CAPÍTULO XI

EN EL QUE LA MERCANCÍA HUMANA ADOPTA
UN ESTADO DE ÁNIMO POCO RECOMENDABLE

A finales de una tarde lluviosa, un viajero se apeó en la puerta de un pequeño hotel rural de la aldea de Nen Kentucky. Un grupo variopinto se hallaba reunido en el bar, llevado por las inclemencias del tiempo a buscar refugio, y el lugar presentaba el aspecto habitual de tales reuniones. Lo más característico del cuadro eran los ciudadanos de Kentucky grandotes y huesudos, vestidos con camisas de caza, que arrastraban sus extremidades desgarbadas por la mayor parte de la sala con los andares perezosos típicos de la zona; sus rifles, junto con las bolsas de perdigones, los zurrones, los perros de caza y los pequeños negros, estaban apilados en los rincones. A cada extremo de la chimenea, estaba sentado un caballero de largas piernas, la silla inclinada hacia atrás, el sombrero en la cabeza y los tacones de las botas embarradas apoyadas en la repisa, postura, queremos informar a nuestros lectores, que favorecía mucho la inclinación a la reflexión inherente a las tabernas del oeste, donde los viajeros dan muestras de una clara preferencia por esta forma particular de elevar sus pensamientos.

El posadero, que estaba detrás de la barra, como la mayoría de sus paisanos, era alto de estatura, bondadoso de corazón y desgarbado de articulaciones, con una tremenda mata de pelo en la cabeza y un sombrero de copa en lo alto.

De hecho, todos los presentes llevaban en la cabeza este emblema característico de la soberanía del hombre: ya fuera sombrero de fieltro, jipijapa, grasienta piel de castor o elegante chistera, allí estaba con verdadera independencia republicana. Realmente parecía ser la marca distintiva de cada individuo. Algunos los llevaban inclinados gallardamente: éstos eran los humoristas, unos tipos campechanos y tranquilos; otros los llevaban encasquetados hasta la nariz: éstos eran los tipos duros, los hombres de verdad, que, cuando llevaban sombrero, era porque querían; había quienes los llevaban echados hacia atrás: eran hombres despiertos, que querían tener un buen panorama; mientras que los descuidados, que no sabían cómo llevaban el sombrero ni les importaba, los llevaban puestos de cualquier forma. A decir verdad, los diferentes sombreros eran todo un estudio shakespeariano.

Algunos negros, con pantalones poco formales y camisas algo escasas, correteaban de un lado a otro sin ningún resultado aparente aparte de la expresión de un deseo genérico de mover cielo y tierra en bien del amo y sus huéspedes. Si sumamos a este cuadro un alegre fuego chisporroteante que ardía en una amplia chimenea, las puertas y las ventanas abiertas de par en par, las cortinas de percal ondulando y chasqueando con la brisa de aire húmedo y frío, tenemos una idea de lo que son las alegrías de una taberna de Kentucky.

El hombre de Kentucky de hoy es una buena ilustración de la doctrina de la transmisión de instintos y rasgos. Sus antepasados eran grandes cazadores, hombres que vivían en el bosque y dormían bajo el cielo abierto, iluminados por la luz de las estrellas; y el descendiente de hoy actúa siempre como si las casas fueran un campamento: a todas horas tiene el sombrero puesto, se mueve dando tumbos y apoya los talones en las mesas y las repisas igual que su padre se volcaba por el verde césped y ponía los pies sobre los árboles y los troncos; mantiene ventanas y puertas abiertas en invierno y en verano, para poder llenarse de aire los grandes pulmones, llama a todo el mundo «forastero» con imperturbable afabilidad y en general es el ser más franco, tranquilo y jovial de todos los vivientes.

En una tranquila concurrencia de este tipo vino a caer nuestro viajero. Era un hombre bajo y fornido, cuidadosamente vestido, con un rostro redondo y bonachón y algo tiquis miquis en su aspecto. Prestaba una atención especial a su valija y su paraguas, que llevaba en la mano, resistiéndose a los ofrecimientos de los sirvientes de cogérselos. Miró alrededor del bar con un aire algo ansioso, se retiró al rincón más cálido con sus tesoros, que depositó bajo su silla, se sentó y dirigió la vista con bastante aprensión al dignatario cuyos talones marcaban un extremo de la repisa de la chimenea y que escupía a diestro y siniestro con un ahínco y una energía un poco alarmantes para un caballero de nervios delicados y costumbres urbanas.

