CAPÍTULO XVIII

LAS EXPERIENCIAS Y OPINIONES DE LA SEÑORITA OPHELIA

En sus sencillas cavilaciones, nuestro amigo Tom a menudo comparaba su destino más favorecido, dentro de la esclavitud, con el de José de Egipto; de hecho, cuanto más tiempo pasaba y más conocía a su amo, más le parecía que crecía la fuerza del paralelismo.

St. Clare era perezoso y descuidado con el dinero. Hasta la fecha, las compras y las ventas habían sido realizadas por Adolph, que era exactamente igual de descuidado y derrochador que su amo; entre los dos, el proceso de dilapidación avanzaba a gran velocidad. Tom, acostumbrado durante años a ver la propiedad de su amo como responsabilidad suya, veía con una inquietud que apenas conseguía reprimir los despilfarros de la hacienda y, a veces, con las formas discretas e indirectas a menudo adquiridas por los de su condición, se atrevía a hacer alguna sugerencia.

Al principio, St. Clare le consultaba de vez en cuando, pero, impresionado por la solidez de sus ideas y su buena capacidad para los negocios, iba confiando en él cada vez más, hasta que finalmente era el encargado de realizar toda la administración de la familia.

– No, no, Adolph -dijo un día que Adolph protestaba por la pérdida de poder-, deja en paz a Tom. Tú sólo comprendes lo que te conviene; Tom comprende el debe y el haber, y puede que el dinero se nos acabe algún día si no dejamos que alguien lo administre.

Gozando de la confianza sin límites de un amo descuidado, que le daba una factura sin mirarla antes y se embolsaba el cambio sin contarlo, Tom estaba expuesto a todas las tentaciones para ser deshonesto; y sólo la sencillez impugnable de su naturaleza fortalecida por su fe cristiana le salvaba de ellas. Pero para semejante naturaleza, la ilimitada confianza depositada en él era suficiente en sí misma para garantizar una honradez escrupulosa.

Con Adolph, el caso había sido diferente. Desconsiderado y egoísta, y sin la vigilancia de su amo, a quien le era más fácil consentir que controlar, había caído en la confusión más absoluta en cuanto al meum tuum [29] entre él mismo y su amo, que a veces preocupaba incluso a St. Clare. El sentido común de éste le indicaba que era injusto y peligroso enseñar a sus criados de esta forma. Llevaba consigo a todas partes una especie de remordimiento crónico, que no era lo suficientemente fuerte, sin embargo, para hacerle cambiar su comportamiento; y este mismo remordimiento a su vez se convertía en indulgencia. Tomaba a la ligera las faltas más graves porque se decía que, si él hubiera cumplido, sus criados no hubiesen sucumbido a ellas.

Tom trataba a su amo joven, alegre y guapo con una extraña mezcla de lealtad, reverencia y afecto paternal. Que no leyera la Biblia jamás, que no fuera a la iglesia, que se riera y burlara de todo lo que se encontraba por delante, que pasara las tardes del domingo en la ópera o el teatro, que asistiera a fiestas y clubes y cenas más a menudo de lo que convenía, todo esto lo veía Tom tan claramente como cualquier otro, y era la base de su convencimiento de que «el amo no era cristiano», convencimiento que se guardaba mucho de compartir con nadie pero que servía de fundamento para muchas de las oraciones sencillas que rezaba cuando se hallaba a solas en su pequeño dormitorio. Y no es que Tom no dijese de vez en cuando lo que pensaba, con un tacto que se observaba frecuentemente entre los de su clase. Por ejemplo, al día siguiente del domingo que hemos descrito, a St. Clare lo invitaron a una fiesta jovial con buenos licores, y lo llevaron a casa entre la una y las dos de la madrugada en una condición en la que lo fisico dominaba claramente a lo intelectual. Tom y Adolph le ayudaron a arreglarse para dormir, el último de muy buen humor, aparentemente tomando la situación como una broma y riéndose a carcajadas por la rusticidad de la desaprobación de Tom, que era lo bastante sencillo como para pasarse el resto de la noche en blanco rezando por su joven amo.

– Bien, Tom, ¿a qué esperas? -preguntó St. Clare al día siguiente, sentado en la biblioteca vestido con bata y zapatillas. St. Clare acababa de confiarle algún dinero y varios encargos a Tom-. ¿Está todo bien, Tom? -añadió, al ver que Tom se quedó esperando.

– Me temo que no, amo -dijo Tom con cara seria.

St. Clare dejó el periódico y la taza de café y miró a Tom. -Bien, Tom, ¿qué ocurre? Estás más serio que un ataúd. -Me siento muy mal, amo. Siempre pensé que el amo se portaría bien con todo el mundo.

– ¿Y no lo he hecho, Tom? Vamos, vamos, ¿qué es lo que quieres? Te hace falta alguna cosa, supongo, y éste es el prefacio para conseguirla.

