CAPÍTULO IV

UNA TARDE EN LA CABAÑA DEL TÍO TOM

La cabaña del tío Tom era un edificio pequeño de madera, cerca de «la casa», como ese negro par excellence llamaba la vivienda de su amo. Tenía una huerta pulcra delante donde en verano medraban, con esmerados cuidados, fresas, frambuesas y abundantes frutas y verduras. Toda la parte delantera estaba cubierta por una gran bignonia escarlata y una rosa de pitiminí que, enroscándose y entrelazándose, apenas dejaban vislumbrar los ásperos troncos de la fachada. También en verano multitud de vistosas plantas anuales, como caléndulas, petunias y dondiegos de noche, encontraban un rincón donde desplegar su esplendor y eran el deleite y el orgullo de la tía Chloe.

Entremos en la vivienda. Ya ha acabado la cena en la casa y la tía Chloe, que presidía su preparación como cocinera principal, ha delegado en los oficiales subalternos de la cocina los quehaceres de la recogida y el fregado de la vajilla, y ha salido a su propio territorio acogedor para «hacerle la cena a su viejo»; por lo tanto, no dudéis que es ella la que veis junto al fuego, vigilando con solícito esmero los alimentos que están friéndose en una sartén y levantando después con grave deliberación la tapadera de una marmita de asar, de donde se elevan vapores sugerentes de «algo bueno». Tiene la cara redonda, negra y reluciente, tan brillante que hace pensar que la han untado con clara de huevo, tal como hace ella con sus galletas de té. Todo su rostro regordete muestra una sonrisa de satisfacción y contento bajo el almidonado turbante a cuadros, aunque, si hemos de ser sinceros, delata ese vestigio de cohibición que corresponde a la primera cocinera del vecindario, puesto universalmente concedido a la tía Chloe.

Cocinera era, desde luego, hasta los huesos y el mismo centro de su alma. No había pollo ni pavo ni pato en el corral que no se pusiese serio cuando la veía aproximarse con aspecto de estar reflexionando sobre su próximo fin; y era cierto que siempre pensaba en embroquetar, rellenar o asar, hasta tal punto que era inevitable que inspirase terror en cualquier ave que se preciara. Sus tortas de maíz, con todas sus variedades de bollos, bizcochos, homazos y otras clases demasiado numerosas para mencionarlas todas, eran un misterio sublime para todas las pasteleras inferiores; y solía mover su grueso cuerpo con honrado orgullo y júbilo al relatar los infructuosos esfuerzos de alguna de sus comadres por elevarse a las mismas alturas que ella.

La llegada de compañía a la casa, con la preparación de comidas y cenas «con estilo» despertaba todo el afán de su alma; y no había visión que le gustase más que un montón de baúles apilados en el porche, porque le hacía prever nuevos esfuerzos y nuevos triunfos.

En este momento, sin embargo, la tía Chloe se asoma a la marmita de hornear, y la dejaremos ocupada en esta encantadora operación mientras acabamos nuestra descripción de la caseta.

En un rincón había una cama, cubierta por una colcha blanca como la nieve, y al lado un pedazo de moqueta de gran tamaño. La tía Chloe consideraba esta moqueta una muestra inequívoca de pertenecer a la clase superior, por lo que ésta, la cama y, de hecho, todo el rincón eran tratados con una consideración distinguida y eran denominados sagrados y protegidos, en lo posible, de las incursiones y profanaciones de la gente menuda. En realidad, ese rincón era el salón del domicilio. En el otro rincón había una cama con pretensiones más humildes, claramente designada al uso. Decoraban la pared de encima de la chimenea unas pintorescas láminas bíblicas y un retrato del General Washington, dibujado y coloreado de una forma que hubiese dejado atónito a aquel héroe si por casualidad se lo topara.

En un tosco banco del rincón, un par de niños de cabeza lanuda, centelleantes ojos negros y mejillas rellenas y relucientes vigilaban los primeros intentos de andar del bebé, que consistían, como suele suceder, en ponerse de pie, mantenerse un momento en equilibrio y desplomarse de nuevo, y cada fracaso recibía un entusiasta aplauso como si de una gran hazaña se tratara.

