Por alguna extraña razón, en esta época las leyendas de fantasmas estaban muy en boga entre los criados de la hacienda de Legree.
Afirmaban en voz baja que a altas horas de la noche habían oído pasos bajar la escalera de la buhardilla y rondar la casa. Había sido en vano cerrar con llave las puertas de paso a la escalera; o el fantasma llevaba en el bolsillo una copia de la llave o se valía del inmemorial privilegio de los fantasmas de pasar por el ojo de la cerradura, y se paseaba, igual que antes, con una desenvoltura inquietante.
Las autoridades en la materia no se ponían de acuerdo en cuanto a la apariencia externa del fantasma, debido a una costumbre bastante común entre los negros -y, que nosotros sepamos, entre los blancos también- de cerrar invariablemente los ojos en estas ocasiones y cubrirse las cabezas con mantas, enaguas o lo que tuvieran a mano para protegerse. Por supuesto, como sabe todo el mundo, cuando los ojos del cuerpo no entran en liza, los ojos del espíritu adquieren mayor perspicacia y vivacidad; por lo tanto, había infinidad de retratos de cuerpo entero del fantasma, con abundancia de testimonios y juramentos que, como ocurre a menudo con los retratos, no se parecían nada entre sí excepto en la característica común a toda la familia de fantasmas: vestía una sábana blanca. Las pobres criaturas no estaban versadas en la historia antigua y no sabían que Shakespeare había autenticado esta vestimenta al decir:
«Los muertos envueltos en sábanas
chillaban y farfullaban en las calles de Roma»
Y, por lo tanto, el que todos coincidieran en este punto es un fenómeno extraordinario de la parapsicología, sobre el que llamamos la atención de todos los expertos en espiritismo.
Sea como fuere, tenemos motivos personales para saber que es verdad que una figura alta envuelta en una sábana blanca se paseaba, a las horas más típicamente fantasmales, por la casa de Legree; atravesaba puertas, se deslizaba alrededor de la casa, desaparecía a ratos y volvía a aparecer, subía por la silenciosa escalera y entraba en la infausta buhardilla; y que, por la mañana, todas las puertas estaban cerradas con llave como siempre.
A Legree no se le escapaban estas murmuraciones; y el hecho de que quisieran ocultárselo sólo aumentaba su nerviosismo. Bebía más brandy que de costumbre; mantenía la cabeza más alta y blasfemaba más fuerte que nunca durante el día; pero tenía pesadillas y las visiones que rondaban por su cabeza en la cama distaban mucho de ser agradables. La noche después de que se llevaran el cuerpo de Tom, se fue cabalgando al pueblo vecino de parranda, y se corrió una gran juerga. Regresó a casa cansado, pues era muy tarde; echó la llave a su puerta y se la guardó antes de acostarse.
Después de todo y por mucho que intente acallarla, un alma humana es una posesión terriblemente fantasmal e inquietante para un hombre malvado. ¿Quién conoce su ámbito y sus confines? ¿.Quién conoce toda su espantosa incertidumbre, los estremecimientos y escalofríos que no puede reprimir, como tampoco puede sobrevivir a su propia eternidad? ¡Que insensato es aquél que se encierra para mantener fuera los espíritus, cuando tiene en el propio pecho un espíritu al que no se atreve a enfrentarse, cuya voz, ahogada bajo montones de futilidad mundanal, emite una advertencia como la trompeta del juicio final!
Pero Legree cerró su puerta con llave y apoyó una silla contra ella, puso una lámpara encendida en la cabecera de la cama, y colocó las pistolas allí. Examinó los cierres y pasado res de las ventanas, luego juró que «no le importaba el diablo con todos sus ángeles» y se durmió.
Sí, se durmió, pues estaba cansado; durmió profundamente. Pero finalmente apareció una sombra en su sueño, un espanto, la aprensión de algo terrible que pendía sobre él. Era la mortaja de su madre, pensó; pero la sujetaba Cassy, la levantaba para mostrársela. Oyó un ruido confuso de gritos y gemidos; así y todo, sabía que dormía, e intentó despertarse. Estaba medio despierto. Estaba seguro de que algo entraba en su habitación. Sabía que se abría la puerta, pero no podía mover ni las manos ni los pies. Por fin se volvió, sobresaltado. ¡La puerta estaba abierta y vio cómo una mano apagaba la luz!
Era una noche brumosa y nublada, iluminada a ratos por la luna y ¡allí estaba! Algo blanco se deslizaba dentro de la habitación. Oyó el suave crujido de su vestimenta fantasmal. Se paró junto a su cama; una mano fría tocó la suya; una voz dijo tres veces con un susurro quedo y espantoso: «¡Ven, ven, ven!» Y mientras él sudaba, paralizado de terror, de repente, sin saber cuándo ni cómo, la cosa desapareció. Saltó de la cama y forcejeó con la puerta. Estaba cerrada con llave. El hombre cayó desmayado al suelo.
