El camino de los malos es como tinieblas, no saben dónde han tropezado [58].


A buhardilla de la casa donde vivía Legree, como la mayoría de las buhardillas, era un gran espacio desolado, polvoriento, lleno de telarañas y trastos inútiles. La opulenta familia que había residido en la casa en los días de su esplendor había importando una gran cantidad de muebles magníficos, algunos de los cuales se habían llevado consigo mientras que otros quedaron olvidados en habitaciones desocupadas y decadentes o almacenados en este lugar. Una o dos enormes cajas de embalaje, que habían servido para transportar estos muebles, se encontraban junto a las paredes de esta buhardilla. Tenía una pequeña ventana que dejaba pasar una luz débil y escasa a través de sus lunas manchadas y sucias que iluminaba las grandes sillas de alto respaldo y mesas polvorientas que habían conocido mejores tiempos. En conjunto era un lugar siniestro y fantasmal, pero así y todo no faltaban leyendas entre los negros supersticiosos que aumentaran sus terrores. Unos cuantos años antes, habían encerrado allí a una mujer negra que había disgustado a Legree. Lo que ocurrió dentro, no lo sabemos; los negros intercambiaban tenebrosos rumores sobre ello; lo único que se sabe es que un día bajaron el cadáver de la desgraciada criatura y que lo enterraron y desde entonces se dice que solían resonar en la vieja buhardilla juramentos y blasfemias y el sonido de golpes violentos, entremezclados con lamentos y gemidos de desesperación. Una vez, cuando Legree oyó por casualidad estas murmuraciones, montó en cólera y juró que la siguiente persona que contara historias sobre la buhardilla tendría la oportunidad de enterarse de lo que había allí por sí misma, pues la tendría encadenada allí dentro durante una semana. Esta amenaza fue suficiente para que cesaran los rumores aunque, naturalmente, no restó nada de credibilidad a la historia.

Gradualmente todos los miembros de la casa empezaron a evitar la escalera que conducía a la buhardilla e incluso el corredor que conducía a la escalera por miedo a hablar de ello, y poco a poco la leyenda se iba olvidando. De repente se le había ocurrido a Cassy aprovecharse del nerviosismo supersticioso que tanto afectaba a Legree para conseguir su propia liberación y la de su compañera de fatigas.

El dormitorio de Cassy estaba justo debajo de la buhardilla. Un día, sin consultar a Legree, comenzó de forma ostentosa a cambiar todos los muebles y enseres de su habitación a otra bastante alejada. Los criados subalternos, a los que llamó para llevar a cabo la mudanza, estaban correteando y trajinando con gran celo y confusión cuando Legree volvió de cabalgar.

– ¡Eh, Cass! -dijo Legree-. ¿Qué bicho te ha picado ahora?

– Nada; sólo quiero tener otra habitación -dijo Cassy con terquedad.

– ¿Y por qué, si puede saberse? -preguntó Legree.

– Porque quiero -dijo Cassy.

– Pues vaya, y ¿para qué?

– Me gustaría poder dormir de vez en cuando.

– ¡Dormir! ¿Y qué te lo impide?

– Supongo que te lo podría contar si quisieras saberlo -dijo Cassy secamente.

– ¡Habla claro, zorra! -dijo Legree.

– ¡Oh, nada! A ti no te quitaría el sueño, supongo. ¡Sólo gemidos y gente forcejeando y rodando por el suelo de la buhardilla la mitad de la noche, desde las doce hasta el amanecer!

– ¡Gente arriba en la buhardilla! -dijo Legree, soltando una risotada forzada, a pesar de su nerviosismo-. ¿Y quienes son, Cassy?

Cassy levantó sus agudos ojos negros y miró a Legree a la cara, con una expresión que le llegó hasta la médula, mientras dijo:

– Realmente, Simon, ¿quiénes son? Me gustaría que me lo dijeras tú a mí. ¡Tú no lo sabes, supongo!

Con un juramento, Legree hizo ademán de golpearla con su fusta, pero ella se deslizó hacia un lado y salió por la puerta, donde, volviéndose, dijo:

– Si quieres dormir en esa habitación, te enterarás. ¡A lo mejor deberías probarlo! -y cerró inmediatamente la puerta y giró la llave.

