Capítulo 25

Había sucedido lo más espantoso que podía ocurrir, y Rakel estaba destrozada.

Satanás se había revelado entre ellos y los había castigado por su frivolidad. ¿Cómo podían haber dejado que un perfecto desconocido se llevara a sus dos preferidos, y además en un día sagrado? El día anterior debían haber leído juntos la Biblia y haberse preparado para el bendito sosiego, como solían hacer los sábados. Debían haber juntado las manos para que el espíritu de la Madre de Dios los envolviera y los apaciguara.

¿Y ahora? Ahora el brazo divino los señalaba como un rayo. Habían caído en todas las tentaciones a las que se resistió la sublime Virgen María. La adulación, el disfraz del Diablo, las palabras huecas.

Había llegado el castigo. Magdalena y Samuel estaban en manos del criminal, había pasado una noche y medio día, y no podían hacer nada.

Y Rakel sentía la humillación con suma nitidez. Igual que la vez que la violaron y nadie acudió en su auxilio. Pero entonces pudo actuar, ahora no podía.

– Tienes que conseguir el dinero, Joshua -regañó a su marido-. ¡Consíguelo!

Joshua tenía mal aspecto. El blanco de sus ojos se fundía con el color de su rostro.

– No lo tenemos, Rakel. Ya sabes que anteayer pagué por adelantado a Hacienda. Un millón a un buen interés, como siempre.

Hundió la cabeza entre las manos.

– Como siempre, en nombre de Dios. ¡Justo como solemos hacer!

– Joshua, ya has oído lo que ha dicho por teléfono. Si no pagamos el rescate los matará.

– Tendremos que recurrir a otros miembros de la comunidad.

– ¡NO! -gritó con tal fuerza que su hija más pequeña empezó a llorar en la habitación contigua-. Él se ha llevado a nuestros hijos, tú vas a hacer que vuelvan, ¿entendido? Si se lo cuentas a alguien no volveremos a verlos, estoy segura de eso.

Su marido giró la cabeza hacia ella.

– ¿Cómo lo sabes, Rakel? Puede que sea un farol. Quizá debiéramos acudir a la Policía.

– ¿A la Policía? Qué sabrás tú… Puede que haya allí alguna mala persona a sueldo del Diablo. ¿Sabes con seguridad que no va a llegar a sus oídos? ¿Lo sabes?

– Pues entonces a nuestros amigos. La gente de la comunidad no va a decir nada. Si estamos juntos en esto conseguiremos el dinero.

– ¿Y si él está allí cuando acudas adonde ellos? ¿Y si tiene entre nosotros cómplices sin que lo sepamos? Tuvo una relación muy estrecha con nosotros sin que viéramos su verdadero rostro. Entonces, ¿cómo puedes saber que no hay más como él? ¿Cómo, Joshua?

Miró a su hija pequeña, que estaba aferrada al marco de la puerta, mirándolos con ojos enrojecidos.

Tenía que encontrar una solución.

– Joshua, tienes que encontrar una solución -dijo Rakel, levantándose de la mesa de la cocina. Después se arrodilló ante su hija pequeña y abrazó su cabeza.

– No debes desesperar, Sarah. La Madre de Jesús va a cuidar de Magdalena y Samuel. Solo tienes que rezar, así los ayudarás. Y si esto ha sucedido porque hemos hecho algo pecaminoso, rezando lograremos el perdón. Solo tienes que hacer eso, cariño.

Vio que su hija se sobresaltaba al oír la palabra perdón. Que sus ojos tenían hambre de perdón. Quería decir algo, pero su boca se negaba a abrirse.

– ¿Qué ocurre, Sarah? ¿Quieres decir algo a mamá?

Las comisuras de su boca se hundieron y sus labios se pusieron a temblar. Algo pasaba.

– ¿Tiene que ver con el hombre?

La niña asintió en silencio y las lágrimas fluyeron mansas.

Rakel contuvo la respiración sin querer.

– ¿Qué es? ¡Dilo!

La niña se asustó por el tono áspero de su madre, pero su boca se desató.

– He hecho una cosa que me habíais dicho que no hiciera.

– ¿Qué has hecho? Dilo, Sarah.

– He mirado el álbum de fotos durante el descanso, mientras los demás estabais en la cocina con la Biblia. Perdona, mamá. Ya sé que he sido una tonta.

– Oh, Sarah… -dijo aliviada, dejando caer la cabeza-. ¿Solo es eso?

