En el cuarto de Eva se envolvieron con paños blancos las estatuillas y los cuadros, no se oía nada más que respiración contenida y pisadas apagadas y la luz se filtraba con solemnidad a través de las ventanas parcialmente cegadas por las persianas.
La cama fue tapizada de blanco y allí, bajo la figura inclinada del ángel, yacía un pequeño cuerpo, dormido para no despertarse más.
Ahí yacía, vestida con uno de los sencillos vestidos blancos que solía llevar en vida; la luz rosácea que se irradiaba a través de las cortinas daba un tinte cálido al frío glacial de la muerte. Las pesadas pestañas se apoyaban suavemente sobre las inocentes mejillas; la cabeza estaba vuelta, como en un sueño natural, pero cada línea de su cara estaba marcada por esa elevada expresión sobrenatural, mezcla de éxtasis y serenidad, que demostraba que no era un sueño terrenal pasajero sino el largo reposo celestial que «Él da a sus amados».
¡No existe la muerte para alguien como tú, Eva! Ni las tinieblas ni la sombra de la muerte; sólo un desvanecimiento luminoso como el del lucero del alba ante la luz dorada del amanecer. Tuya es la victoria sin batalla, la corona sin lucha.
Eso pensaba St. Clare mientras la miraba de pie con los brazos cruzados. ¡Ay! ¿Quién puede decir lo que pensaba? Porque desde el momento en que dijeron las voces en el cuarto de la moribunda «se ha ido», todo era una neblina melancólica, una pesada «angustia oscura». Oía voces a su alrededor; le hacían preguntas que él contestaba; le preguntaban dónde quería que se celebrase el funeral y dónde debían enterrarla; y él contestaba, impaciente, que no le importaba.
Adolph y Rosa habían arreglado la habitación; aunque veleidosos, frívolos e infantiles, eran también sentimentales y compasivos; mientras que la señorita Ophelia presidía los detalles generales del orden y del aseo, fueron las manos de ellos las que aportaron los toques tiernos y poéticos que erradicaron del cuarto mortuorio ese aire melancólico y sombrío que caracteriza con demasiada frecuencia los funerales de Nueva Inglaterra.
Aún quedaban flores sobre las repisas, todas blancas, delicadas y fragantes, con elegantes y lánguidas hojas. En la mesita de Eva, cubierta por un tapete blanco, estaba su jarrón favorito con una sola rosa musgosa de color blanco. Rosa y Adolph habían ordenado una y otra vez la caída de las tapicerías y los pliegues de las cortinas con el refinamiento de detalle que caracteriza a su raza. Incluso en este momento, mientras St. Clare estaba de pie pensando, la pequeña Rosa se deslizó suavemente dentro de la habitación con una cesta de flores blancas. Se apartó un poco cuando vio a St. Clare, deteniéndose respetuosamente; pero, al darse cuenta de que él no la veía, se adelantó para disponer las flores en tomo a la difunta. St. Clare, como entre sueños, la vio poner en las pequeñas manos un hermoso jazmín y dispersar otras flores, con un gusto exquisito, alrededor de la cama.
La puerta se abrió de nuevo y apareció Topsy con los ojos hinchados del llanto y sujetando alguna cosa bajo el delantal. Rosa le hizo un gesto rápido de prohibición, pero ella se adentró en la habitación.
– ¡Debes irte -dijo Rosa, con un susurro penetrante y desabrido-, no tienes nada que hacer aquí!
– ¡Oh, déjame, por favor! Le he traído una flor tan bonita -dijo Topsy, levantando una rosa de té a medio abrir-. ¡Por favor, déjame poner sólo ésta!
– ¡Vete! -dijo Rosa con mayor decisión.
– ¡Deja que se quede! -dijo St. Clare dando un fuerte pisotón en el suelo-. ¡Que se quede!
Rosa retrocedió bruscamente y Topsy se adelantó para colocar su ofrenda a los pies del cadáver; después, con un grito salvaje y amargo, se dejó caer en el suelo junto a la cama y lloró y gimió ruidosamente.
La señorita Ophelia acudió apresurada al cuarto e intentó levantarla y hacerle callar, pero sin éxito.
– ¡Ay, señorita Eva, señorita Eva! ¡Ojalá estuviera muerta yo también!
La fiereza de su lamento traspasaba el corazón; la sangre tiñó el semblante blanco y marmóreo de St. Clare y las primeras lágrimas derramadas desde la muerte de Eva le llenaron los ojos.
– ¡Levántate, niña -dijo la señorita Ophelia con voz más tierna-, no llores así! La señorita Eva se ha ido al cielo: ¡es un ángel!