Una mesa de patas algo endebles colocada delante de la chimenea y cubierta con un mantel mostraba tazas de diseño marcadamente alegre con sus platillos correspondientes junto con otros síntomas de una colación inminente. En esta mesa se hallaba sentado el tío Tom, el mejor trabajador del señor Shelby, a quien debemos daguerrotipar para nuestros lectores, pues es el protagonista de nuestra historia. Era un hombre grande y fornido, de complexión fuerte, de un negro negrísimo y brillante y un rostro cuyas facciones genuinamente africanas se caracterizaban por una expresión de sensatez seria y constante, junto con una gran cantidad de bondad y benevolencia. Tenía un aire de pundonor y dignidad en su porte, unido a una sencillez confiada y humilde.

En este momento estaba muy ocupado con una pizarra que tenía delante, donde procuraba copiar unas letras lenta y cuidadosamente bajo la vigilancia del señorito George, un chico listo de trece años de edad, con todo el aspecto de darse cuenta de la dignidad que le confería su puesto de profesor.

Así no, tío Tom, así no -dijo enérgicamente, cuando el tío Tom levantó con grandes esfuerzos el rabo de la q en sentido contrario-; así es una q, ¿no lo ves?

– Dios me ampare, ¿será posible? -dijo el tío Tom, mirando con aire de respeto y admiración cómo su joven profesor garabateaba vigorosamente innumerables cus y ges para su beneficio; luego, cogiendo el lápiz entre sus grandes dedos torpes, se puso a comenzar de nuevo.

– ¡Con qué facilidad los blancos hacen siempre las cosas! -dijo la tía Chloe, parando un momento de engrasar una sartén con un pedazo de tocino pinchado en un tenedor y mirando orgullosa al joven señorito George-. ¡Qué manera de escribir y de leer! Y luego viene aquí por las tardes y nos lee la lección, ¡qué interesante!

– Pero, tía Chloe, tengo muchísima hambre -dijo George-. ¿No está casi hecho el pastel del caldero?

– Casi hecho, señorito George -dijo la tía Chloe, levantando la tapadera para mirar adentro-, dorándose que da gusto, poniéndose precioso. ¡Bah! Nadie los hace como yo. El otro día la señora dejó a Sally hacer un pastel, sólo para que aprendiera, dijo. «Calle, calle, señora», le dije, «ime duele en el alma ver que se echen a perder de esa forma los buenos alimentos! El pastel ha subido sólo por un lado, no tiene más forma que mi zapato, ¡vaya, vaya!».

Y con estas últimas palabras de desprecio por la ineptitud de Sally, la tía Chloe quitó la tapadera del caldero para mostrar un precioso pastel de una libra del que hubiera estado orgulloso cualquier pastelero de la ciudad. Al hacerse patente cuál era el punto central de la diversión, la tía Chloe se puso a trajinar en serio en los preparativos de la cena.

– ¡Eh, vosotros, Mose y Pete! ¡Quitaos de en medio, negritos! Mericky, cariño, vete de ahí. La mamá le dará algo luego a su nena. Señorito George, coja usted esos libros y siéntese con mi viejo, y yo cogeré las salchichas y tendré la primera tanda de bollos en sus platos en menos que canta un gallo.

– Querían que fuera a cenar a la casa -dijo George-, pero sabía demasiado bien lo que me convenía, tía Chloe. -De veras que sí, cariño -dijo la tía Chloe, llenándole el plato con una pila de bollos humeantes-; sabía que su vieja tía Chloe guardaría lo mejor para usted. ¡Si sabe lo que le conviene! ¡Anda ya! -y la tía Chloe tocó con el dedo a George de una manera que pretendía fuera de lo más cómico, y se volvió hacia su sartén con gran energía.

– Y ahora, el pastel -dijo el señorito George cuando hubo amainado un poco la actividad de la zona de la sartén; y al mismo tiempo, el joven blandía un gran cuchillo por encima de dicho objeto.

