contaré una historia, vete. Sal por la cocina, ¡que no te vea Benjamin!
Y la puerta de atrás se cerró un milisegundo antes de que la llave girase en la puerta de entrada y esta se abriera.
Ya estaba sentada en el suelo ante el televisor con las piernas a un lado y abrazaba afectuosa a su hijo.
– ¡Mira, Benjamin! -exclamó-. Ya ha llegado papá. Ahora sí que lo vamos a pasar bien, ¿a que sí?