En cuanto la dejó en casa, su vida cotidiana quedó atrás. Cubrió los veinte kilómetros que separaban Roskilde de la casita remota que estaba a mitad de camino entre la casa donde vivían y la casa del fiordo. Sacó la furgoneta del granero marcha atrás y después aparcó el Mercedes en el interior. Cerró con llave, se dio una ducha rápida y se tiñó el pelo, se cambió de ropa, estuvo diez minutos frente al espejo preparándose, encontró en los armarios lo que buscaba y después salió con el equipaje a la Peugeot Partner azul claro que usaba para sus viajes. No tenía rasgos distintivos: ni demasiado grande ni demasiado pequeña, la matrícula no demasiado sucia, pero de todos modos era difícil de leer. Un vehículo que pasaba desapercibido, registrado bajo el nombre que adoptó cuando se hizo con la casita. Como debía ser, teniendo en cuenta su finalidad.
Habiendo llegado a ese punto, estaba perfectamente preparado. Tras mucho buscar en internet y en los registros públicos cuyos códigos había conseguido a lo largo de los años, lograba la información deseada sobre posibles víctimas potenciales. Tenía un montón de dinero en efectivo. En las estaciones de servicio y en los peajes de los puentes siempre empleaba billetes medianos, nunca miraba a las cámaras y trataba de colocarse muy lejos de donde pudiera surgir algo inesperado.
Esta vez su territorio de caza iba a ser el centro de Jutlandia. Había una gran concentración de sectas religiosas, y ya habían pasado un par de años desde la última vez que actuó en la zona. Sí, sembraba la muerte con sumo cuidado.
Pasó un buen tiempo haciendo sus observaciones, pero casi siempre en tandas de un par de días. La primera vez estuvo viviendo en Haderslev, en casa de una mujer, y las siguientes, en casa de otra en un pueblecito llamado Lønne. Por tanto, el riesgo de que lo reconocieran en la lejana región de Viborg era minúsculo.
Tenía para elegir a cinco familias. Dos que pertenecían a los Testigos de Jehová, una a la Iglesia Evangelista, otra a los Guardianes de la Virtud y otra a la Iglesia Madre. Tal como estaban las cosas, se sentía inclinado hacia esta última.
Llegó a Viborg a eso de las ocho de la tarde, tal vez algo temprano para su cometido, sobre todo en una ciudad de ese tamaño, pero nunca se sabía qué podía pasar.
Los requisitos que debían cumplir los bares donde buscaba a las mujeres que se adaptaban al papel de anfitriona eran siempre los mismos. El sitio no debía ser demasiado pequeño, no debía estar en una zona en la que todos se conocieran, no debía tener demasiados parroquianos fijos ni ser cutre, para poder atraer a una mujer solitaria con cierta clase y una edad comprendida entre los treinta y cinco y los cincuenta y cinco.
El primero de la ronda, Julles Bar, era demasiado pequeño y siniestro, lleno de mesas y máquinas tragaperras. El siguiente estaba algo mejor. Una pequeña pista de baile, una variedad de clientes adecuada, aparte de un gay que enseguida se sentó a una distancia de milímetros en la banqueta junto a la suya. Si no encontraba una mujer allí, el gay, pese a su rechazo cortés, lo recordaría sin duda, y no era conveniente.
No encontró lo que buscaba hasta el quinto intento. Los carteles que había colgados tras la barra lo recalcaban. «Ojo, que el que no habla es el que más muerde», «Salir está bien, pero Terminalen es lo mejor», y sobre todo «Las mejores tetas de la ciudad están aquí» marcaban el tono.
El bar Terminalen de la calle llamada Gravene cerraba a las once de la noche, pero la gente estaba de buen humor, gracias a la cerveza Hancock Høker y al rock local. Con aquella clientela seguro que caía algo antes de que cerrasen.
Eligió a una mujer no muy joven, que estaba sentada junto a la entrada, en la zona de las tragaperras. Cuando él entró estaba bailando sola en la minúscula pista, con los brazos suspendidos en el aire. Era bastante guapa y no era una presa demasiado fácil. Era una pescadora seria, que buscaba a un hombre en quien poder confiar. Alguien junto a quien mereciera la pena despertarse el resto de su vida, y no pensaba encontrarlo allí. Había salido con las chicas del trabajo después de un día atareado, sin más. Se notaba a la legua. Justo como él quería.
Dos de sus bien moldeadas compañeras estaban riendo sofocadamente en la cabina para fumar, y el resto se habían distribuido por las mesas variopintas. Probablemente llevaban un buen rato soplando. Desde luego, no creía que el resto fueran capaces de describirlo medianamente bien un par de horas más tarde.
Tras mantener contacto visual durante cinco minutos, la invitó a bailar con un gesto. No estaba muy borracha. Buena señal.