– El amo siempre se ha portado bien conmigo. No tengo quejas en ese sentido. Pero hay una persona con la que no se porta bien.

– Vamos, Tom, ¿qué te ocurre? Habla claro: ¿qué quieres decir?

– Anoche, entre la una y las dos, se me ocurrió. Estudié el asunto entonces. El amo no se porta bien consigo mismo.

Tom dijo esto con la espalda vuelta a su amo y la mano en el pomo de la puerta. St. Clare notó cómo se ruborizaba, pero se rió.

– Así que eso es todo, ¿eh? -preguntó alegremente.

– ¡Todo! -dijo Tom, volviéndose de pronto y cayéndose de rodillas-. ¡Ay, mi querido y joven amo, me temo que vaya a ser la pérdida de todo, de cuerpo y alma! ¡El buen libro dice: «muerde como una serpiente y pica como una víbora», querido amo!

A Tom se le ahogó la voz y las lágrimas surcaron sus mejillas.

– ¡Pobre tonto! -dijo St. Clare, con los ojos llenos de lágrimas-. Levántate, Tom. No vale la pena llorar por mí.

Pero Tom no quiso levantarse y lo miraba con expresión suplicante.

– Bien, no volveré a ir a ninguna de sus malditas fiestas, Tom -dijo St. Clare-; te doy mi palabra. No sé por qué no las he dejado hace tiempo. Siempre las he despreciado, y a mí mismo por asistir; así que enjúgate las lágrimas, Tom, y ve a hacer tu trabajo. Vamos, vamos -añadió-, no me bendigas. No soy tan maravilloso -dijo, empujando suavemente a Tom hacia la puerta-. Te doy mi palabra de honor, Tom, que no me volverás a ver así -dijo; y Tom se marchó, secándose los ojos, con gran satisfacción.

«Y cumpliré la palabra que le he dado, además», se dijo St. Clare, cuando hubo cerrado la puerta.

Y así lo hizo St. Clare, pues el burdo sensualismo, bajo cualquiera de sus manifestaciones, no iba con su naturaleza.

Pero, ¿quién va a contamos los problemas variopintos que atormentaban durante todo este tiempo a nuestra amiga, la señorita Ophelia, que había comenzado a desempeñar las labores de un ama de casa sureña?

Hay muchísimas diferencias entre los criados de las diferentes casas del Sur, según el carácter y la capacidad del ama que les educa.

Tanto en el Sur como en el Norte, hay mujeres que tienen un extraordinario don de mando y talento para la educación. Estas mujeres tienen la capacidad de someter a su voluntad y organizar sistemática y armoniosamente, aparentemente sin dificultad ni severidad, a los diversos miembros de su hacienda, regulando sus idiosincrasias, y equilibrando las deficiencias de uno con los excesos de otro para crear un régimen armonioso y ordenado.

De esta clase de amas de casa era la señora Shelby, a la que ya hemos descrito, y a quien nuestros lectores quizás recuerden haber conocido. Si no hay muchas en el Sur, es porque no hay muchas en el mundo. Se encuentran en el Sur como en cualquier otra parte y, cuando existen, tienen en ese estado peculiar una ocasión muy brillante para exhibir su talento doméstico.

De esta clase de amas de casa no era Marie St. Clare, ni lo había sido su madre. Era indolente e infantil, desorganizada e imprevisora, y era de esperar que los criados instruidos bajo su mandato pecaran de lo mismo; había descrito a la señorita Ophelia con gran exactitud la confusión que iba a encontrar en la casa, aunque no la había atribuido a su verdadera causa.

En la primera mañana de su mandato, la señorita Ophelia se levantó a las cuatro; después de ocuparse de todos los arreglos de su propio cuarto, tal como venía haciendo desde su llegada a la casa, con gran asombro de la camarera, se dispuso a iniciar el asalto de los armarios y despensas de la casa, cuyas llaves obraban en su poder.

La despensa, el armario de la ropa blanca, la alacena de la porcelana, la cocina y la bodega se sometieron todos a una formidable revista aquel día. Tantas cosas ocultas en la oscuridad vieron la luz que se alarmaron todos los principales y dignatarios de la cocina y el cuerpo de casa y provocaron muchos comentarios y murmullos entre los dirigentes domésticos sobre «estas damas del Norte».

La vieja Dinah, cocinera jefe y mandataria principal del departamento de la cocina, montó en cólera por lo que consideraba una invasión de sus privilegios. Ningún barón feudal de los tiempos de la Magna Carta hubiera podido sentirse más ofendido por las incursiones de la corona.

Dinah era un personaje por derecho propio, y sería injusto para con el lector no hacerle un pequeño retrato de ella. Era una cocinera nata, tanto como la tía Chloe, ya que la cocina es un don indígena de la raza africana; pero Chloe era una cocinera formada y metódica, que se regía por un orden bastante estricto, mientras que Dinah era un genio autodidacta y, como todos los genios, era absolutamente testaruda, tajante y caprichosa.

