A través de la ventana de la cabaña del tío Tom se veía la mañana gris y lluviosa de febrero. Los rostros abatidos reflejaban unos corazones pesarosos. La pequeña mesa estaba colocada delante de la chimenea, cubierta con un trapo de planchar; una o dos camisas, bastas aunque limpias, colgaban del respaldo de una silla cerca del fuego, y la tía Chloe tenía otra extendida ante ella en la mesa. Frotaba y planchaba cuidadosamente cada pliegue y cada dobladillo con la más meticulosa exactitud, y alzaba la mano de vez en cuando para apartar las lágrimas que caían a chorro por sus mejillas. Tom estaba sentado cerca, con la Biblia en las rodillas y la cabeza en la mano; ninguno de los dos hablaba. Era temprano aún y los niños dormían todos juntos en la rudimentaria carriola.
Tom, plenamente dotado del corazón tierno y doméstico que ¡para su desgracia! es característico de su malhadada raza, se levantó y se aproximó silenciosamente a mirar a sus hijos.
– Es la última vez -dijo.
La tía Chloe no respondió, sólo planchaba y planchaba una y otra vez la burda camisa, ya tan lisa como las manos podían lograr; y, finalmente, dejando caer la plancha con un golpe de desesperación, se sentó en la mesa y «alzó la voz y lloró».
– Supongo que debemos resignarnos pero ¡ay, Señor!, ¿cómo vamos a conseguirlo? ¡Si por lo menos supiera adónde vas o qué van a hacer contigo! El ama dice que intentará recuperarte en un año o dos; ¡pero, Señor!, no vuelve ninguno de los que van allá abajo. ¡Los matan! He oído hablar de la manera en que los tratan en esas plantaciones.
– Tendrán el mismo Dios allí que tenemos aquí, Chloe.
– Bueno -dijo la tía Chloe-, supongo que sí, pero el Señor permite que ocurran cosas terribles a veces, así que eso no me consuela.
– Estoy en manos del Señor -dijo Tom-; las cosas no pueden ir más lejos de lo que permite, y de eso puedo dar gracias. Soy yo el que ha sido vendido y se va al sur, y no tú o los niños. Estáis a salvo aquí. Lo que vaya a ocurrir me ocurrirá sólo a mí, y el Señor me ayudará, lo sé.
¡Ay, hombre valiente, que ahogas tu propia pena para consolar a tus seres queridos! Tom habló con voz apagada y un nudo en la garganta, pero habló fuerte y gallardamente.
– Pensemos en nuestras bendiciones -añadió tembloroso, como si supiera muy bien que le convenía pensar en ellas.
– ¡Bendiciones! erijo la tía Chloe-. ¡Yo no veo ninguna bendición! ¡Está mal que las cosas ocurran de este modo! El amo nunca hubiera debido permitir que las cosas llegaran al extremo donde tú tuvieras que saldar su deuda. Ya le has hecho ganar el doble de lo que le pagarán por ti. Te debía la libertad, hace años que tenía que habértela concedido. Quizás ahora no tiene otro remedio, pero creo que no está bien. Nada me hará pensar otra cosa. ¡Una criatura tan fiel como tú lo has sido, siempre poniendo sus intereses antes que los tuyos, y que lo apreciabas más que a tu propia mujer y a tus propios hijos! Los que venden el afecto o la sangre de un corazón, ¡no se librarán de la ira del Señor!
– ¡Chloe, si me amas, no hables así! ¡A lo mejor es la última vez que estamos juntos! Y te digo, Chloe, me duele oír siquiera una palabra en contra del amo. ¿No lo pusieron en mis brazos cuando era un bebé? Es natural que tenga buena opinión de él. No se puede esperar que él tenga para el pobre Tom la misma estima. Los amos están acostumbrados a que se lo den todo hecho, y es natural que no lo aprecien. No se puede esperar que lo hagan. Ponlo al lado de otros amos y dime, ¿a quién han tratado como a mí y quién ha vivido mejor que yo? Y no habría dejado que me sucediese esto si lo hubiera sabido de antemano, estoy convencido.
