Vi el llanto de los oprimidos, sin tener quien los consuele; la violencia de sus verdugos, sin quien los vengue. Felicité a los muertos que perecieron, más que a los vivos que aún viven.
Eclesiastés 4,1
Era muy tarde por la noche y Tom yacía gimiendo y sangrando a solas, en un cuartucho abandonado en la nave de los desmotadores, entre pedazos de maquinaria rota, pilas de algodón inservible y otras basuras acumuladas allí.
Era una noche húmeda y bochornosa y el aire estaba plagado de nubes de mosquitos, que aumentaban el constante tormento de sus heridas, mientras que una sed abrasadora, más tortura que todo lo demás, acrecentaba su malestar fisico al máximo.
– ¡Oh, buen Señor, mira hacia abajo, concédeme la victoria sobre todo! -rezaba el pobre Tom con angustia.
Se oyó una pisada en la habitación detrás de él y la luz de una linterna le deslumbró.
– ¿Quién anda ahí? ¡Ay, por piedad del Señor, por favor dadme un poco de agua!
La mujer Cassy, pues ella era, dejó su linterna y, vertiendo agua de una botella, le levantó la cabeza y le dio de beber. Vació una taza detrás de otra con ansia febril.
– Bebe todo lo que quieras -dijo ella-. Sabía lo que iba a suceder. No es la primera vez que salgo por la noche para llevar agua a personas en tu estado.
– Gracias, señora -dijo Tom cuando terminó de beber.
– ¡No me llames señora! ¡Soy una esclava miserable como tú, más baja de lo que tú puedas serlo nunca! -dijo con amargura-. Pero ahora -dijo, acercándose a la puerta y arrastrando un pequeño jergón, sobre el que había extendido lienzos humedecidos con agua fría-, intenta arrastrarte hasta aquí, pobre hombre.
Entumecido por sus heridas y sus magulladuras, Tom tardó mucho en llevar a cabo esta acción; pero, una vez la hubo realizado, sintió un gran alivio gracias al efecto refrescante sobre sus lesiones.
La mujer, conocedora de muchas artes curativas gracias a su larga práctica con las víctimas de la brutalidad, continuó aplicando remedios a las heridas de Tom, lo que le proporcionó bastante alivio.
– Ahora -dijo la mujer, después de apoyar la cabeza de Tom sobre un rollo de algodón de desecho que hacía las veces de almohada-, eso es lo mejor que puedo hacer por ti.
Tom le dio las gracias; y la mujer, sentándose en el suelo, encogió las rodillas, las rodeó con los brazos y se quedó mirando fijamente delante de ella, con una expresión amarga y dolorida en la cara. Su sombrero se cayó hacia atrás y largas ondas de cabello negro ciñeron su rostro singular y melancólico.
– ¡Es inútil, pobre hombre! -dijo por fin-. Lo que has estado intentando hacer no sirve de nada. Has sido valiente y tenías razón; pero es imposible que luches y no sirve de nada. ¡Estás en manos del diablo; él es el más fuerte y debes rendirte!
¡Rendirse! ¿No le habían sugerido lo mismo la debilidad humana y el dolor fisico? Tom se sobresaltó, porque la mujer amargada con sus ojos extraviados y su voz melancólica le parecía la personificación de la tentación contra la que había luchado.
– ¡Ay, Señor, ay, Señor! -gimió-. ¿Cómo puedo rendirme?
– No sirve de nada invocar al Señor: Él nunca escucha -dijo la mujer con firmeza-. Yo creo que no existe Dios, o, si existe, se ha puesto en contra de nosotros. Todo está contra nosotros, el Cielo y la Tierra. Todo nos empuja hacia el infierno. ¿Por qué no íbamos a ir?
Tom cerró los ojos y se estremeció al oír las palabras tenebrosas y ateas.
