Con todo, pueden ser pequeñas las cosas que devuelvan al corazón el peso que pretende quitarse para siempre; puede ser un sonido, una flor, el viento, el océano lo que herirá la oscura cadena eléctrica que nos ata.

Peregrinaje de Childe Harold, Canto 4


El salón de la casa de Legree era una habitación larga y ancha con una gran chimenea. Una vez había estado decorado con un papel caro y vistoso, que ahora caía en jirones mohosos de las húmedas paredes. El lugar tenía ese peculiar olor insalubre y nauseabundo causado por una mezcla de humedad, mugre y podredumbre, que a menudo se nota en las viejas casas abandonadas. El papel de la pared también estaba manchado de salpicaduras de cerveza y vino o engalanado con apuntes y largas sumas escritos con tiza, como si alguien se hubiera dedicado a hacer ejercicios de aritmética. En el hogar había un brasero lleno de carbón candente, porque, aunque no hacía frío, las tardes eran siempre húmedas y frescas en aquel gran aposento y además Legree lo quería para poder encenderse los cigarros y calentar el agua para el ponche. El fulgor rojizo de las brasas iluminaba el aspecto confuso y desordenado de la habitación: sillas de montar, bridas, varias clases de arnés, fustas de montar, abrigos y diferentes prendas de vestir yacían caóticamente dispersos por todo el salón; y los perros, de los que hemos hablado anteriormente, se habían instalado a sus anchas donde mejor les había parecido entre ellos.

Legree se está preparando un vaso de ponche en este momento, vertiendo el agua caliente de una jarra agrietada y sin pitorro y refunfuñando al mismo tiempo:

– ¡Maldito sea ese Sambo por meter cizaña entre yo y los nuevos braceros! ¡Ese tipo no estará en condiciones de trabajar durante una semana, y eso que estamos en el momento de más trabajo de la temporada!

– Sí, es típico de ti -dijo una voz que provenía de detrás de su sillón. Era Cassy, que le había sorprendido en pleno soliloquio.

– ¡Ajá, bruja! Conque has vuelto, ¿eh?

– Sí -dijo ella con aplomo-, y he venido para hacer lo que me dé la gana, además.

– ¡No es verdad, zorra! Yo cumpliré mi palabra. O te comportas debidamente o te quedas en los barracones y vives y trabajas como los demás.

– ¡Prefiero diez mil veces -dijo la mujer- vivir en el agujero más inmundo de los barracones que estar bajo tu pezuña! -Pero, te guste o no, estás bajo mi pezuña -dijo él, dirigiéndole una mueca bestial- y eso es un consuelo. Así que siéntate aquí en mi regazo, querida, y escucha la voz de la razón -dijo él, cogiéndola por la muñeca.

– ¡Simon Legree, ten cuidado! -dijo la mujer, con un rápido destello de los ojos, una mirada tan salvaje y alocada que daba miedo--. Me tienes miedo, Simon -dijo deliberadamente-, ¡y con razón! ¡Ten cuidado, porque tengo el diablo dentro de mí!

Susurró las últimas palabras con un acento sibilante junto a su oído.

– ¡Vete! ¡Verdaderamente creo que es cierto! -dijo Legree, apartándola y mirándola con inquietud-. Después de todo, Cassy -dijo-, ¿por qué no puedes ser mi amiga como antes?

– ¡Como antes! -dijo ella amargamente. Se detuvo, porque le impidió hablar una oleada de sentimientos ahogados que acudió a su corazón.

Cassy siempre había ejercido sobre Legree ese tipo de influencia que una mujer fuerte y apasionada puede ejercer sobre el hombre más brutal; pero últimamente se había ido poniendo cada vez más irritable y desasosegada bajo el odioso yugo de su servidumbre y su irritabilidad se convertía a veces en locura desenfrenada; y este hecho la convertía en objeto de espanto a los ojos de Legree, que tenía el horror supersticioso a los locos que se ve frecuentemente entre las mentes burdas y sin instrucción. Cuando Legree llevó a Emmeline a la casa, todos los rescoldos agonizantes de solidaridad femenina se reavivaron en el cansado corazón de Cassy, que se puso de parte de la muchacha, y, en consecuencia, hubo una feroz riña entre ella y Legree. Este, furioso, juró que la pondría a trabajar en el campo si no se tranquilizaba. Cassy, con altivo desprecio, declaró que quería ir al campo. Y fue a trabajar un día allí, como ya hemos visto, para demostrar la poca mella que le hacía la amenaza.

En secreto, Legree se sintió inquieto todo el día, puesto que Cassy tenía una influencia sobre él de la que era incapaz de librarse. Cuando presentó su cesta para que la pesaran, él esperaba alguna concesión, por lo que se dirigió a ella con un tono medio conciliatorio, medio despectivo; ella le había respondido con total desprecio.

El ultrajante tratamiento al fue sometido el tío Tom la indignó aun más, así que siguió a Legree hasta la casa sin otro propósito que echarle en cara su brutalidad.

– ¡Ojalá te comportaras de forma decente, Cassy! -dijo Legree.