Su hija sacudió la cabeza.

– Y allí he visto la fotografía del hombre que se llevó a Magdalena y a Samuel. ¿Es por eso por lo que ha ocurrido? ¿No debería haberlo mirado, porque es el Diablo?

Rakel inspiró hasta el fondo de los pulmones. Eso no lo sabía.

– ¿Hay una foto de él?

Sarah se sorbió las lágrimas.

– Sí, estamos fuera de la casa comunitaria, los que fuimos a la fiesta de ingreso de Johanna y Dina.

¿Aparecía él en esa fotografía?

– ¿Dónde está la foto? Enséñamela, Sarah. ¡Ahora mismo!

La niña sacó el álbum, obediente, y señaló la foto.

¿De qué va a valer?, pensó Rakel. Si no es nada.

Miró la foto con repugnancia. La sacó de su funda de plástico. Acarició el pelo de su hija y la tranquilizó diciendo que estaba perdonada. Después llevó la fotografía a la cocina y la plantó sobre la mesa ante su marido inmóvil.

– Mira, Joshua, este es tu adversario.

Señaló una cabeza de la fila del fondo. Era muy pequeña, y el hombre tenía habilidad para esconderse tras las filas delanteras y no miraba a la cámara. Podría ser cualquiera si no supieran que era él.

– Mañana ve a Hacienda lo primero de todo y di que el pago de los impuestos ha sido un error. Que necesitamos otra vez el dinero, porque de lo contrario iremos a la bancarrota. ¿Lo entiendes, Joshua? Ve por la mañana temprano.

El lunes por la mañana Rakel miró por la ventana hacia el sol naciente tras la iglesia de Dollerup. Largos rayos temblorosos en la bruma perlada. La esencia divina desplegada en todo su esplendor. ¿Cómo podía aquella infinita belleza ordenarle que portara aquella cruz? Y ¿cómo podía permitirse hacer una pregunta así? Los caminos del Señor eran inescrutables, bien que lo sabía ella.

Puso los labios en punta para no ceder al llanto, volvió a juntar las manos y cerró los ojos.

Rakel había rezado toda la noche, como tantas veces antes en el seno seguro de la comunidad, pero esta vez no alcanzó el sosiego. Porque estaba siendo puesta a prueba, era la hora fatídica de Job, y el dolor se le hacía interminable.

Cuando el sol asomó sobre las nubes y Joshua se marchó al ayuntamiento para que lo ayudaran a que Hacienda le devolviera el pago voluntario realizado por Maquinaria Agrícola Krogh, casi no le quedaban fuerzas.

– Josef, hoy no irás al instituto y cuidarás a tus hermanas -dijo a su hijo mayor. Debía estar sola, sin Miriam y Sarah, para poder concentrarse.

Cuando Joshua volviera, más le valía tener el dinero. Habían acordado que depositaría el cheque en el Vestjysk Bank y les pediría que dividieran el total en seis partes y transfiriesen cinco de ellas a sus respectivas cuentas de Nordea, Danske Bank, Jyske Bank, la caja de ahorros Kronjylland y el Almindelig Brand Bank. Equivaldría a un pago en metálico en cada banco de unas ciento sesenta y cinco mil coronas, y ya se las arreglarían para sacarlas sin que les hicieran preguntas. Si en alguno de los bancos le entregaban billetes nuevos, iban a ensuciarlos, arrugarlos e intercalarlos entre los billetes de los demás bancos. Así garantizaban, por una parte, que recuperaban todo el dinero, y por otra que el diablo que se había llevado a sus hijos no sospechara que habían entregado billetes marcados.

Rakel reservó billetes para el intercity de la tarde que llegaba a Odense a las 19.29 para enlazar después con el que partía hacia Copenhague, y se quedó esperando a su marido. Lo esperaba de vuelta hacia las doce o la una, pero para las diez y media ya había vuelto.

– ¿Tienes el dinero, Joshua? -preguntó, aunque al primer golpe de vista se dio cuenta de que no lo tenía.

– No es tan sencillo, Rakel. Pero ya lo sabía -dijo su marido con voz débil-. En el ayuntamiento van a hacer un esfuerzo por ayudarnos, pero la cuenta en cuestión es de la Agencia Tributaria, y ahí las cosas no van tan deprisa. Es espantoso.

– Los has presionado, ¿verdad? ¿Los has presionado? No tenemos todo el día, los bancos cierran a las cuatro -hizo saber, desesperada-. ¿Qué les has dicho? Dímelo.