– El caso es -dijo la mujer- que tú no sabes nada al respecto y yo sí. Llevo cinco años en este lugar, sometida cuerpo y alma bajo el pie de este hombre, ¡y lo odio por ello tanto como odio al diablo! Aquí estás, en una solitaria plantación, a diez millas de la más próxima, en mitad de los pantanos; no hay una persona blanca que pueda dar testimonio si te queman vivo, si te escaldan, te cortan en pedacitos, dejan que te coman los perros o te cuelgan y te azotan hasta matarte. Aquí no hay ley, ni de Dios ni del hombre, que te pueda ayudar a ti o a cualquiera de nosotros; y ¡este hombre! No hay nada en el mundo que no sea capaz de hacer. Podría ponerle los pelos de punta a cualquiera si contara simplemente lo que he visto y conocido aquí… ¡y no sirve de nada resistirse! ¿Quería yo convivir con él? ¿No he sido una mujer bien educada?, y él, ¡Dios mío!, ¿qué era y qué es? Y sin embargo, he convivido con él durante cinco años y he maldecido cada minuto de mi vida, noche y día. Y ahora tiene a una nueva, una jovencita de quince años y educada, según dice, piadosamente. Su buena ama le enseñó a leer la Biblia; y ha traído su Biblia… ¡que se vaya al infierno! y la mujer soltó una carcajada alocada y lastimosa, que resonó con un eco extraño y sobrenatural por todo el viejo cobertizo ruinoso.
Tom juntó las manos; todo era oscuridad y horror.
– ¡Oh, Jesús, Señor Jesús!, ¿te has olvidado de nosotros los pobres? -estalló por fin-. ¡Ayúdame, Señor, que perezco!
La mujer prosiguió con firmeza:
– ¿Y quiénes son esos miserables perros con los que trabajas, para que tú sufras por ellos? Cada uno de ellos se pondría en tu contra a la primera oportunidad. Son todos tan crueles y despiadados unos con otros que no sirve de nada que tú sufras para no hacerles daño.
– ¡Pobres criaturas! -dijo Tom-. ¿Qué es lo que los ha hecho crueles? Y si yo me rindo, me acostumbraré a ello y poco a poco me haré exactamente igual que ellos. ¡No, no, señora! Lo he perdido todo: mujer e hijos, hogar y un amo bondadoso; él me habría dejado libre si hubiera vivido sólo una semana más; lo he perdido todo en este mundo, todo se ha ido para siempre y no puedo permitirme perder también el Cielo. ¡No, no puedo volverme malvado, además de todo!
– Pero no puede ser que el Señor nos haga responsables de estos pecados -dijo la mujer-, no puede hacemos pagar por lo que nos vemos obligados a hacer, sino que lo cargará en la cuenta de quienes nos obligan a hacerlo.
– Sí -dijo Tom-; pero eso no evitará que nos volvamos malvados. Si yo me hago tan despiadado y tan malvado como ese Sambo, no importa mucho cómo; lo que importa es ser así, eso es lo que me da horror.
La mujer dirigió a Tom una mirada sobresaltada como si acabara de ocurrírsele un nuevo pensamiento; después, con un fuerte gemido, dijo:
– ¡Dios tenga piedad de nosotros! Lo que dices es verdad. ¡Ay, ay, ay! y cayó al suelo gimiendo, como una persona retorciéndose bajo el peso aplastante de la angustia mental.
Siguió un rato de silencio, durante el que se oía la respiración de ambas personas, y después dijo Tom con voz débil:
– ¡Ay, por favor, señora!
La mujer se levantó de repente con su habitual expresión decidida y melancólica en el rostro.
– Por favor, señora, los vi arrojar mi chaqueta en ese rincón, y mi Biblia está en el bolsillo; si la señora me hace el favor de traérmela.
Cassy fue a por ella. Tom la abrió inmediatamente en un pasaje fuertemente señalado y muy gastado, sobre las últimas escenas de la vida de Aquél cuyas heridas nos salvan a nosotros.
– Si la señora tiene la bondad de leer esto, es mejor que el agua.
Cassy cogió el libro con un aire seco y altivo y miró el pasaje por encima. Después leyó con voz queda y una hermosa entonación extraña la historia conmovedora de angustia y gloria. A menudo, mientras leía, le temblaba la voz y a veces le fallaba del todo; entonces, se detenía con un aire de fría compostura hasta dominarse. Cuando llegó a las emocionantes palabras «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», dejó caer el libro y, escondiendo el rostro entre las pobladas masas de su cabello, empezó a sollozar con una fuerza convulsiva.
Tom lloraba también y a veces murmuraba una jaculatoria ahogada.
– ¡Si fuéramos capaces de estar a la altura de eso! -dijo Tom-; a Él le viene de naturaleza y nosotros tenemos que luchar tanto para conseguirlo. ¡Ayúdanos, Señor! ¡Ay, bendito Señor Jesús, ayúdanos!