– De todas formas, algo de malo tiene el asunto -dijo la tía Chloe, de quien una característica predominante era un sentido obstinado de la justicia-. No sabría decir exactamente lo que es, pero tiene algo de malo, lo tengo claro.
– Debes mirar al Señor que está en el cielo, por encima de todos; ni un gorrión cae sin que Él lo sepa.
– No me consuela, aunque supongo que debería-dijo la tía Chloe-. Pero no sirve de nada hablar; mojaré la torta de maíz y te prepararé un buen desayuno, porque ¿quién sabe cuándo te darán otro?
Para comprender los sufrimientos de los negros vendidos para el mercado del sur, hay que tener en cuenta que los afectos instintivos de esta raza son especialmente fuertes. Su querencia por el lugar de nacimiento es muy duradera. No son atrevidos ni emprendedores por naturaleza, sino hogareños y cariñosos. Añadamos a esto los terrores que la ignorancia confiere a lo desconocido, y luego sumemos el hecho de que venderse en el sur es el castigó más severo con el que se atemoriza a los negros desde su infancia. La amenaza que les asusta más que los latigazos o las torturas de cualquier tipo es la de mandarlos río abajo. Nosotros personalmente les hemos oído expresar estos sentimientos y hemos visto el horror genuino con el que se reúnen en sus horas de ocio para contar historias de «río abajo» que es, para ellos:
Ese país desconocido, de cuyos linderos
no vuelve ningún viajero [13].
Un misionero que se ocupa de los fugitivos del Canadá nos contó que muchos de éstos confesaron haberse escapado de amos relativamente bondadosos, y que lo que les había instigado a afrontar los peligros de la fuga, en casi todos los casos, era el horror de ser vendidos en el sur, destino que pendía sobre sus cabezas, o las de sus maridos o de sus mujeres o de sus hijos. Esto infunde al africano, paciente, tímido y carente de iniciativa por naturaleza, un valor heroico y le induce a pasar hambre, frío, dolor, los peligros de la naturaleza salvaje y las penalidades más temidas al ser capturado de nuevo.
La sencilla colación matutina humeaba sobre la mesa, pues la señora Shelby había dispensado a la tía Chloe de trabajar en la casa grande aquella mañana. Esta pobre alma había gastado sus escasas energías en este banquete de despedida: había matado y aderezado su mejor pollo y preparado una torta de maíz con esmerado cuidado, según el gusto de su marido, y había colocado varios tarros misteriosos sobre la repisa de la chimenea, que contenían confituras que no se sacaban nada más que en las ocasiones más excepcionales.
– ¡Señor, Pete -dijo Mose triunfante-, qué desayuno nos espera! -a la vez que cogía un pedazo de pollo.
La tía Chloe le dio un cachete. -¡Toma! ¡Mira que aprovecharte de la última comida que va a hacer tu padre en casa!
– ¡Vamos, Chloe! -dijo Tom con ternura.
– Pues no puedo evitarlo dijo la tía Chloe, escondiendo la cara en el delantal-; estoy tan disgustada que me hace portarme mal.
Los niños se quedaron totalmente quietos, mirando primero a su padre y después a su madre, mientras la niña, trepando por sus faldas, empezó a soltar un aullido urgente e imperioso.
– ¡Ya está! -dijo la tía Chloe, secándose los ojos y cogiendo a la nena-, ya se me ha pasado, espero. Ahora comed algo. Éste es mi mejor pollo. Tomada, niños, comed un poco, pobrecitos. Vuestra madre os ha regañado.
Los niños no necesitaron una segunda invitación y se lanzaron con gran energía sobre la comida; y más valía que fuera así, porque si no es por ellos, poco provecho se habría sacado de la ocasión.