Legree despotricó y juró y amenazó con tirar la puerta abajo; pero parece que se lo pensó mejor y se marchó inquieto al salón. Cassy se dio cuenta de que su dardo había dado en el blanco y, a partir de ese momento, con una habilidad exquisita, no dejó de atormentarle con la serie de insinuaciones que había dejado caer.

En el agujero que había en una madera de la buhardilla, introdujo el cuello de una vieja botella de forma que, cuando soplaba el viento más ligero, producía unos gemidos lo más lúgubres y tristes imaginables, que, con un viento más fuerte, aumentaban hasta convertirse en unos perfectos aullidos, que, para un oído crédulo y supersticioso, bien podrían parecer chillidos de horror y desesperación.

Estos sonidos llegaban de vez en cuando a oídos de los criados y sirvieron para reavivar con toda su fuerza el recuerdo de la vieja leyenda del fantasma. La casa pareció llenarse de un espanto tétrico y supersticioso; y aunque nadie se atrevió a decírselo a Legree, él se vio envuelto en su atmósfera.

No hay nadie más supersticioso que un hombre ateo. El cristiano se consuela con su creencia en un Padre sabio y todopoderoso, cuya presencia llena de luz y orden el vacío de lo desconocido; pero para el hombre que ha destronado a Dios, los dominios de los espíritus son realmente, en palabras del poeta hebreo, «unas tierras de tinieblas y la sombra de la muerte», sin orden, donde la luz es oscuridad. La vida y la muerte son para él zonas fantasmales, frecuentadas por figuras espectrales de tenebroso espanto.

Los dormidos elementos morales de Legree despertaron durante sus enfrentamientos con Tom; despertaron, pero fueron combatidos por la fuerza definitiva del mal; sin embargo, cada palabra, plegaria o himno producía aún un escalofrío y una conmoción en el oscuro mundo interior, que reaccionaba con un pavor supersticioso.

La influencia que ejercía Cassy sobre él era de un tipo extraño y singular. Él era su dueño, su tirano y su torturador. Ella estaba, como él bien sabía, absolutamente y sin remedio o ayuda posible, en sus manos; sin embargo, ocurre que el hombre más brutal no puede vivir en estrecho contacto con una fuerte personalidad femenina sin que lo influya en gran medida. Al principio de haberla comprado, ella era, como ha relatado, una mujer refinada; después, él la aplastó sin escrúpulos bajo la bota de su brutalidad. Pero a medida que el tiempo, las influencias degradantes y la desesperación iban endureciendo dentro de ella su feminidad y despertando los fuegos de pasiones más salvajes, se había convertido, de alguna manera, en dueña de él, por lo que pasaba de tiranizarla a temerla alternativamente.

Esta influencia era más persistente y vejatoria desde que la locura incipiente prestaba un matiz extraño, siniestro e inquietante a sus palabras y su lenguaje.

Una noche o dos después de esta escena, Legree estaba sentado en el viejo salón junto a un fuego débil que llenaba la habitación de imágenes vacilantes. Era una noche tormentosa y de mucho viento, una noche de las que arrancan multitudes de ruidos indescriptibles en viejas casas destartaladas. Las ventanas matraqueaban, las persianas golpeaban, el viento silbaba, retumbaba y rugía por la chimenea, levantando una nube de humo y cenizas de vez en cuando, como si lo siguieran legiones de espíritus. Legree llevaba varias horas haciendo las cuentas y leyendo los periódicos mientras Cassy estaba sentada en un rincón, mirando malhumorada el fuego. Legree dejó el periódico y, viendo un viejo libro en la mesa, que Cassy había estado leyendo a primera hora de la tarde, lo cogió y comenzó a hojearlo. Era una colección burdamente editada e ilustrada de relatos de sangrientos asesinatos, leyendas fantasmales y apariciones sobrenaturales, de las que ejercen una extraña fascinación sobre el que comienza a leerlas.

Legree hizo algunos comentarios despreciativos pero empezó a leer, pasando una hoja tras otra, hasta que finalmente, después de haber leído un rato, tiró el libro con un juramento.