– ¡Hola, forastero! ¿Cómo le va? -dijo dicho caballero, lanzando un chorro de jugo de tabaco en dirección al recién llegado a modo de saludo.

– Bien, supongo -fue la respuesta del otro, a la vez que esquivaba, algo alarmado, la amenaza del saludo.

– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó su interlocutor, sacando del bolsillo una tira de tabaco y un gran cuchillo de caza.

– Nada, que yo sepa -dijo el hombre.

– ¿Quiere mascar? -dijo el primero, ofreciéndole un pedazo de tabaco al anciano con aire fraternal.

– No, gracias, no me sienta bien -dijo el hombrecillo, alejándose.

– ¿No, eh? -dijo el otro tranquilamente, introduciendo el trozo en su propia boca para mantener las existencias de jugo de tabaco en beneficio de la sociedad en general.

El caballero mayor daba un pequeño salto cada vez que su hermano zanquilargo disparaba en su dirección; como su compañero se dio cuenta de esto, dirigió amablemente su artillería hacia otro lado, poniéndose a bombardear los utensilios para el hogar con suficiente talento militar como para asediar una ciudad.

– ¿Qué es eso? -pregunto el caballero anciano señalando un grupo de la compañía que formaba un grupo alrededor de un gran cartel.

– ¡El anuncio de un negro! -contestó escuetamente uno del grupo.

El señor Wilson, pues así se llamaba el anciano caballero, se levantó y, ajustando cuidadosamente la valija y el paraguas, procedió a sacar las gafas y colocárselas en la nariz; después de realizada esta operación, leyó lo siguiente:

Escapado del que suscribe, el mulato George. Este George, seis pies de altura, mulato muy claro, cabello castaño rizado: es muy inteligente, habla bien, sabe leer y escribir; probablemente se haga pasar por blanco; tiene grandescicatrices en la espalda y los hombros; está marcado con la letra H en la mano derecha.

Daré cuatrocientos dólares por el vivo y la misma cantidad por una prueba fehaciente de su muerte.


El anciano caballero leyó este anuncio de cabo a rabo en voz queda, como si lo estuviera memorizando.

El veterano zanquilargo, que había estado bombardeando los útiles del fuego como ya hemos relatado, bajó las piernas desgarbadas e, irguiendo su cuerpo larguirucho, se aproximó al anuncio y escupió con mucha deliberación una gran descarga de jugo de tabaco hacia él.

– Eso es lo que yo opino de esto -dijo escuetamente y volvió a sentarse.

– ¡Vaya, forastero! ¿Por qué ha hecho eso? preguntó el posadero.

– Haría lo mismo al que escribió ese papel, si estuviese aquí -dijo el hombre alto, ocupándose nuevamente en cortar tabaco-. Cualquier hombre que es dueño de un muchacho así y no sabe tratarlo mejor, merece perderlo. Estos anuncios son una vergüenza para Kentucky; esa es mi opinión sin tapujos, si alguien quiere saberlo.

– Bueno, pues, tiene usted razón -dijo el posadero, apuntando algo en su libro.

– Yo tengo una cuadrilla de muchachos, señor -dijo el hombre largo, volviendo a su ataque contra los útiles del fuego- y sólo les digo: «Muchachos», digo, «¡corred!, ¡largaos cuando queráis! ¡Yo no iré a buscaros!» Así mantengo a los míos. Si saben que son libres de irse cuando quieran, pierden las ganas. Además, tengo registrados los papeles de libertad de todos ellos por si me caigo muerto cualquier día, y ellos lo saben, y le digo, forastero, que no hay un hombre en estas partes que saque más a sus negros que yo. Pues mis muchachos han ido a Cincinnati con potros por valor de quinientos dólares, y han vuelto, honrados, a traerme el dinero, una y otra vez. Es lógico que sea así. Si los tratas como perros, conseguirás que trabajen y se comporten como perros. Trátalos como hombres, y conseguirás que trabajen como hombres y el honrado ganadero rubricó calurosamente este sentimiento piadoso disparando un feu de joie [14] perfecto al hogar.