– ¡Que Dios le bendiga, señorito George! elijo la tía Chloe, muy seria, cogiéndole del brazo-. ¡No irá a cortarlo con ese enorme cuchillo pesado! ¡Lo destrozará, estropeará la forma tan bonita que tiene! Tome, aquí tengo un cuchillo fino que mantengo afilado aposta. ¡Mírelo, pues, se corta como si fuera mantequilla! Coma, coma, no encontrará nada mejor que eso.

– Dice Tom Lincoln -dijo George con la boca llena que su Jinny es mejor cocinera que tú.

– ¡Esos Lincoln no son nadie, desde luego! -dijo con desprecio la tía Chloe-; quiero decir, comparados con nuestra gente. Son bastante respetables, a su manera sencilla, pero no tienen idea de lo que es la elegancia. Pongamos al señor Lincoln al lado del señor Shelby, pues. ¡Dios mío! Y la señora Lincoln, ¿puede entrar en una habitación como mi señora, tan majestuosa? ¡Calle, calle! ¡No me hable de esos Lincoln! -y la tía Chloe sacudió la cabeza como una entendida del mundo.

– Pues yo te he oído decir -dijo George- que Jinny era buena cocinera.

– Sí que lo he dicho -dijo la tía Chloe- y lo mantengo. Comida buena y sencilla, eso es lo que prepara Jinny. Hace buen pan de maíz, hierve bien sus patatas, sus tortas de avena no son extraordinarias, pero están bien; pero si hablamos de cosas más elevadas, ¿qué sabe hacer? Pues hace empanadas, ya lo creo, pero ¿con qué clase de corteza? ¿Sabe hacer un milhojas ligero como una pluma que se deshace en la boca? Bien, pues, yo fui allí cuando se iba a casar la señorita Mary, y Jinny me mostró las empanadas de la boda. Jinny y yo somos buenas amigas, ¿sabe? No dije palabra, pero, ¡vaya, señorito George! Yo no hubiera podido dormir en una semana si hubiera hecho unas empanadas así. No valían nada en absoluto.

– Supongo que Jinny pensó que estaban estupendas -dijo George.

– ¡Pues ya lo creo que lo pensó! ¿No las mostraba a todo el mundo, la muy inocente? Ahí está la cuestión: Jinny no sabe. Dios, si la familia no son nadie, ¿cómo se puede esperar que ella sepa? ¡No es culpa suya! Señorito George, no sabe usted cuántos privilegios tiene por su familia y su educación -suspiró la tía Chloe, haciendo girar los ojos con la emoción.

– Desde luego, tía Chloe, conozco todos mis privilegios en cuanto a pasteles y empanadas -dijo George-. Pregúntale a Tom Lincoln si no presumo de ellos cada vez que nos vemos.

La tía Chloe se recostó en su sillón y se permitió soltar una espontánea carcajada ante la gracia del señorito, y siguió vendo hasta que empezaron a correr las lágrimas por sus negras mejillas relucientes, alternando este ejercicio con golpecitos y codazos dirigidos al señorito Georgey, diciéndole que callara y que era un caso, que seguro que la iba a matar, un día de aquellos; y entre una predicción sanguinaria y otra, soltaba otra carcajada más fuerte y de más duración que la anterior, hasta que George empezó a creer que era verdad que era un individuo muy peligroso por lo ocurrente, y que le convendría tener cuidado con su manera de expresarse «con tanta gracia».

– Conque se lo dijo usted a Tom, ¿eh? ¡Dios de mi vida! ¡Las cosas que hacen los jóvenes! ¿Presumió ante Tom? ¡Dios de mi alma! Señorito George, haría usted reír a una sabandija.

– Sí -dijo George-, le dije: «Tom, tendrías que ver las empanadas de la tía Chloe, ésas sí que son buenas», le dije.

