CAPÍTULO XLVI

EMMELINE Y CASSY

Cassy entró en la habitación y encontró a Emmeline sentada, pálida de miedo, en el rincón más apartado. Cuando entró, la muchacha se sobresalto con nerviosismo; pero, al ver quién era, se abalanzó sobre ella y la cogió del brazo, diciendo:

– Oh, Cassy, eres tú. ¡Me alegro tanto de que hayas venido! Tenía miedo de que fuese… ¡Ay, no sabes qué ruidos más horribles ha habido toda la noche allí abajo!

– Ya puedo saberlo -dijo Cassy secamente-. Lo he oído bastantes veces.

– Oh, Cassy, dime, ¿no podremos escaparnos de este lugar? ¡No me importa adónde… a los pantanos entre serpientes, a cualquier sitio! ¿No podemos escapamos a algún sitio lejos de aquí?

– A ninguno excepto a nuestras tumbas -dijo Cassy.

– ¿Lo has intentado alguna vez?

– He visto intentarlo bastantes veces, y he visto cómo acaba -dijo Cassy.

Yo estaría dispuesta a vivir en los pantanos y roer la corteza de los árboles. ¡No me dan miedo las serpientes! ¡Prefiero tener a una serpiente cerca que a él! -dijo Emmeline con vehemencia.

– Aquí ha habido muchas personas de la misma opinión que tú -dijo Cassy-; pero no podrías quedarte en los pantanos: te perseguirían los perros y te traerían de vuelta, y entonces… entonces…

– ¿Qué haría? -preguntó la muchacha, mirándole la cara y conteniendo el aliento.

– ¡Qué es lo que no haría, deberías preguntar! -dijo Cassy-. Aprendió bien su oficio entre los piratas de las Antillas. No dormirías mucho si yo te contara las cosas que he visto, las cosas que cuenta a veces, como broma. He oído gritos aquí que no he podido quitarme de la cabeza durante semanas y semanas. Hay un sitio allá abajo, cerca de los barracones, donde se ve un árbol negro y destrozado y todo el suelo cubierto de cenizas negras. Pregunta a cualquiera qué ocurrió allí, a ver si se atreven a contártelo.

– ¡Oh! ¿Qué quieres decir?

– No te lo diré. No soporto pensarlo. Y ya te digo, sólo el Señor sabe lo que veremos mañana, si ese pobre sigue como ha empezado.

– ¡Es horrible! -dijo Emmeline, cuyo rostro se quedó exangüe al oírlo-. ¡Oh Cassy, dime lo que he de hacer!

– Lo que he hecho yo. Lo mejor que puedas… haz lo que debas, y compénsalo odiando y maldiciéndolo.

– Pretendía que bebiera un poco de su asqueroso brandy dijo Emmeline- y lo odio tanto…

– Más te valdría beberlo -dijo Cassy-. Yo también lo odiaba, y ahora no sé vivir sin él. Una debe tener algo; las cosas no parecen tan terribles cuando tomas eso.

– Mi madre me decía que no tomara nada parecido -dijo Emmeline.

– ¡Te lo decía tu madre!-dijo Cassy, poniendo amargo y conmovedor énfasis en la palabra «madre»-. ¿De qué sirve que las madres nos digan nada? A todos nos venden y pagan por nosotros con dinero, y nuestras almas pertenecen al que nos compra. Así son las cosas. Conque yo te digo que bebas brandy; bebe todo lo que puedas, y te hará más fáciles las cosas.

– ¡Ay, Cassy, compadécete de mí!

– ¡Compadecerme de ti! ¿Acaso no te compadezco? ¿No tengo una hija… Dios sabe dónde está y de quién es ahora… que irá por el mismo camino que fue su madre antes que ella, supongo, y por el que irán sus hijas después? ¡No acabará la maldición, jamás!

– ¡Ojalá no hubiera nacido! -dijo Emmeline, retorciéndose las manos.

– Ése es un viejo deseo mío -dijo Cassy-. Ya me he acostumbrado a desear eso. Me moriría si me atreviese -dijo, mirando afuera a la oscuridad con la expresión de tranquila desesperación que era la habitual de su cara en reposo.