– Creo que tiene usted toda la razón, amigo -dijo el señor Wilson-; y el hombre descrito aquí es un buen ejemplar, de eso no hay duda. Trabajó para mi una docena de años en mi fábrica de bolsas, y era mi mejor trabajador, señor. Es un hombre ingenioso, también: inventó una máquina para limpiar el cáñamo, un ingenio de gran valor, que ya utilizan en varias fábricas. Su amo posee la patente.

– Ya lo creo -dijo el ganadero-, la posee y le saca dinero, y, como pago, va y le marca al muchacho en la mano derecha. Si yo tuviera ocasión, lo marcaría a él, de manera que llevara una temporada la marca.

– Estos sabihondos siempre dan guerra-dijo un hombre de aspecto basto al otro lado de la habitación-, por eso los zurran y los marcan con hierro. Si se comportasen, no les pasaría nada.

– Es decir, que el Señor les hizo hombres y es una tarea difícil convertirlos en bestias -dijo con ironía el ganadero.

– Los negros inteligentes no son una ventaja para sus amos -prosiguió el otro, atrincherándose en su burda estupidez inconsciente para defenderse del desprecio de su contrincante-; ¿para qué sirven los talentos y todas esas cosas, si no las puedes usar tú mismo? Porque ellos sólo los usan para engañarte. Yo he tenido a uno o dos tipos así y los vendí río abajo. Sabía que los iba a perder tarde o temprano, si no lo hacía.

– Debería encargarle al Señor que le fabrique unos cuantos sin alma -dijo el ganadero.

En este punto, la llegada de un coche ligero de un solo caballo a la posada interrumpió la conversación. Tenía un aspecto refinado y un hombre caballeroso y bien vestido estaba sentado en el pescante con un sirviente negro que conducía.

Todos los reunidos contemplaron al recién llegado con el interés con el que cualquier grupo de holgazanes contempla a todo recién llegado en un día de lluvia. Era muy alto, con la tez cetrina como de un español, unos bonitos ojos expresivos y un cabellos muy rizado, negro también. Su nariz aguileña bien dibujada, sus finos labios y el bien formado contorno de su cuerpo impresionaron enseguida a todos los presentes con una sensación de algo fuera de lo común. Se introdujo tranquilamente entre los reunidos, con un movimiento de cabeza, indicó al mozo dónde colocar su baúl, hizo una reverencia a la compañía y se acercó despacio, sombrero en mano, al mostrador, donde dijo llamarse Henry Buder, de Oakands, del condado de Shelby. Se volvió indiferente hacia el anuncio y, acercándose pausadamente, lo leyó de arriba a abajo.

Jim -dijo a su hombre- me parece que vimos a un hombre parecido cerca de la casa de Beman, ¿verdad?

– Sí, amo -dijo Jim-, aunque no estoy seguro de lo de la mano.

– Claro, pero por supuesto no miré -dijo el forastero, bostezando despreocupado. Después se aproximó al posadero y le pidió que le proporcionase una habitación privada, pues tenía que atender a unos papeles inmediatamente.

El posadero se deshacía en atenciones y pronto un equipo de unos siete negros, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, grandes y pequeños, se revoloteaba como una nidada de perdices, corriendo, trajinando y pisándose los talones en su afán de preparar el cuarto del amo, mientras él se sentó en el centro de la habitación e inició una conversación con el hombre que se encontraba a su lado.

El fabricante, señor Wilson, miraba al forastero desde que entró con un aire de curiosidad inquieta. Tenía la impresión de que lo había visto antes en algún sitio, pero no alcanzaba a recordar dónde. Cada vez que el hombre hablaba, se movía o sonreía, le clavaba la mirada para apartarla enseguida cuando se fijaban en él los brillantes ojos oscuros con una expresión de frialdad displicente. Finalmente, pareció caer repentinamente en la cuenta de quién era, pues lo contempló con tal expresión de asombro e incomprensión que el hombre se le acercó.