– Ahora -dijo la tía Chloe, trajinando alrededor después del desayuno-, debo prepararte la ropa. Lo más probable es que él se la quede toda. Los conozco bien: ¡mezquinos y tacaños todos! Bien, la camisa de franela para el reuma está en este rincón; así que cuídala, porque nadie te va a hacer otra. Y ahí están tus camisas viejas y aquí las nuevas. Te arreglé los calcetines anoche y te pongo el huevo de zurcir, aunque, Señor, ¿quién te los va a zurcir en el futuro? y la tía Chloe, sucumbiendo una vez más, apoyó la cabeza en la caja y lloró-. ¡Cuando pienso que nadie te va a cuidar, sano o enfermo! ¡Creo que no es necesario que me porte bien, después de todo!
Los niños, después de comerse todo lo que había encima de la mesa del desayuno, comenzaron a pensar en la situación y, viendo llorar a su madre y a su padre poner cara de tristeza, se pusieron a lloriquear y se llevaron las manos a los ojos. El tío Tom tenía a la niña en el regazo, donde se divertía de lo lindo, rascándole la cara y tirándole del pelo, de vez en cuando estallando en ruidosas manifestaciones de gozo, que evidentemente surgían de sus reflexiones más íntimas.
– ¡Ay, ríe, ríe, pobrecita! -dijo la tía Chloe- ¡a ti también te llegará la hora! ¡Vivirás para ver cómo te venden al marido, o quizás a ti misma; y estos niños también serán vendidos, supongo, en cuanto valgan para algo; no sé para qué nosotros los negros tengamos nada!
En esto uno de los niños gritó: -¡Que viene el ama!
– Ella no puede hacer nada; ¿para qué viene? -dijo la tía Chloe.
Entró la señora Shelby. La tía Chloe le puso una silla con unos modales claramente rudos y ásperos. Aquélla no pareció darse cuenta ni de la acción ni de los modales. Estaba pálida y ansiosa.
Tom -dijo-, he venido para… -y deteniéndose de pronto y mirando al grupo silencioso, se sentó en la silla y, tapándose la cara con un pañuelo, rompió a llorar.
– ¡Señor, señor, no llore usted, ama! -dijo la tía Chloe, rompiendo a llorar también; durante unos momentos todos lloraron al unísono. Y en esas lágrimas derramadas en compañía, los importantes y los humildes juntos, se disolvieron todas las penas y la ira de los oprimidos. Ay, vosotros que visitáis a los afligidos, sabed que todo lo que puede comprar vuestro dinero, donado con la mirada fría y distante, no vale lo que una sola lágrima derramada sinceramente.
– Mi buen amigo -dijo la señora Shelby-, no te puedo dar nada que te sirva. Si te doy dinero, te lo quitarán. Pero te digo solemnemente, ante Dios, que seguiré tu rastro y te traeré de vuelta en cuanto reúna el dinero. Hasta entonces, ¡confía en el Señor!
En este momento los niños avisaron que venía el señor Haley, y enseguida la puerta se abrió de una patada descortés. Ahí estaba Haley de muy mal humor después de haber pasado la noche anterior a caballo y nada contento del fracaso de sus esfuerzos por capturar a su presa.
– Ven, negro -dijo- ¿estás listo? Su servidor, señora -dijo, quitándose el sombrero al ver a la señora Shelby. La tía Chloe cerró y ató la caja y, al levantarse, miró ceñuda al tratante, y sus lágrimas parecieron convertirse en chispas de fuego.
Tom se levantó manso para seguir a su nuevo amo y se puso la pesada caja al hombro. Su mujer cogió a la niña en brazos para acompañarlo al carro, y los niños, llorando aún, fueron a la zaga.
La señora Shelby se acercó al tratante y lo entretuvo unos momentos hablándole de forma intensa, y mientras ella hablaba, toda la familia llegó hasta un carro que se encontraba enjaezado en la puerta. Había una multitud de braceros jóvenes y viejos reunidos alrededor para despedirse de su antiguo compañero. A Tom lo apreciaban todos tanto en calidad de sirviente jefe como de instructor cristiano, y sentían una sincera pena y tristeza por su partida, especialmente las mujeres.