Como cierta clase de filósofo moderno, Dinah despreciaba la lógica y la razón bajo todas sus formas y se refugiaba siempre en una seguridad intuitiva, en la que se encontraba totalmente inexpugnable. Ningún talento, autoridad o explicación podía hacerle creer que otra manera de hacer era mejor que la suya, o que su forma de proceder en cualquier asunto podía modificarse lo más mínimo. Esto era algo que había consentido su antigua ama, la madre de Marie; y a «la señorita Marie», como Dinah llamaba siempre a su joven ama, incluso después de casada, le resultaba más fácil ceder que luchar, por lo que Dinah era la reina absoluta. Esto era más fácil puesto que era maestra en el arte diplomático que une el servilismo más exagerado con la inflexibilidad más extrema.

Dinah era experta en el arte y la cábala de hacer excusas en todas sus ramas. De hecho, para ella era un axioma que la cocinera nunca se equivoca, y una cocinera en una cocina del Sur encuentra muchas cabezas y hombros sobre los que echar todas las culpas y pecados con el fin de mantenerse inmaculada ella misma. Si alguna parte de la comida era un fracaso, había cincuenta motivos indisputables y era la culpa de cincuenta personas, a las que Dinah regañaba con un celo inmisericorde.

Pero pocas veces había algún fallo en los resultados finales de Dinah. Aunque su forma de hacer las cosas era indirecta y tortuosa, sin cálculos temporales o espaciales, y aunque la cocina siempre tenía aspecto de que había pasado un huracán y tenía tantos lugares para guardar sus utensilios de cocina como días había en el año, sin embargo, si se tenía la paciencia de dejarla tomar su tiempo, servía una comida perfectamente organizada y tan bien preparada que ni un epicúreo le pondría pegas.

Era casi la hora de preparar el almuerzo. Dinah, que requería largos intervalos de reflexión y descanso y procuraba sentirse a sus anchas en todo momento, estaba sentada en el suelo de la cocina fumando una pipa corta y gorda a la que era muy aficionada y que siempre encendía, a modo de incensario, cuando sentía la necesidad de inspiración en sus quehaceres. Era su forma de invocar las musas domésticas.

Sentados a su alrededor se hallaban varios miembros de la raza ascendente que abunda en una casa sureña, ocupados en desgranar guisantes, pelar patatas, desplumar aves y otros menesteres preparativos. De vez en cuando Dinah interrumpía sus meditaciones para dar un codazo o un golpe en la cabeza con una cuchara de palo que tenía junto a ella a algunos de los trabajadores jóvenes. De hecho, Dinah dirigía las cabezas lanudas de los miembros más jóvenes con mano férrea y parecía creer que la única razón de la existencia de éstos era «ahorrarle pasos» a ella, según decía. Era el espíritu del sistema bajo el que se había criado ella, y lo cultivaba hasta sus últimas consecuencias.

La señorita Ophelia, tras ejecutar su recorrido reformativo a las demás dependencias del establecimiento, entró finalmente en la cocina. Dinah se había enterado por diferentes fuentes de lo que ocurría y estaba decidida a mantenerse en terreno defensivo y conservador y mentalmente preparada a oponerse o hacer caso omiso de cada nueva norma sin que mediara ninguna disputa visible entre ellas.

La cocina era una habitación grande con suelo de ladrillo y un gran hogar anticuado que se extendía por toda una pared, aparato que St. Clare había intentado en vano persuadir a Dinah que sustituyera por una cocina moderna. Ella no quiso ni hablar del asunto. Ningún conservador, seguidor de Pusey [30] o de cualquier otro, estaba más apegado a las incomodidades del pasado que Dinah.

Cuando St. Clare regresó del Norte la primera vez, aún impresionado por la eficiencia y orden de la cocina de su tío, dotó generosamente la suya de una serie de armarios, cajones y diferentes aparatos que indujeran a la organización sistemática, bajo la ilusión optimista de que podría facilitarle el trabajo a Dinah. Más le hubiera valido instalarlos para una ardilla o una urraca. Cuantos más armarios y cajones había, más escondrijos buscaba Dinah para ocultar trapos, peines, zapatos viejos, cintas de pelo, ajadas flores artificiales y otros artículos de vertu [31]que le deleitaban.

Cuando la señorita Ophelia penetró en la cocina, Dinah no se levantó sino que continuó fumando tranquilamente, siguiendo los movimientos de aquélla de reojo mientras aparentemente vigilaba los trabajos que realizaban a su alrededor.

La señorita Ophelia empezó abriendo unos cajones.

– ¿.Para qué sirve este cajón, Dinah? -preguntó.

– Sirve para casi todo, señora -dijo Dinah. Y así lo parecía. De entre la variedad de objetos que contenía, la señorita Ophelia sacó primero un bello mantel de damasco, manchado de sangre por haber sido utilizado aparentemente para envolver carne cruda.