– El señor Wilson, creo -dijo, extendiendo la mano con tono de haberlo reconocido-. Le ruego me disculpe, pero no le había reconocido. Ya veo que usted me ha reconocido a mí: el señor Butler, de Oaklands en el condado de Shelby.

– Sí… sí, señor -dijo el señor Wilson como alguien que habla en sueños.

En ese momento entró un muchacho negro y anunció que estaba preparada la habitación del señor.

– Ocúpate de los baúles, Jim -dijo el caballero con indiferencia; después, dirigiéndose al señor Wilson, añadió-: Me gustaría hablar unos minutos de negocios con usted, en mi cuarto, si no le importa.

El señor Wilson le siguió como un sonámbulo; se dirigieron a un aposento grande del piso superior, donde crepitaba un fuego recién encendido y correteaban varios sirvientes alrededor, dando los últimos toques a los preparativos.

Cuando todo estuvo listo y los sirvientes se hubieron marchado, el hombre joven giró la llave intencionadamente en la puerta y, guardándose la llave en el bolsillo, se dio la vuelta y, con los brazos cruzados, miró al señor Wilson directamente a la cara.

– ¡George! -dijo el señor Wilson.

– Sí, George -dijo el hombre joven.

– ¡Nunca lo hubiera creído!

– Voy bien disfrazado, me figuro -dijo el hombre joven con una sonrisa-. Un poco de corteza de nogal ha convertido mi piel amarillenta en morena y me he teñido el pelo de negro, por lo que no correspondo en absoluto a la descripción.

– ¡Ay, George, pero éste es un juego peligroso! Nunca te hubiera aconsejado que lo jugaras.

– Lo hago bajo mi propia responsabilidad -dijo George, con la misma sonrisa orgullosa.

Queremos comentar, de pasada, que George era blanco por parte de padre. Su madre fue una de las desgraciadas de su raza, destinada por su belleza personal a ser esclava de las pasiones de su dueño y madre de hijos que nunca tendrían padre. De una de las mejores familias de Kentucky había heredado unas bellas facciones europeas y un espíritu vivo e indomable. De su madre sólo heredó un ligero tinte mulato, compensado de sobra por los ojos oscuros que le hacían juego. Un pequeño cambio en el color de piel y del cabello lo habían metamorfoseado en el individuo de aspecto español que parecía; y como siempre había tenido elegancia de movimientos y unos modales caballerosos, no le costaba ningún trabajo representar el atrevido papel que había adoptado: el de un caballero que viaja con su criado.

El señor Wilson, un caballero de buen corazón pero extremadamente nervioso y precavido, paseaba arriba y abajo por la habitación con apariencia, en palabras de John Bunyan, «de tener la mente zarandeada» y dividido entre el deseo de ayudar a George y una idea algo confusa de mantener la ley y el orden. Así que, mientras paseaba, se expresó de la siguiente manera:

– Bien, George, supongo que te fugas… que dejas a tu legítimo dueño, George… (no me sorprende)… pero al mismo tiempo, lo siento, George… sí, desde luego… creo que he de decirlo, George… es mi deber decírtelo.

– ¿Qué es lo que siente usted, señor? -preguntó tranquilamente George.

– Pues verte, como si dijéramos, oponiéndote a las leyes de tu país.

¡Mi país! -dijo George, con fuerte énfasis amargo ¿qué país tengo yo, sino la tumba?, ¡y juro por Dios que quisiera estar en ella!

– Ay, George, eso no está bien; esa forma de hablar es malvada, va contra las Sagradas Escrituras. George, tienes un amo duro, de hecho se comporta de manera reprobable y no pretendo defenderlo. Pero sabes cómo el ángel ordenó a Agar que volviese con su ama y se humillara bajo su mano [15]; y el apóstol mandó a Onésimo que volviese con su amo [16].

