CAPÍTULO XVI

EL AMA DE TOM Y SUS OPINIONES

Y ahora, Marie -dijo St. Clare-, llega una época dorada para ti. Aquí está nuestra prima práctica y eficiente de Nueva Inglaterra, que te quitará todo el peso de la economía doméstica de los hombros para que tengas tiempo de reponer fuerzas y ponerte más joven y guapa. La ceremonia de entrega de llaves debe llevarse a cabo enseguida.

Este comentario se hizo en la mesa del desayuno, unos días después de la llegada de la señorita Ophelia.

– Se las entrego encantada -dijo Marie, apoyando la cabeza lánguidamente en la mano-. Creo que se enterará de una cosa, y es que las amas somos las esclavas en estas partes.

– Oh, seguro que se enterará de eso, y una multitud más de verdades suculentas, sin duda -dijo St. Clare.

– Y luego hablan de que tenemos esclavos, como si lo hiciéramos por nuestra comodidad -dijo Marie-. Si lo hiciéramos por eso, los soltaríamos a todos en el acto.

Evangeline fijó sus grandes ojos serios en el rostro de su madre con una expresión seria y perpleja y le preguntó simplemente: -¿Y para qué los tienes, mamá?

– La verdad es que no lo sé, excepto para fastidiarme. Son una plaga en mi vida. Creo que tienen más culpa de mi mala salud que ninguna otra cosa; y sé que los nuestros son la peor plaga que nadie haya tenido jamás.

– Oh, vamos, Marie, estás alicaída esta mañana -dijo St. Clare-. Sabes que eso no es verdad. Si Mammy es la mejor persona del mundo. ¿Qué sería de ti sin ella?

– Mammy es la mejor de todos los que conozco -dijo Marie-, pero incluso Mammy es egoísta, terriblemente egoísta: ése es el defecto de toda su raza.

– El egoísmo es un defecto horrible -dijo St. Clare, muy serio.

– Pues mira a Mammy -dijo Marie-; creo que es muy egoísta por su parte dormir bien por las noches; sabe que necesito cuidados casi cada hora, cuando me llegan los peores ataques, y, sin embargo, ¡cuesta tanto despertarla! Estoy mucho peor esta mañana por los esfuerzos que tuve que hacer anoche para despertarla.

– -¿No ha pasado muchas noches levantada contigo últimamente, mamá? -dijo Eva.

– ¿Cómo lo sabes tú? -preguntó Marie ásperamente-. Se habrá quejado, supongo.

– No se quejó. Sólo me contó que habías pasado muy mala noche, varias noches seguidas.

– ¿Por qué no dejas que Jane o Rosa la reemplacen durante una noche o dos -dijo St. Clare- para que ella descanse?

– ¿Cómo puedes proponer tal cosa? -dijo Marie-. St. Clare, eres de lo más desconsiderado. Estoy tan nerviosa que cualquier susurro me molesta, y una mano extraña me volvería loca del todo. Si Mammy tuviera el interés por mí que debiera, se despertaría más fácilmente, ya lo creo. He oído hablar de personas que han tenido a criados así, pero yo no tengo tanta suerte y Marie suspiró.

La señorita Ophelia había escuchado la conversación con un aire de gravedad astuta y observadora; y permaneció con los labios fuertemente apretados como si estuviera empeñada en averiguar exactamente qué terreno pisaba antes de comprometerse.

– Ahora bien, Mammy posee una especie de bondad -dijo Marie-; es dócil y respetuosa, pero en el fondo es egoísta. Nunca para de inquietarse y de preocuparse por ese marido suyo. Veréis, cuando me casé y vine a vivir aquí, la tuve que traer conmigo, pero mi padre no podía prescindir de su marido. Era herrero y, naturalmente, le hacía mucha falta; y yo pensé en ese momento, y así lo dije, que lo mejor era que él y Mammy se olvidaran el uno del otro puesto que era poco probable que nos viniera bien que volviesen a vivir juntos. Ojalá hubiese insistido más y hubiese casado a Mammy con otro; pero fui tonta e indulgente y no quise insistir. Le dije a Mammy entonces que no debía esperar verlo sino una o dos veces más en su vida, porque el aire de la casa de mi padre no me sienta bien, y no puedo ir allí; y le aconsejé que se juntara con otro, pero no quiso. Mammy es un poco obstinada a veces, pero nadie más que yo se da cuenta de ello.

– ¿Tiene hijos? -preguntó la señorita Ophelia.

– Sí; tiene dos.

– Supongo que le duele estar separada de ellos.

– Bien, naturalmente no me los pude traer. Eran unos críos muy sucios, y no podía tenerlos por aquí; además, la entretenían demasiado; y creo que Mammy siempre lo ha tomado a mal. No se quiere casar con ningún otro y estoy convencida de que, aunque sabe la falta que me hace y lo mala que es mi salud, volvería con su marido mañana si tuviera oportunidad. Ya lo creo que sí -dijo Marie-. Así de egoístas son, incluso los mejores.

– Es triste pensarlo -dijo St. Clare secamente.

La señorita Ophelia lo miró intensamente y vio su rubor de mortificación y desazón y sus labios sarcásticamente torcidos cuando habló.

– Ahora bien, Mammy siempre ha sido mi favorita -dijo Marie-. Quisiera que algunas criadas del Norte echaran un vistazo a su guardarropa: tiene colgados vestidos de seda y muselina y hasta uno de auténtica batista de lino. He trabajado tardes enteras a veces bordándole gorros y preparándola para ir a una fiesta. En cuanto a malos tratos, no sabe lo que son. No la han azotado más de una o dos veces en su vida. Toma café fuerte o té todos los días con azúcar blanco. Desde luego es una aberración; pero St. Clare se empeña en que se lo pasen en grande ahí abajo y cada uno de ellos hace lo que le da la gana. El caso es que nuestros criados están demasiado consentidos. Supongo que es en parte culpa nuestra que sean egoístas y se comporten como niños malcriados, pero me he cansado de hablar de ello con St. Clare.