– ¡Vaya, Chloe, lo soportas mejor que nosotras! -dijo una de las mujeres, que había estado llorando desenfrenadamente, al observar el triste sosiego de que daba muestras la tía Chloe ahí de pie junto al carro.
– ¡Ya no me quedan más lágrimas! -dijo, mirando ceñuda al traficante, que se aproximaba-. No tengo ganas de llorar delante de ese individuo, de ninguna manera.
– ¡Sube! -dijo Haley a Tom, cruzando a zancadas por entre la multitud de sirvientes, que lo miraban con el ceño fruncido.
Tom subió y Haley sacó de debajo del asiento del carro un par de grilletes y le colocó uno en cada tobillo.
Un ahogado murmullo de indignación recorrió todo el círculo, y la señora Shelby, desde el porche, dijo:
– Señor Haley, le aseguro que esa precaución es totalmente innecesaria.
– No lo sé, señora; ya he perdido quinientos dólares en este lugar y no puedo permitirme correr más riesgos.
– ¿Qué otra cosa se podía esperar de él? -dijo, indignada, la tía Chloe, mientras que los dos niños que parecieron comprender, por fin, el destino de su padre, se le agarraron al vestido, sollozando y lamentándose enérgicamente.
– Siento -dijo el tío Tom- que se halle ausente el señorito George.
George se había marchado a pasar dos o tres días con un compañero de una hacienda vecina y, como se había ido por la mañana temprano, antes de que se hubiera hecho pública la desgracia de Tom, no se había enterado de ella.
– Despedidme cariñosamente del señorito George -dijo muy serio.
Haley fustigó el caballo y se llevó rápidamente a Tom, que dedicó una mirada serena y triste a su viejo hogar hasta el último momento.
A esta hora, el señor Shelby no estaba en casa. Había vendido a Tom por una necesidad acuciante, para librarse del poder de un hombre a quien temía, y su primera sensación después de finalizar la negociación había sido de alivio. Pero las recriminaciones de su esposa habían despertado sus remordimientos latentes y la generosidad varonil de Tom había aumentado su sentimiento de malestar. En vano se decía a sí mismo que estaba en su derecho al actuar así, que todo el mundo lo hacía, y algunos sin verse siquiera obligados a ello. Pero no lograba acallar sus sentimientos y, para no presenciar las desagradables escenas de la consumación, había emprendido un pequeño viaje de negocios, con la esperanza de que todo hubiera acabado antes de su regreso.
Tom y Haley se fueron traqueteando por el camino polvoriento, pasando velozmente por todos los lugares familiares, hasta traspasar los límites de la finca y encontrarse en la carretera abierta. Después de avanzar aproximadamente una milla, Haley paró de pronto a la puerta de un herrero, y, sacando unas esposas, entró en la forja para que les hicieran una pequeña modificación.
– Son demasiado pequeñas para él -dijo Haley, mostrando las esposas y señalando a Tom.
– ¡Señor, si es el Tom de Shelby! ¿No lo habrá vendido? -preguntó el herrero.
– Sí -dijo Haley.
– ¡Vaya, vaya! -dijo el herrero-. ¿Quién iba a decirlo? Pero no hace falta que lo encadene de esta manera. Es el hombre más leal y bueno…
– Sí, sí -dijo Haley-, pero los leales y buenos son precisamente los que quieren escaparse. Los tontos, a los que no les importa adónde vayan, y los vagos y los borrachos, a los que no les importa nada, ellos se quedan e incluso les hace gracia que los lleven de aquí para allá. Pero estos hombres de calidad nos odian a muerte. No hay más remedio que encadenarlos; si tienen piernas, las usarán, sin duda.
– Bueno -dijo el herrero, hurgando entre sus utensilios- esas plantaciones del sur no son exactamente el sitio adonde quiere ir un negro de Kentucky. Se mueren muy rápido, ¿verdad?