– Sería malvado matarse -dijo Emmeline.

– No sé por qué; no más malvado que las cosas que vemos y hacemos día tras día. Pero las hermanas me contaban cosas, cuando estuve en el convento, que me hacen temer la muerte. Si fuera el final de todo, pues entonces…

Emmeline se dio la vuelta y escondió el rostro entre las manos.

Mientras tenía lugar esta conversación en el dormitorio, Legree, vencido por la parranda, se había quedado dormido abajo en el salón. Legree no era un borracho habitual. Su burda y fuerte naturaleza ansiaba y aguantaba un estímulo constante, que habría destrozado y enloquecido completamente una naturaleza más delicada. Pero un espíritu profundamente arraigado de prudencia impedía que sucumbiese a menudo a sus ansias de beber tanto como para perder el control de sí mismo.

Esta noche, sin embargo, en los esfuerzos febriles por desterrar de su mente aquellos temidos elementos de pena y remordimiento que se habían despertado en su interior, se había abandonado más de lo habitual, de manera que, cuando despidió a sus negros asistentes, cayó pesadamente sobre un sofá del salón y se quedó profundamente dormido.

¡Ay! ¿.Cómo se atreve el alma malvada a entrar en el tenebroso mundo de los sueños? ¿En esa tierra cuyos oscuros confines están tan temiblemente cerca de la mística escena de la retribución? Legree soñaba. En su sueño pesado y febril, una figura envuelta en velos se erguía a su lado y le puso la fría y suave mano encima. Le pareció saber quién era y se estremeció con un horror creciente, aunque la cara estaba oculta. Entonces le pareció sentir aquel mechón enroscarse en sus dedos, y después deslizarse alrededor de su cuello y tensarse cada vez más hasta no permitirle respirar; y después creyó que unas voces le susurraban palabras que le helaban de espanto. Luego le pareció que estaba en el borde de un abismo terrible, sujetándose y luchando con un terror mortal, mientras oscuras manos se extendían para llevarlo abajo; y Cassy se le acercó por detrás, riéndose, y lo empujó. Y después se irguió la solemne figura tapada y levantó el velo. Era su madre; y le volvió la espalda y él se cayó abajo, abajo, entre un confuso ruido de chillidos y gemidos y carcajadas demoníacas… y Legree despertó.

La luz rosácea de la aurora se filtraba dentro de la habitación. La estrella matutina miraba al hombre pecador con su solemne ojo sagrado desde el cielo del amanecer. ¡Ay, con qué frescura, con qué solemnidad y belleza, nace cada nuevo día!, como si dijera al hombre insensato «¡Mira, tienes otra oportunidad! ¡Lucha por conseguir la gloria inmortal!». No hay palabras ni lenguaje donde no se oiga esta voz, pero el hombre vil y malvado no la oyó. Se despertó con un juramento y una blasfemia. ¿Qué le importaba a él el oro y la púrpura, el milagro cotidiano del amanecer? ¿Qué le importaba a él la santidad de la estrella elegida por el Hijo de Dios como su propio emblema? Como una bestia, veía sin percibir; adelantándose a trompicones, se sirvió un vaso de brandy y se bebió la mitad de un trago.

– ¡He pasado una noche del infierno! -le dijo a Cassy, que entraba en ese momento por una puerta que estaba enfrente.

– ¡Pasarás muchas noches de ésas, dentro de poco! -dijo ella secamente.

– ¿Qué quieres decir, zorra?

– Ya te enterarás un día de éstos -replicó Cassy con el mismo tono-. Bien, Simon, tengo un consejo que darte.

– ¡No me digas!

– Mi consejo es -dijo Cassy serenamente, mientras arreglaba unas cosas de la habitación- que dejes en paz a Tom.

– ¿Y por qué te importa a ti?

– ¿Que por qué me importa? Desde luego, no se me ocurre el porqué. Si tú quieres pagar mil doscientos por un tipo y dejarlo inservible en plena temporada, sólo por despecho, no es asunto mío; yo he hecho lo que he podido por él.