– ¡Pero yo no la veo! -dijo Topsy-. ¡No la veré nunca más! -y sollozó nuevamente.
Todos se quedaron callados durante un momento.
– ¡Ella dijo que me quería -dijo Topsy-, lo dijo! ¡Oh, Dios mío, ahora ya no queda nadie, nadie!
– Es verdad -dijo St. Clare, y, dirigiéndose a la señorita Ophelia, dijo- a ver si puedes consolar a la pobre criatura.
– ¡Quisiera no haber nacido! -dijo Topsy-. Yo no quería nacer de ninguna manera, y no sé para qué nací.
La señorita Ophelia la levantó suavemente aunque con firmeza y la acompañó fuera del cuarto; pero mientras lo hacía, le cayeron algunas lágrimas de los ojos.
– ¡Topsy, pobrecita -dijo al conducirla a su habitación-, no te rindas! ¡Yo puedo quererte, aunque no sea como aquella querida niña! Espero que ella me haya enseñado algo sobre el amor de Jesucristo. Yo puedo quererte; te quiero y procuraré ayudarte a crecer como buena cristiana.
La voz de la señorita Ophelia expresaba más que sus palabras y más aun las sinceras lágrimas que resbalaban por su rostro. A partir de ese momento, adquirió una influencia sobre la mente de la niña desconsolada que ya no perdería nunca.
«¡Ay, la breve hora de mi querida Eva sobre la tierra ha hecho tanto bien!», pensaba St. Clare, «¿qué he aportado yo en mis largos años?».
Durante un rato se sucedieron leves susurros y pisadas en el dormitorio mientras entraban uno tras otro para contemplar a la muerta; luego llegó el pequeño ataúd; luego hubo un funeral, durante el que acudieron carruajes a la puerta y entraron extraños y se sentaron; y hubo pañuelos y cintas blancas y personas vestidas de luto y con franjas de crespón negro en los brazos; y hubo palabras leídas en la Biblia y oraciones rezadas; y St. Clare vivía y caminaba y se movía como alguien que ha derramado todas sus lágrimas; hasta el último momento, sólo veía una cosa: la cabecita dorada del ataúd; pero luego vio cómo la cubrieron con un paño y cerraron la tapa del ataúd; y caminó, cuando lo colocaron junto a los demás, hasta un lugar al fondo del jardín, donde, junto a un banco musgoso donde tantas veces conversaron, cantaron y leyeron ella y Tom, se encontraba la pequeña sepultura. St. Clare se puso junto a ella y miró hacia abajo sin ver; después vio cómo bajaban el pequeño ataúd; oyó indistintamente las palabras solemnes: «Yo soy la resurrección y la vida; el que crea en mí, aunque muera, vivirá»; y mientras echaron dentro la tierra para llenar la pequeña tumba, no era capaz de darse cuenta de que era su Eva la que escondían a su vista.
¡Y no lo era: no era Eva sino la frágil semilla del cuerpo brillante e inmortal con el que se presentará en el día del Señor Jesús!
Y después todos se marcharon y volvieron los dolientes al lugar que no habría de verla más; la habitación de Marie estaba a oscuras y ella yacía en la cama, sollozando y lamentándose con una pena incontrolable, llamando a cada momento a todos los criados. Por supuesto ellos no tuvieron tiempo de llorar, ¿por qué habrían de tenerlo? La pena era de ella y estaba totalmente convencida de que no había nadie en el mundo que la sintiera o pudiera sentirla tanto como ella.
– St. Clare no derramó ni una lágrima -dijo-; no sintió su muerte; es increíble pensar lo duro e insensible que es, ya que debe de saber lo que sufro yo.
Las personas somos esclavos de nuestros ojos y oídos hasta tal punto que muchos criados creyeron realmente que el ama era la más afectada, sobre todo cuando Marie empezó a padecer ataques de histeria y mandó llamar al médico y finalmente declaró que se moría; y las carreras y correteos, las idas y venidas con bolsas de agua y paños calientes, las riñas y las disputas que siguieron les proporcionaron una tremenda distracción.
Tom, sin embargo, tenía un sentimiento dentro de su propio corazón que lo atraía hacia su amo. Lo seguía allá donde fuera, triste y nostálgico; y cuando lo veía sentado, tan pálido e inmóvil, en la habitación de Eva, con la pequeña Biblia de ésta abierta ante sus ojos sin ver ni una palabra de su contenido, los ojos secos y estáticos de él le daban mucho más pena a Tom que todos los gemidos y lamentaciones de Marie.