– Tú no creerás en los fantasmas, ¿verdad, Cass? -dijo, cogiendo las tenazas para ajustar el fuego-. Creía que eras demasiado sensata para dejar que te inquietaran los ruidos.

– No importa lo que yo crea -dijo Cassy hoscamente.

– Los compañeros intentaban asustarme con sus historias cuando estaba embarcado -dijo Legree-. Nunca han podido conmigo en ese sentido. Soy demasiado duro para esas tonterías, puedes creértelo.

Cassy siguió mirándolo intensamente desde las sombras del rincón. Tenía esa extraña luz en los ojos que siempre llenaba a Legree de nerviosismo.

– Esos ruidos no eran más que ratas y el viento -dijo Legree-. Las ratas pueden armar un tremendo escándalo. A veces las oía en la bodega del barco; y el viento… ¡por el amor de Dios!, puedes imaginar cualquier cosa con el viento.

Cassy sabía que Legree estaba inquieto bajo su mirada, por lo tanto, no le contestó, sino que siguió fijándola en él con esa expresión extraña y sobrenatural en su rostro.

– Vamos, habla, mujer, ¿no estás de acuerdo? -preguntó Legree.

– ¿Las ratas son capaces de bajar la escalera y pasar por la entrada y abrir una puerta cerrada con llave y con una silla apoyada contra ella -preguntó Cassy- y acercarse andando, andando hasta la cama y extender la mano, así?

Cassy tenía los ojos relucientes fijos en Legree mientras hablaba y él la miraba como un hombre que sufre una pesadilla hasta que, al acabar, apoyó ella su gélida mano sobre la de él y él pegó un salto hacia atrás y lanzó un juramento.

– ¡Mujer! ¿Qué quieres decir? Nadie habrá hecho eso.

– Oh, no, desde luego que no. ¿He dicho yo que sí? -dijo Cassy con una sonrisa de absoluto escarnio.

– Pero… ¿has visto realmente?… Vamos, Cass, ¿qué ocurre? ¡Habla claro!

– Puedes dormir allí tú mismo -dijo Cassy-, si quieres saberlo.

– ¿Llegó desde la buhardilla, Cassy? -¿Llegó, el qué? -preguntó Cassy.

– Pues, lo que estabas contando…

– Yo no te he contado nada -dijo Cassy con terca hosquedad.

Legree caminaba de un lado al otro de la habitación, inquieto.

– Voy a hacer que se investigue esto. Iré a ver esta misma noche. Me llevaré las pistolas…

– Hazlo -dijo Cassy-; duerme en esa habitación. Me gustaría verlo. ¡Dispara tus pistolas, anda!

Legree dio una patada contra el suelo y juró con violencia.

– ¡No jures! -dijo Cassy-; a saber quién te escucha. ¡Oye! ¿Qué ha sido eso?

– ¿Qué? -preguntó Legree, sobresaltado.

Un viejo y pesado reloj holandés, que estaba en una esquina de la habitación, empezó a dar las doce.

Por algún motivo, Legree no habló ni se movió; fue presa de un vago terror; Cassy, con un brillo agudo y burlón en los ojos, se quedó mirándolo, contando las campanadas.

– ¡Las doce! Ahora veremos -dijo ella, y, volviéndose, abrió la puerta que daba al pasillo y se quedó como escuchando.

– ¡Escucha! ¿Qué es eso? preguntó, levantando un dedo.

– Sólo es el viento -dijo Legree-. ¿No oyes lo fuerte que sopla el condenado?

– Simon, ven aquí -dijo Cassy en un susurro, poniéndole la mano sobre la suya y llevándolo al pie de la escalera-; ¿sabes qué es eso? ¡Escucha!

Un chillido salvaje resonó en la escalera. Procedía de la buhardilla. A Legree le temblaban las piernas; su cara se volvió pálida de miedo.

– ¿No deberías ir a por tus pistolas? -dijo Cassy, con un escarnio que heló la sangre a Legree-. Es hora de investigar este asunto, ¿sabes? Me gustaría que subieras ahora; están haciéndolo.

– ¡No voy! -dijo Legree con un juramento.