– ¿Ah, sí? ¿Y con qué derecho te entrometes en mis asuntos?

– Con ninguno, desde luego. Te he ahorrado varios miles de dólares en diferentes momentos, cuidando de tus braceros, y así me lo agradeces. Si tu cosecha da menos que la de alguno de tus compinches, ¿no perderás tu apuesta, acaso? Supongo que Tompkins no se relamerá, y que tú pagarás tu deuda como una dama, ¿eh? ¡Ya te imagino yo!

Como otros muchos plantadores, Legree tenía sólo una ambición: conseguir la mejor cosecha de la temporada; y tenía varias apuestas pendientes en el pueblo cercano sobre ese mismo año. Por eso Cassy, con su tacto femenino, tocaba la única fibra que sabía hacer vibrar en él.

– Bien, lo dejaré estar con lo que se ha llevado -dijo Legree-, pero tendrá que pedirme perdón y prometer portarse mejor.

– No lo hará -dijo Cassy.

– ¿Que no?

– No lo hará -dijo Cassy.

– Quisiera saber por qué, señorita preguntó Legree con absoluto desdén.

– Porque se ha portado correctamente y él lo sabe y no va a decir que se ha portado mal.

– ¿Y a quién diablos le importa lo que él sepa? Ese negro dirá lo que yo quiero o…

– O perderás tu apuesta sobre la cosecha de algodón, manteniéndolo alejado del campo en el momento de más trabajo.

– Pero tendrá que someterse, ya lo creo; ¿no sé yo cómo son los negros? Suplicará como un perro esta mañana.

– No lo hará, Simon. No conoces a este tipo de negro. Puedes dejarlo casi muerto, pero no le sacarás n una palabra de confesión.

– Ya lo veremos. ¿Dónde está? -preguntó Legree, saliendo.

– En el trastero de la sala de máquinas -dijo Cassy.

A pesar de haber hablado con Cassy con tanto coraje, Legree salió de la casa con un punto de recelo poco habitual en él. Los sueños de la noche pasada mezclados con los consejos prudenciales de Cassy habían hecho mella en su ánimo. Decidió que no habría testigos de su entrevista con Tom y que, si no podía someterlo a la fuerza, dejaría pendiente su venganza para un momento más propicio.

La sublime luz del amanecer, la gloria angelical de la estrella matutina, se asomaba a la burda ventana del cobertizo donde yacía Tom, y, como si bajasen sobre ese haz de luz, llegaron las solemnes palabras: «Soy la raíz y la progenie de David, la brillante estrella de la mañana.» Las misteriosas advertencias e insinuaciones de Cassy, lejos de desanimarle, habían despertado su alma como una llamada del cielo. No sabía si nacía con el alba el día de su muerte; su corazón latía en una angustia de regocijo y anhelo mientras pensaba en el maravilloso todo que había imaginado tantas veces: el gran trono blanco con su arco iris siempre resplandeciente, la multitud vestida de blanco, con voces sonoras como el agua, las coronas, las palmas, las arpas; todo podría presentarse ante sus ojos antes de que el sol volviera a ponerse. Por lo tanto, oyó sin estremecerse ni temblar la voz de su perseguidor, que se le acercaba.

– Bien, muchacho -dijo Legree con una patada de desprecio-, ¿cómo te encuentras? ¿No te dije yo que ibas a aprender un par de cosas? ¿Te gusta, eh? ¿Cómo te ha sentado la paliza, Tom? No estás tan ufano como anoche. Ahora no estás para sermonear a un pobre pecador, ¿eh?

Tom no respondió.

– ¡Levántate, bestia! -dijo Legree, asestándole otra patada.

Ésta era una operación difícil para alguien tan magullado y débil, y Legree se rió brutalmente al ver los esfuerzos de Tom por hacerlo.

– ¿Qué es lo que te hace tan ágil esta mañana, Tom? ¿Te enfiaste anoche, acaso?

Ahora Tom se había puesto de pie y se enfrentaba a su amo con un semblante firme e impasible.