– Y yo también -dijo St. Clare, cogiendo el periódico de la mañana.

La bella Eva había escuchado a su madre con esa expresión de seriedad profunda y mística que le era peculiar. Se acercó suavemente a la silla de su madre y le rodeó el cuello con sus brazos.

– Bien, Eva, ¿qué quieres ahora? -preguntó Marie.

– Mamá, ¿puedo cuidarte yo una noche, sólo una? Sé que no te pondría nerviosa y no me dormiría. A menudo me quedo despierta por las noches pensando…

– ¡Tonterías, hija, tonterías! -dijo Marie-. ¡Eres una niña tan extraña!

– Pero, ¿me dejas, mamá? Creo -dijo tímidamente que Mammy no está bien. Hace poco me ha dicho que le duele la cabeza todo el tiempo.

– ¡Ésa es una de las manías de Mammy! Mammy es igual que los demás, arma escándalo por cada dolorcito de cabeza o de dedo. ¡No podemos consentirlo! Tengo principios sobre este asunto -dijo, volviéndose hacia la señorita Ophelia-; te darás cuenta de que es necesario. Si alientas a los criados a que se dejen llevar por cada sensación desagradable y se quejen de cada achaque, no te darán tregua. Yo nunca me quejo; nadie sabe lo que sufro. Considero que es mi deber aguantarlo en silencio y eso es lo que hago.

Los ojos redondos de la señorita Ophelia delataron un franco asombro ante esta perorata, que a St. Clare le pareció tan ridícula que estalló a reír a carcajadas.

– Siempre se ríe St. Clare cuando hago la más mínima alusión a mi mala salud -dijo Marie con voz de mártir atormentado-. ¡Espero que no llegue el día en que se acuerde de ello! y Marie acercó el pañuelo a sus ojos.

Siguió un silencio algo absurdo. Finalmente se levantó St. Clare, miró el reloj y dijo que tenía un compromiso calle abajo. Eva se marchó detrás de él y la señorita Ophelia y Marie se quedaron solas en la mesa.

– Esto es típico de St. Clare -dijo ésta, guardándose el pañuelo con un gesto algo fogoso ahora que no estaba delante el criminal al que pretendía afectar-. Nunca se da cuenta, no quiere, no le da la gana darse cuenta de lo que sufro y llevo años sufriendo. Si yo fuera de las que se quejan, o si diera importancia a mis males, estaría justificado. Los hombres se cansan, naturalmente, de las esposas quejumbrosas. Pero yo me guardo las cosas para mí y me aguanto hasta tal extremo que he hecho creer a St. Clare que puedo aguantar cualquier cosa.

La señorita Ophelia no sabía exactamente lo que debía responder a esto.

Mientras pensaba en algo que decir, Marie se enjugó las lágrimas y se compuso poco a poco como si fuese una paloma alisándose el plumaje tras un chaparrón; inició una conversación doméstica con la señorita Ophelia, sobre armarios, roperos, planchas, almacenes y otros asuntos de los que iba a hacerse cargo esta última de común acuerdo; y le dio tal cantidad de instrucciones y recomendaciones precavidas que hubieran mareado y confundido totalmente una cabeza menos sistemática y práctica que la de la señorita Ophelia.

– Y ahora -dijo Marie-, creo que te lo he dicho todo; así que, cuando me llegue el próximo ataque, podrás hacerte cargo perfectamente, sin consultarme, excepto en el caso de Eva, que necesita vigilancia.

A mí me parece que es una niña muy, muy buena -dijo la señorita Ophelia-; nunca he conocido a otra mejor.

– Eva es rara -dijo su madre-; muy rara. Tiene unas cosas tan extrañas; no se parece nada a mí y Marie suspiró, como si esta consideración fuera realmente melancólica.

La señorita Ophelia dijo para sí: «Espero que no», pero tuvo la prudencia de no decirlo en voz alta.

– A Eva siempre le ha gustado estar con los negros, y yo creo que eso está muy bien para algunos niños. Yo jugaba siempre con los pequeños negros de mi padre y nunca me hizo ningún daño. Pero Eva siempre se pone al mismo nivel que todas las criaturas que se acercan a ella. Es una cosa extraña de la niña. Nunca he podido quitarle la costumbre. Y creo que St. Clare le anima a ello. El caso es que St. Clare mima a todas las criaturas bajo este techo menos a su esposa.

De nuevo la señorita Ophelia se quedó sentada en silencio.

– No hay más remedio -dijo Marie- que someter a los criados y mantenerlos en su sitio. Para mí ha sido algo natural desde la niñez. Eva es capaz de malcriar a una casa entera. No sé qué será de ella cuando le llegue el turno de llevar una casa personalmente. Estoy de acuerdo con ser amables con los criados, siempre lo soy; pero hay que ponerlos en su sitio. Eva no lo hace nunca; ¡no hay manera de meterle en la cabeza cuál es el sitio de un criado! ¡Ya la has oído ofrecerse a cuidarme por las noches, para que duerma Mammy! Es sólo una muestra de lo que haría ella todo el tiempo si se la dejara sola.

– Pero -dijo la señorita Ophelia francamente- supongo que consideras que tus criados son seres humanos y merecen descansar cuando se fatigan.