En unos pocos días, la familia St. Clare volvió a la ciudad; Augustine, por el desasosiego del dolor, añoraba otras escenas que cambiasen el curso de sus pensamientos. Así abandonaron la villa y el jardín, con su pequeña tumba, y regresaron a Nueva Orleáns. St. Clare caminaba apresuradamente por las calles y procuraba llenar el vacío de su corazón con prisas y bullicio y el cambio de lugar; y los que lo veían por la calle o coincidían con él en el café sólo se enteraban de su pérdida por la cinta de crespón de su sombrero. Porque allí estaba, sonriendo y charlando, leyendo el periódico, especulando sobre la política y atendiendo a los negocios; y ¿quién podía ver que este exterior sonriente no era más que una hueca cáscara para ocultar un corazón como un sepulcro oscuro y silencioso?
– St. Clare es un hombre singular -se quejó Marie a la señorita Ophelia-. Solía pensar que si había alguna cosa que amaba sobre la tierra, era a la pequeña Eva; pero parece que la está olvidando con gran facilidad. No consigo hacerle hablar de ella nunca. ¡Realmente creía que tendría más sentimientos!
– La procesión va por dentro, como suelen decir -dijo la señorita Ophelia, hablando como un oráculo.
– Pues yo no me creo esas cosas; sólo son patrañas. Si las personas tienen sentimientos, lo demuestran, no pueden evitarlo; pero es una gran desgracia tener sentimientos. Preferiría ser como St. Clare. ¡Cómo me agobian mis sentimientos!
– Pero, ama, el señorito St. Clare se está quedando en los huesos. Dicen que no prueba bocado dijo Mammy-. Yo sé que no se olvida de la señorita Eva. ¡Nadie podría olvidar a la queridísima y bendita niña! -añadió, secándose los ojos.
– Pues, en todo caso, no me tiene ninguna consideración a mí -dijo Marie-; no me ha dicho ni una palabra de conmiseración y debe de saber que una madre siente muchísimo más que un hombre.
– El corazón conoce su propia amargura -dijo la señorita Ophelia muy seria.
– Es exactamente lo que yo pienso. Yo sé lo que siento y nadie más parece saberlo. Eva lo sabía, pero ¡se ha ido! -y Marie se recostó en el diván y comenzó a llorar desconsoladamente.
Marie era uno de esos desafortunados mortales a cuyos ojos lo que se ha perdido adquiere un valor que nunca tuvo mientras lo poseía. Sólo observaba lo que poseía para encontrarle fallos, pero una vez lo perdía, no había límite al aprecio que le merecía.
Mientras tenía lugar esta conversación en el salón, se celebraba otra en la biblioteca de St. Clare.
Tom, que siempre seguía inquieto a su amo a todas partes, lo había visto entrar en la biblioteca unas horas antes y, tras esperar en vano que volviera a salir, decidió entrar con un pretexto. Entró silenciosamente. St. Clare estaba tumbado en el sofá en el otro extremo de la habitación. Yacía boca abajo con la Biblia de Eva abierta ante él a poca distancia. Tom se acercó y se quedó junto al sofá. Mientras vacilaba, St. Clare se incorporó de pronto. El honrado semblante, tan lleno de dolor y con una expresión tan suplicante de cariño y compasión calaron hondo en su amo. Puso la mano sobre la de Tom y apoyó en ella la cabeza.
– ¡Ay, Tom, muchacho, el mundo entero está tan vacío como una cáscara de huevo!
– Lo sé, amo, lo sé -dijo Tom-; pero, ¡ay, si el amo pudiera ver allá arriba, donde está la señorita Eva, donde está el Señor Jesús!
– Ay, Tom, yo miro, pero el problema es que no veo nada. ¡Ojalá pudiera!
Tom suspiró pesadamente.
– Parece ser un don de los niños y de los tipos pobres y honrados como tú ver lo que no vemos los demás -dijo St. Clare-. ¿Por qué es así?
– Te has ocultado a los sabios y a los prudentes y te has mostrado a los infantes -murmuró Tom-, es así, Padre, porque a tus ojos parecía bueno.
– Tom, no creo, no consigo creer… tengo la costumbre de dudar -dijo St. Clare-. Quiero creer en esta Biblia y no puedo.
– Querido amo, rece al buen Señor. «Señor, yo creo; remedia mi descreimiento.»
– ¿Quién sabe nada sobre nada? -dijo St. Clare para sí con los ojos vagando soñadores-. Todo ese amor y esa fe hermosa ¿eran sólo una de las fases siempre cambiantes del sentimiento humano, sin ninguna base real, que desaparecen al menor soplido? ¿No hay más Eva…? ¿No hay cielo…? ¿No hay Cristo…? ¿No hay nada?