– Es una pena que no las pueda ver Tom -dijo la tía Chloe, cuyo buen corazón parecía sufrir mucho con la idea de tamaña ignorancia por parte de Tom-. Debería usted invitarle a cenar un día de éstos, señorito George -añadió-; sería un bonito gesto. ¿Sabe, señorito George? No debería sentirse por encima de nadie por los privilegios que tiene, pues los privilegios nos son dados; debemos recordar siempre eso -dijo la tía Chloe, con aspecto bastante serio.

– Bueno, tengo la intención de invitar a Tom un día de la semana que viene -dijo George-; y tú, esmérate mucho, tía Chloe, y lo dejaremos de piedra. Le haremos comer tanto que no se recuperará en quince días, ¿verdad?

– Sí, sí, desde luego -dijo, encantada, la tía Chloe-; ya lo verá. ¡Señor, señor, cuando pienso en algunas de nuestras cenas! ¿Se acuerda de la empanada de pollo que hice cuando dimos la cena para el General Knox? Yo y la señora por poco nos peleamos por culpa de la costra. No sé qué les pasa a las señoras, pero a veces, cuando una tiene muchísima responsabilidad, podríamos decir, y está muy seria y ocupada, ¡a las señoras les da por dar vueltas por ahí metiendo las narices! Y la señora quería que lo hiciera así y que lo hiciera asá, hasta que al final me puse un poco impertinente y le dije: «Señora, mire esas manos suyas tan blancas con sus dedos largos, relucientes de sortijas, como azucenas salpicadas de rocío; y ahora mire mis grandes manos negras y gordotas. ¿No le parece que el Señor me creó a mí para hacer las empanadas y a usted para quedarse en el salón?» Vaya, así de descarada me puse, señorito George.

– ¿Y qué dijo mamá? -preguntó George.

– ¿Decir? Bueno, se rió con los ojos, esos grandes y hermosos ojos suyos, y dijo: «Bien, tía Chloe, creo que tienes razón», dijo; y se marchó al salón. Tenía que haberme dado en la cabeza por ser tan descarada, pero así están las cosas. ¡No puedo hacer nada con una dama en la cocina!

– De todas formas, te luciste con aquella cena, recuerdo que lo dijo todo el mundo -dijo George.

– ¿Verdad que sí? Como que me quedé detrás de la puerta del comedor ese mismo día y vi cómo el general pasó el plato tres veces para que le pusieran más de esa misma empanada, y dijo: «Señora Shelby, usted debe de tener una cocinera fuera de lo común.» ¡Señor! ¡No cabía en mí de gozo! Y el general sabe lo que es cocinar -dijo la tía Chloe, irguiéndose ufana-. Un hombre muy agradable, el general. Es de una de las primerísimas familias de Virginia. El general sí que entiende, tanto como yo. Verá, cada empanada tiene sus secretos, señorito George; pero no todo el mundo sabe cuáles son o cómo deben ser. Pero, él sí, el general sí; lo sé por los comentarios que hizo. Sí, él conoce los secretos.

El señorito George había llegado ya a aquella situación a la que puede llegar incluso un muchacho (en circunstancias excepcionales, cuando no se puede comer ni un bocado más) y, por lo tanto, tenía tiempo de fijarse en el montón de cabezas lanudas y ojos brillantes que los observaban, hambrientos, desde el rincón contrario.

– ¡Eh, vosotros, Mose y Pete! -dijo, rompiendo generosos trozos de comida y tirándoselos- queréis un poco, ¿verdad? Vamos, tía Chloe, hazles algunos bollos.

Se retiraron George y Tom a un banco cómodo junto a la chimenea mientras la tía Chloe, después de hacer una buena cantidad de bollos, colocó la nena en su regazo y comenzó a llenar de bollos la boca de ésta y la suya propia y distribuir otros a Mose y a Pete, que parecían preferir tomárselos mientras rodaban por el suelo debajo de la mesa, haciéndose cosquillas y tirándole de los pies al bebé de vez en cuando.