– Por supuesto; naturalmente. Soy muy meticulosa en dejarles tener todo lo que viene bien, cualquier cosa que no me incomode a mí, desde luego. Mammy puede recuperar el sueño a cualquier hora; no es ningún problema. Es lo más dormilón que he conocido nunca; cosiendo, de pie o sentada, esa criatura se queda dormida en todas partes. No hay peligro de que Mammy se quede sin dormir. Pero tratar a los criados como si fuesen flores exóticas o jarrones de porcelana, eso es ridículo -dijo Marie, sumergiéndose lánguidamente en las profundidades de un voluminoso sofá mullido y acercándose un elegante frasco de sales de cristal tallado.

– Verás -continuó con una vocecilla tenue y delicada, como el último suspiro de un jazmín árabe o algo igualmente etéreo-, verás, prima Ophelia, no hablo muy a menudo de mí misma. No es mi costumbre, ni me agrada. De hecho, no tengo fuerza para hacerlo. Pero hay cuestiones en las que discrepamos St. Clare y yo. St. Clare nunca me ha comprendido, nunca me ha apreciado. Creo que eso es la raíz de mi mala salud. St. Clare tiene buenas intenciones, quiero creer, pero los hombres son, por naturaleza, egoístas y desconsiderados con las mujeres. O, por lo menos, ésa es la impresión que tengo.

La señorita Ophelia, que poseía una considerable porción de la auténtica cautela de Nueva Inglaterra y un horror muy concreto a verse involucrada en las disputas familiares, empezó a prever que amenazaba una cosa de ese tipo; por lo tanto, compuso sus facciones en una expresión de férrea neutralidad y, sacando del bolsillo una labor de calceta que ya medía una yarda y media de longitud y que guardaba como remedio contra lo que el doctor Watts asevera es una costumbre personal de Satanás para con las personas de manos ociosas, se puso a tejer con gran energía, con los labios sellados de una forma que decía tan claramente como pudieran decirlo las palabras: «No me hagas hablar. No quiero saber nada de tus asuntos.» De hecho, tenía aspecto de tener tanta compasión como un león de piedra. Pero a Marie eso no le importó. Había conseguido tener a alguien con quien hablar y sentía que hablar era su deber y eso era suficiente; por lo que, oliendo su frasco de sales nuevamente para refortalecerse, continuó:

– Verás, aporté mi propio dinero y criados cuando me casé con St. Clare y tengo derecho legal a disponer de ellos como me plazca. St. Clare tenía su propia fortuna y sus propios criados y me parece bien que los lleve a su manera; pero siempre se empeña en interferir. Tiene unas ideas curiosas y extravagantes sobre las cosas, especialmente sobre cómo tratar a los criados. Se comporta realmente como si antepusiera a los criados a mí y a sí mismo también; les deja hacer toda clase de travesuras y no levanta un dedo contra ellos. Ahora bien, en algunas cosas, St. Clare es tremendo de verdad, y me asusta, a pesar del aspecto de buen humor que suele tener. Ahora se ha empeñado en que, pase lo que pase, nadie imponga un castigo en esta casa excepto él y yo; y lo dice de tal manera que no me atrevo a llevarle la contraria. Puedes ver adónde conduce eso; St. Clare no levanta la mano aunque lo pisoteen todos ellos y yo… ya ves lo cruel que sería pedirme que me esforzara. Tú sabes que estos criados sólo son niños grandes.

– No sé absolutamente nada del asunto y doy gracias al Señor de que' así sea -dijo escuetamente la señorita Ophelia.

– Bien, pero tendrás que saber algo, y saberlo a tu costa, si te quedas aquí. No sabes con qué hatajo de ingratos, tontos, descuidados, infantiles, poco razonables y provocativos tendrás que vértelas.

Marie se animaba extraordinariamente siempre que hablaba de este tema; en esta ocasión abrió los ojos y pareció olvidarse de su postración.

– No sabes, no puedes imaginarte las pruebas constantes a las que someten a un ama de casa, a todas horas y en todas partes. Pero no sirve de nada quejarse a St. Clare. El dice las cosas más extrañas. Dice que nosotros los hemos hecho como son y tenemos que aguantamos. Dice que sus defectos son culpa nuestra, y que sería cruel crear un defecto y luego castigarlo. Dice que nosotros no lo haríamos mejor, en su lugar; como si pudiéramos ponemos en la misma categoría.

– ¿No crees que el Señor los hizo de la misma sangre que nosotros? -preguntó rudamente la señorita Ophelia. -¡Por supuesto que no! ¡Dónde íbamos a ir a parar! Son una raza degenerada.

– ¿No crees que tengan almas inmortales? -preguntó la señorita Ophelia, con una indignación cada vez mayor.

– Bien, eso -dijo Marie con un bostezo-, nadie lo pone en duda. Pero de ahí a ponerlos al mismo nivel que nosotros, como si se nos pudiera comparar, ¡es imposible! Ahora bien, St. Clare ha intentado hacerme creer que tener a Mammy separada de su marido es lo mismo que separarme a mí del mío. No se puede comparar. Mammy no podría tener los mismos sentimientos que yo. Es una cosa diferente, desde luego, y sin embargo, St. Clare finge que no lo ve. ¡Como si Mammy pudiese querer a sus sucios rorros como quiero yo a Eva! No obstante, una vez St. Clare intentó realmente persuadirme de que era mi deber, con mi mala salud y todo lo que sufro, dejar a Mammy que volviera a casa y coger a otra en su lugar. Eso era demasiado, incluso para mí. No suelo mostrar mis sentimientos, sino que soporto las cosas en silencio por principio; es la penosa suerte de una esposa, y me aguanto. Pero aquella vez estallé, de modo que no ha vuelto a mencionar el asunto desde entonces. Pero sé por su expresión y las cosas que dice que aún piensa lo mismo ¡y es muy molesto y exasperante!