– Señora -dijo Tom un rato más tarde-, veo que está usted por encima de mí en todas las cosas pero hay una cosa que podría aprender del pobre Tom. Ha dicho usted que el Señor estaba en contra de nosotros porque permite que abusen de nosotros y nos maltraten; pero ya ve lo que ocurrió a su propio Hijo, el Señor de la Gloria; ¿no fue siempre pobre? ¿Y alguno de nosotros ha caído tan bajo como Él? El Señor no nos ha olvidado, de eso estoy seguro. Si sufrimos con Él, también reinaremos, dicen las Escrituras, pero si le negamos, Él también nos negará. ¿No sufrieron todos: el Señor y todos los suyos? Cuenta cómo los lapidaron y los cortaron en pedazos y deambulaban vestidos con pieles de oveja y de carnero y estaban desamparados, afligidos y atormentados. El sufrimiento no es razón para creer que Dios se haya puesto en contra de nosotros, sino al revés, si nos adherimos a Él y no nos entregamos al pecado.
– Pero ¿por qué nos pone donde no podemos evitar pecar? -preguntó la mujer.
– Creo que sí podemos evitarlo -dijo Tom.
– Ya lo verás -dijo Cassy-. ¿Qué vas a hacer? Mañana se meterán contigo nuevamente. Los conozco; he visto lo que son capaces de hacer; no soporto pensar a lo que te van a reducir; y te someterán al final.
– ¡Señor Jesús! -dijo Tom-, cuidará usted de mi alma, ¿verdad? ¡Hágalo por el Señor, no deje que me rinda!
– ¡Dios mío! -dijo Cassy- he oído antes todas estas plegarias y llanto; y, sin embargo, los han domado y sometido. Ahí tienes a Emmeline, que intenta aguantar, y tú lo intentas, pero ¿de qué sirve? Debes rendirte o te matarán.
– ¡Pues moriré! -dijo Tom-. Lo pueden alargar todo lo que quieran pero no pueden evitar que muera tarde o temprano, y después ya no pueden hacer nada más. ¡Lo veo claro y estoy preparado! Sé que el Señor me ayudará y me hará aguantar.
La mujer no respondió; se quedó sentada con los ojos negros mirando fijamente el suelo.
«Quizás sea ése el camino», murmuró para sí, «pero los que se han rendido, ¡ya no tienen remedio! ¡Ninguno! ¡Vivimos en la inmundicia y nos hacemos odiosos hasta llegar a odiamos a nosotros mismos! ¡No hay esperanza, no hay esperanza! ¿No hay esperanza? Esta muchacha de ahora… ¡tiene la misma edad que yo tenía!»
– ¿Me ves a mí ahora? -dijo a Tom, hablando muy rápido-. ¿Ves cómo soy? Pues a mí me criaron con mucho lujo; lo primero que recuerdo es haber jugado, de niña, en magníficos salones; me vestían como una muñeca y los que iban de visita me halagaban. Un jardín daba a los salones y allí solía jugar al escondite bajo los naranjos con mis hermanos. Fui a un convento, donde aprendí música y francés y a bordar y muchas cosas más; y cuando tenía catorce años, salí para ir al funeral de mi padre. Murió muy de repente y, cuando fueron a poner sus asuntos en orden, descubrieron que apenas había suficiente dinero para pagar las deudas; y cuando los acreedores hicieron inventario de los bienes, me incluyeron a mí entre ellos. Mi madre era esclava, y mi padre siempre había tenido la intención de dejarme en libertad; pero no lo había hecho, por lo que iba incluida en la lista. Yo siempre había sabido quién era, pero no le había dado mucha importancia. Nadie espera que un hombre fuerte y sano se vaya a morir. Mi padre era un hombre sano hasta cuatro horas antes de morir; fue uno de los primeros casos de cólera de Nueva Orleáns. Al día siguiente del funeral, la esposa de mi padre se llevó a sus hijos a la plantación de su padre. Me pareció que me trataban de forma extraña, pero no sabía por qué. Dejaron a un joven abogado encargado de arreglar los negocios; él venía todos los días y estaba en la casa y me trataba con mucha cortesía. Un día trajo consigo a un hombre joven, que me pareció el hombre más guapo que había visto jamás. Nunca olvidaré aquella tarde. Paseé con él por el jardín. Yo estaba sola y triste y él era muy amable y tierno conmigo; y me dijo que me había visto antes de que me mandaran al convento y que hacía mucho tiempo que me amaba y que sería mi amigo y protector; en resumen, aunque no me lo dijo, había pagado dos mil dólares por mí y yo era de su propiedad. Yo me hice suya de buena gana, porque lo amaba. ¡Amar! -dijo la mujer, interrumpiéndose-. ¡Ay, cómo amaba a ese hombre! ¡Cómo lo amo aún, y siempre lo amaré mientras viva! ¡Era tan bello, tan superior, tan noble! Me instaló en una hermosa casa con sirvientes, caballos, carruajes, muebles y vestidos. Me dio todo lo que se podía comprar con dinero, pero yo no le daba importancia a eso; sólo me importaba él. Lo amaba más que a Dios y más que mi propia alma y, aunque lo hubiera intentado, no podía hacer otra cosa que su voluntad.