– ¿Qué es esto, Dinah? ¿No envolverás la carne con los mejores manteles de tu ama?

– ¡Caramba, no, señora! Es que no había toallas, por eso lo usé. Pensaba lavarlo y por eso lo puse allí.

«¡Inepta!», dijo la señorita Ophelia para sí, mientras volcaba el cajón, donde encontró un rallador junto con dos o tres nueces moscadas, un himnario metodista, un par de pañuelos de madrás sucios, lana y una labor de calceta, un paquete de tabaco y una pipa, unos cuantos triquitraques, un par de platillos dorados con restos de pomada, un viejo zapato gastado, un retal de franela cuidadosamente doblado, que contenía unas cebollas pequeñas y blancas, varias servilletas de damasco, algunas burdas toallas de cutí, cuerda, agujas de zurcir y varios papeles rotos, de los que habían caído al cajón diferentes hierbas aromáticas.

– ¿Dónde guardas la nuez moscada, Dinah? -preguntó la señorita Ophelia, con el aire de alguien que hace acopio de paciencia.

– En casi cualquier lado, señora; hay un poco en esa taza agrietada de ahí, y hay más en aquel armario.

– Y aquí hay más con el rallador dijo la señorita Ophelia, alzándolas.

– Caramba, es verdad. Las he puesto allí esta misma mañana… me gusta tener las cosas a mano -dijo Dinah-. ¡Eh, tú, Jake! ¿Por qué te paras? ¡Ya te daré yo! ¡Estáte quieto! -añadió, dando al criminal un golpe con su cuchara.

– -¿Qué es esto? -preguntó la señorita Ophelia, levantando el platillo con la pomada.

– ¡Vaya por Dios! Es mi brillantina. La guardo ahí para tenerla a mano.

– ¿Y para eso utilizas los mejores platillos de tu ama? -¡Señor, lo hice porque tenía tanta prisa!… ¡Iba a cambiarla hoy mismo!

– Y aquí hay dos servilletas de damasco.

– Puse las servilletas allí para que las lavaran un día de éstos.

– ¿No tenéis un lugar para poner las cosas de la colada? -Bueno, el señor St. Clare compró aquel arcón para eso, dijo; pero a mí me gusta hacer galletas y guardar allí mis cosas algunos días y es muy fácil: sólo hay que levantar la tapa. -¿Por qué no preparas tus galletas en la mesa de repostería que hay allí?

– ¡Caramba, señora, se llena tanto de platos y otras cosas que nunca hay sitio!

– Pero los platos deben fregarse y guardarse.

– ¡Fregar los platos! -dijo Dinah, subiendo el tono de voz, ya que empezaba a asomar la ira tras su respeto habitual-. ¿Qué saben las señoras del trabajo, quisiera yo saber? ¿Cuándo iba a comer el amo si yo pasase todo el tiempo fregando y guardando platos? La señorita Marie nunca me dijo que hiciera eso.

– ¿Y qué me dices de estas cebollas?

– ¡Caramba, es verdad! -dijo Dinah-, conque es allí donde están. No me acordaba. Guardaba esas mismas cebollas para este mismo guisado. Se me había olvidado que estaban dentro de ese viejo trozo de franela.

La señorita Ophelia sacó los papeles con las hierbas aromáticas.

– Preferiría que la señora no me tocara esas cosas. Me gusta guardar las cosas donde yo sé que puedo cogerlas -dijo Dinah con bastante decisión.

– Pero no querrás estos papeles llenos de agujeros. -Son útiles para esparcir las hierbas -dijo Dinah.

– Pero ya ves cómo se salen por todo el cajón.

– ¡Caramba, es verdad! Si la señora se empeña en revolverme las cosas, claro que se saldrán. La señora ya me ha derramado un montón de esa forma -dijo Dinah, acercándose inquieta a los cajones-. Si la señora se va arriba hasta que sea mi hora de recoger, ya lo pondré todo bien; pero parece que no puedo hacer nada cuando hay señoras alrededor, molestando. ¡Eh, tú, Sam, no le des el azucarero al bebé! ¡Ya te daré yo, si no te andas con cuidado!

– Voy a repasar la cocina y voy a ordenarlo todo una vez, Dinah, y después espero que la mantengas así.

– ¡Caramba, señorita Ophelia, ésas no son cosas propias de señoras! Nunca he visto a ninguna señora hacer nada semejante; ni mi antigua ama ni la señorita Marie lo han hecho jamás, y no veo la necesidad de que se haga ahora -y Dinah daba vueltas majestuosamente mientras la señorita Ophelia apilaba y clasificaba fuentes, vaciaba docenas de azucareros en un sólo recipiente, separaba servilletas, manteles y toallas para la colada, lavaba, frotaba y ordenaba todo con sus propias manos, con una velocidad y pericia que dejaron pasmada a Dinah.