– ¿Por qué no? No existen los fantasmas, ¿sabes? ¡Vamos! -y Cassy subió rápidamente por la escalera curva, riéndose y mirándolo a él-. ¡Vamos!

– ¡Creo que eres el mismo diablo! -dijo Legree-. ¡Vuelve aquí, bruja! ¡Cass! ¡No vayas!

Pero Cassy rió enloquecida y siguió adelante. Él la oyó abrir las puertas de la buhardilla. Bajó una fuerte ráfaga de viento, apagando la vela que sostenía él en la mano y transportando los terribles aullidos sobrenaturales, que parecían sonar en su mismo oído.

Legree corrió frenético al salón, adonde, unos momentos más tarde, lo siguió Cassy, pálida, tranquila, fría como un espíritu vengador y con la misma luz temible en los ojos.

– Espero que estés satisfecho -dijo ella.

– ¡Maldita seas, Cassy! -dijo Legree.

– ¿Por qué? -preguntó Cassy-. Sólo he subido a cerrar las puertas. ¿Qué crees que le pasa a esa buhardilla, Simon? -preguntó.

– No es de tu incumbencia -dijo Legree.

– ¿Ah, no? Bien -dijo Cassy-, en cualquier caso, me alegro de no dormir debajo.

Sabiendo que se iba a levantar viento, esa misma tarde Cassy había subido a abrir la ventana de la buhardilla. Por supuesto, en cuanto abrió las puertas, la corriente bajó en una ráfaga y apagó la vela.

Esto nos puede servir de muestra del juego que Cassy jugó con Legree, hasta que éste hubiera preferido poner la cabeza entre las fauces de un león que explorar la buhardilla. Mientras tanto, por las noches cuando dormían todos los demás, Cassy lenta y cuidadosamente fue guardando allí un surtido de provisiones suficiente para que pudieran subsistir durante algún tiempo; llevó, prenda tras prenda, la mayor parte de la guardarropa de Emmeline y la suya propia. Cuando todo estuvo dispuesto, sólo esperaban la oportunidad de poner en práctica su plan.

Mediante lisonjas y aprovechando una racha de buen humor de Legree, Cassy había conseguido que éste la llevara con él a un pueblo cercano, situado a orillas del río Rojo. Con la memoria afinada por una agudeza casi sobrenatural, se fijó en cada vuelta del camino y calculó mentalmente el tiempo que haría falta para recorrerlo.

En el momento que está todo preparado para la acción, quizás les guste a nuestros lectores echar un vistazo entre bambalinas para ver el coup d’état [59] final.

Era casi de noche y Legree se hallaba ausente visitando una granja vecina. Durante muchos días, Cassy había estado más simpática que de costumbre y de mejor humor; por lo que se veía, ella y Legree se llevaban estupendamente. En este momento, podemos verla a ella con Emmeline en el cuarto de ésta, ocupadas ambas clasificando y ordenando dos pequeños fardos.

– Ya está, son lo bastante grandes -dijo Cassy-. Ahora ponte el sombrero y empecemos; es la hora idónea. -Pero aún pueden vernos -dijo Emmeline.

– Quiero que nos vean -dijo Cassy serenamente-. ¿No te das cuenta de que tienen que perseguirnos, pase lo que pase? La manera de hacerlo es la siguiente. Saldremos sigilosamente por la puerta de atrás e iremos corriendo hasta los barracones. Seguro que Sambo y Quimbo nos verán. Nos perseguirán y nos meteremos en el pantano; entonces no pueden seguirnos más sin ir a avisar y sacar los perros y todo eso; y, mientras ellos dan tumbos y tropiezan uno con el otro, como hacen siempre, tú y yo nos deslizaremos hacia el riachuelo que hay detrás de la casa y lo vadearemos hasta llegar a la puerta de atrás. Eso confundirá a los perros, pues el rastro se perderá en el agua. Todos saldrán corriendo de la casa a buscarnos y nosotras nos meteremos por la puerta de atrás y subiremos a la buhardilla, donde he preparado una buena cama en una de las cajas grandes. Tendremos que quedarnos bastante tiempo en la buhardilla porque te aseguro que va a remover el cielo y la tierra para buscarnos. Juntará algunos capataces de las otras plantaciones y organizará una gran caza; cubrirán cada pulgada de terreno en ese pantano. Alardea de que nunca se le ha escapado nadie. Así que dejemos que cace todo el tiempo que quiera.