Sólo quería una cosa: que se casara conmigo. Pensaba que, si me quería como decía que me quería, y si yo era lo que parecía pensar que era, debía de estar dispuesto a casarse conmigo y dejarme libre. Pero me convenció de que sería imposible; y me dijo que si nos fuéramos fieles el uno al otro, sería un matrimonio a los ojos de Dios. Si eso es verdad, ¿por qué no fui la esposa de aquel hombre? ¿No fui fiel? Durante siete años, estudié cada mirada y cada movimiento y sólo vivía y respiraba para complacerle. Contrajo las fiebres amarillas y durante veinte días y noches lo cuidé. Yo sola le daba todas sus medicinas y lo hacía todo por él; entonces me llamaba su buen ángel y decía que le había salvado la vida. Tuvimos dos hermosos hijos. El primero fue niño y le pusimos Henry. Era la viva imagen de su padre: tenía unos ojos muy bellos y su cabello caía en rizos alrededor de su frente despejada; tenía el espíritu y el talento de su padre también. Él decía que la pequeña Elise se parecía a mí. Solía decirme que yo era la mujer más bella de Luisiana y estaba muy orgulloso de mí y de los niños. Le encantaba que los arreglase y nos paseaba a ellos y a mí en un carruaje abierto y escuchaba los comentarios que hacía la gente sobre nosotros; y me llenaba los oídos de las cosas hermosas que decían de mí y de los niños. ¡Ay, qué días más felices! Creía ser tan feliz como pudiera serlo una persona; pero entonces llegaron los malos tiempos. Un primo suyo fue a visitarlo desde Nueva Orleáns; eran muy amigos y tenía muy buena opinión de él, pero, desde el primer momento en que lo vi, nunca pude comprender por qué. Yo le tenía horror, pues estaba segura de que iba a ser la causa de nuestra ruina. Conseguía que Henry saliera con él y a menudo no regresaban hasta las dos o las tres de la madrugada. No me atrevía a decir ni una palabra; tenía miedo por lo fogoso que era Henry. Llevaba a éste a las casas de juego, y era de los que, una vez empiezan, no hay manera de detenerlos. Y luego le presentó a otra dama y pronto me di cuenta de que yo había perdido su corazón. Nunca me lo dijo, pero lo vi, lo supe, día tras día, ¡sentí cómo se me rompía el corazón, pero no pude decir ni una palabra! En esto, el desgraciado se ofreció a comprarnos a mí y a los niños para pagar las deudas de juego de Henry, que impedían que hiciera la boda que él quería; ¡y nos vendió! Me dijo un día que tenía negocios en el campo y que se marchaba durante dos o tres semanas. Hablaba con más amabilidad que de costumbre y dijo que volvería, pero a mí no me engañó. Sabía que había llegado el momento; era como si me hubieran convertido en piedra; no pude hablar ni derramar una lágrima. Él me besó y besó a los niños, muchas veces, y se marchó. Lo vi montar en su caballo y lo miré hasta que se perdió de vista; luego caí desmayada.
Entonces vino el, ¡maldito desgraciado! venía a tomar posesión. Me dijo que acababa de compramos a mí y a mis hijos, me mostró los papeles. Lo maldije ante Dios y le dije que antes moriría que vivir con él.
«Como quieras», me dijo, «pero si no te comportas de forma razonable, venderé a los dos niños y no los volverás a ven». Me dijo que se había propuesto conseguirme la primera vez que me vio; que había enredado a Henry a propósito hasta que contrajera deudas para que estuviese dispuesto a venderme. Que había conseguido que se enamorara de otra mujer y que me diera cuenta de que, después de todo eso, no me iba a dejar por unas lágrimas y unos aires y cosas de ese tipo.