– ¡Caramba! Si eso es lo que hacen las damas del Norte, pues no son damas -dijo a algunos de sus satélites, cuando estaba fuera del alcance del oído de la señorita Ophelia--. Yo tengo las cosas tan organizadas como cualquiera, cuando me toca la hora de ordenar; pero no quiero tener a señoras aquí molestando y poniéndome las cosas donde no puedo encontrarlas.

Para hacerle justicia a Dinah, tenía paroxismos, aunque infrecuentes, de reforma y orden, que ella llamaba «horas de ordenar», cuando se ponía con gran energía a volver del revés todos los cajones y armarios, poniéndolo todo en el suelo y en las mesas y multiplicando por siete el caos habitual. Entonces encendía su pipa, y revisaba lentamente las cosas, repasándolas y discurriendo sobre ellas; hacía que todos los jóvenes frotasen vigorosamente los objetos de hojalata y mantenía durante varias horas un elevadísimo estado de confusión, que explicaba, para satisfacción de todos los que lo preguntaban, que era la «hora de ordenar». «No podía dejar que las cosas siguieran cómo estaban, e iba a hacer que los jóvenes mantuvieran mejor el orden», porque la misma Dinah tenía la convicción de que ella misma era el colmo del orden y que sólo eran los jóvenes y todos los demás miembros de la casa los que provocaban que tal orden no alcanzara la perfección absoluta. Cuando todas las latas estaban fregadas y todas las mesas blancas como la nieve y todas las cosas que podían molestar estaban escondidas en rincones y escondrijos, Dinah se engalanaba con un vestido elegante, un delantal limpio y un turbante alto y brillante de madrás y decía a todos los jóvenes revoltosos que se mantuvieran fuera de la cocina, ya que quería que todo siguiese ordenado. De hecho, estas ocasiones infrecuentes suponían una molestia para todas los habitantes de la casa, puesto que Dinah cogía tal cariño por su lata reluciente que insistía que no se volviera a utilizar por ningún motivo, por lo menos hasta que se le pasara la fiebre de la «hora de ordenan».

En pocos días la señorita Ophelia reformó concienzudamente cada parte de la casa según un modelo sistemático; pero sus esfuerzos en todos los departamentos que dependían de la colaboración de los sirvientes eran como los trabajos de Sísifo o las Danaides. Un día, acudió desesperada a St. Clare.

– ¡No hay manera de imponer nada parecido a un método en esta familia!

– Pues claro que no -contestó St. Clare.

– ¡Nunca he visto una administración tan inepta, tanto derroche ni tanta confusión!

– Me imagino que no.

– No te lo tomarías con tanta tranquilidad si fueras ama de casa.

– Querida prima, más vale que te enteres, de una vez por todas, de que los amos nos dividimos en dos clases: los opresores y los oprimidos. Los que somos bondadosos y odiamos la severidad nos resignamos a padecer una gran cantidad de incomodidades. Si nos empeñamos en mantener una casa descuidada, revuelta y desorganizada, por dejadez, debemos atenemos a las consecuencias. He visto algún caso excepcional de personas que, gracias a un tacto peculiar, consiguen producir orden y sistema sin severidad; pero no soy una de ellas, por lo que me decidí hace tiempo a dejar que las cosas salgan como salgan. No permitiré que se azote o maltrate a los pobres diablos, y ellos lo saben y, por supuesto, saben que son ellos los que mandan.

– Pero que no tengan horario, ni lugar para todo, ni orden…, ¡todo transcurre de forma tan desordenada!

– Mi querida Vermont, vosotros que sois del Polo Norte exageráis la importancia del tiempo. ¿Para qué diablos le sirve el tiempo a un tipo que tiene el doble del que sabe llenar? En cuanto al orden y el sistema, cuando no hay nada que hacer más que tumbarse en el sofá a leer, importa poco que el desayuno o el almuerzo llegue una hora antes o después. Veamos, tienes a Dinah que te prepara una comida excelente: sopa, ragú, pollo asado, postre, helado y todo, y ella lo crea en el caos y la oscuridad de aquella cocina. Creo que es sublime que se las arregle tan bien. Pero ¡que el Cielo nos proteja! Si bajamos allí y vemos cómo fuma y se sienta en el suelo y corretea por ahí durante el proceso de preparación, nunca comeremos más. Mi querida prima, ahórrate eso. Es peor que la penitencia de los católicos y no sirve para más. Sólo perderás tú los nervios y a Dinah la confundirás totalmente. Deja que haga lo que quiera.

– Pero, Auguste, no tienes ni idea de cómo estaban las cosas.

– ¿Que no? ¿No sé que el rodillo está debajo de su cama, y el rallador de nuez moscada en su bolsillo con el tabaco, y que hay sesenta y cinco azucareros diferentes, uno en cada escondrijo de la casa, que un día friega la vajilla con una servilleta y al siguiente con un trozo de enagua? Pero el resultado es que prepara unas comidas magníficas y hace un café extraordinario, así que debes juzgarla tal como se juzgan a los guerreros y a los estadistas: por el éxito.