– ¡Aún puedes erguirte, maldita sea! -dijo Legree, mirándolo de arriba a abajo-. Creo que todavía no has tenido bastante. Ahora, Tom, ponte de rodillas y pídeme perdón por tus jugarretas de anoche.

Tom no se movió.

– ¡Abajo, perro! -dijo Legree, golpeándolo con su fusta.

– Amo Legree -dijo Tom-, no puedo hacerlo. Sólo hice lo que me parecía correcto. Haré lo mismo si se presenta la ocasión. Nunca cometeré un acto de crueldad, pase lo que pase.

– Sí, pero no sabes qué es lo que puede pasar, señorito Tom. Crees que tienes algo. Yo te digo que no es nada, absolutamente nada. ¿Cómo te gustaría que te ataran a un árbol y encendieran un fuego lento a tu alrededor? Sería agradable, ¿eh, Tom?

– Amo -dijo Tom-, sé que puede usted hacer cosas terribles; pero… -se irguió y juntó las manos-, pero, después de que me haya matado el cuerpo, no hay nada más que pueda hacer. Y, ¡ay!, después de eso, ¡viene toda la ETERNIDAD!

«ETERNIDAD»: la palabra resonó en el alma del hombre negro con luz y fuerza mientras hablaba; también resonó en el alma del pecador, como la mordedura de un escorpión.

Legree rechinó los dientes pero la furia le impedía hablar; y Tom habló con voz clara y alegre, como un hombre liberado:

– Amo Legree, como usted me ha comprado, seré un sirviente bueno y leal para usted. Le daré todo el trabajo de mis manos, todo mi tiempo, toda mi fuerza; pero no daré el alma a ningún hombre mortal. Me aferraré al Señor y antepondré sus mandamiento a todo lo demás, viva o muera, puede usted creérselo. Amo Legree, no tengo ni pizca de miedo a morir. Puede usted azotarme, matarme de hambre, quemarme; sólo conseguirá que llegue antes adonde quiero ir.

– ¡Yo haré que te rindas, antes de acabar contigo! -dijo Legree furioso.

– Tendré ayuda -dijo Tom-; no podrá hacerlo.

– ¿Quién demonios te va a ayudar a ti? preguntó Legree con desprecio.

– El Señor Todopoderoso -dijo Tom.

– ¡Maldito seas! -dijo Legree y derribó a Tom con un golpe de su puño.

Una mano fría y suave se posó sobre la de Legree en ese momento. Éste se volvió; era la de Cassy; pero el tacto frío y suave le recordó el sueño de la noche pasada y todas las imágenes de sus vigilias acudieron a los recovecos de su cerebro con una porción del horror que solía acompañarlas. --Quieres ser tonto? -preguntó Cassy en francés-. ¡Deja que se vaya! Deja que yo lo ponga en condiciones de nuevo para trabajar en el campo. ¿No tenía razón en lo que te decía?

Dicen que el caimán y el rinoceronte, a pesar de estar cubiertos de una armadura a prueba de balas, tienen un punto vulnerable, y que los depravados fieros y descreídos tienen en común con ellos este punto de terror supersticioso.

Legree se giró, decidido a dejar pasar el asunto de momento.

– Bien, haremos lo que tú quieres -dijo tercamente a Cassy-. ¡Escúchame, tú! -le dijo a Tom-; no te ajustaré las cuentas ahora porque los negocios apremian y necesito a todos mis braceros; pero yo nunca olvido. ¡Lo apuntaré en tu cuenta y en algún momento te lo haré pagar en tu negro pellejo, no lo olvides!

Legree se volvió y se marchó.

– ¡Vete de aquí! -dijo Cassy siguiéndolo con mirada torva-. ¡Ya te llegará el momento de rendir cuentas!… Pobre amigo, ¿cómo te encuentras?

– El Señor Dios ha mandado a un ángel y ha cerrado la boca del león de momento -dijo Tom.

– De momento, desde luego -dijo Cassy-, pero ahora te odia y su malquerencia te seguirá día y noche, como un perro colgado de tu cuello y chupándote la sangre, quitándote la vida gota a gota. Lo conozco.

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