Me rendí, pues tenía las manos atadas. Él tenía a mis hijos; cada vez que me enfrentaba a él, hablaba de venderlos y conseguía tenerme todo lo sumisa que podía desear. ¡Qué vida aquélla! Vivía con el corazón roto, ¡día tras día, seguir amando y amando, cuando no servía de nada, y estar ligada en cuerpo y alma a uno al que odiaba! Me solía encantar leer para Henry, tocar para él, bailar con él y cantar para él; pero todo lo que hacía para éste era un absoluto engorro, pero tenía miedo de negarle nada. Era muy dominante y brusco con los niños. Elise era tímida y poca cosa, pero Henry era arrojado y fogoso como su padre y nadie lo había sometido lo más mínimo. Siempre lo censuraba y le reñía, y yo pasaba los días asustada y aterrorizada. Intentaba hacer que el muchacho le mostrara respeto; intentaba mantenerlos separados, porque me aferraba a aquellos niños con todas mis fuerzas, pero no sirvió de nada. Vendió a los dos niños. Me llevó de paseo un día y, cuando regresé a casa, ¡ellos no estaban! Me dijo que los había vendido; me enseñó el dinero, el precio de su sangre. Entonces fue como si me abandonase la razón. Maldecía y bramaba, maldije a Dios y al hombre y, durante algún tiempo, creo que me tenía miedo. Pero no se rindió así como así. Me dijo que había vendido a los niños pero el que yo volviera o no a ver sus caras dependía de él; y que, si no me callaba, ellos pagarían. Bien, puedes hacer cualquier cosa con una mujer si tienes a sus hijos. Me hizo someterme; me hizo pacífica; me ilusionaba con esperanzas de que quizás los volviese a comprar; y así fueron pasando los días durante. una semana o dos. Un día había salido de paseo y pasé delante del calabozo; vi una muchedumbre reunida en tomo a la puerta y oí la voz de un niño; de repente mi Henry se escapó de las garras de dos o tres hombres que lo sujetaban y vino corriendo y chillando a cogerse de mis faldas. Ellos se acercaron, maldiciendo de forma terrible; y un hombre, cuya cara nunca olvidaré, le dijo que así no se iba a escapar, que lo iba a acompañar dentro del calabozo donde aprendería una lección que jamás iba a olvidar. Intenté rogarle y suplicarle; ellos se rieron; el pobre niño chillaba, me miraba a la cara y se agarraba a mí hasta que, al apartarlo de allí, me arrancaron la mitad de la falda y se lo llevaron dentro gritando «¡Madre, madre, madre!». Un hombre de los que había allí parecía tenerme lástima. Le ofrecí todo el dinero que tenía si intervenía. Negó con la cabeza, diciendo que el niño había sido impertinente y desobediente desde que lo compró; y que lo iba a domesticar de una vez por todas. Me di la vuelta y salí corriendo, y me pareció oírlo gritar a cada paso del camino. Llegué a la casa sin aliento y corrí al salón, donde se encontraba Buder. Se lo conté y le rogué que fuera a intervenir. Sólo se rió y me dijo que el niño se llevaba su merecido. Tenían que domarlo, tarde o temprano y « Me parece que en ese momento algo se rompió en mi cabeza. Me sentí mareada y furiosa. Recuerdo que vi un afilado cuchillo de caza sobre la mesa; recuerdo vagamente haberlo cogido y haberme lanzado contra él; y después todo es oscuridad y no recuerdo más, durante muchos días. Cuando volví en mí, estaba en una bonita habitación, pero no era la mía. Una vieja mujer negra me atendía y vino un médico a verme y me cuidaban mucho. Después me enteré de que él se había marchado y me había dejado en esta casa para que me vendieran, y por eso se esmeraron tanto en cuidarme. No quería curarme y esperaba no sanar más pero, a pesar mío, se me pasó la fiebre y me puse sana y finalmente me levanté. Entonces me obligaron a vestirme todos los días; y venían caballeros y se quedaban de pie, fumaban cigarros y me miraban y hacían preguntas y debatían mi precio. Estaba tan lúgubre y callada que no me quería ninguno de ellos. Amenazaron con azotarme si no me ponía más alegre y me esforzaba por ser más amable. Por fin, un día acudió un caballero de apellido Stuart. Pareció tenerme simpatía; se dio cuenta de que había algo terrible en mi corazón y vino a verme a solas muchas veces y finalmente me persuadió para que se lo contara. Al final me compró y prometió hacer todo lo posible por localizar a mis hijos y comprarlos. Fue al hotel donde