– ¡Pero el desperdicio y el gasto!

– ¡Mala suerte! Cierra con llave todo lo que puedes y quédate tú con la llave. Reparte poco a poco y nunca preguntes por nimiedades, pues no te conviene.

– Lo que me preocupa, Augustine, es que no puedo evitar la sensación de que estos criados no son del todo honrados. ¿Estás seguro de que son de fiar?

Augustine se rió de corazón por la cara seria y ansiosa con la que hizo la pregunta la señorita Ophelia.

– ¡Ay, prima, es demasiado! ¡Honrados! Como si se pudiera esperar tal cosa. ¿Honrados? Pues claro que no lo son. ¿Por qué habían de serlo? ¿Qué podría hacer que sean honrados?

– ¿Por qué no les enseñas?

– ¿Enseñar? ¡Tonterías! ¿Cómo crees que les iba a enseñar yo? ¡Buen enseñante estoy yo hecho! En cuanto a Marie, ella tiene bastante espíritu, desde luego, para matar a toda la plantación si la dejase administrarla, pero tampoco conseguiría hacerles honrados.

– ¿No hay ninguno honrado?

– Pues de vez en cuando hay uno que la Naturaleza hace tan ridículamente sencillo, sincero y leal que ni la peor influencia puede destruirlo. Pero, verás, desde el pecho materno el niño negro siente y cree que no tiene otro camino que el engaño. No tiene otra forma de llevarse con sus padres, su ama y sus señoritos y señoritas compañeros de juegos. El engaño y el disimulo se convierten en hábitos necesarios e ¡evitables. No es justo exigirles nada más. No hay que castigarles por ello. En cuanto a la honradez, se mantiene al esclavo en tal estado de dependencia casi infantil que no hay forma de que comprenda los derechos de la propiedad o que sienta que los bienes del amo no son los suyos propios, si es que puede hacerse con ellos. Yo, por mi parte, considero que es imposible que sean honrados. ¡Un tipo como nuestro Tom es un milagro de la moral!

– ¿Y qué será de sus almas? -preguntó la señorita Ophelia.

– Que yo sepa, eso no es asunto mío -dijo St. Clare-; sólo me ocupo de los asuntos de esta vida. El caso es que la opinión general es que toda su raza ha sido entregada al diablo para beneficio nuestro en este mundo, pase lo que pase en el otro.

– ¡Pero eso es terrible! -dijo la señorita Ophelia- ¡debería daros vergüenza!

– No sé si me da vergüenza. A pesar de todo, estamos bien acompañados -dijo St. Clare-, como suele sucederle a cualquiera que tira por el camino de en medio. Mira a los de arriba y los de abajo en el mundo entero y verás que es la misma historia: la clase inferior explotada cuerpo y alma en beneficio de la superior. Ocurre así en Inglaterra; ocurre en todas partes; y sin embargo, toda la cristiandad se horroriza, con indignación virtuosa, porque hacemos las cosas de forma algo diferente que ellos.

– No ocurre así en Vermont.

– Bien, bien, en Nueva Inglaterra y en los estados nuevos nos lleváis ventaja, te lo concedo. Pero ha sonado la campana; así que, prima, dejemos nuestros prejuicios regionales a un lado y vayamos a almorzar.

Cuando la señorita Ophelia se encontraba en la cocina por la tarde, algunos de los niños negros gritaron: -¡Caramba, ahí viene Prue, refunfuñando como siempre!

En ese momento entró en la cocina una mujer negra alta y huesuda, llevando una cesta de bizcochos y panecillos calientes en la cabeza.

– ¡Hola, Prue, has venido! -dijo Dinah.

Prue tenía una extraña expresión ceñuda en el rostro y una voz quejumbrosa y malhumorada. Dejó la cesta, se puso en cuclillas y, apoyando los codos en las rodillas, dijo:

– ¡Ay, Señor, ojalá estuviera muerta!

– ¿Por qué quieres estar muerta? -preguntó la señorita Ophelia.

– Porque así dejaría de sufrir -dijo la mujer hoscamente, sin levantar los ojos del suelo.

– ¿Qué necesidad tienes de emborracharte y hacer que te azoten, Prue? -preguntó una pulcra camarera cuarterona, cuyos pendientes de coral se balanceaban mientras hablaba.

La mujer la contempló con una mirada agria y desabrida.

– Quizás lo hagas tú, un día de éstos. Me encantaría verte, desde luego; entonces te vendría bien una copita, como a mí, para olvidar tus penas.

– Vamos, Prue -dijo Dinah-, echemos un vistazo a tus bizcochos. La señora te los pagará.

La señorita Ophelia cogió un par de docenas.

– Hay algunos boletos en aquella jarra agrietada del estante de arriba -dijo Dinah-. Tú, Jake, súbete allí a cogerla.