– ¡Y tú hablas de comportarse con decencia, tú, que ni siquiera tienes bastante sensatez como para no echar a perder a uno de tus mejores trabajadores en temporada alta, sólo por tu mal genio!

– He sido idiota, ésa es la verdad, para permitir que surgiera semejante disputa -dijo Legree-, pero una vez que se puso terco el muchacho, había que domesticarlo.

– No creo que consigas domesticarlo.

– ¿Que no? -preguntó Legree, levantándose apasionado-. ¡Ya veremos si lo domestico! ¡Sería el primer negro que me pudiera a mí! ¡Le romperé cada hueso del cuerpo, pero se someterá!

En ese momento, se abrió la puerta y entró Sambo. Se acercó, hizo una reverencia y le tendió un envoltorio de papel.

– ¿Qué es eso, perro? -preguntó Legree.

– ¡Es una cosa de brujas, amo!

– ¿Una qué?

– Una cosa que los negros sacan a las brujas. Evita que sufran cuando los azotan. El lo llevaba atado al cuello con una cuerda negra.

Legree, como la mayoría de los hombres crueles y descreídos, era supersticioso. Cogió el papel y lo desdobló con cautela.

Salieron a la luz un dólar de plata y un largo y lustroso rizo de cabello rubio, que se enredó entre los dedos de Legree como si tuviera vida propia.

– ¡Maldita sea! -gritó, con saña repentina, pataleando y tirando furiosamente del cabello como si le quemase-. ¿De dónde ha salido esto? ¡Quítamelo! ¡Quémalo, quémalo! -aullaba, arrancándoselo y tirándolo sobre las ascuas-. ¡.Por qué me has traído eso?

Sambo se quedó con la pesada boca abierta de par en par, estupefacto de asombro; y Cassy, que estaba disponiéndose a salir de la habitación, se detuvo y lo miró con total incredulidad.

– ¡No me traigas más de esas cosas vuestras endemoniadas! -dijo, amenazando con el puño a Sambo, que se retiró apresuradamente hasta la puerta; y, cogiendo el dólar de plata, lo lanzó a través del cristal de la ventana a la oscuridad de fuera.

Sambo se alegró de marcharse de allí. Cuando se hubo ido, Legree parecía estar un poco avergonzado de su sobresalto. Se sentó con terquedad en su sillón y se puso a sorber taciturno su vaso de ponche.

Cassy consiguió salir sin que la observara y se escabulló afuera para atender al pobre Tom, tal como ya hemos contado.

¿Y qué le ocurriría a Legree? ¿Qué había en un simple rizo de cabello para horrorizar a ese hombre brutal, conocedor de toda clase de crueldades? Para contestar a esto, debemos transportar al lector hacia atrás en su historia. Por duro y vicioso que pareciera ahora el hombre impío, hubo un momento en el que su madre lo mecía contra su seno, al ritmo de himnos y plegarias, mientras su frente ahora surcada era rociada con las aguas del santo bautismo. En su tierna infancia, al sonar la campana, lo llevaba una mujer rubia a la iglesia a rezar. Allá lejos en Nueva Inglaterra, aquella madre había educado a su único hijo con un cariño constante e imperecedero y pacientes oraciones. Nacido de un padre hosco, en el que esa tierna mujer había derrochado una infinidad de amor desdeñado, Legree había seguido los pasos de su padre. Violento, ingobernable y tiránico, desoía los consejos de ella y despreciaba sus reprimendas; aún joven, se alejó de ella para buscar fortuna en la mar. Sólo volvió a casa una vez después. En esa ocasión, su madre, con el anhelo de un corazón que tiene que amar a alguien y no tiene a nadie más a quien amar, se aferró a él e intentó, con apasionados ruegos y súplicas, apartarlo de una vida depravada para la salvación eterna de su alma.

Fue el día de gracia de Legree; lo llamaban los ángeles buenos; casi lo convencieron y la piedad le cogió de la mano. Su corazón se arrepintió… hubo un conflicto… pero el pecado ganó la victoria y él enfrentó toda la fuerza de su hosca naturaleza contra las creencias de su conciencia. Bebía y juraba… se volvió más alocado y brutal que antes. Y una noche, cuando su madre, en un último intento desesperado, estaba arrodillada a sus pies, la rechazó, la dejó sin sentido en el suelo y, con fieras palabrotas, huyó a su barco. La siguiente noticia que Legree tuvo de su madre fue una noche, mientras corría una juerga con unos compañeros borrachos, cuando le pusieron una nota en la mano. La abrió, y salió un mechón largo y rizado de cabello, que se le enroscó entre los dedos. La carta le informaba que su madre había muerto y que, en su lecho de muerte, lo perdonó y bendijo.