– ¡Cassy, qué bien lo has planeado! -dijo Emmeline-. ¿Quién sino tú lo hubiera podido planear?

No había ni placer ni exultación en los ojos de Cassy; sólo una desesperada firmeza.

– Vamos -dijo, extendiéndole la mano a Emmeline. Las dos fugitivas se escurrieron fuera de la casa en silencio y corrieron a través de las espesas sombras de la tarde hasta los barracones. La luna creciente, que relucía como un anillo de plata en el cielo de occidente, frenaba la llegada de la noche. Como Cassy esperaba, cuando se acercaban al borde del pantano que rodeaba la plantación, oyeron una voz que les ordenaba que se detuviesen. No era Sambo, sin embargo, sino Legree quien las perseguía con terribles maldiciones. Al sonido de su voz, el espíritu más débil de Emmeline se vino abajo y, poniendo la mano en el brazo de Cassy, dijo:

– ¡Ay, Cassy, me voy a desmayar!

– ¡Si lo haces, te mataré! --dijo Cassy, sacando un puñal pequeño y reluciente y haciéndolo destellar ante los ojos de la muchacha.

La artimaña surtió efecto. Emmeline no se desmayó sino que consiguió adentrarse con Cassy en una parte tan profunda y oscura del laberinto del pantano que era totalmente imposible que Legree pensara en seguirlas sin ayuda.

«Bien», se dijo, riéndose brutalmente entre dientes, «en cualquier caso, ¡se han metido en una trampa ahora, las muy zorras! ¡De allí no se irán! ¡Les haremos pasarlo mal!».

– ¡Eh, vosotros, Sambo, Quimbo! ¡Venid todos los braceros! -gritó Legree, regresando a los barracones, adonde llegaban los hombres y mujeres de vuelta del trabajo-. Hay dos fugitivas en el pantano. Daré cinco dólares al negro que las coja. ¡Sacad los perros! ¡Sacad a Tiger y Fury y los demás!

Esta noticia produjo una sensación inmediata. Muchos de los hombres se adelantaron solícitos de un salto, para ofrecer sus servicios, o bien con la esperanza de conseguir la recompensa o por el servilismo adulador que es uno de los efectos más funestos de la esclavitud. Algunos corrieron en una dirección y otros en otra. Algunos fueron a coger antorchas de pino. Otros fueron a soltar a los perros, cuyos aullidos roncos y salvajes contribuían en gran medida a la animación de la escena.

– ¿Amo, debemos dispararles si no podemos cogerlas? -preguntó Sambo, cuyo señor le entregó un rifle.

– Puedes dispararle a Cass, si quieres; ya va siendo hora de que se vaya al infierno, que es donde debe estar; pero no a la muchacha -dijo Legree-. Y ahora, muchachos, ¡poned manos a la obra! Cinco dólares para quien las coja, y un vaso de whisky para todos, pase lo que pase.

Toda la banda, con las llamaradas de las antorchas y los gritos y alaridos y chillidos salvajes de hombres y bestias, se marchó al pantano, seguida, a lo lejos, por todos los sirvientes de la casa. Este establecimiento, en consecuencia, se hallaba totalmente desierto cuando Cassy y Emmeline se deslizaron por la puerta de atrás. Los alaridos y gritos de sus perseguidores aún llenaban el aire; y, mirando por las ventanas del salón, Cassy y Emmeline vieron a la tropa con sus antorchas, dispersándose a lo largo del borde del pantano.

– ¡Mira allá! -dijo Emmeline, señalándoselos a Cassy-. ¡Ha empezado la caza! ¡Mira cómo bailan las luces! ¡Escucha a los perros! ¿No los oyes? Si estuviéramos allí, nuestras vidas no valdrían un centavo. ¡Oh, por el amor del cielo, escondámonos, Cassy!