– No me cite usted la Biblia de esta manera, señor W son -dijo George con los ojos llameantes-, ¡no lo haga!, pues mi esposa es cristiana y yo lo seré si salgo de ésta; pero citar la Biblia a alguien en mis circunstancias es bastante para hacer que deje la religión del todo. Apelo á Dios Todopoderoso; estoy dispuesto a llevar el caso ante El para preguntarle si hago mal en buscar la libertad.

– Estos sentimientos son muy naturales, George -dijo el bondadoso anciano, sonándose la nariz-. Son naturales, pero es mi obligación no alentarte a seguirlos. Sí, hijo, te compadezco; es un mal asunto, muy malo, pero dice el apóstol: «Que cada uno asuma la condición que le ha correspondido.» Todos debemos sometemos a las indicaciones de la Providencia, George, ¿te das cuenta?

George se quedó con la cabeza echado hacia atrás, los brazos fuertemente cruzados contra su ancho pecho y una sonrisa amarga dibujada en los labios.

– Señor Wilson, si vinieran los indios y le hicieran prisionero, alejándole de su esposa e hijos y le quisieran tener toda la vida trabajando el maíz para ellos, me pregunto si usted creería que era su obligación asumir la condición que le había correspondido. Yo creo que usted consideraría una indicación de la Providencia el primer caballo sin jinete que pudiera encontrar, ¿no es verdad?

El anciano consideró seriamente esta ilustración del caso; pero, aunque no era muy buen razonador, tenía el buen sentido del que carecían muchos dialécticos del tema: el de no decir nada cuando no había nada que decir. De modo que, mientras se quedó acariciando suavemente el paraguas y quitándole todas las arrugas y pliegues, continuó con sus recomendaciones generales.

– Verás, George, tú sabes que siempre he sido tu amigo, y todo lo que he dicho, lo he dicho por tu bien. Ahora bien, en este caso me parece a mí que corres un gran riesgo. No puedes tener esperanzas de éxito. Si te cogen, las cosas te irán peor que nunca; te maltratarán y dejarán medio muerto y luego te venderán río abajo.

– Señor Wilson, sé todo esto -dijo George-. Sí que corro un riesgo, pero… -abrió de repente el abrigo para mostrar dos pistolas y un cuchillo de caza-. ¡Ahí está! -dijo-, estoy preparado para ellos. jamás me iré al sur. ¡No! Llegado el caso, me ganaré por lo menos seis pies de tierra gratis, ¡la primera y la última tierra que posea jamás en Kentucky!

– Ay, George, ése es un estado de ánimo muy malo; se aproxima a la desesperación, George. Me preocupas, quebrantando las leyes de tu país.

– ¡Mi país de nuevo! Señor Wilson, usted tiene país, pero ¿qué país tengo yo o los que, como yo, han nacido de madres esclavas? ¿Qué leyes hay para nosotros? Nosotros no las hacemos ni damos nuestro consentimiento; no tenemos nada que ver con ellas; todo lo que hacen por nosotros es aplastarnos y mantenemos aplastados. ¿No he oído sus discursos del 4 de julio? ¿No nos dicen a todos, una vez al año, que los gobiernos reciben su legítimo poder del consentimiento de los gobernados? Los que oyen estas cosas, ¿es que no saben pensar? ¿No saben atar cabos, para ver lo que significa?

La mente del señor Wilson era de aquellas que se podrían asemejar con bastante propiedad a una bala de algodón: aterciopelado, suave, benévolamente velloso y confuso. Realmente compadecía a George con todo su corazón y tenía una percepción borrosa y turbia del tipo de sentimientos que lo torturaban, pero creyó que era su deber seguir con tenacidad infinita hablándole del bien.

– George, esto está mal. Debo decirte, ya sabes, como amigo, que no deberías albergar semejantes ideas; son malas, George, muy malas, para los muchachos de tus circunstancias, muy malas -y el señor Wilson se sentó en una mesa y se puso a roer nerviosamente el mango de su paraguas.