– ¡Ay, querido amo, sí hay, lo sé! -dijo Tom, arrodillándose-. ¡Por favor, por favor, amo, créaselo!
– ¿Cómo sabes que existe Jesucristo, Tom? Tú nunca has visto al Señor.
– Lo he sentido en el alma, amo, cuando me separaron de mi vieja y mis hijos. Estaba casi destrozado del todo. Sentía que no quedaba nada. Y entonces, el buen Señor se puso a mi lado y me dijo: «No tengas miedo, Tom» y trajo luz y alegría a mi alma, y paz; y me siento tan feliz y amo a todo el mundo y estoy dispuesto a pertenecer solamente al Señor y hacer su voluntad y ponerme donde Él quiera. Sé que eso no nace de mí, pues soy un pobre hombre quejumbroso; sale del Señor, y sé que Él está dispuesto a hacer lo mismo por el amo.
Tom habló con una voz ahogada por las lágrimas, que caían a chorro. St. Clare apoyó la cabeza en su hombro y le retorció la negra mano callosa y fiel.
– Tom, tú me quieres -dijo.
– Estaría dispuesto a dar mi vida hoy mismo con tal que el amo se hiciese cristiano.
– ¡Pobre tonto! -dijo St. Clare, incorporándose a medias-. No merezco el amor de un corazón bondadoso y honrado como el tuyo.
Ay, amo, no soy el único que le quiere; el santísimo Señor Jesús le quiere también.
– ¿Cómo sabes eso, Tom? preguntó St. Clare.
– Lo siento dentro del alma. ¡Oh, amo!, «el amor de Cristo que supera el conocimiento».
– Es curioso -dijo St. Clare, dándose la vuelta- que la historia de un hombre que vivió y murió hace mil ochocientos años pueda aún afectar a la gente de esta manera. Pero no era un hombre -añadió de pronto-. ¡Ningún hombre ha tenido tanto poder viviente durante tanto tiempo! ¡Ojalá pudiera creer lo que me enseñaba mi madre, y rezar como cuando era niño!
– Si el amo quiere -dijo Tom-, la señorita Eva leía esto tan maravillosamente, me gustaría que me hiciera el favor de leerlo. No leo casi nada ahora que se ha ido la señorita Eva.
Era el capítulo once de Juan, la historia conmovedora de la resurrección de Lázaro. St. Clare lo leyó en voz alta, deteniéndose a menudo para luchar con los sentimientos que despertaba el patetismo del relato. Tom estaba arrodillado delante de él con las manos unidas y una expresión absorta de cariño, confianza y adoración en su pacífico rostro.
– ¡Tom -dijo su amo-, todo esto es real para ti!
– Casi puedo verlo, amo -dijo Tom.
– Quisiera tener tus ojos, Tom.
– ¡Ojalá los tuviera el amo!
– Pero, Tom, tú sabes que sé mucho más que tú; ¿y si te digo que no creo en esta Biblia?
– ¡Ay, amo! -dijo Tom, alzando las manos en un gesto disculpador.
– ¿No haría tambalear tu fe, Tom?
– Ni un ápice -dijo Tom.
– ¡Pero, Tom, tú sabes que yo sé más que tú!
– Oh, amo, ¿no acaba usted de leer cómo El se oculta a los sabios y los prudentes mientras que se revela a los infantes? Pero el amo no hablaba en seno, ¿verdad? preguntó Tom ansiosamente.
– No, Tom. No es que no crea. Pienso que hay motivos para creer, pero no lo consigo. Es una costumbre molesta que he adquirido, Tom.
– Pero si el amo quisiera rezar…
– ¡.Cómo sabes que no lo hago, Tom?
– ¿Lo hace?
– Lo haría, Tom, si hubiera alguien allí cuando rezo; pero es como hablar con la nada. Pero reza tú, Tom, y enséñame cómo.
El corazón de Tom estaba repleto; lo vació rezando, como si fuera agua que se ha retenido durante mucho tiempo. Una cosa estaba bastante clara: Tom sí creía que había alguien escuchando, fuera verdad o no. De hecho, St. Clare se sintió transportado por la marea de su fe y sus sentimientos casi a las puertas del cielo que parecía ver con tanta claridad. Parecía acercarle más a Eva.
– Gracias, muchacho -dijo St. Clare, cuando Tom se levantó-. Me gusta escucharte, Tom, pero márchate ahora y déjame solo; en otra ocasión te hablaré más.
Tom salió de la habitación en silencio.