– Dices que no eres de aquí -aventuró la mujer con la mirada fija en sus cejas-. Entonces ¿qué haces en Viborg?
Olía bien y su mirada era firme. Era fácil ver qué deseaba oír. A ella le gustaría que dijera que paraba en la ciudad bastante a menudo. Que le gustaba Viborg. Que tenía estudios superiores y estaba soltero. Así que se lo dijo. Con tranquilidad y voz pausada. Diría cualquier cosa con tal de que funcionase.
Dos horas más tarde estaban en la casa de ella, en su cama. Ella, satisfecha con creces, y él, convencido de que podría vivir allí un par de semanas sin que ella le hiciera preguntas indiscretas, aparte de las habituales: si realmente le gustaba y si la quería de verdad.
Se guardó de crear demasiadas expectativas en la mujer. Simuló timidez para que ella no supiera por qué sus respuestas eran tan escuetas.
A las cinco y media de la mañana siguiente se despertó como había planeado, se preparó, anduvo buscando con discreción en los escondites de la mujer y descubrió un montón de cosas antes de que ella empezara a desperezarse en la cama. Divorciada, cosa que ya sabía. Seguro que ocupaba un buen puesto en el ayuntamiento, que también le robaría toda la energía. Tenía cincuenta y dos años, y en aquel momento estaba más que dispuesta a abrirse a un mundo de aventuras.
Antes de poner la bandeja con café y tostadas sobre la cama junto a ella, entreabrió la cortina para que la mujer pudiera captar su sonrisa y su aspecto sano.
Después ella se tumbó bien cerca de él. Tiernamente dócil y con los hoyuelos aún más pronunciados que antes. Lo acarició en la mejilla y se disponía a besarle la cicatriz, pero no llegó a hacerlo porque él la tomó de la barbilla y le hizo la pregunta.
– ¿Me alojo en el Hotel Palads, o vuelvo aquí por la noche?
La respuesta estaba dada. Al menos ella volvió a pegarse a él, mimosa, y le dijo dónde estaba la llave antes de que él se dirigiera relajado a la furgoneta y saliera del país de las casas unifamiliares.
La familia que había elegido podía pagar enseguida el millón de rescate que solía exigir. Tal vez tuvieran que vender unas acciones; no era precisamente el momento más adecuado para ello, pero la familia tenía una sólida posición económica. Por supuesto que los tiempos de recesión que corrían habían puesto difícil cometer delitos razonablemente rentables, pero si escogías bien a tus víctimas siempre había un modo. Desde luego, aquella familia tenía la capacidad y la voluntad de satisfacer sus exigencias y de hacerlo con discreción.
Gracias a sus observaciones, conocía bien a la familia. Había visitado su comunidad y hablado en confianza con los padres después de los servicios religiosos. Sabía cuántos años llevaban en la secta, cómo habían hecho su fortuna, cuántos hijos tenían, cómo se llamaban y también, a grandes rasgos, cuáles eran sus quehaceres diarios.
La familia vivía en las afueras de Frederiks. Cinco hijos de entre diez y dieciocho años, que vivían en casa y eran miembros activos de la Iglesia Madre. Los dos mayores iban al instituto de Viborg, y a los demás les daba clases en casa su madre, una antigua profesora de la escuela alternativa de Tvind, de cuarenta y pico años, que, a falta de otras metas vitales, había puesto a Dios como objetivo. Era ella quien llevaba los pantalones en aquella casa. Ella quien dirigía a las tropas y se ocupaba de lo religioso. Su marido le llevaba veinte años y era uno de los empresarios más acaudalados de la región. Pese a que daba la mitad de sus ganancias a la Iglesia Madre, cosa que prometían hacer todos los miembros, les quedaba más que suficiente. Un centro de maquinaria agrícola como el suyo nunca pasaba apuros.
Joder, el cereal seguía creciendo cuando los bancos se hundían.
El único problema con aquella familia era que el segundo hijo, que por lo demás era el candidato apropiado, había empezado a ir a clases de kárate. No porque hubiera razón para el nerviosismo porque aquel renacuajo fuera a constituir una amenaza, pero podía echar a perder la planificación temporal.
Porque la planificación era fundamental cuando las cosas empezaban a ponerse feas. Siempre.
Aparte de eso, precisamente aquel segundo hijo y su hermana pequeña, la cuarta de la prole, tenían lo que hacía falta para que saliera bien. Eran emprendedores, eran los hijos más guapos y también los más populares. Sin duda, los favoritos de su madre. Eran buenos fieles de la Iglesia Madre, pero también algo revoltosos, de los que podían convertirse en sumos sacerdotes o ser expulsados de la secta. Creyentes, pero rebosantes de vida. La combinación perfecta.