La señorita Ophelia tenía todo el aspecto de tener miedo de decir algo; pero siguió traqueteando con las agujas de una forma preñada de significado, si Marie hubiera sabido interpretarlo.

– Así que ya ves -continuó- con lo que tienes que enfrentarte. Una casa sin gobierno, donde los criados van a la suya, hacen lo que les place y tienen todo lo que quieren, excepto en los aspectos en los que yo, con mi débil salud, he mantenido el control. Tengo a mano el látigo de cuero y a veces los zurro; pero el esfuerzo es siempre demasiado para mí. Si St. Clare consintiera que se hiciera como lo hacen los demás…

– ¿Cómo?

– Pues mandándolos a la cárcel u otro sitio a que los azoten. Es la única manera. Si no fuera una mujer tan débil y enfermiza, creo que llevaría la casa con el doble de energía que St. Clare.

– ¿Y cómo se las arregla St. Clare? -preguntó la señorita Ophelia-. ¿Dices que nunca les pega?

– Bien, los hombres tienen unos modales más enérgicos, ya sabes; les es más fácil; además, si lo miras directamente a los ojos -unos ojos peculiares- cuando habla con decisión, hay una especie de destello en ellos. A mí me da miedo, y los criados saben que tienen que andar con pies de plomo. Yo no consigo tanto con mis tormentas y regañinas como St. Clare con una mirada de esos ojos, cuando se pone serio. Oh, St. Clare no tiene problema; por eso no me tiene más compasión. Pero ya descubrirás cuando te pongas a gobernar que la severidad no sirve para nada, son tan malos, tan falsos y tan perezosos.

– La vieja cantinela -dijo St. Clare tranquilamente al entrar-. ¡Por cuántas cosas tendrán que responder estas criaturas malvadas, sobre todo por la pereza! Verás, prima -dijo, tendiéndose cuan largo era en el sofá enfrente del de Marie-, es totalmente imperdonable en ellos, esta pereza, a la vista del ejemplo que les damos Marie y yo.

– Vamos, vamos, St. Clare, ¡qué malo eres! -dijo Marie.

– ¿Lo soy? Pues yo creía que estaba siendo bueno, por raro que parezca. Intento secundar tus palabras, Marie, siempre.

– Sabes bien que no querías decir eso, St. Clare -dijo Marie.

– Oh, pues entonces, debía de estar equivocado. Gracias por encauzarme, querida.

– Haces todo lo que puedes por provocarme -dijo Marie.

– Oh, vamos, Marie, el día se pone cálido y acabo de discutir largamente con Dolph, lo cual me ha fatigado muchísimo; así que sé agradable y déjame descansar a la luz de tu sonrisa.

– ¿Qué pasa con Dolph? -preguntó Marie-. La impertinencia de ese individuo está llegando a un punto intolerable para mí. ¡Ojalá estuviera bajo mis órdenes solamente durante una temporada! ¡Ya lo pondría yo en su sitio!

– Lo que dices, querida, está teñido de tu agudeza y sensatez habituales -dijo St. Clare-. En cuanto a Dolph, éste es el caso: lleva tanto tiempo imitando mis gracias y perfecciones que ha llegado finalmente a creerse su propio amo, y me he visto obligado a hacerle ver su error.

– ¿.Cómo? -preguntó Marie.

– Pues me he visto obligado a darle a entender explícitamente que prefería quedarme con algunas prendas de mi propio vestuario para ponérmelas yo; después, le he racionado la colonia a su excelencia y he tenido la crueldad de limitarle a utilizar una docena de mis pañuelos de batista. A Dolph le ha sentado bastante mal y he tenido que hablarle como un padre para que se le pasara.

– ¡Ay, St. Clare! ¿Cuándo aprenderás a tratar a los criados? ¡Es abominable cómo les consientes! -dijo Marie.

– Pero después de todo, ¿qué tiene de malo que el pobre quiera parecerse a su amo? Y si lo he educado para que crea que los mayores bienes son el agua de colonia y los pañuelos de batista, ¿por qué no dárselos?

– ¿Y por qué no lo has educado mejor? -preguntó la señorita Ophelia muy directamente.

– Demasiado trabajo, prima; por pereza, que echa a perder más almas de lo que te puedes imaginar. Si no fuera por la pereza, yo mismo sería un perfecto ángel. Me inclino a pensar que la pereza es lo que el viejo doctor Botherem de Vermont solía llamar «la esencia de la perversidad moral». Es terrible pensarlo, desde luego.

– Creo que los dueños de esclavos tenéis una terrible responsabilidad -dijo la señorita Ophelia-. A mí no me gustaría tenerla por nada del mundo. Deberíais educar y tratar a los esclavos como seres razonables, como criaturas inmortales con las que tenéis que sentaros en el banquillo de Dios. Eso es lo que pienso -dijo la buena señora, dejándose llevar de repente por una marea de fervor que había ido cogiendo fuerza en su mente toda la mañana.

– Oh, vamos, vamos -dijo St. Clare, levantándose rápidamente- ¿qué sabes tú de nosotros? -y se sentó en el piano y empezó a tocar una pieza vigorosa. Tocaba firme y brillantemente y sus dedos se movían por el teclado con un movimiento ligero de pájaro, etéreo pero decidido. Tocó una pieza tras otra, como alguien que quiere ponerse de buen humor. Después apartó las partituras, se levantó y dijo alegremente-: Bien, prima, nos has dado un sermón y has cumplido con tu deber; en conjunto, te aprecio más por ello. No tengo ninguna duda de que me hayas lanzado un diamante de verdad pero, como me ha dado de lleno en la cara, al principio no he sabido apreciarlo.