Existe una profana y aterradora necromancia del mal que convierte las cosas más dulces y sagradas en fantasmas de horror y espanto. Aquella pálida y amante madre con sus últimas plegarias y su amor misericordioso sólo estimuló una sentencia condenatoria en ese corazón pecaminoso, junto con una terrible búsqueda de juicio y una fiera indignación. Legree quemó el mechón de cabello y quemó la carta, y, cuando los vio chisporrotear y sisear en el fuego, se estremeció pensando en el fuego eterno. Intentó borrar el recuerdo con la bebida, la juerga y la blasfemia; pero a menudo, en la profundidad de la noche, cuando la quietud solemne incita al alma en pena a comunicarse consigo misma, había visto a su pálida madre alzarse junto a su cama y había sentido enroscarse el suave cabello en sus dedos hasta que el sudor frío caía a chorro por su rostro y saltaba espantado de la cama. Los que os habéis maravillado al leer, en el evangelio mismo, que Dios es amor y que Dios es un fuego que consume, ¿no veis que, para un alma resuelta a hacer el mal, el amor perfecto es el peor tormento, el sello y la sentencia de la más absoluta desesperación?

«¡Maldita sea!» dijo Legree para sí al beber su licor. «¿De dónde habrá sacado eso? Si no se pareciera tanto a… ¡vaya! creía haber olvidado aquello. ¡Que me condenen si creo que es posible olvidar alguna cosa, maldita sea! ¡Me siento solo! Voy a llamar a Em. Me odia, ¡la muy díscola! No me importa, ¡la obligaré a venir!»

Legree salió a un gran recibidor que daba a una escalera, antaño magnífica, que describía una amplia curva; pero el corredor estaba sucio y melancólico, lleno de cajas y desperdicios. La escalera, sin alfombra, parecía conducir a oscuras a no se sabía dónde. La pálida luz de la luna entraba a través del montante roto de encima de la puerta; el aire era insalubre y gélido, como el de una cripta.

Legree paró al pie de la escalera y escuchó una voz que cantaba. Le pareció extraña y fantasmal en aquella vieja casa lúgubre, quizás por el estado alterado de sus nervios. ¡Escuchad! ¿Qué es?

Una voz patética y salvaje entonaba un himno popular entre los esclavos:

«Oh, habrá llanto, llanto, llanto,

oh, habrá llanto en el trono deljuicio de Cristo.»


– ¡Maldita sea la muchacha! -dijo Legree-. La voy a estrangular. ¡Em, Em! -gritó con fiereza; pero sólo le respondió el eco burlón desde los muros. La dulce voz siguió cantando:

«¡Los padres y los hijos se separarán allí!

¡Los padres y los hijos se separarán allí,

y no se verán jamás!»


Y el estribillo resonó claro y fuerte en las habitaciones vacías:

«¡Oh, habrá llanto, llanto, llanto,

Oh habrá llanto en el trono del juicio de Cristo!»


Legree se detuvo. Le habría dado vergüenza reconocerlo, pero grandes gotas de sudor le resbalaban por la frente y el corazón le latía pesada y temerosamente; incluso creyó ver algo blanco elevarse y helar en la oscuridad delante de sus ojos y le horrorizaba pensar qué haría si la figura de su difunta madre fuera a aparecer de pronto ante él.

«Una cosa está clara», se dijo al volver dando traspiés para sentarse en el salón; «¡dejaré en paz a ese hombre después de esto! ¿Por qué he tenido que fisgar en su maldito papel? ¡Desde luego, creo que estoy embrujado! ¡No hago más que temblar y sudar desde entonces! ¿De dónde sacaría ese pelo? ¡No podía serlo… yo quemé aquello, estoy seguro! ¡Sería una buena broma si el cabello pudiera volver del más allá!».

¡Ay, Legree, ese mechón de oro estaba embrujado verdaderamente; cada cabello tenía un hechizo de terror y remordimiento para ti, y los utilizó un poder más fuerte para atarte las manos crueles y evitar que infligieras la maldad más terrible a los desvalidos!

– ¡Eh! -dijo Legree, pataleando y silbando a los perros-. ¡Despertaos vosotros y hacedme compañía! -pero los perros sólo abrieron un ojo somnoliento para mirarlo y lo volvieron a cerrar.

«Traeré a Sambo y a Quimbo aquí para que canten y. bailen uno de sus bailes del infierno y espanten estas horribles ideas», dijo Legree; y, poniéndose el sombrero, salió al porche e hizo sonar el cuerno con el que solía llamar a sus dos capataces negros.

Cuando se hallaba de humor festivo, Legree acostumbraba a convocar a estos dos caballeros a su salón y, después de calentarlos con whisky, se divertía haciéndoles cantar, bailar o pelear, según su talante.

Era entre la una y las dos de la madrugada cuando regresaba Cassy de socorrer al pobre Tom y oyó el sonido de alocados gritos, alaridos y cantos provenientes del salón, mezclados con los ladridos de los perros y otros síntomas de alboroto general.

Subió los escalones del porche y miró adentro. Legree y los dos supervisores, muy borrachos, cantaban, voceaban, derribaban sillas e intercambiaban toda clase de horrendas y ridículas muecas.

Apoyó la pequeña mano en la persiana de la ventana y los observó fijamente; había infinidad de angustia, desprecio y feroz amargura en sus ojos negros mientras miraba. «¿.Sería pecado librar al mundo de semejante desgraciado?» se preguntaba.

Se apartó deprisa y se encaminó a una puerta trasera, subió una escalera y llamó a la puerta de Emmeline.

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