Por estas fechas, el hermano de St. Clare, Alfred, fue con su hijo mayor, un muchacho de doce años, a pasar un día o dos en el lago con la familia.
No había visión más hermosa y singular que la de estos dos hermanos gemelos. La naturaleza, en vez de establecer semejanzas entre ellos, los había creado opuestos en todos los aspectos; sin embargo, un lazo misterioso parecía unirlos en una amistad más estrecha de lo habitual.
Solían pasear cogidos del brazo por todos los caminos y veredas del jardín. Augustine, con sus ojos azules y su cabello dorado, su cuerpo etéreo y flexible y sus facciones vivaces, y Alfred, de ojos oscuros, con su arrogante perfil romano, unas extremidades bien moldeadas y un porte decidido. Cada uno se burlaba siempre de las opiniones y las costumbres del otro y sin embargo cada uno disfrutaba muchísimo de la compañía del otro; de hecho, parecía que el desacuerdo mismo los unía más, como la atracción que existe entre los dos polos opuestos del imán.
Henrique, el hijo mayor de Alfred, era un muchacho noble y principesco de ojos oscuros, lleno de viveza y ánimo; y desde el momento en que los presentaron, demostró una fascinación absoluta por el donaire espiritual de su prima Evangeline.
Eva tenía un potro favorito de una blancura nívea. Era suave como la seda y tan apacible como su pequeña ama; Tom llevó este potrillo al porche trasero y un muchacho mulato de unos trece años llevó un pequeño árabe negro, que acababan de importar, por un precio muy alto, para Henrique.
– ¿Qué pasa, Dodo, perro perezoso? No has cepillado mi caballo esta mañana.
– Sí, señorito -dijo Dodo dócilmente-. Se ha ensuciado después.
– ¡Bribón, cállate la boca! -dijo Henrique, alzando con violencia su fusta-. ¿Cómo te atreves a contestarme?
El muchacho era un guapo mulato del mismo tamaño que Henrique, y su cabello se rizaba en torno a una frente alta y arrogante. Tenía sangre blanca en las venas, como podía deducirse del rubor de sus mejillas y el centelleo de sus ojos, cuando empezó a hablar con énfasis:
– Señorito Henrique… -comenzó.
Henrique le golpeó en pleno rostro con la fusta y, cogiéndolo por uno de los brazos, le obligó a ponerse de rodillas y le pegó hasta quedarse sin aliento.
– ¡Toma, perro desobediente! ¡A ver si así aprendes a no contestar cuando te hablo! ¡Llévate el caballo de vuelta y límpialo bien! ¡Ya te enseñaré yo cuál es tu puesto!
Joven amo -dijo Tom- me imagino que lo que iba a decir es que el caballo ha rodado por el suelo cuando lo traía aquí desde el establo, pues es muy brioso; así se ha ensuciado; yo he visto cómo lo ha cepillado.
– ¡Tú, cállate hasta que te pidan que hables! -dijo Henrique, dándole la espalda y subiendo las escaleras para hablar con Eva, que estaba vestida con su ropa de montar.
– Querida prima, siento que este tonto te haya hecho esperar -dijo-. Sentémonos aquí sobre este banco hasta que vuelvan. ¿Qué ocurre, prima? Estás muy seria.
– ¿Cómo has podido ser tan cruel y malvado con el pobre Dodo? -preguntó Eva.
– ¡Cruel y malvado! -dijo el muchacho, con una sorpresa no fingida-. ¿A qué te refieres, querida Eva?
– No quiero que me llames querida Eva si te portas así -dijo Eva.
– Querida prima, tú no conoces a Dodo; es la única forma de tratarlo, está tan lleno de mentiras y excusas. La única forma es bajarle los humos enseguida, no dejarle que abra la boca; así se las arregla papá.
– Pero el tío Tom ha dicho que era un accidente y nunca dice nada que no sea verdad.
– ¡Pues entonces es un negro muy raro! -dijo Henrique-. Dodo miente tanto como habla.
– Le asustas tanto que te engañará si lo tratas así.
– Vaya Eva, le has cogido tanto cariño a Dodo que voy a tener celos.
– Pero le has pegado, y él no se lo merecía.
– Pues que sirva para alguna vez que sí lo merezca y se escabulle. Unos cuantos azotes siempre le vienen bien a Dodo, que es un verdadero demonio, te digo; pero no volveré a pegarle delante de ti si te molesta.
Eva no se dio por satisfecha, pero era inútil intentar que su guapo primo comprendiera sus sentimientos.