– Pues, sí, se mueren bastante rápido; mientras que se aclimatan y entre una cosa y otra, se mueren lo bastante rápido para mantener ágil el mercado -dijo Haley.
– Pues, no puede uno más que pensar que es una lástima que un tipo agradable y tranquilo como Tom vaya a que lo machaquen a una de aquellas plantaciones de azúcar.
– Pues tendrá una oportunidad. He prometido tratarlo bien. Lo colocaré como sirviente con alguna buena familia y entonces, si aguanta el clima y las fiebres, tendrá un puesto tan bueno como puede desear un negro.
– Su mujer y sus hijos se quedan aquí, supongo.
– Sí, pero le darán otra allí. Señor, si hay mujeres de sobra en todas partes -dijo Haley.
Tom estaba sentado en la puerta de la forja durante esta conversación. De repente oyó los pasos rápidos de un caballo detrás de él, y, antes de poder reaccionar de la sorpresa, el señorito George saltó al carro, le rodeó el cuello con los brazos y se puso a sollozar y renegar enérgicamente.
– ¡Es imperdonable, no me importa lo que digan! ¡Es una verdadera vergüenza! Si yo fuera hombre, no lo harían, desde luego que no -dijo George con una especie de aullido reprimido.
– ¡Ay, señorito George, cómo me alegro! -dijo Tom-. No podía soportar irme sin verlo. ¡No puede imaginarse cuánto me alegro! -al decir esto, Tom hizo algún movimiento con los pies, y George vio los grilletes.
– ¡Qué vergüenza! -exclamó, alzando las manos-. ¡Voy a darle su merecido a ese tipo, ya lo creo!
– ¡Ni hablar!, señorito George, y no hable usted tan alto. A mí no me hará ningún bien que se enfade.
– Pues, no lo haré, entonces, por tu bien. Pero sólo pensarlo… ¿no es una vergüenza? A mi no me llamaron ni me dijeron una palabra y, si no hubiera sido por Tom Lincoln, no me habría enterado. Te digo ¡menuda bronca les he metido a todos en casa!
– Eso no estaba bien, me temo, señorito George.
– No pude remediarlo. ¡Digo que es una vergüenza! Mira, tío Tom -dijo, volviendo la espalda a la forja y hablando con un tono misterioso- ¡te he traído mi dólar!
– ¡Ay, no se me ocurriría cogérselo, señorito George, de ninguna manera! -dijo el tío Tom, bastante emocionado.
– ¡Pero lo tienes que coger! -dijo George-. Mira, le dije a la tía Chloe que iba a hacerlo, y ella me aconsejó que hiciera un agujero en medio y pasara un cordel para que te lo puedas colgar al cuello y mantenerlo oculto; si no, este sinvergüenza te lo quitaría. Oye, Tom, quiero darle una paliza, ¡me vendría bien!
– ¡No lo haga, señorito George, porque a mí no me vendría bien!
– Pues entonces no lo hago, por ti -dijo George, ocupado en atar su dólar alrededor del cuello de Tom-. Pero abróchate la chaqueta para taparlo, y guárdalo y acuérdate, cada vez que lo mires, de que yo iré a buscarte para traerte de vuelta. La tía Chloe y yo hemos hablado de ello. Le he dicho que no tema, que yo me ocuparé y no dejaré en paz a mi padre hasta que acceda.
– Ay, señorito George, no debe hablar así de su padre.
– Por Dios, Tom, no lo hago con mala intención.
– Y ahora, señorito George, debe portarse bien; acuérdese de cuánta gente confía en usted. Quédese siempre cerca de su madre. No se le ocurra adoptar esas costumbres tontas de los muchachos de hacerse demasiado mayores para cuidar de sus madres. ¿Sabe qué, señorito George? El Señor da muchas cosas buenas dos veces, pero sólo nos da la madre una vez. Nunca verá usted otra mujer igual, señorito George, aunque viva cien años. Así que aférrese a ella y crezca para ser su consuelo, como un buen chico. Lo hará, ¿verdad?
– Sí, lo haré, tío Tom -dijo George, muy serio.