– Por mi parte, no veo que sirva para nada ese tipo de conversación -dijo Marie-. Si hay alguien que haga más que nosotros por sus esclavos, me gustaría saber quién; y, además, a ellos no les sirve de nada en absoluto: se ponen cada vez peor. En cuanto a hablar con ellos y cosas así, pues yo he hablado con ellos hasta cansarme y quedarme sin voz, explicándoles sus deberes y todo eso; y desde luego que pueden ir a la iglesia cuando quieren, aunque no entienden ni una palabra más del sermón que si fueran cerdos, por lo que no les sirve de gran cosa ir, a mi modo de ver; sin embargo, van, y tienen todas las oportunidades, pero, como he dicho antes, son una raza degenerada y siempre lo serán y no tienen remedio; no puedes sacar provecho de ellos, por mucho que lo intentes. Verás, prima Ophelia, yo lo he intentado y tú no; yo nací y me crié entre ellos y lo sé.

La señorita Ophelia pensaba que había dicho suficiente y se quedó callada. St. Clare silbó una melodía.

– St. Clare, me gustaría que dejaras de silbar -dijo Marie-; me pone peor la cabeza.

– No silbaré más -dijo St. Clare-. ¿Hay alguna otra cosa que no quieres que haga?

– Quisiera que tuvieras un poco de compasión por mis males; nunca tienes ningún sentimiento por mí.

– ¡Querido ángel acusador! -dijo St. Clare.

– Es provocativo que me hables de esta forma.

– Entonces, ¿cómo quieres que te hable? Hablaré como mandes, de la forma que me digas, para darte gusto.

Una risa alegre se oyó desde el patio a través de las cortinas de seda del porche. St. Clare salió, apartando la cortina, y se rió también.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la señorita Ophelia, acercándose a la barandilla.

Allí estaba Tom, en un musgoso banco del patio, con todos y cada uno de los ojales repletos de jazmines y Eva, riendo alegremente, le colgaba del cuello un collar de rosas; después se sentó en su regazo, aún riendo como un gorrión.

– ¡Ay, Tom, qué gracioso estás!

Tom tenía una sonrisa benévola y serena y parecía disfrutar de la diversión a su manera tanto como su pequeña ama. Levantó la vista cuando vio a su amo con un aire algo molesto de disculpa.

– ¿Cómo puedes permitírselo? -preguntó la señorita Ophelia.

– ¿Por qué no? -preguntó St. Clare. -Pues, no sé, me parece terrible.

– No te parecería mal que un niño acariciara a un gran perro, aunque fuese negro; pero te estremeces ante la idea de acariciar una criatura que piensa y siente y razona y es inmortal; reconócelo, prima. Sé muy bien lo que sentís vosotros los norteños. Y no quiero decir que sea una virtud que nosotros no lo compartamos, sólo que aquí la costumbre hace lo que debería hacer el cristianismo: eliminar el sentimiento de prejuicio personal. A menudo he observado en mis viajes al Norte que este sentimiento es mucho más fuerte en vosotros. 'Os repugnan como si fueran serpientes o sapos, y sin embargo os indignáis por las injusticias que sufren. No queréis que abusen de ellos, pero no queréis tener nada que ver con ellos personalmente. Los mandaríais a África, donde no los podríais ver ni oler, y luego enviaríais un misionero o dos para que se sacrificaran elevándoles el espíritu rápidamente a todos. ¿No es cierto?

– Bien, primo -dijo pensativa la señorita Ophelia-, puede que haya algo de verdad en lo que dices.

– ¿Qué sería de los pobres y los humildes sin los niños? -dijo St. Clare, apoyándose en la barandilla para observar a Eva, que se alejaba corriendo, llevando a Tom consigo-. Los niños son los únicos verdaderos demócratas. En este momento, Tom es un héroe para Eva; sus historias le parecen maravillosas, sus canciones e himnos metodistas son mejores que la ópera para ella, los objetos que lleva en los bolsillos son una mina de diamantes y él es el Tom más magnífico que jamás haya existido con la piel negra. Ésta es una de las rosas del Edén que el Señor ha dejado caer para que las recojan los pobres y humildes, que reciben pocas rosas de otro tipo.

– Es curioso, primo -dijo la señorita Ophelia-, pareces un teórico cuando hablas de esa manera.

– ¿Un teórico? -preguntó St. Clare.

– Sí, un teórico de la religión.

– En absoluto; no soy teórico, tal como decís los de la ciudad, y, lo que es peor, tampoco soy practicante, me temo.

– ¿Por qué hablas así, entonces?

– No hay nada más fácil que hablar -dijo St. Clare-. Creo que Shakespeare hace decir a un personaje «Mejor enseñaría yo a una veintena lo que hay que hacer, que seguir, una entre veinte, mis propias enseñanzas» [23]. No hay nada como la distribución del trabajo. Hablar es mi fuerte y el tuyo, prima, es hacer.