– Oiga usted, señor Wilson -dijo George, acercándose y sentándose en frente de él-, míreme un momento. Sentado aquí delante de usted, ¿no soy un hombre exactamente igual que usted? Míreme la cara, míreme las manos, míreme el cuerpo -y el joven se estiró con orgullo-; ¿por qué no soy yo tan hombre como cualquiera? Bien, señor Wilson, escuche usted lo que voy a decirle. Yo tuve un padre, uno de sus caballeros de Kentucky, que no me apreciaba lo suficiente para evitar que me vendieran junto a sus perros y sus caballos para saldar las deudas cuando se murió. Vi a mi madre en una subasta del sheriff, junto con sus siete hijos. Nos vendieron ante sus ojos, uno por uno, todos a amos diferentes, y yo era el más joven. Ella se puso de rodillas ante mi antiguo amo y le suplicó que la comprase conmigo, para tener por lo menos uno de sus hijos con ella, y la apartó de una patada de su pesada bota. Lo vi hacerlo y lo último que oí fueron sus gemidos y gritos cuando me ataron al cuello de su caballo para llevarme a su finca.

– -¿Y después?

– Mi amo negoció con uno de los hombres y compró a mi hermana mayor. Era una chica buena y religiosa, miembro de la iglesia Baptista, y tan guapa como lo había sido mi madre. Estaba bien instruida y tenía buenos modales. Al principio, me alegré de que la hubiera comprado, pues así tendría a una amiga cerca. Pero pronto me lamenté. Señor, he estado en la puerta escuchando cómo la azotaban, sintiendo como si cada golpe cayera sobre mi corazón desnudo, y no podía hacer nada para ayudarla; y la azotaban, señor, por querer llevar una vida decente y cristiana, tal como sus leyes no permiten que viva una esclava; y finalmente la vi encadenada con la cuadrilla de un tratante destinada a ser vendida en el mercado de Nueva Orleáns, y todo por aquel motivo, y no he vuelto a tener noticias de ella. Bien, pues me hice mayor, pasaron años y años, sin padre, sin madre, sin hermana, sin un alma que me quisiera más que a un perro; sin nada más que azotes, broncas y hambre. Señor, he pasado tanta hambre que he comido a gusto los huesos que tiraban a sus perros; sin embargo, cuando era un crío y me quedaba noches enteras despierto llorando, no lloraba por el hambre; no lloraba por los azotes. No, señor, lloraba por mi madre y por mis hermanar, lloraba porque no tenía a nadie que me quisiera sobre la tierra. jamás conocí el significado de la paz o el consuelo. jamás me dirigieron una palabra amable hasta que fui a trabajar en su fábrica. Señor Wilson, usted me trataba bien; me animaba a mejorarme, a aprender a leer y a escribir e intentar ser algo en la vida, y Dios sabe cuánto se lo agradezco. Luego, señor, conocí a mi esposa; usted la ha visto y sabe lo hermosa que es. Cuando supe que me quería, cuando me casé con ella, apenas creía que estaba vivo por lo feliz que me sentía; y, señor, es tan virtuosa como bella. Y entonces, ¿qué? Entonces va mi amo y me aparta del trabajo y de mis amigos y de todo lo que me gusta y me reduce a nada. ¿Y por qué? Porque, dice, he olvidado quién soy, dice, para enseñarme que sólo soy un negro. Al final, lo último de todo, viene y se interpone entre mi mujer y yo y dice que tendré que renunciar a ella para ir a vivir con otra mujer. Y las leyes de ustedes le permiten hacer todo esto, a pesar de Dios y del hombre. ¡Dése cuenta, señor Wilson! No hay ni una sola de estas cosas que han roto el corazón a mi madre, a mi hermana, a mi esposa y a mí que no sancionen sus leyes y permitan hacer a todos los hombres de Kentucky sin que nadie les pueda decir que no. ¿Y las llama usted las leyes de mi país? Señor, no tengo país como tampoco tengo padre. Pero voy a tener uno. No quiero nada del país de usted excepto que me deje en paz, que pueda abandonarlo pacíficamente; y cuando llegue al Canadá, donde las leyes me reconocerán y me protegerán, ése será mi país, y acataré sus leyes. Pero si algún hombre intenta detenerme, que tenga cuidado, pues estoy desesperado. Lucharé por la libertad hasta el último aliento. Dice usted que lo hicieron sus antepasados; si fue lo correcto para ellos, ¡es lo correcto para mí!