– Les he dicho que me hacía falta el dinero. Que había hecho el ingreso por error. Que tengo problemas con el sistema informático y que he perdido el control. Que ha habido transferencias a nuestras cuentas que no se han realizado, además de que han desaparecido facturas del sistema que no había tenido en cuenta. Luego les he dicho que hoy un par de proveedores me han reclamado pagos, y que vamos a perder los más importantes si no les pago ahora mismo. Que los proveedores están muy presionados, debido a la crisis financiera, y van a venir a llevarse sus cosechadoras para vendérselas a clientes que iban a comprarlas con una gran rebaja. Les he dicho que iba a perder nuestras ventajas de leasing y que iba a costarnos una fortuna. Que el momento también era crítico para nosotros.

– Oh, no. ¿Era necesario hacerlo tan complicado, Joshua? ¿Por qué?

– Es lo que se me ha ocurrido.

Se desplomó sobre la silla y dejó el maletín vacío encima de la mesa.

– También yo estoy presionado, Rakel. No puedo pensar como siempre. Tampoco yo he dormido esta noche.

– Dios mío. Y ahora ¿qué? ¿Qué hacemos?

– Pues recurrir a la comunidad. ¿Qué, si no?

Rakel apretó los labios y se imaginó a Samuel y Magdalena. Pobres niños inocentes, ¿qué habían hecho para merecer aquel amargo cáliz?

Se habían asegurado de que el sacerdote de su comunidad estaría en casa, y ya se habían puesto los abrigos para salir cuando llamaron a la puerta.

Si dependiera de Rakel no habrían abierto, pero su marido estaba algo confuso.

No conocían a la mujer que estaba en la puerta con un maletín en la mano, y tampoco deseaban hablar con ella.

– Isabel Jønsson. Vengo del ayuntamiento -dijo, entrando al recibidor.

Rakel se atrevió a abrigar esperanzas. Tal vez la mujer llevara unos papeles que debían firmar. Lo más seguro es que todo estuviera arreglado. Así que su marido no era tan tonto, después de todo.

– Entre. Podemos sentarnos en la cocina -propuso, aliviada.

– Veo que van a salir. No necesito molestarlos ahora. Puedo volver mañana, si les viene mejor.

Rakel sintió que el cielo se encapotaba mientras se sentaban en torno a la mesa de la cocina. Así que no iba a ayudarles a recuperar el dinero. En ese caso, debía saber que tenían prisa. ¿Por qué no terminar de una vez? «No necesito molestarlos ahora», había dicho. ¿Qué tontería era esa?

– Soy una técnica informática del equipo municipal asesor de empresas. Tengo entendido, por mis compañeros del ayuntamiento, que tienen serios problemas con su sistema informático. Por eso me han enviado aquí.

Sonrió y les dio su tarjeta. «Isabel Jønsson, técnica informática, Ayuntamiento de Viborg», ponía. Desde luego, era lo que menos falta les hacía en aquel momento.

– Mire -dijo Rakel, ya que su marido no parecía querer intervenir-, es muy amable por su parte, pero en este momento no es buena idea, andamos con mucha prisa.

Creía que eso inclinaría la balanza y que la mujer se levantaría, pero en su lugar se quedó de pronto quieta mirando al frente, como si estuviera clavada a la mesa. Como si a toda costa fuera a ejercer el derecho institucional a entrometerse, y no era el momento.

Así que Rakel se levantó y miró con dureza a su marido.

– Es hora de salir, Joshua. Tenemos prisa.

Se volvió a la mujer.

– Si nos disculpa…

Pero la mujer seguía sin levantarse. Fue entonces cuando Rakel vio que estaba mirando fijamente la foto que había sacado Sarah. La foto que había estado sobre la mesa de la cocina para recordarles que en todo rebaño puede encontrarse una oveja negra.

– ¿Conocen a este hombre? -preguntó la mujer.

La miraron, desconcertados.

– ¿Qué hombre? -quiso saber Rakel.

– Ese -respondió la mujer, poniendo el dedo bajo la cabeza del hombre.

Rakel presintió peligro. Igual que aquella terrible tarde en el pueblo de Baobli, cuando los soldados preguntaron por el camino.

Por el tono, por la situación.

Allí estaba pasando algo raro.

– Tiene que irse -la apremió-. Tenemos prisa.

Pero la mujer no se movió.