Quizá algo parecidos a él cuando tenía su edad.
Aparcó la furgoneta entre los árboles al lado del seto y estuvo un buen rato observando por los prismáticos a los niños durante sus recreos, mientras jugaban en el jardín junto a la vivienda. La niña que había elegido parecía estar haciendo algo en una esquina bajo unos árboles. Algo que no estaba destinado a las miradas de los demás. Estuvo mucho tiempo arrodillada en la hierba crecida manipulando algo. Corroboró una vez más lo acertado que había estado en su elección.
Lo que está haciendo no es del agrado de su madre ni del reglamento de la Iglesia Madre, pensó, moviendo la cabeza afirmativamente para sí. Dios siempre pone a prueba a los mejores corderos del rebaño, así que la niña, de doce años, a la que pusieron por nombre Magdalena, no era ninguna excepción.
Pasó otro par de horas reclinado dentro de la furgoneta observando la granja, acurrucada en la curva de Stanghede. Vio por los prismáticos que el comportamiento de la niña seguía un patrón definido. Cada vez que tenían recreo pasaba la mayor parte del tiempo sola en la esquina del jardín, y cuando su madre los llamaba para la próxima clase ella tapaba lo que estaba manipulando.
Había que poner atención en muchas cosas cuando eras una adolescente y tu familia era miembro de la Iglesia Madre y de su aparato. El baile, la música, cualquier publicación escrita que no fuera de la Iglesia Madre, el alcohol, el trato con gente ajena a la Iglesia, las mascotas, la tele, internet. Todo estaba prohibido, y el castigo por cualquier infracción era severo. Expulsión de la familia y de la comunidad.
Se fue, antes de que los hijos mayores volvieran a casa, con la impresión de que aquella era la familia adecuada. Solo le quedaba volver a revisar la contabilidad de la empresa del padre y sus declaraciones de la renta; a la mañana siguiente volvería para seguir las idas y venidas de los niños en la medida de lo posible.
Pronto no habría vuelta de hoja, y pensar eso le hizo bien.
La mujer que lo acogió en su casa se llamaba Isabel, pero no era ni la mitad de exótica que su nombre. Novelas policíacas suecas en la estantería, y Anne Linnet en el CD. Nada de aventurarse por caminos no trillados.
Consultó el reloj. Isabel volvería a casa dentro de media hora. Así que había tiempo para ver si podía recibir sorpresas desagradables en el futuro. Se sentó en su escritorio, encendió el portátil, gruñó un poco cuando le pidió la contraseña, hizo seis o siete intentos en vano, hasta que levantó la carpeta del escritorio y encontró un papelito con contraseñas para todo tipo de cosas, desde citas online hasta banca electrónica y cuentas de correo. Casi nunca fallaba. Las mujeres como ella tendían a emplear fechas de nacimiento, nombres de hijos o perros, números de teléfono o simplemente una sucesión ordenada de números, casi siempre descendente; y si no era el caso, entonces apuntaban las contraseñas por precaución. Los papelitos raras veces estaban a más de medio metro del teclado. Tampoco era cuestión de tener que levantarse.
Entró en su correspondencia de citas online y comprobó satisfecho que Isabel había encontrado en él al hombre que llevaba tiempo buscando. Tal vez algo más joven de lo planeado, pero ¿qué mujer diría que no a eso?
Miró su libreta de direcciones de Outlook. Había una que salía muchas veces en los buzones. Un tal Karsten Jønsson. Puede que fuera su hermano, tal vez un ex, no era tan importante. Lo importante era que su dirección de correo terminaba en politi.dk.
Diablos, pensó. Cuando llegara el momento, tenía que guardarse de actuar con violencia; en su lugar le diría groserías o dejaría la ropa sucia en cualquier parte, porque en su perfil de la página de citas decía que eran cosas que la cabreaban.
Sacó su lápiz de datos y lo introdujo en la entrada USB. La cuenta de Skype, el microcasco, el listín de teléfonos correspondiente, todo a la vez. Luego marcó el número del móvil de su mujer.
En aquel momento estaba de compras. Siempre a la misma hora. Iba a proponerle que comprara una botella de champán y la pusiera a enfriar.
A la décima señal frunció el ceño. Antes jamás le había ocurrido que no respondiera la llamada. Si había algo de lo que estaba colgada su mujer, era del móvil.
De modo que volvió a llamar. Una vez más, no tuvo suerte.
Se inclinó hacia delante y se quedó mirando el teclado mientras su rostro se acaloraba.
Esperaba que su mujer tuviera una buena excusa para aquello. Si ella desvelaba facetas desconocidas de su personalidad, corría el riesgo de que él se viera obligado a enseñarle aspectos completamente nuevos de la suya.
Y eso era lo último que ella podría desear, lo último.