Dodo apareció poco después con los caballos.
– Bien, Dodo, lo has hecho mejor esta vez -dijo su joven amo con aire más indulgente-. Ven a coger el caballo de la señorita Eva mientras la monto en la silla.
Dodo fue a ponerse al lado del potro de Eva. Tenía el semblante agitado y los ojos como si hubiese llorado. Henrique que se enorgullecía de su destreza caballerosa en todos los aspectos de la galantería, colocó enseguida a su bella prima en la silla y, cogiendo las riendas, se las dio en la mano.
Pero Eva se inclinó por el otro lado del caballo, donde se encontraba Dodo, y dijo, al soltar éste las riendas:
– Buen muchacho, Dodo; gracias.
Dodo miró la dulce carita con asombro; la sangre se agolpó en sus mejillas y las lágrimas en sus ojos.
– Ven, Dodo -gritó imperioso su amo.
Dodo corrió a sujetarle el caballo a su amo para que montara.
Aquí tienes una moneda para comprar caramelos, Dodo -dijo Henrique-. Ve a comprarte.
Y Henrique se fue a paso largo por el camino tras Eva. Dodo se quedó mirando a los dos chicos. Uno le había dado dinero; y la otra le había dado algo que apreciaba mucho más: una palabra amable, pronunciada con bondad. Dodo sólo llevaba unos meses apartado de su madre. Su amo lo había comprado en un almacén de esclavos por su bello rostro, para que hiciera juego con su hermoso potro; y ahora lo estaba domando su joven amo.
Los dos hermanos St. Clare presenciaron la escena de la azotaina desde otro lugar del jardín.
El rostro de Augustine se ruborizó, aunque sólo dijo, con su despreocupación sarcástica habitual:
– Supongo que eso es lo que podríamos llamar una educación republicana, ¿eh, Alfred?
– Henrique es un verdadero demonio cuando se enfada -dijo Alfred, displicente.
– Supongo que consideras que estas prácticas son instructivas para él -dijo Augustine secamente.
– No podría evitarlo aunque no fuera así. Henrique es una verdadera tempestad; hace tiempo que su madre y yo lo hemos dejado estar. Pero, por otra parte, Dodo es un trasgo terrible; los azotes no pueden hacerle más que bien.
Y así enseñas a Henrique el primer versículo del catecismo republicano: «Todos los hombres nacen libres e iguales.»
– ¡Bah! -dijo Alfred- una muestra del sentimentalismo y la hipocresía afrancesada de Thomas Jefferson. Es absolutamente ridículo que esas palabras circulen entre nosotros hoy día.
– Creo que sí -dijo St. Clare intencionadamente.
– Porque -dijo Alfred- podemos ver con toda claridad que todos los hombres no nacen libres, ni iguales; nacen de cualquier otra forma. Por mi parte, considero mera patraña toda esta palabrería republicana. Los que deberíamos tener los mismos derechos somos los cultos, los inteligentes, los ricos y los refinados y no la chusma.
– Si puedes conseguir que la chusma comparta esa opinión -dijo Augustine-. Ellos se sublevaron una vez, en Francia.
– Por supuesto hay que mantenerlos abajo, firme y consistentemente, tal como lo haría yo -dijo Alfred, poniendo el pie enérgicamente en el suelo como si pisoteara a alguien.
– Y supone un resbalón tremendo cuando se alzan -dijo Augustine- como en Santo Domingo, por ejemplo.
– ¡Bah! -dijo Alfred- sabremos evitar eso en este país. Debemos oponernos a toda esta charla sobre la educación que se ha puesto de moda; no hay que educar a las clases inferiores.
– Es tarde para oponerse -dijo Augustine-; se les va a educar, y nosotros sólo podemos decidir de qué forma. Nuestro sistema los educa en barbarie y brutalidad. Rompemos todos sus lazos humanos para convertirlos en animales; y, si llegan a obtener el dominio, lo sabremos a nuestra costa.
– Nunca llegarán a obtener el dominio -dijo Alfred.
– Eso es -dijo St. Clare- empieza a acumular vapor, cierra la válvula de escape y siéntate encima, y ¡a ver dónde acabas!
– Bien -dijo Alfred- lo veremos. No tengo miedo de sentarme sobre la válvula, siempre que las calderas sean fuertes y la maquinaria funcione correctamente.
– Así pensaban los nobles de la época de Luis XVI; y así piensan ahora Austria y Pío IX; y una mañana de éstas puede que os encontréis todos en el aire, cuando estallen las calderas [39].