– ¿Boletos? ¿Para qué? -preguntó la señorita Ophelia.

– Nosotros le compramos boletos a su amo y ella nos da pan a cambio.

– Y cuentan el dinero y los boletos cuando llego a casa, para ver si tengo la cantidad exacta; y si no es así, casi me matan de una paliza.

– Y es lo que te mereces -dijo Jane, la camarera vivaz- si te empeñas en coger su dinero para emborracharte. Eso es lo que hace, señora.

– Y es lo que seguiré haciendo; no sé vivir de otra manera: beber para olvidar mis penas.

– Eres muy mala y muy tonta -dijo la señorita Ophelia- por robar el dinero de tu amo para embrutecerte.

– Es probable, señora; pero es lo que hago y seguiré haciendo. ¡Ay, Señor, ojalá estuviera muerta para no sufrir más! -y se levantó la pobre vieja lenta y dolorosamente y volvió a colocarse la cesta en la cabeza; pero antes de salir, miró a la cuarterona, que jugueteaba con los pendientes.

– Tú te crees estupenda con aquellos pendientes, bailoteando por ahí y moviendo la cabeza y despreciando a todo el mundo. Pues no te preocupes, que puedes vivir para convertirte en una pobre vieja azotada como yo. Espero que así sea, lo espero de veras; entonces veremos si no haces lo mismo: beber, beber, beber hasta la saciedad; no te mereces otra cosa, ¡puaj! y con un aullido malvado, salió la mujer de la habitación.

– ¡Bestia repugnante! -dijo Adolph, que preparaba el agua de afeitarse de su amo-. Si yo fuese su amo, la azotaría más aún.

– No te sería posible -dijo Dinah-. Su espalda es todo un espectáculo; nunca consigue cubrirla del todo con un vestido.

– Creo que no debían dejar que unas personas tan rastreras rondaran las familias decentes -dijo la señorita Jane-. ¿Qué opina usted, señor St. Clare? preguntó, moviendo coqueta la cabeza en dirección a Adolph.

Debe saberse que, entre otras apropiaciones de bienes de su amo, Adolph acostumbraba a adoptar su nombre y tratamiento; y que se hacía llamar, entre los círculos negros de Nueva Orleáns, señor St. Clare.

– Comparto su opinión, desde luego, señorita Benoir -dijo Adolph.

Benoir era el apellido de la familia de Marie St. Clare y Jane era una de sus criadas.

– Perdón, señorita Benoir, ¿se me permite preguntarle si esos pendientes son para el baile de mañana por la noche? ¡Son encantadores, por cierto!

– ¡Me sorprende, señor St. Clare, la desfachatez que se permiten mostrar los hombres a veces! -dijo Jane, agitando la cabeza para hacer centellear los pendientes de nuevo-. No bailaré con usted en toda la tarde si sigue haciéndome estas preguntas.

– ¡No puede usted ser tan cruel! Me moría de ganas de saber si iba a aparecer con su traje de tarlatana rosa -dijo Adolph.

– ¿.Qué pasa? -preguntó Rosa, una alegre cuarterona seductora que bajaba brincando las escaleras en ese momento.

– Pues que el señor St. Clare es muy descarado.

– Por mi honor -dijo Adolph-, que decida por sí misma la señorita Rosa.

– Sé que es un hombre muy atrevido-dijo Rosa, haciendo equilibrios sobre uno de sus diminutos pies y mirando maliciosa a Adolph-. A mí siempre consigue enojarme.

– ¡Ay, señoras, señoras, me van a romper el corazón! -dijo Adolph-. Me encontrarán muerto en la cama alguna mañana y ustedes serán las responsables.

– ¡Escuchad cómo habla el tipo repugnante! -dijeron ambas damas, riéndose sin moderación.

– ¡Vamos, fuera de ahí, vosotras! No aguanto que estéis ahí llenándome la cocina -dijo Dinah-, metiéndoos bajo mis pies, y haciendo el tonto.

– La tía Dinah está triste porque no puede ir al baile -dijo Rosa.

– No quiero tener nada que ver con los bailes de los negros blancos -dijo Dinah-, presumiendo y fingiendo que sois blancos. Después de todo, sois negros, exactamente igual que yo.

– La tía Dinah se llena la lana de brillantina todos los días para quitarle los rizos -dijo Jane.

Y sigue siendo lana, a pesar de todo -dijo Rosa, agitando maliciosamente su larga melena de rizos sedosos.

– Bueno, a los ojos de Dios, la lana vale tanto como el cabello, ¿no es verdad? -dijo Dinah-. Me gustaría que la señora nos dijese quién vale más, si un par como vosotras o una como yo. ¡Fuera de aquí, impostoras; no os quiero aquí!