– No hay que apresurarse -dijo Cassy con serenidad-; están todos fuera viendo la caza: es la diversión de la noche. Subiremos dentro de un rato. Mientras tanto --dijo deliberadamente, sacando una llave del bolsillo de la chaqueta que Legree había tirado con las prisas-, mientras tanto, cogeré algo para pagar nuestros pasajes.

Giró la lleve en el escritorio y sacó un fajo de billetes, que contó rápidamente.

– ¡Ay, no hagamos eso! -dijo Emmeline.

– ¿No? -dijo Cassy-. ¿Por qué no? ¿.Prefieres que nos muramos de hambre en los pantanos o que podamos pagar nuestro viaje a los estados libres? El dinero todo lo puede, muchacha -y, mientras hablaba, se guardaba el dinero en el corpiño.

– Sería robar-dijo Emmeline, en un susurro angustiado.

– ¡Robar! -dijo Cassy, con una carcajada desdeñosa-. Los que roban cuerpos y almas, que no nos digan nada. Cada uno de estos billetes es robado; robado de pobres criaturas hambrientas y sudorosas que deben irse a la ruina en beneficio de él. ¡Que hable el de robar! Pero, vamos; más vale que subamos a la buhardilla; tengo unas reservas de velas allí y algunos libros para pasar el tiempo. Puedes estar segura de que no subirán allí a buscarnos. Si lo hacen, yo haré de fantasma para ellos.

Cuando Emmeline llegó a la buhardilla, encontró una caja enorme, que había servido para transportar grandes muebles, volcada hacia un lado, de modo que la apertura daba a la pared, o más bien, al faldón. Cassy prendió una pequeña lámpara y, andando a gatas por debajo del faldón, se instalaron dentro de la caja. Tenía un par de colchones pequeños y algunas almohadas; una caja cercana estaba repleta de velas, provisiones y toda la ropa necesaria para su viaje, que Cassy había empaquetado en fardos de tamaño extraordinariamente reducido.

– Ya está -dijo Cassy, al fijar la lámpara a un pequeño gancho, que había colocado en un costado de la caja para ese fin-; éste va a ser nuestro hogar de momento. ¿Qué te parece?

– ¿Estás segura de que no vendrán a registrar la buhardilla?

– Me gustaría ver a Simon Legree hacerlo -dijo Cassy-. Desde luego que no; se cuidará mucho de acercarse. En cuanto a los criados, preferirían que les pegaran un tiro antes de dejarse ver por aquí.

Algo tranquilizada, Emmeline se recostó en la almohada. -¿Qué pretendías, Cassy, diciendo que me ibas a matar? -preguntó con sencillez.

– Pretendía evitar que te desmayaras -dijo Cassy- y lo conseguí. Y te digo ahora, Emmeline, que debes hacerte a la idea de que no te desmayarás, pase lo que pase; no hace ninguna falta. Si yo no lo hubiera evitado, ese desgraciado podría tenerte en las manos ahora.

Emmeline se estremeció.

Las dos mujeres permanecieron algún tiempo en silencio. Cassy se entretenía con un libro en francés; Emmeline, vencida por el sueño, se quedó dormitando durante un rato. La despertaron fuertes gritos y chillidos, el chacoloteo de los caballos y los aullidos de los perros. Se levantó sobresaltada, con un ligero chillido.

– Sólo es la vuelta de los cazadores -dijo Cassy serenamente-; no temas. Mira por este agujero. ¿No los ves a todos allá abajo? Simon tiene que darse por vencido, por esta noche. Mira cuánto barro tiene su caballo, por las vueltas que ha dado en el pantano; los perros también vienen con las orejas gachas. Ah, buen señor, tendrá usted que repetir la correría una y otra vez. ¡La presa no está allí!

– ¡Ay, no digas ni una palabra! -dijo Emmeline-, ¿y si te oyen?

– Si oyen algo, tendrán mucho cuidado de mantenerse alejados -dijo Cassy-. No hay peligro; podemos hacer todo el ruido que queramos, que sólo aumentará el efecto.

Por fin el silencio de la medianoche cayó sobre la casa. Legree, maldiciendo su mala suerte y jurando vengarse de forma terrible al día siguiente, se fue a la cama.

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