– Y cuidado con su forma de hablar, señorito George. A su edad, la naturaleza vuelve testarudos a los jóvenes algunas veces. Pero los verdaderos caballeros, como espero que usted vaya a ser, nunca utilizan palabras que no sean respetuosas con sus padres. ¿No se ofenderá, señorito George?
– Desde luego que no, Tom. Siempre me has dado buenos consejos.
– Soy mayor que usted, ¿sabe? -dijo Tom, pasando su mano grande y fuerte por los finos rizos, hablando con una voz tan tierna como la de una mujer- y veo todas las cosas que tiene usted dentro. Ay, señorito George, lo tiene usted todo: educación, privilegios, sabe leer y escribir, y será un hombre instruido y bueno y estarán orgullosos de usted su madre y su padre y toda la gente de la finca. Sea usted buen amo, como su padre; y cristiano, como su madre. Acuérdese del Creador en sus años mozos, señorito George.
– Seré bueno de verdad, tío Tom, te lo prometo -dijo George-. Voy a ser de primera, no te preocupes. Y haré que vuelvas a casa. Como he dicho a la tía Chloe esta mañana, volveré a hacer nuestra casa con un salón con su alfombra para ti, cuando sea mayor. ¡Aún tienes que pasar buenos ratos!
Haley salió a la puerta con las esposas en la mano.
– Oiga usted, señor -dijo George, apeándose con un aire muy superior-, haré saber a mi padre y mi madre cómo trata usted al tío Tom.
– Hazlo -dijo el tratante.
– ¿No le da vergüenza pasar la vida comprando a hombres y mujeres y encadenándoles, como si fueran ganado? Supongo que se sentirá mezquino -dijo George.
– Siempre que la gente importante como vosotros queráis comprarlos, soy tan bueno como vosotros -dijo Haley-; no es más mezquino comprarlos que venderlos.
– No haré ninguna de las dos cosas, cuando sea hombre -dijo George-. Me siento avergonzado hoy de ser de Kentucky. Antes siempre me sentía orgulloso de ello y George se sentó muy erguido en su caballo y miró a su alrededor como si esperase que el estado quedara impresionado por su opinión.
– Bien, adiós, tío Tom; aguanta el tipo -dijo George.
– Adiós, señorito George -dijo Tom, mirándolo con afecto y admiración-. ¡Que Dios Todopoderoso le bendiga! ¡Ay, no hay muchos como usted en Kentucky! -dijo con el corazón rebosante, mientras iba perdiendo de vista la cara juvenil e ingenua. Desapareció bajo la mirada de Tom y se desvaneció también el chacoloteo del caballo, el último sonido y la última visión de su hogar. Pero le parecía tener un lugar cálido encima del corazón, allí donde las manos juveniles habían puesto ese precioso dólar. Tom levantó la mano y lo apretó contra su pecho.
– Pues, te diré, Tom -dijo Haley, acercándose al carro y tirando dentro las esposas- voy a ser franco contigo, como lo soy con todos mis negros, y te diré, para empezar, tú me tratas bien y yo te trataré bien a ti; nunca soy duro con mis negros. Hago por ellos lo mejor que puedo. Así que más vale que te pongas cómodo y no intentes ninguno de tus trucos, porque conozco todos los trucos de los negros y no tienes nada que hacer. Si los negros se quedan quietos y no quieren escapar, lo pasan bien conmigo. Si no, entonces es culpa suya y no mía.
Tom le aseguró a Haley que no tenía ninguna intención de escaparse en ese momento. De hecho, parecía una advertencia algo superflua para un hombre que llevaba un gran par de grilletes de hierro en los pies. Pero el señor Haley acostumbraba a iniciar sus relaciones con su mercancía con pequeñas recomendaciones de este estilo, calculadas, creía, a inspirar confianza y buen humor y a evitar la necesidad de escenas desagradables.
Y aquí nos despedimos, de momento, de Tom, para seguir la fortuna de otros personajes de nuestra historia.