– Dies declarabit [40]-dijo Alfred, riendo.
– Te aseguro dijo Augustine- si hay algo que se vaya a revelar con la fuerza de una ley divina en nuestros días, es que se van a sublevar las masas y las clases inferiores se convertirán en las superiores.
– ¡Ésa es una patraña de los republicanos rojos, Augustine! ¿Por qué no te ha dado por la agitación política? Serías un orador estupendo. Desde luego, y espero estar muerto cuando llegue el milenio de tus masas grasientas.
– Grasientas o no, te gobernarán a ti, cuando les llegue el momento -dijo Augustine-, y serán la clase de gobernantes que hagáis de ellos. La nobleza francesa quiso tener al pueblo sans culotts [41] y tuvieron todos los gobernantes sans culottes que pudieran desear. El pueblo de Haití… [42]
– ¡Oh, vamos, Augustine! ¡Como si no hubiéramos oído suficiente sobre el odioso Haití! Los haitianos no eran anglosajones; si lo hubieran sido, otro gallo hubiera cantado. La anglosajona es la raza dominante en el mundo, y así es como debe ser.
– Pues ya hay una buena cantidad de sangre anglosajona entre nuestros esclavos -dijo Augustine-. Hay muchos entre ellos que sólo tienen bastante de África como para dar un poco de calor y fervor tropicales a nuestra firmeza y prudencia calculadora. Si nos llega la hora como en Santo Domingo, la sangre anglosajona estará en el candelero. Los hijos de padres blancos, con todos nuestros sentimientos altaneros ardiéndoles en las venas, no siempre serán comprados y vendidos y canjeados. Se alzarán y la raza de sus madres se alzará con ellos.
– ¡Bobadas, tonterías!
– Bien -dijo Augustine-, hay un viejo dicho que es así: «Como fue en tiempos de Noé, así será; comieron, bebieron, plantaron, construyeron y no supieron nada hasta que llegó el diluvio y se los llevó.»
– En conjunto, Augustine, creo que tienes talento para ser un predicador itinerante -dijo Alfred, riéndose-. No temas por nosotros: la posesión es nuestro fuerte. Tenemos el poder. ¡La raza sometida está abajo -dijo, dando un fuerte pisotón en el suelo- y se va a quedar abajo! Tenemos suficiente energía para manipular nuestra propia pólvora.
– Los hijos que tengan una educación como la de tu Henrique serán estupendos guardianes de vuestros polvorines -dijo Augustine-. ¡Tan serenos, tan dueños de sí mismos! Ya lo dice el proverbio: «Los que no saben gobernarse a sí mismos no sabrán gobernar a los demás.»
– Pero hay un inconveniente ahí -dijo Alfred, pensativo-; no hay duda de que nuestro sistema hace difícil educar a los niños. Da rienda suelta a las pasiones, que, en nuestro clima, ya son demasiado encendidas. Tengo problemas con Henrique. El muchacho es generoso y bondadoso, pero es una verdadera bomba cuando se le provoca. Creo que lo enviaré para que lo eduquen al norte, donde la obediencia está más de moda, y donde se codeará más con sus iguales y menos con criados.
– Ya que educar a los niños es el cometido principal de la raza humana -dijo Augustine-, a mí me parece significativo que nuestro sistema no funcione en ese respecto.
– No funciona en algunos aspectos -dijo Alfred-, pero en otros, sí funciona. A los muchachos los hace varoniles y valientes, y los vicios de la raza degradada tienden a fortalecer en ellos las virtudes contrarias. Por eso, creo que Henrique tiene un mejor sentido del mérito de la veracidad después de ver que las mentiras y los engaños son la insignia universal de la esclavitud.
– ¡Ésa es una visión muy cristiana del tema, desde luego! -dijo Augustine.
– Pues es verdad, sea cristiana o no; y no es menos cristiano que la mayoría de las cosas de este mundo -dijo Alfred.
– Puede ser -dijo Augustine.
– Pero no sirve de nada hablar, Augustine. Creo que hemos dado vueltas a lo mismo unas quinientas veces. ¿Te apetece una partida de backgammon?
Los dos hermanos subieron corriendo los escalones del porche y se sentaron ante una ligera mesa de bambú con el tablero del backgammon entre ellos. Mientras colocaban las fichas, Alfred dijo:
– Te digo, Augustine, que si yo pensara como tú, haría algo.
– Seguro que sí, eres un tipo emprendedor, pero ¿qué?