– Dejadlo ya, ¿queréis? -dijo la madre, dando patadas bajo la mesa de cuando en cuando, cada vez que el revuelo se hacía excesivo-. ¿No sabéis portaros cuando vienen los blancos a veros? Callad ahora, ¿queréis? ¡Más vale que andéis con cuidado u os bajaré un ojal cuando se marche el señorito George!

Es difícil saber qué significado escondía esta terrible amenaza; lo cierto es que su horrible ambigüedad no parecía impresionar en absoluto a los jóvenes pecadores a los que iba dirigida.

– ¡Bueno, bueno! -dijo el tío Tom-, están tan llenos de vida que no se pueden estar quietos.

En este momento salieron los muchachos de debajo de la mesa y, con las caras y las manos embadurnadas de melaza, empezaron a besar enérgicamente al bebé.

– ¡Idos ya! -dijo la madre, apartando las cabezas lanudas-. ¡Quedaréis pegados y no habrá manera de separaros, si seguís así! ¡Id a la fuente a lavaros! -dijo, secundando sus amonestaciones con un bofetón, que resonó de manera formidable aunque sólo consiguió arrancar más carcajadas a los muchachos, que salieron atropelladamente, chillando de alegría.

– ¿Habéis visto alguna vez unos muchachos más molestos? -dijo la tía Chloe, bastante complacida, mientras sacaba una vieja toalla, que guardaba para tales emergencias, la mojaba con agua de una tetera agrietada y empezaba a limpiar de melaza la cara y las manos de la pequeña; después, habiéndole sacado tanto brillo que relucía, la depositó en el regazo de Tom y se dispuso a recoger la cena. El bebé llenó el intervalo tirándole a Tom de la nariz, rascándole la cara y hundiendo las manos regordetas en su cabello lanoso; esta última ocupación parecía brindarle una satisfacción especial.

– ¿No es una criatura perfecta? -dijo Tom, apartándola de sí para verla de cuerpo entero. Después se levantó, la colocó en su amplio hombro y se puso a brincar y bailar con ella, mientras el señorito George le chasqueaba el pañuelo, y Mose y Pete, ya de vuelta, rugían como osos hasta que la tía Chloe declaró que «le reventaban la cabeza» con su ruido. Como, según decía ella misma, esta operación quirúrgica era un acontecimiento cotidiano en la cabaña, su declaración no mitigó en absoluto la diversión hasta que todos no hubieron rugido, revoloteado y bailado hasta quedarse tranquilos por lo extenuados.

– Bueno, pues, espero que hayáis acabado -dijo la tía Chloe, ocupada en sacar una carriola rudimentaria-; vosotros, Mose y Pete, meteos ahí, porque nosotros tenemos una reunión.

– Oh, mamá, no queremos. Queremos ver la reunión, las reuniones son tan curiosas. A nosotros nos gustan.

– Venga, tía Chloe, métela de nuevo y déjalos que se queden levantados -dijo el señorito George terminantemente, dando un empujón a la burda máquina.

La tía Chloe, una vez salvadas las apariencias, parecía encantadísima de guardar la cama, diciendo al mismo tiempo: -Bueno, quizás les sirva para algo.

En esto, los presentes se convirtieron en un comité para deliberar sobre los arreglos y preparativos de la reunión.

– Lo que no sé es dónde se va a sentar todo el mundo -dijo la tía Chloe. Ya que la reunión se celebraba todas las semanas en casa del tío Tom desde hacía muchísimo tiempo, sin más sillas que ahora, parecía haber esperanzas de encontrar una solución en esta ocasión.

– El viejo tío Peter rompió las patas de la silla más vieja la semana pasada con sus cantares -intervino Mose.

– ¡Anda ya! No me sorprendería que las hubieras arrancado tú, que fuera una travesura tuya -dijo la tía Chloe.

– Bueno, se sostendrá si se apoya en la pared -dijo Mose.

– Entonces, no debe sentarse ahí el tío Peter, porque siempre se mueve cuando se pone a cantar. Casi cruza la habitación de un salto la semana pasada -dijo Pete.