– ¿Lo conocen? -se limitó a decir.

Vaya, o sea que era eso. Era otro diablo azuzándolos. Otro diablo con aspecto de ángel.

Rakel cerró los puños y se puso delante.

– Ya sé quién eres, y debes marcharte. ¿Crees que no sé que te ha enviado ese cerdo? Sigue tu camino. Ya sabes que no tenemos tiempo que perder.

Entonces notó con sobresalto que su interior se resquebrajaba. Que de pronto ya no podía reprimir las lágrimas. Que la furia y la impotencia la arrastraban hasta el fondo.

– ¡VETE! -gritó con los ojos cerrados y las manos apretadas sobre el pecho.

Entonces, la mujer se levantó y se acercó a ella. La tomó por los hombros y la sacudió suavemente hasta que sus miradas se cruzaron.

– No sé de qué está hablando, pero créame: si alguien odia a ese hombre, esa soy yo.

Y Rakel abrió los ojos y lo vio. Tras la mirada apacible de aquella mujer refulgía el odio. Profundo y ardiente.

– ¿Qué ha hecho? -preguntó la mujer-. Díganme lo que les ha hecho y yo les diré lo que sé de él.

La mujer lo conocía, y no de nada bueno, era evidente. La cuestión era si aquello podría ayudarlos. Rakel no lo creía. Solo el dinero podía ayudarlos, y pronto sería demasiado tarde.

– ¿Qué sabe de él? Dígalo rápido, o nos vamos.

– Se llama Mads Fog. Mads Christian Fog.

Rakel sacudió la cabeza.

– A nosotros nos dijo que se llamaba Lars. Lars Sørensen.

La mujer movió lentamente la cabeza arriba y abajo.

– De acuerdo. Entonces no es seguro que se llame una cosa ni la otra. Tenía otro nombre cuando lo conocí, Mikkel Laust. Pero he visto algunos de sus documentos. Tengo una dirección, y el dueño de esa casa es un tal Mads Christian Fog. Creo que es su verdadero nombre.

Rakel jadeó en busca de aire. ¿Habría escuchado sus plegarias la Madre de Dios? Miró a la mujer a lo más profundo de sus ojos. ¿Podían confiar en ella?

– ¿De qué dirección habla? ¿Dónde? -Joshua tenía el rostro blanco azulado. Era obvio que no lograba comprenderlo.

– En un lugar del norte de Selandia, cerca de Skibby. Se llama Ferslev. Tengo la dirección en casa.

– ¿De dónde sabe todo eso? -exclamó Rakel con voz temblorosa. Deseaba creerlo, pero ¿acaso podía?

– Ha estado viviendo en mi casa hasta el sábado. Lo eché de casa el sábado por la mañana.

Rakel se cubrió la boca con la mano para no hiperventilar. Pero era espantoso. Así que había ido directamente de la casa de la mujer a la suya.

Miró la hora con una terrible inquietud, pero se obligó a escuchar cómo se había aprovechado el hombre de la mujer que tenía delante. Cómo la había embelesado con su naturaleza en apariencia amable. Cómo había cambiado de personalidad en un momento.

Rakel asentía con la cabeza en reconocimiento de todo cuanto decía, y cuando la mujer terminó su relato Rakel miró a su marido. Estuvo un momento ausente, como si tratase de ver todo desde otra perspectiva, pero después asintió en silencio. Sí, tenían que contarle lo suyo, decían sus ojos. Tenían una causa común.

Rakel tomó la mano de Isabel.

– Lo que voy a contarle no puede contárselo a nadie en el mundo, ¿entendido? Al menos ahora, no. Se lo voy a decir porque creo que puede ayudarnos.

– Si tiene que ver con algún delito no puedo garantizar nada.

– Tiene que ver. Y no somos nosotros los delincuentes. Es el hombre que usted echó. Y es… -respiró hondo y fue entonces cuando reparó en que le temblaba la voz-, para nosotros es lo peor que podía ocurrir. Ha secuestrado a dos de nuestros hijos, y si usted se lo cuenta a alguien los va a matar, ¿comprende?