Después de esto, Legree empezó a beber aun más que antes. Ya no bebía con cautela y prudencia, sino incauta y temerariamente.
Poco tiempo después, se difundió por los alrededores la noticia de que estaba enfermo y se moría. Los excesos habían atraído aquella terrible enfermedad que parece reflejar en la vida actual las sombras espantosas del castigo futuro. Nadie soportaba los horrores de su cuarto de enfermo, donde deliraba y gritaba y hablaba de visiones que casi helaban la sangre de los que lo escuchaban; y junto a su lecho de muerte se erguía una rígida figura blanca e inexorable, que decía: «¡Ven, ven, ven!»
Por una rara coincidencia, a la mañana siguiente a la noche en que esa visión se le apareció a Legree, se encontró abierta la puerta principal de la casa, y algunos de los negros habían visto dos figuras blancas deslizarse por la avenida hacia la carretera.
Estaba a punto de amanecer cuando Cassy y Emmeline hicieron una breve pausa en una arboleda cercana al pueblo. Cassy iba vestida a la manera de las damas criollas españolas: completamente de negro. Llevaba un pequeño sombrero negro en la cabeza, con un velo de tupidos bordados que ocultaban su rostro. Habían acordado que, para la fuga, ella representaría el personaje de una dama criolla y Emmeline el de su criada.
Educada desde pequeña en la más exquisita sociedad, el lenguaje, los movimientos y el porte de Cassy favorecían esta impresión, y le quedaban bastantes prendas y algunas joyas de su otrora espléndido vestuario para poder desempeñar su papel con ventaja.
Se detuvo en las afueras del pueblo en un sitio que había visto que vendían baúles, compró uno bien hermoso y pidió al vendedor que se lo mandara transportar. De esta forma, escoltada por un muchacho que llevaba el baúl sobre un carro y por Emmeline, que iba detrás llevando su bolsa de mano y varios paquetes, se presentó en la pequeña taberna del lugar como una señora importante.
La primera persona que le llamó la atención después de su llegada fue George Shelby, que se alojaba allí en espera del próximo barco.
Cassy había visto al joven desde su agujero en la buhardilla, y le había visto llevarse el cadáver de Tom y había observado, con secreto júbilo, su enfrentamiento con Legree. Posteriormente había colegido, de las conversaciones que había escuchado entre los negros mientras se deslizaba por su casa disfrazada de fantasma después del anochecer, quién era y qué relación tenía con Tom. Por lo tanto experimentó un acceso inmediato de confianza cuando se enteró de que él, al igual que ella, esperaba el siguiente barco.
El aire y los modales de Cassy, su porte y su patente familiaridad con el dinero evitaron que despertase sospechas en el hotel. Las personas nunca cuestionan demasiado a los que cumplen con el cometido principal de pagar bien, algo que Cassy había tenido en cuenta a la hora de proveerse de dinero.
Al filo de la tarde se oyó acercarse un barco, y George Shelby ayudó a Cassy a subir a bordo con la cortesía innata de todos los habitantes de Kentucky, y se esforzó en procurarle un buen camarote.
Cassy se quedó en su camarote en la cama, pretextando una enfermedad, durante todo el tiempo que pasaron en el río Rojo. Su criada la atendía con una dedicación servicial.
Cuando llegaron al río Misisipí, George, que se había enterado de que la dama desconocida se dirigía al norte como él, le propuso pedirle un camarote en el mismo barco, compadeciéndose amablemente de su mala salud y deseoso de hacer lo que pudiera por ayudarla.
Miremos, por lo tanto, a todos los miembros del grupo trasladados sanos y salvos al barco de vapor Cincinnati, dirigiéndose río arriba a toda velocidad.
La salud de Cassy estaba mucho mejor. Se sentaba en cubierta, acudía al comedor y se comentaba en el barco que había debido de ser muy guapa de joven.
Desde el primer momento en que le vislumbró la cara, a George le rondaba uno de esos parecidos fugaces e indefinidos que todos hemos experimentado y que a veces nos atormentan. No podía quitarle los ojos de encima; la miraba sin cesar. Ella, en la mesa o sentada en la puerta de su camarote, encontraba los ojos del joven siempre fijos en ella; pero él los apartaba con educación al percatarse de que a ella le molestaba su observación.
Cassy comenzó a inquietarse. Empezaba a creer que él sospechaba algo, y finalmente decidió encomendarse por completo a su generosidad y confiarle toda su historia.
George estaba dispuesto a compadecerse de corazón de cualquiera que se hubiera escapado de la plantación de Legree, un lugar del que no podía hablar y que no podía recordar sin perder la paciencia, y, con la osada despreocupación por las consecuencias característica de su edad y posición, le aseguró que haría todo lo que estaba en su mano por protegerlas y ayudarlas.
El camarote contiguo al de Cassy estaba ocupado por una dama francesa que se apellidaba de Thoux, que viajaba acompañada de su bonita hija de unos doce años de edad.