– ¡Señor, señor! Haz que se siente en ella, entonces -dijo Mose-, y cuando empiece «Venid, santos y pecadores, oíd lo que cuento», se irá al suelo -y Mose imitó a la perfección el timbre nasal del viejo, desplomándose en el suelo para ilustrar la supuesta catástrofe.

– Vamos ya, pórtate bien -dijo la tía Chloe-; ¿no te da vergüenza?

Sin embargo, el señorito George se unió a las carcajadas del transgresor y dijo convencido que Mose era «todo un tipo», por lo que la reprimenda materna pareció perder fuerza.

– Bueno, viejo -dijo la tía Chloe-, tendrás que traer esos barriles.

– Los barriles de mamá son como los de la viuda sobre los que leía el señorito George en el buen libro: nunca fallan -dijo Mose al oído de Pete.

– Pues uno de ellos se vino abajo la semana pasada, desde luego -dijo Pete-, y los tiró a todos en mitad de los cantos; eso sí era fallar, ¿no?

Durante este aparte entre Mose y Pete, los demás habían metido dos toneles vacíos en la cabaña, los habían asegurado con piedras a cada lado para evitar que rodaran y habían colocado tablas encima; esta operación, junto con la colocación de algunos cubos y palanganas y la distribución de unas sillas desvencijadas, dio fin a los preparativos.

– El señorito George lee tan bien que estoy segura de que se quedará a leer para nosotros -dijo la tía Chloe-; así será mucho más interesante.

George consintió de buena gana, pues siempre estaba dispuesto a hacer lo que ponía de relieve su importancia. Pronto se llenó la habitación de un grupo abigarrado de gente, desde el patriarca canoso de ochenta años a la muchacha y el muchacho de quince. Chismorrearon sobre varios temas sin importancia, como dónde la tía Sally había conseguido su nuevo pañuelo rojo y que «la señora iba a regalarle a Lizzie el vestido moteado de muselina en cuanto le preparasen su nuevo traje», y que el señor Shelby pensaba comprar un nuevo potro alazán, que sería otra contribución a la gloria del lugar. Unos cuantos de los devotos que pertenecían a familias del vecindario tenían permiso para asistir y traían un interesante surtido de noticias sobre lo que se decía y hacía en tal o cual casa, que circulaba con la misma libertad que el mismo tipo de información circula en ambientes más elevados. Después de un rato, comenzaron las canciones, para el evidente deleite de todos los reunidos. Ni siquiera la entonación nasal era capaz de estropear el efecto de unas voces buenas por naturaleza cantando unas melodías salvajes y briosas a la vez. Algunas de las letras eran de los himnos comunes y conocidos que se cantaban en las iglesias de los alrededores, y a veces de tipo más primitivo e indefinido, aprendido en los campamentos.

El estribillo de una de ellas, que cantaron con gran energía y devoción, decía así:


Morir en el campo de batalla,

morir en el campo de batalla,

gloria para mi alma.


Otra favorita repetía muchas veces las palabras:


Oh, voy a la gloria. ¿No quieres venir conmigo?

¿No ves cómo los ángeles me llaman?

¿No ves la ciudad de oro y el día interminable?


Hubo otras que mencionaban sin cesar «las orillas del Jordán», «los campos de Canaán» y «la nueva Jerusalén», pues la mente de los negros, apasionada e imaginativa, es siempre atraída por himnos y expresiones de naturaleza vívida y pintoresca; y, mientras cantaban, algunos se reían, algunos lloraban y algunos batían palmas o se estrechaban las manos con alegría, como si realmente hubieran alcanzado el otro lado del río.