En la situación externa de Tom en estos momentos, no había nada de que quejarse, a los ojos del mundo. El afecto que le profesaba la pequeña Eva, la gratitud y cariño instintivos de una naturaleza noble, la habían llevado a pedir a su padre que fuera su asistente especial siempre que necesitara la compañía de un sirviente en sus paseos; y Tom tenía órdenes de dejar todo lo que estuviera haciendo y atender a la señorita Eva siempre que ella lo deseara, órdenes que no le eran nada desagradables, como pueden imaginarse nuestros lectores. Iba bien vestido, pues St. Clare era muy exigente en ese aspecto. Sus servicios en los establos no eran más que una sinecura, y consistían en una inspección cotidiana y en dar instrucciones a un sirviente subalterno; y es que Marie St. Clare había dicho que no toleraría que oliese a caballo cuando se le acercara y que no debía hacer ningún trabajo que pudiera hacerlo desagradable para ella, ya que su sistema nervioso no podía someterse a ninguna prueba de esa naturaleza; según decía ella, un tufo desagradable era suficiente para acabar con ella y poner fin a todas sus tribulaciones terrenales de una vez. Por lo tanto, Tom, con su traje bien cepillado de paño, su suave sombrero de castor, sus botas lustrosas, sus impecables puños y cuello y su bondadosa cara seria parecía lo bastante respetable como para ser un obispo de Cartago, como lo habían sido sus antepasados en otra época.

Además, estaba en un lugar hermoso, algo que nunca era indiferente a los de su sensible raza; y disfrutaba con un gozo sereno de los pájaros, las flores, las fuentes, las aromas, la luz y la belleza del patio; las cortinas de seda, los cuadros, las arañas, las figurillas y los dorados, que convertían los salones de dentro en una especie de cueva de Aladino a sus ojos.

Si alguna vez África muestra una raza elevada y culta -y tarde o temprano le llegará el turno de participar en el drama de la perfección humana-, la vida despertará allí con una suntuosidad y magnificencia que no podían imaginarse nuestras frías tribus occidentales. En aquel país místico y lejano de oro y gemas y especias, de palmeras ondulantes y flores soberbias y fertilidad milagrosa, nacerán nuevas formas de arte, nuevos estilos de esplendor; y la raza negra, ya no despreciada y pisoteada, quizás aporte algunas de las revelaciones más novedosas y magníficas de la vida humana. Seguro que lo hará, con su delicadeza y docilidad de corazón, su humildad, su capacidad de confiar en una mente superior y un poder más alto, con la sencillez de sus afectos y su facilidad para el perdón. En todas estas cosas manifestarán la forma más elevada de la vida cristiana y, quizás, como Dios castiga a los que ama, ha elegido a la pobre África para meterla en la fragua de las aflicciones, para convertirla en la mejor y la más noble del reino que establecerá después de juzgar y condenar a los demás reinos, porque los primeros serán los últimos y los últimos, los primeros.

¿Eran éstos los pensamientos de Marie St. Clare, mientras estaba de pie en el porche un domingo por la mañana, espléndidamente vestida, abrochando una pulsera de brillantes en su fina muñeca? Posiblemente lo fueran. O si no, pensaba en otra cosa; porque a Marie le gustaba usar cosas buenas, y en este momento iba a ir a una iglesia de moda, ataviada con todas sus galas: brillantes, sedas, encajes y diversas joyas, para ejercer de religiosa. Marie siempre hacía alarde de ser muy beata los domingos. Allí estaba, tan esbelta, tan elegante, tan etérea y ondulante en todos sus movimientos, su echarpe de encaje envolviéndola como la niebla. La señorita Ophelia estaba junto a ella, un gran contraste. No porque no tuviese un vestido y un chal igualmente buenos o un pañuelo igualmente fino, sino que su rigidez, su corpulencia y su total rectitud la envolvían con un halo, aunque indefinido, tan apreciable como la elegancia de su compañera; sin embargo, no era la gracia divina… ¡ésa es una cosa muy diferente!

– ¿Dónde está Eva? -preguntó Marie.

– La niña se ha detenido en la escalera para decirle algo a Mammy.

¿Y qué es lo que le decía Eva a Mammy en la escalera? Escucha, lector, y te enterarás tú, aunque Marie no se entere.

– Querida Mammy, sé que te duele muchísimo la cabeza.

– ¡Dios la bendiga, señorita Eva! Últimamente me duele siempre la cabeza. No se preocupe usted.

– Bien, pues me alegro de que vayas a salir -y la niña la rodeó con sus brazos-, toma, Mammy, llévate mi frasco de sales.

– ¿Qué, su frasco precioso con los diamantes? Dios mío, señorita, no estaría nada bien.

– ¿Por qué no? A ti te hace falta y a mí, no. Mamá lo usa siempre para el dolor de cabeza; hará que te sientas mejor. No, no, te lo llevarás, vamos, para complacerme.

– ¡Cómo habla el angelito! -dijo Mammy, cuando Eva se lo puso encima del pecho y, besándola, se fue corriendo escaleras abajo para reunirse con su madre.

– ¿Por qué te has detenido?

– Sólo me he parado para darle mi frasco de sales a Mammy, para que se lo lleve a la iglesia.

– ¡Eva! -dijo Marie, dando una patada de exasperación en el suelo-. ¡Tu frasco de oro a Mammy! ¿Cuándo vas a aprender lo que es correcto? Ve a recuperarlo ahora mismo.

Eva adoptó una expresión afligida y se giró despacio.

– Oye, Marie, deja a la niña en paz; hará lo que crea conveniente -dijo St. Clare.

– St. Clare, ¿cómo va a defenderse en la vida? -preguntó Marie.

– Sólo Dios lo sabe -dijo St. Clare-, pero en el cielo se defenderá mejor que tú o yo.

– Oh, papá, no seas así -dijo Eva suavemente, tocándole el codo-; molestas a mamá.

– Bien, primo, ¿estás listo para ir a la iglesia? -preguntó la señorita Ophelia, volviéndose para mirar de frente a St. Clare.

– Yo no voy, muchas gracias.

– ¡Ojalá St. Clare fuese a la iglesia! -dijo Marie-, pero no tiene ni un ápice de religioso. No es nada respetable.