– Pues educar a tus propios esclavos, como experimento -dijo Alfred con una sonrisa medio despreciativa.
– Sería tan fácil colocar el Etna encima de ellos y decirles que se mantengan de pie bajo su peso como decirme a mí que eduque a mis sirvientes con toda la masa de la sociedad que pesa sobre ellos. Un hombre no puede hacer nada contra la acción de toda una comunidad. La educación, para conseguir algo, debe ser estatal; o, por lo menos, debe haber bastante gente de acuerdo para formar una corriente.
– Tiras tú primero -dijo Alfred, y los hermanos pronto quedaron absortos en el juego y no se oyó nada más hasta que llegó el chacoloteo de los cascos de los caballos bajo el porche.
– Aquí vienen los niños -dijo Augustine, levantándose-. ¡Mira, Alf! ¿Has visto alguna vez algo tan hermoso? y verdaderamente era una hermosa visión: Henrique, con su frente arrogante, sus relucientes rizos oscuros y sus mejillas encendidas, se reía alegremente y se inclinaba hacia su bella prima al acercarse. Ella vestía una amazona azul y un sombrero del mismo color. El ejercicio había teñido sus mejillas de un rojo fuerte y acentuado el efecto de su cutis extraordinariamente transparente y su cabello dorado.
– ¡Dios mío, qué deslumbrante belleza! -dijo Alfred-. Desde luego, Auguste, ¡ella romperá unos cuantos corazones el día menos pensado!
– Ya lo creo, ¡por Dios, me temo que sí! -dijo St. Clare, con un repentino tono amargo, apresurándose para ayudarla a desmontar.
– ¡Eva, cariño! ¿No estarás demasiado cansada? -preguntó al estrecharla entre sus brazos.
– No, papá -dijo la niña; pero su respiración laboriosa y entrecortada alarmó a su padre.
– ¿Cómo has podido montar tan deprisa, querida? Sabes que no te sienta bien.
– Me sentía tan bien, papá, y disfrutaba tanto que se me ha olvidado.
St. Clare la llevó en brazos al salón, donde la depositó en el sofá.
– Henrique, debes cuidar de Eva -dijo-; no debes montar deprisa con ella.
– Yo me encargaré de ella -dijo Henrique, sentándose junto al sofá y cogiéndole la mano a Eva.
Eva enseguida se puso mejor. Su padre y su tío volvieron a su partida, dejando a los niños juntos.
– ¿Sabes, Eva? Siento que papá sólo se vaya a quedar dos días aquí, pues luego no te veré hasta dentro de muchísimo tiempo. Si me quedo contigo, intentaré ser bueno y no enfadarme con Dodo y todo eso. No pretendo tratar mal a Dodo, pero, ¿sabes?, tengo muy mal genio. No me porto mal con él realmente, sin embargo. Le doy una moneda de vez en cuando, y puedes ver que viste bien. Creo que Dodo es muy afortunado en general.
– ¿Tú te considerarías muy afortunado si no tuvieras cerca ni una sola persona que te amara?
– ¿Yo? Pues claro que no.
– Pues tú has apartado a Dodo de todos los amigos que tenía y ahora no tiene ni una sola alma que lo quiera; así nadie puede ser bueno.
– Bien, pues no puedo remediarlo, que yo sepa. No puedo traer a su madre y ni yo ni nadie que conozca puede amarlo personalmente.
– ¿Por qué no? -preguntó Eva.
– ¡Amar a Dodo! ¡Eva, no pretenderás que lo ame! Puede que me caiga bien, ¡pero no se puede amar a los criados!
– Pues yo los amo.
– ¡Qué curioso!
– ¿No dice la Biblia que hemos de amar a todo el mundo?
– ¡Oh, la Biblia! Desde luego, dice muchas cosas parecidas, pero nadie pretende ponerlas en práctica, Eva, ¿sabes? Nadie.
Eva no habló; mantuvo los ojos fijos y pensativos durante unos momentos.
– En cualquier caso -dijo-, querido primo, ama a Dodo y sé bueno con él. ¡Hazlo por mí!
– Amaría a cualquiera por ti, querida prima, ¡pues creo que eras la criatura más hermosa que haya visto jamás! -dijo Henrique con una gravedad que hizo ruborizar su bello rostro. Eva lo escuchó con absoluta naturalidad, sin cambiar el gesto, y dijo simplemente:
– ¡Me alegro de que sientas eso, querido Henrique! ¡Espero que te acuerdes!
La campana anunciando la comida dio fin a su entrevista.