Siguieron varias exhortaciones o relaciones de experiencias y se entremezclaron con las canciones. Una anciana de pelo cano, que hacía tiempo no trabajaba pero era muy venerada como una especie de crónica del pasado, se levantó y dijo, apoyada en un bastón:

– Bien, hijos míos, bien, me alegro de oíros y veros a todos de nuevo, pues no sé cuándo me iré a la gloria; pero estoy preparada, hijos; tengo mi atado todo preparado y mi sombrero puesto, sólo espero que venga la diligencia para llevarme a casa; a veces, durante la noche, creo que oigo el traqueteo de las ruedas y siempre estoy ojo avizor; vosotros, preparaos también, porque os digo a todos, hijos -dijo, golpeando el suelo fuertemente con el bastón-, ¡que la gloria es una cosa tremenda! Es una cosa tremenda, hijos, no sabéis nada de ella, es maravillosa -y se sentó la vieja, rendida del todo, con lágrimas cayéndole a chorro, mientras todo el grupo empezó a cantar:

Oh, Canaán, luminoso Canaán,

me voy a la tierra de Canaán.

El señorito George, a petición, leyó los últimos capítulos del Apocalipsis, interrumpido constantemente por frases como: «Oh, Señor», «Escuchad eso», «Imaginadlo» o «¿De veras vendrá todo eso?».

George, que era un muchacho espabilado y bien instruido por su madre en cuestiones religiosas, al verse objeto de la admiración general, contribuyó, con loable seriedad, con comentarios propios de vez en cuando, por lo que lo respetaron los jóvenes y lo bendijeron los viejos; y todos estuvieron de acuerdo en que «un sacerdote no lo haría mejor que él» y que «era realmente asombroso».

El tío Tom era una especie de patriarca de asuntos religiosos en el vecindario. Dotado de un temperamento en el que predominaba la ética, junto con una mayor amplitud de miras y una educación superior a la de la mayoría de sus compañeros, era tratado con gran respeto por ellos, como una especie de sacerdote; y el estilo sencillo, espontáneo y sincero de sus exhortaciones hubiera podido edificar a personas más instruidas. No había nada que pudiera superar la sencillez conmovedora y la sinceridad candorosa de sus oraciones, enriquecidas con el lenguaje de las Sagradas Escrituras, que parecía haber absorbido de tal manera que ya formaba parte de su ser y salía de sus labios de manera inconsciente; en términos de un viejo negro pío, «rezaba que daba gusto». Y tal efecto tenían sus oraciones sobre la devoción de su público que a menudo parecía existir peligro de que se perdieran del todo entre las abundantes respuestas que suscitaban a su alrededor.

Mientras se desarrollaba esta escena en la cabaña de un hombre, otra muy diferente ocurría en las salas del amo.

El comerciante y el señor Shelby estaban sentados juntos en el comedor antes mencionado, en una mesa cubierta de papeles y utensilios de escritorio.

El señor Shelby estaba ocupado con unos fajos de billetes que, una vez contados, empujaba en dirección al comerciante, que los contaba también.

– Está bien -dijo el comerciante-; ahora hay que firmar.

El señor Shelby cogió apresuradamente los contratos de compra y venta y los firmó, con el aire de un hombre que realiza deprisa un asunto desagradable, y luego los empujó junto con el dinero. Haley sacó un pergamino de una gastada valija y, después de mirarlo un instante, lo pasó al señor Shelby, quien lo cogió con un gesto de ansia reprimida.

– ¡Ya está hecho! -dijo el señor Shelby con tono meditabundo; y con un gran suspiro, repitió-: ¡Ya está hecho! -No parece usted muy satisfecho, me da la impresión -dijo el comerciante.

– Haley-dijo el señor Shelby-, espero que recuerde usted que prometió, por su honor, que no vendería a Tom sin saber qué clase de gente lo compra.

– Pues usted lo acaba de hacer, señor -dijo el comerciante.

– Obligado por las circunstancias, como bien sabe usted -dijo, arrogante, Shelby.

– Bueno, a lo mejor me obligan a mí, también -dijo el comerciante-. Sin embargo, haré lo posible por conseguir un buen puesto para Tom; en cuanto a tratarlo yo mal, descuide usted. Si hay alguna cosa por la que doy gracias al Señor, es por no ser una persona cruel.

Después de las descripciones que había hecho anteriormente de sus principios humanitarios, al señor Shelby le tranquilizaron poco estas manifestaciones; pero como era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias, permitió que se marchase el comerciante en silencio, y se puso a fumar a solas un cigarro.

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