– Lo sé -dijo St. Clare-. Vosotras las señoras vais a la iglesia para aprender a salir adelante en el mundo, supongo, y vuestra piedad nos tiñe a nosotros de respetabilidad. Si yo fuera, iría a donde va Mammy; por lo menos allí ocurren cosas para mantenerlo despierto a uno.

– ¿Qué? ¿Con aquellos metodistas gritones? ¡Qué horror! -dijo Marie.

– Cualquier cosa antes que el mar muerto de vuestras iglesias respetables, Marie. Decididamente, es demasiado pedirle a un hombre. Eva, ¿a ti te gusta ir? Vamos, quédate en casa a lugar conmigo.

– Gracias, papá, pero prefiero ir a la iglesia.

– ¿Pero no es muy aburrido? -preguntó St. Clare.

– Creo que es un poco aburrido -dijo Eva- y me entra sueño a mí también, pero intento mantenerme despierta.

– ¿Por qué vas, entonces?

Ya sabes, papá -dijo ella en un susurro-, la prima me ha dicho que Dios quiere que vayamos; y Él nos lo da todo, ¿sabes? Y no es mucho, si Él lo quiere. No es tan aburrido, después de todo.

– ¡Eres un ángel dulce y complaciente! -dijo St. Clare besándola-; vete, buena chica, y reza por mí.

– Por supuesto. Siempre lo hago -dijo la niña, saltando al carruaje tras su madre.

St. Clare se quedó en la escalinata enviándole besos mientras se alejaba el coche; tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Ay, Evangeline, bien llamada! -dijo-; ¿no ha hecho Dios que seas un evangelio para mí?

El sentimiento le duró un momento; después fumó un cigarro, leyó el Picayune [24] y se olvidó de su pequeño evangelio. ¿Era muy diferente de las demás personas?

Verás, Evangeline -decía su madre-, siempre es bueno y correcto ser amable con los criados, pero no es correcto tratarlos exactamente como si fueran de la familia o de nuestra propia clase. Piensa, si Mammy estuviera enferma, no te gustaría acostarla en tu propia cama, ¿verdad?

– Me encantaría, mamá -dijo Eva-, porque así sería más fácil cuidarla y porque, ¿sabes?, mi cama es mejor que la suya.

Marie se quedó absolutamente desesperada ante la total ausencia de discernimiento moral que delataba esta respuesta.

– ¿Qué puedo hacer para que me entienda esta niña? -preguntó.

– Nada -dijo significativamente la señorita Ophelia. Eva pareció contrita y perpleja durante un momento; pero, afortunadamente, a los niños no les duran las impresiones mucho tiempo y un rato después se reía alegremente de diversas cosas que veía desde la ventana del coche, mientras traqueteaba por el camino.


– Bien, señoras -dijo St. Clare, cuando se encontraban cómodamente sentados alrededor de la mesa para comer ¿cuál ha sido el menú de la iglesia hoy?

– Oh, el doctor G_ pronunció un sermón magnífico -dijo Marie-. Era exactamente el tipo de sermón que te convendría oír a ti; expresaba mis mismas opiniones.

– Ha debido de ser muy edificante -dijo St. Clare-. El tema ha debido de ser muy extenso.

– Quiero decir mis opiniones sobre la sociedad y cosas parecidas -dijo Marie-. El texto era «Él ha hecho bellas todas las cosas en su sazón» y demostraba cómo todos los órdenes y distinciones de la sociedad provienen de Dios; y decía que era muy conveniente y hermoso que algunos estén arriba y otros abajo, y que algunos han nacido para mandar y otros para obedecer y todas esas cosas, ya sabes; y lo ha aplicado tan bien a todas las ridículas alharacas que se hacen por la cuestión de la esclavitud, y ha demostrado claramente que la Biblia está de nuestra parte y ha apoyado de manera convincente todas nuestras instituciones. ¡Ojalá lo hubieras oído!

– Pues no me hacía falta -dijo St. Clare-. Puedo aprender cosas que me hacen el mismo bien en el Picayune cualquier día, y fumando un cigarro además; ya sabes que en la iglesia no me dejan.

– ¿Por qué? -preguntó la señorita Ophelia-. ¿Es que no compartes esas opiniones?

– ¿Quién, yo? Sabes que soy un individuo tan impío que los aspectos religiosos de estos asuntos no me edifican mucho. Si tuviera que pronunciarme sobre el asunto de la esclavitud, diría, sin pelos en la lengua, «Estamos a favor. Nosotros los tenemos y es nuestra intención seguir teniéndolos, pues nos interesa y nos conviene»; porque ésa es la esencia de la cuestión; después de todo, todas estas beaterías no significan otra cosa y creo que sería comprensible para cualquiera en cualquier parte.

– ¡Desde luego, Augustine, eres tan irreverente! -dijo Marie-. Es escandaloso oírte hablar.

– Escandaloso? Es la verdad. Estas charlas religiosas sobre tales temas, ¿por qué no van más allá y demuestran la belleza, en su sazón, de que un tipo se beba una copa de más y trasnoche jugando a las cartas, y realice varias otras actividades del mismo estilo que son frecuentes entre los hombres jóvenes?; nos gustaría enteramos de que también son correctas y pías.

– Bien -dijo la señorita Ophelia- ¿crees que la esclavitud es buena.o mala?

– No pienso hacer gala de la horrible franqueza típica de Nueva Inglaterra, prima-dijo St. Clare alegremente-. Si te contesto a esta pregunta, sé que me vendrás con una docena más, cada una más difícil que la anterior; y yo no pienso definir mi postura. Yo soy de los que viven tirando piedras al tejado ajeno, pero no tengo intención de dejar que ellos hagan lo mismo conmigo.