Este discurso, pronunciado parcialmente cuando estaba sentado en la mesa y parcialmente mientras paseaba de un lado para otro de la habitación -pronunciado con lágrimas, y los ojos llameantes y gestos de desesperación-, fue demasiado para el bondadoso anciano a quien iba dirigido, que se había sacado un gran pañuelo de seda amarilla y se secaba la cara con gran ahínco.

– ¡Malditos sean todos! -soltó de repente-. ¿No lo he dicho siempre?, ¡canallas del infierno! Espero no blasfemar, pues. ¡Adelante, George! Pero ten cuidado, hijo mío; no dispares a nadie, George a no ser… ¡no, mejor no dispares!, por lo menos, no para dar, ¿me entiendes? ¿Dónde está tu mujer, George? -añadió, levantándose nervioso para pasear por la habitación.

– Se ha marchado, señor, con su hijo en brazos, Dios sabe adónde; se ha ido detrás de la estrella del norte, y ¡cuándo nos reuniremos o si nos reuniremos alguna vez, nadie puede saberlo!

– ¿Es posible?, es asombroso que huya de una familia tan bondadosa.

– Las familias bondadosas se endeudan y las leyes de nuestro país permiten que arranquen a un crío de los brazos de su madre y lo vendan para pagar las deudas de su amo -dijo George con amargura.

– ¡Vaya, vaya! -dijo el honrado anciano, rebuscando en el bolsillo- supongo… quizás… no estoy siendo juicioso… ¡maldita sea, no quiero ser juicioso! -añadió de repente- así que toma, George -y sacando un fajo de billetes de una cartera, los ofreció a George.

– No, amable y buen señor -dijo George-, usted ha hecho mucho por mí y esto podría acarrearle problemas. Tengo bastante dinero, espero, para llevarme tan lejos como necesito.

– No, George, debes cogerlo. El dinero es de gran ayuda en todas partes; no puedes tener demasiado, si lo consigues de forma honrada. Cógelo, cógelo ahora, por favor, hijo.

– Con la condición, señor, de que se lo pueda devolver en el futuro, lo cogeré -dijo George, cogiendo el dinero.

– Ahora, George, ¿cuánto tiempo vas a viajar de esta guisa? No mucho, espero. Está bien representado, pero demasiado atrevido. Y este negro, ¿quién es?

– Un tipo estupendo, que se fue al Canadá hace más de un año. Después de llegar allí, se enteró de que su amo estaba tan enfadado con él por haberse escapado que había azotado a su anciana madre; y ha vuelto para consolarla e intentar llevársela.

– ¿Ya la tiene?

– Aún no; ha estado merodeando por el lugar pero todavía no ha tenido oportunidad. Mientras tanto, va a ir conmigo hasta Ohio, para dejarme con unos amigos que lo ayudaron a él y luego volverá a por ella.

– ¡Peligroso, muy peligroso! -dijo el anciano.

George se irguió y sonrió con desdén.

El anciano caballero lo miró de arriba a abajo con una especie de asombro inocente.

– George, algo te ha cambiado de forma extraordinaria. Tienes la cabeza alta y hablas y te mueves como otro hombre -dijo el señor Wilson.

– ¡Porque soy un hombre libre! -dijo, orgulloso, George-. Sí, señor, no volveré a llamar amo a ningún hombre. ¡Estoy libre!

– ¡Ten cuidado! No estás a salvo, pueden atraparte.

– Todos los hombres somos libres e iguales en la tumba, dado el caso, señor Wilson -dijo George.

– ¡Estoy pasmado por tu valor! -dijo el señor Wilson ¡métete en la taberna más próxima!

– Señor Wilson, no soy tan valiente, y esta taberna está tan cerca que no se les ocurrirá buscar aquí; me buscarán más adelante y ni usted me conocía. El amo de Jim no vive en este condado; a él no lo conocen por aquí. Además, ya es tarde, ya nadie lo busca y nadie me reconocerá por el anuncio, creo.