había estado mi Henry; le dijeron que lo habían vendido a un plantador del río Pearl; eso fue lo último que supe de él. Luego averiguó dónde estaba mi hija; la cuidaba una mujer vieja. Ofreció una cantidad inmensa por ella pero no quisieron venderla. Butler se enteró de que la quería comprar para mí y me mandó recado de que nunca la conseguiría. El capitán Stuart fue muy amable conmigo; tenía una magnífica plantación y me llevó allí. Al cabo de un año, di a luz a un hijo. ¡Ay, ese niño, cuánto lo quería! ¡Se parecía muchísimo a mi pobre Henry! ¡Pero había decidido que nunca más dejaría que un hijo mío viviera para hacerse adulto! Cogí al pequeño en brazos cuando tenía dos semanas y lo besé y lloré; y después le di láudano y lo estreché contra mi pecho hasta que murió en sueños. ¡Cómo lo eché de menos! Cualquiera hubiera pensado que administrarle el láudano fue un error, pero es una de las pocas cosas de las que me alegro ahora. No me arrepiento tampoco hoy; por lo menos ha dejado de sufrir. ¿Qué le podía dar mejor que la muerte, a la pobre criatura? Poco después, hubo una epidemia de cólera y se murió el capitán Stuart; morían todos los que querían vivir y yo, aunque me acercaba a la puerta de la muerte, ¡seguía viva! Después me vendieron y pasé de mano en mano hasta que me marchité y me llené de arrugas y tuve unas fiebres; luego me compró este desgraciado y me trajo aquí y ¡aquí estoy! La mujer se calló. Había contado su historia apresuradamente con un acento bravo y apasionado; a veces parecía dirigirse a Tom y a veces hablaba para sí misma. La fuerza con la que hablaba era tan vehemente y sobrecogedora que, durante un rato, Tom olvidó incluso el dolor de sus heridas y, apoyándose en un codo, la miraba pasear inquieta de un lado a otro, con su larga melena ondulando alrededor de ella con cada movimiento. – Tú me dices -dijo tras una pausa- que hay un Dios, un Dios que mira hacia abajo y ve todas estas cosas. Quizás sea así. Las hermanas del convento me hablaban del día del juicio, cuando todo saldrá a la luz; ¡sí que habrá venganza entonces! Creen que lo que sufrimos no es nada; que lo que sufren nuestros hijos no es nada. Todo es poca cosa; sin embargo, me ha parecido andar por las calles con bastante dolor en mi corazón como para hundir la ciudad entera. He deseado que las casas cayeran sobre mí o que se desmoronaran las piedras bajo mis pies. Sí, y en el día del juicio ¡prestaré declaración ante Dios contra los que me han echado a perder a mí y a mis hijos! Cuando era niña, creía ser religiosa; amaba a Dios y amaba las oraciones. Ahora soy un alma perdida, perseguida por demonios que me atormentan día y noche; me empujan siempre hacia adelante, y… ¡lo haré un día de éstos! -dijo apretando el puño, mientras se prendía una luz de locura en sus ojos oscuros-. ¡Lo enviaré al lugar donde pertenece, es poca distancia, una de estas noches, aunque me quemen viva por ello! -resonó una prolongada carcajada salvaje a través del cobertizo desierto, y terminó con un sollozo histérico; se tiró al suelo entre convulsiones de llanto y sufrimiento. Unos instantes después, pareció haberse agotado su frenesí; se levantó despacio y se serenó. – ¿Puedo hacer algo más por ti, pobre hombre? -preguntó, acercándose a donde yacía Tom-. ¿Te doy más agua? Había una dulzura tierna y compasiva en su voz y sus modales cuando dijo esto que contrastaba de manera extraña con su locura anterior. Tom bebió el agua y miró intensa y compasivamente su rostro. – ¡Ay, señora, ojalá acudiera usted a Él, que le puede dar el agua de la vida! – ¡Acudir a Él! ¿Quién es? ¿Dónde está? -preguntó Cassy. – Aquél del que me ha leído usted: el Señor. – Solía ver un cuadro de Él sobre el altar cuando era una niña -dijo Cassy, cuyos ojos adoptaron una expresión de ensueño nostálgico-; pero Él no está aquí. ¡No hay nada más aquí que el pecado y una larga, larguísima desesperación! ¡Ay! y se puso la mano sobre el pecho y suspiró, como para quitarse un peso muy grande. Parecía que Tom iba a decir algo más, pero ella le interrumpió con un gesto cortante. – No hables, pobre amigo. Intenta dormir, si puedes y, tras dejar agua a su alcance y disponer todas las pequeñas comodidades que se le ocurrieron, Cassy salió del cobertizo.