En este punto se interrumpió la conversación por dos causas. Se oyó la voz de St. Clare en lo alto de la escalera preguntando a Adolph si iba a tardar hasta la noche en llevarle el agua para el afeitado; y la señorita Ophelia dijo, al salir del comedor:

Jane y Rosa, ¿por qué perdéis el tiempo? Id a ocuparos de vuestra costura.

Nuestro amigo Tom, que se encontraba en la cocina durante la conversación con la mujer de los bizcochos, la había seguido cuando salió a la calle. La vio avanzar, soltando de vez en cuando un gemido reprimido. Por fin dejó su cesta en un portal para arreglarse el viejo y descolorido chal que le cubría los hombros.

Yo te llevo la cesta un trecho -dijo Tom compasivamente.

– ¿Por qué motivo? -preguntó la mujer-. No necesito ayuda.

– Pareces estar enferma o preocupada o algo -dijo Tom.

– No estoy enferma -contestó la mujer escuetamente.

– Quisiera -dijo Tom, mirándola muy serio-, quisiera poder persuadirte de que dejaras de beber. ¿No sabes que va a ser tu perdición, del cuerpo y del alma?

– Sé que iré al infierno -Mijo la mujer ásperamente-. No hace falta que me lo digas. Soy fea, soy mala y me iré directamente al infierno. ¡Ay, Señor, ojalá ya estuviera allí!

Tom tembló ante las terribles palabras, dichas con una seriedad hosca y apasionada.

– ¡Que Dios tenga piedad de ti, pobre criatura! ¿No has oído hablar de Jesucristo?

– ¿Jesucristo? ¿Quién es?

– ¡Pues es el Señor!-dijo Tom.

– Creo que he oído hablar del Señor, y del juicio y del infierno. He oído hablar de todo eso.

– ¿Pero nadie te ha hablado del Señor Jesús, que amaba a los pobres pecadores y murió por nosotros?

– No sé nada de eso -dijo la mujer-; nadie me ha amado a mí, desde que se murió mi viejo.

– ¿Dónde te criaste? -preguntó Tom.

Allá en Kentucky. Un hombre me dedicó a criar niños para el mercado y los vendía en cuanto tenían el tamaño suficiente; al final me vendió a mí a un especulador, y mi amo me compró a éste.

– ¿Cómo empezaste a beber de esta forma?

– Para acabar con mis desgracias. Tuve un hijo después de venir aquí, y creía que iba a poder quedarme con uno para criarlo, pues el amo no era especulador. ¡Era una cosita lindísima! Y parecía que le gustaba al ama al principio; no lloraba nunca, era guapo y gordo. Pero el ama enfermó y yo la cuidaba; y luego yo cogí las fiebres, y perdí la leche y mi niño se quedó en los huesos pero el ama no quiso comprarle leche. No me escuchaba cuando le decía que no tenía leche. Dijo que sabía que yo podía criarlo con lo que comen los demás; y el niño se consumió y lloraba y lloraba y lloraba, día y noche, y no era más que un montón de huesos, y el ama le tomó ojeriza y decía que era por mal humor. Quisiera verlo muerto, decía, y no dejaba que me lo quedara por las noches porque decía que no me dejaba dormir y que luego yo no servía para nada. Me hacía dormir en su habitación y tuve que poner al niño en una especie de buhardilla y allí murió llorando, una noche. Así fue; y yo empecé a beber para no oírlo llorar. ¡Bebía y beberé! ¡Beberé aunque vaya al infierno por ello! ¡El amo dice que iré al infierno y yo le digo que ya estoy allí!

– ¡Ay, pobrecita! -dijo Tom-. ¿Y nadie te ha dicho que el Señor jesús te ama y que murió por ti? ¿No te han dicho que Él te ayudará y que puedes ir al Cielo y descansar por

– ¡Ya lo creo que iré al Cielo! -dijo la mujer-. ¿No es allí donde van los blancos? ¿Crees tú que ellos me querrán tener allí? Prefiero ir al infierno y escaparme de los amos. Ya lo creo -dijo, y con su gemido habitual, cargó la cesta en la cabeza y se alejó hoscamente.

Tom se volvió y caminó de vuelta hacia la casa. En el patio se encontró con la pequeña Eva, con una corona de nardos en la cabeza y los ojos radiantes de alegría.

– ¡Oh, Tom, estás ahí! Me alegro de encontrarte. Papá dice que puedes sacar los caballos para llevarme de paseo en mi nuevo carruaje -dijo, cogiéndole de la mano-. ¿Pero qué te pasa, Tom? Pareces muy serio.

– Me siento mal, señorita Eva -dijo Tom con tristeza-. Pero le sacaré los caballitos.

– Pero dime qué ocurre, Tom. Te he visto hablar con la vieja y arisca Prue.

Tom le contó a Eva la historia de la mujer con palabras sencillas y serias. Ésta no lloró ni hizo comentarios ni preguntas, como hacen los demás niños. Se le empalideció el rostro y una oscura sombra cruzó por sus ojos. Puso las dos manos sobre el pecho y suspiró profundamente.

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