– Así habla él siempre -dijo Marie-; no conseguirás que diga nada satisfactorio. Creo que es sólo porque no le gusta la religión por lo que habla siempre de esta manera.

– ¡La religión! -dijo St. Clare, con un tono que hizo que ambas señoras lo miraran-. ¡La religión! ¿Eso es lo que oís en las iglesias: religión? ¿Eso que moldea y dobla las cosas y las sube y baja para ajustarlas a todas las corruptas fases de la sociedad egoísta y mundana es religión? ¿Eso que es menos escrupuloso, generoso, justo y considerado con el hombre que mi propia naturaleza ciega, mundana y atea? ¡No! Cuando yo busque la religión, debo buscar algo por encima de mí y no por debajo.

– Entonces no crees que la Biblia justifica la esclavitud -dijo la señorita Ophelia.

– La Biblia era el libro de mi madre -dijo St. Clare-. Vivió y murió siguiéndola, y me dolería mucho creer que sea así. Preferiría que demostrara que mi madre podía beber coñac, mascar tabaco y jurar para convencerme de que yo obraba bien haciendo lo mismo. No me reconciliaría más con estas costumbres mías y me quitaría el consuelo de respetarla; y realmente es un consuelo, en este mundo, tener algo que se pueda respetar. En resumen, verás -dijo, recuperando de pronto el tono alegre-, todo lo que quiero es que las cosas diferentes se guarden en cajas diferentes. Todo el armazón de la sociedad, tanto en Europa como en América, se compone de varias cosas que no soportan el escrutinio de ningún ideal moral. Se acepta generalmente que los hombres no aspiremos a lograr el bien absoluto, sino que sólo queramos ser como el resto del mundo. Así, cuando alguien dice claramente, como un hombre, que la esclavitud nos hace falta, que no podemos arreglárnoslas sin ella y que nos arruinaríamos si la abandonásemos, y, por supuesto, no tenemos intención de abandonarla, esto es un lenguaje fuerte, claro y bien definido; tiene la respetabilidad de la verdad, y, si hemos de juzgar por sus actos, el resto del mundo está de acuerdo con nosotros. Pero cuando empiezan a poner cara larga y lloriquear y citar las Sagradas Escrituras, empiezo a pensar que no son tan buenos como deberían ser.

– Eres muy poco caritativo -dijo Marie.

– Bien -dijo St. Clare-, supón que algo hace que baje el precio del algodón de una vez por todas y que todos los esclavos se conviertan en género invendible, ¿no crees que pronto tendríamos otra versión de la doctrina de las Escrituras? ¡Qué haz de luz iluminaría de repente la iglesia y qué rápidamente se descubriría que todo lo que dictan la Biblia y la razón es lo contrario!

– Pues, en cualquier caso -dijo Marie, tumbándose en el sofá-, me alegro de haber nacido donde hay esclavitud; y yo creo que está bien; es más, siento que debe de estar bien y, además, no sabría arreglármelas sin ella.

– Bien, ¿y qué dices tú, gatita? -preguntó su padre a Eva, que entraba en ese momento con una flor en la mano.

– ¿Sobre qué, papá?

– Sobre lo que te gusta más: si vivir en casa de tu tío de Vermont o tener una casa llena de criados, como nosotros. -Oh, por supuesto que nuestro sistema es el más agradable -dijo Eva.

– ¿Y por qué? -preguntó St. Clare, acariciándole la cabeza.

– Porque hace que tengamos a más personas alrededor a quienes querer, ya sabes -dijo Eva, mirándolo muy seria.

– ¡Qué típico de Eva! -dijo Marie-: uno de sus extraños discursos.

– ¿Es un discurso extraño, papá? -preguntó Eva en un susurro, al encaramarse a su regazo.

– Pues sí, tal como está el mundo, gatita -dijo St. Clare-. Pero, ¿dónde ha estado mi pequeña Eva durante la comida?

– Oh, he estado arriba en el cuarto de Tom, oyéndole cantar, y la tía Dinah me ha dado de comer.

– Conque oyendo cantar a Tom, ¿eh?

– ¡Oh, sí! Canta unas cosas tan hermosas sobre la nueva Jerusalén y brillantes ángeles y la tierra de Canaán.

– Ya lo creo; mejor que la ópera, ¿eh?

– Sí; y me las va a enseñar a mí.

– Conque clases de cante, ¿eh? ¡Cómo progresas!

– Sí; él me las canta, y yo le leo mi Biblia; y él me explica lo que significa, ¿sabes?

– Vaya por Dios -dijo Marie, riendo-. Ése es el mejor chiste de la temporada.

– A Tom no se le da mal explicar las Escrituras, me atrevo a afirmar -dijo St. Clare-. Tom tiene un talento natural para la religión. Yo quería que me sacara los caballos temprano esta mañana y me acerqué silencioso al cuartucho de Tom encima de los establos y lo oí celebrar una reunión él solo, y la verdad es que hace algún tiempo que no oigo nada tan sabroso como las oraciones de Tom. Rezó por mí con un fervor que era apostólico del todo.

– Quizás se dio cuenta de que lo escuchabas. Ya he oído hablar de ese truco.

– Si era así, no era muy cortés, porque le dijo al Señor su opinión de mí con mucha libertad. Tom parecía creer que había muchas cosas que mejorar en mí y parecía muy empeñado en que me convirtiese.

– Espero que lo tomes en serio -dijo la señorita Ophelia. -Supongo que tú compartes su opinión -dijo St. Clare-. Bueno, ya veremos, ¿verdad, Eva?

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