Habían transcurrido veinte minutos, e Isabel nunca había pasado tanto tiempo en estado de conmoción. Ahora veía todo tal y como era. El hombre que había vivido en su casa, y que ella por un breve y fervoroso período había considerado candidato probable para convertirse en su pareja, era un monstruo que sin duda estaba dispuesto a todo. Ahora se daba cuenta. De cómo le pareció que sus manos le apretaban el cuello un poco en exceso, con profesionalidad. De cómo el acecho a que había sometido su vida podría haber tenido un desenlace fatal con un poco de mala suerte. Y sentía sequedad en la boca cuando pensaba en el momento en que le desveló que había estado recogiendo información sobre él. ¿Y si la hubiera dejado inconsciente en ese instante? ¿Si no hubiera tenido tiempo de decir que había dado aquellas informaciones a su hermano? ¿Y si él se había dado cuenta de que era un farol? ¿De que jamás en la vida habría involucrado a su hermano en sus chapuzas sexuales?

No se atrevía a pensarlo.

Y cuando miraba a aquellas personas conmocionadas sufría con ellas. Ah, cómo odiaba a aquel hombre. Hizo un pacto consigo misma: costara lo que costase, el tipo no iba a escapar.

– De acuerdo, los ayudaré. Mi hermano es agente de policía. Bien es verdad que está en Tráfico, pero podemos hacer que emita una orden de busca y captura. Hay posibilidades. Podemos distribuir el mensaje por todo el país en nada de tiempo. Tengo la matrícula de su furgoneta. Puedo describirlo todo con bastante exactitud.

Pero la mujer que tenía delante sacudió la cabeza. Deseaba hacerlo, pero no se atrevía.

– Le he dicho antes que no podía decírselo a nadie, y lo ha prometido -dijo por fin-. Quedan cuatro horas para que cierren los bancos, y para entonces debemos reunir un millón en metálico. No podemos quedarnos más tiempo aquí.

– Escuche: se tarda menos de cuatro horas en llegar a su casa si salimos ahora.

Rakel volvió a sacudir la cabeza.

– ¿Por qué cree que habrá llevado allí a los niños? Sería la mayor estupidez que podría cometer. Mis hijos pueden estar en cualquier parte de Dinamarca. Puede haber pasado la frontera con ellos. En Alemania tampoco hay nadie que controle nada. ¿Comprende lo que quiero decir?

Isabel asintió con la cabeza.

– Sí, tiene razón.

Miró al hombre.

– ¿Tiene un móvil?

El hombre sacó un teléfono del bolsillo.

– Este -dijo.

– ¿Y está cargado?

El hombre hizo un gesto afirmativo.

– Y usted ¿tiene también otro, Rakel?

– Sí -respondió la mujer.

– ¿Y si nos dividimos en dos grupos? Joshua intenta conseguir el millón y nosotras dos salimos en coche para Selandia. ¡Ya!

Los dos cónyuges se miraron un momento. Qué bien entendía a aquella pareja. Isabel no tenía hijos, y aquello le causaba pesar. ¿Qué debía de sentirse, entonces, al confrontarse con perder quizá los que se tenían? ¿Qué debía de sentirse cuando la decisión dependía de uno mismo?

– Nos hace falta un millón -dijo el hombre-. La empresa vale mucho más, pero no podemos ir sin más al banco y hacer que nos den el dinero, y desde luego no en metálico. Quizá fuera posible hace uno o dos años, cuando corrían mejores tiempos, pero no ahora. Por eso tenemos que recurrir a la comunidad, y es muy arriesgado; aun así, es lo único que podemos hacer para reunir esa suma.

La miró con ojos penetrantes. Su respiración era irregular, tenía los labios algo azulados.

– A menos que pueda ayudarnos. Creo que podría hacerlo, si quisiera.

En aquel momento, Isabel vio por primera vez al hombre oculto detrás de aquel que era conocido por lo bien que lleva su negocio. Uno de los mejores ciudadanos del Ayuntamiento de Viborg.

– Llame a sus superiores -continuó con la mirada triste- y pídales que llamen a la Agencia Tributaria. Diga que hemos pagado por error y que tienen que volver a transferir el dinero a nuestras cuentas inmediatamente. ¿Puede hacerlo?

Y de pronto tenía la pelota sobre su tejado.

Cuando tres horas antes entró a trabajar seguía sintiéndose desorientada. Indispuesta y de mal humor. La autocompasión había sido su fuerza motriz. Ahora no podía ni recordar aquellos sentimientos, aunque lo hubiera querido, porque en aquel momento lo podía todo, lo quería todo. Aunque le costara el empleo.

Aunque le costara más que eso.

– Voy a ponerme aquí al lado -dijo-. Procuraré hacerlo tan deprisa como pueda, pero va a llevar su tiempo.

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