– ¿Y la marca de la mano?

George se quitó el guante y mostró una cicatriz reciente en la mano.

– Es la última muestra del aprecio del señor Harris -dijo desdeñoso-. Hace quince días se le ocurrió hacérmelo, porque dijo que creía que intentaría escaparme un día de estos. Interesante, ¿verdad? -dijo, volviendo a colocarse el guante.

– Confieso que se me hiela la sangre cuando pienso en tu condición y tus riesgos -dijo el señor Wilson.

– Yo la he tenido helada durante muchos años, señor Wilson; ahora está a punto de ebullición -dijo George-. Bien, estimado señor -dijo George tras unos minutos de silencio-, me he dado cuenta de que me reconocía y he pensado hablar con usted por si su cara de sorpresa me fuera a delatar. Partiré mañana por la mañana temprano, antes del amanecer; mañana por la noche espero dormir en Ohio. Viajaré con la luz del día, pararé en los mejores hoteles y comeré en las mismas mesas que los señores de la tierra. Adiós, pues, señor; si se entera de que me han cogido, sepa que he muerto.

George parecía una roca cuando extendió la mano como un príncipe. El amable anciano la estrechó con vigor y, después de reiterar sus consejos, cogió el paraguas y salió torpemente de la habitación.

George permaneció pensativo mirando cómo el anciano cerraba la puerta. Pareció ocurrírsele algo. Corrió hacia la puerta y dijo, al abrirla:

– Señor Wilson, ha demostrado ser un cristiano por su forma de tratarme; quiero pedirle una última prueba de su bondad cristiana.

– ¿Sí, George?

– Bien, señor, lo que ha dicho es verdad. Sí corro un gran riesgo. No hay sobre la tierra un alma a quien le importe que yo muera -añadió, respirando fuertemente y hablando con gran dificultad- me echarán a patadas y me enterrarán como un perro y nadie se acordará al día siguiente, ¡salvo mi pobre esposa! ¡Pobrecita!, llorará y penará. Si usted pudiera hacerle llegar este pequeño alfiler, señor Wilson, se lo agradeceré. Me lo regaló ella unas Navidades, ¡pobrecita! Déselo y dígale que la amaba hasta el final. ¿Quiere usted hacerlo? -añadió muy serio.

– ¡Por supuesto, pobre hombre! -dijo el anciano caballero, cogiendo el alfiler con los ojos acuosos y la voz temblorosa y melancólica.

– Dígale una cosa -dijo George-; es mi último deseo, si puede llegar al Canadá, que vaya allí. No importa lo amable que sea su ama, no importa cuánto ama su hogar, suplíquele que no vuelva, porque la esclavitud siempre acaba en tragedia. Dígale que eduque a nuestro hijo como hombre libre para que no sufra como he sufrido yo. Dígale esto, señor Wilson, ¿quiere?

– Sí, George, se lo diré; pero confío en que no mueras; anímate, eres un tipo valiente. Confía en el Señor, George. Quisiera con toda mi alma que estuvieras a salvo.

– ¿Existe un Dios en quien confiar? -preguntó George, con semejante tono de amarga desesperación que detuvo las palabras del anciano caballero-. Ay, he visto cosas en mi vida que me han hecho sentir que no puede haber un Dios. Ustedes los cristianos no saben cómo vemos nosotros estas cosas. Existe Dios para ustedes, pero ¿existe Dios para nosotros?

– Ay, no digas eso, muchacho -dijo el anciano, casi sollozando mientras hablaba-; ¡no sientas esas cosas! Existe, existe; está oculto por nubes y tinieblas, pero la rectitud y el juicio señalan su morada. Existe un Dios, George, créelo; confía en Él y estoy seguro de que Él te ayudará. Se hará justicia, si no en esta vida, en la próxima.

La auténtica piedad y la bondad del sencillo anciano le confirieron a sus palabras dignidad y autoridad. George dejó de caminar de un lado de la habitación al otro y se quedó parado un momento y después dijo:

– Gracias por decir eso, mi buen amigo. Pensaré en eso.

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