Habiendo deducido por la conversación de George que era de Kentucky, parecía deseosa de hacer amistad con él; para este propósito, las gracias de su hija la ayudaban mucho, pues era un juguete tan divertido como jamás hubiese aliviado el aburrimiento de quince días de viaje en un barco de vapor.
La silla de George estaba a menudo en la puerta de su camarote, y Cassy oía su conversación desde donde se hallaba sentada en la cubierta.
Madame de Thoux hacía unas preguntas muy prolijas sobre Kentucky, donde había vivido en una época anterior de su vida. George descubrió con sorpresa que su antigua residencia debía de estar en su propio vecindario, pues sus indagaciones demostraban tener un conocimiento de personas y cosas de su zona que le resultaba muy sorprendente.
– ¿Conoce usted -preguntó Madame de Thoux un día a algún hombre de su contorno que se llame Harris?
– Un anciano con ese nombre vive no muy lejos de la casa de mi padre -dijo George-. Sin embargo, no le hemos tratado mucho.
– Posee muchos esclavos, según creo -dijo Madame de Thoux con un aire que parecía revelar más interés del que estuviera dispuesta a demostrar abiertamente.
– Es verdad -dijo George, con aspecto bastante sorprendido por su forma de actuar.
– ¿Y ha oído hablar… quizás haya oído hablar de un mulato que tenía, que se llamaba George?
– Desde luego: George Harris; lo conozco bien. Se casó con una criada de mi madre, pero se ha escapado al Canadá. -¿De veras? -dijo rápidamente Madame de Thoux-. ¡Gracias a Dios!
George puso cara de sorpresa, pero no dijo nada. Madame de Thoux apoyó la cabeza en la mano y rompió a llorar.
– ¡Es mi hermano! -dijo.
– ¡Señora! -dijo George con un tono de gran sorpresa.
– Sí -dijo Madame de Thoux, levantando orgullosa la cabeza y enjugándose las lágrimas-, señor Shelby, ¡George Harris es mi hermano!
– ¡Estoy totalmente atónito! -dijo George, empujando su silla hacia atrás un poco y mirando a Madame de Thoux.
– A mí me vendieron en el sur cuando él era niño -dijo ella-. Me compró un hombre bueno y generoso. Me llevó con él a las Antillas, me liberó y se casó conmigo. Hace poco se ha muerto, y me dirijo a Kentucky a ver si encuentro a mi hermano y lo redimo.
– Le he oído hablar de una hermana llamada Emily, que fue vendida en el sur -dijo George.
– Desde luego: soy yo -dijo Madame de Thoux-, dígame, ¿qué clase de…?
– Un joven estupendo -dijo George-, a pesar de la maldición de la esclavitud que arrastraba. Tenía un carácter de primera, tanto por su inteligencia como por sus principios. Yo lo sé bien, ¿.comprende usted?, porque se casó con una de mi familia.
– ¿Qué clase de joven? -preguntó con interés Madame de Thoux.
– Un tesoro -dijo George-; una muchacha bella, inteligente y amable. Muy piadosa. Mi madre la crió y la educó con tanto esmero, casi, como si fuera su propia hija. Sabía leer y escribir, bordar y coser maravillosamente, y cantaba muy bien.
– ¿Nació en casa de ustedes? -preguntó Madame de Thoux.
– No. Mi padre la compró en uno de sus viajes a Nueva Orleáns y la trajo de regalo para mi madre. Tenía unos ocho o nueve años entonces. Mi padre nunca quiso decir a mi madre lo que pagó por ella, pero el otro día, mientras revisábamos viejos papeles suyos, encontramos el contrato de venta. Pagó una suma exorbitante, desde luego, supongo que por su belleza extraordinaria.
George estaba sentado de espaldas a Cassy y no vio la expresión absorta de su rostro mientras contaba estos detalles.
En este punto de su historia, le tocó el brazo y, con la cara pálida de ansiedad, le preguntó:
– ¿Sabe el nombre de la persona a quien se la compró?
– Un hombre llamado Simmons, creo, era el autor de la transacción. Por lo menos, creo que ése era el nombre que figuraba en el contrato.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo Cassy y cayó desmayada al suelo de la cubierta.
Ahora George puso manos a la obra, y Madame de Thoux también. Aunque ninguno de los dos podía adivinar la causa del desmayo de Cassy, hicieron todo el alboroto propio de tales ocasiones: George volcó una jarra de agua y rompió dos vasos en su afán por socorrerla y varias señoras del salón, al enterarse de que alguien se había desmayado, se agolparon en la puerta del camarote, bloqueando en lo posible todo el aire, de modo que, en conjunto, se hizo todo lo que se podía esperar.
¡Pobre Cassy! Cuando recuperó el conocimiento, volvió la cara hacia la pared y lloró y sollozó como una niña; quizás tú, madre, puedes figurarte lo que pensaba, o quizás no puedas. Pero en ese momento, ella estaba segura de que Dios se había apiadado de ella y de que volvería a ver a su hija, como ocurrió, meses más tarde, cuando… pero nos adelantamos a los hechos.