No importa con qué formalidades lo hayan consagrado en el altar de la esclavitud, en el mismo momento en que pone pie en el sagrado suelo de Gran Bretaña, el altar y el Dios se hunden en el polvo y queda redimido, regenerado y liberado, por el genio irresistible de la emancipación universal.

Curran [55]


Debemos dejar a Tom un rato en manos de sus torturadores mientras nos volvemos para seguir las aventuras de George y su esposa, a los que dejamos en manos amigables en una granja al borde del camino.

Dejamos a Tom Loker revolviéndose y gruñendo en una inmaculada cama cuáquera, bajo la supervisión maternal de la tía Dorcas, quien le encontraba un paciente tan dócil como si fuera un bisonte enfermo.

Imaginaos a una mujer alta, decorosa y espiritual con un limpio gorro de muselina posado encima de las ondas de su cabello plateado, partidas en medio de una frente despejada debajo de la cual asoman unos ojos grises y pensativos. Un níveo pañuelo de gasa está pulcramente plegado sobre su pecho; su vestido de lustrosa seda marrón susurra pacíficamente mientras se desliza de un lado a otro en el dormitorio.

– ¡Diablos! -dijo Tom, apartando la ropa de cama con brusquedad.

– Debo pedirte, Thomas, que no utilices semejante lenguaje -dijo la tía Dorcas, arreglando tranquilamente la cama.

– Pues no lo utilizaré, abuela, si puedo evitarlo -dijo Tom-; pero hace tanto maldito calor que es difícil no renegar.

Dorcas quitó una colcha y volvió a ordenar la ropa de cama, que remetió hasta conseguir que Tom pareciera una especie de crisálida, comentando al mismo tiempo:

– Me gustaría, amigo, que dejaras de jurar y blasfemar y enmendaras tus modales.

– ¿Por qué demonios -preguntó Tom- iba a pensar en mis modales? Es lo último en lo que quisiera pensar, ¡maldita sea!

Y Tom se sacudió, revolviendo y desordenando la cama, dejándola toda de una forma espantosa de contemplar.

– Ese tipo y esa muchacha están aquí, supongo -dijo él hoscamente tras una pausa.

– Así es -dijo Dorcas.

– Más vale que se larguen al lago -dijo Tom-; cuanto antes, mejor.

– Probablemente lo hagan -dijo la tía Dorcas, tejiendo serenamente.

– Y óyeme -dijo Tom-, tenemos asociados en Sandusky que vigilan los barcos por nosotros. Ahora no me importa contarlo. Espero que se escapen, aunque sólo sea para fastidiar a Marks, ¡condenado perro, maldita sea su estampa!

– ¡Thomas! -dijo Dorcas.

– Te digo, abuela, que si me atas demasiado corto, reventaré -dijo Tom-. Pero en cuanto a la muchacha: diles que la vistan de otra forma para cambiarle de aspecto. Han publicado su descripción en Sandusky.

– Nos encargaremos de ese asunto -dijo Dorcas con su habitual compostura.

Como nos vamos a despedir aquí de Tom Loker, diremos que, después de pasar tres semanas en casa de los cuáqueros, postrado con fiebres reumáticas además de sus otros males, Tom se levantó de la cama algo más triste y más sabio; y, en lugar de atrapar a esclavos, se instaló en una de las nuevas colonias, donde dedicó sus talentos con mejor fortuna a la caza de osos, lobos y otros habitantes del bosque, actividad que le valió una gran reputación en toda la zona. Tom siempre habló de los cuáqueros con respeto.

– Buena gente -solía decir-; quisieron convertirme, pero no lo consiguieron. Pero te diré, forastero, cuidan de maravilla a los enfermos, y ésa es la pura verdad. Hacen los mejores caldos y chucherías del mundo.

Como Tom les había advertido que estarían buscando al grupo en Sandusky, pensaron que sería prudente dividirse. Jim se adelantó solo con su anciana madre, y una noche o dos después llevaron a George y Eliza con su hijo a Sandusky, y los alojaron en un hospital antes de embarcarlos en el lago para el último tramo del viaje.

La noche estaba muy adelantada y la estrella matutina de la libertad se alzaba ante sus ojos -¡palabra eléctrica! ¿Qué tendrá? ¿Es más que un nombre o un recurso retórico? ¿Por qué, hombres y mujeres de Estados Unidos, se os estremece la sangre en el corazón al oír esta palabra, por la que dieron vuestros padres su sangre y vuestras madres estuvieron dispuestas a perder a los más nobles y mejores de los suyos?

¿Tiene algo de glorioso y querido para una nación que no lo sea también para el hombre? ¿Qué es la libertad de una nación sino la libertad de los individuos que viven en ella? ¿Qué es la libertad para aquél joven allí sentado, con los brazos cruzados sobre el ancho pecho, el tinte de sangre africana en su rostro y sus oscuros fuegos en sus ojos? ¿Qué es la libertad para George Harris? Para vuestros padres, la libertad era el derecho de una nación a ser nación. Para él, es el derecho de un hombre a ser hombre, y no bestia; el derecho a llamar esposa a su esposa y protegerla de la violencia sin ley; el derecho a proteger y educar a su hijo; el derecho a tener casa propia, religión propia, personalidad propia y no supeditada a la voluntad de otro. Todos estos pensamientos se revolvían y bullían en el pecho de George mientras apoyaba la cabeza en la mano y miraba a su esposa ajustar a su bonito cuerpo esbelto las prendas de hombre que consideraron que debía vestir para tener mayor seguridad al escapar.

Vamos allá -dijo, colocándose ante el espejo y soltando los abundantes rizos de su cabello negro-. Oye, George, es casi una lástima, ¿verdad? -dijo, levantando juguetona un mechón-, es una lástima que lo tenga que perder, ¿eh?

George sonrió tristemente pero no contestó.

Eliza se volvió hacia el espejo y las tijeras centellearon mientras separaba mechón tras mechón de su cabeza.

– Bueno, ya está bien -dijo, cogiendo un cepillo-; ahora le daré unos toques de fantasía. Bien, ¿no soy un chico muy guapo? -preguntó, volviéndose hacia su marido, vendo y ruborizándose a la vez.

– Siempre serás guapa, hagas lo que hagas -dijo George.

– ¿Por qué estás tan serio? -preguntó Eliza, apoyándose sobre una rodilla y poniendo su mano sobre la de él-. Dicen que estamos a sólo veinticuatro horas del Canadá. ¡Sólo un día y una noche en el lago, y después… ah, después!

– ¡Oh, Eliza! -dijo George, estrechándola en sus brazos-; ¡eso es! Mi destino se ha reducido a un punto fino. ¡Estar tan cerca, casi verlo, y luego perderlo todo! Nunca lo superaría, Eliza.

– No temas -dijo su esposa, esperanzada-. El buen Señor no nos habría dejado llegar tan cerca si no pensara llevarnos hasta el final. Me parece sentir que Él está con nosotros, George.

– ¡Eres una mujer bendita, Eliza! -dijo George, abrazándola con fuerza-. Pero, dime, ¿puede ser para nosotros tan gran misericordia? ¿Pueden acabar tantos años de sufrimiento? ¿Seremos libres?

– Estoy segura, George -dijo Eliza, mirando hacia arriba con lágrimas de esperanza y entusiasmo brillando entre sus largas pestañas negras-. Siento dentro de mí que el Señor nos va a liberar de la esclavitud este mismo día.

Te creo, Eliza -dijo George, levantándose de repente-. Quiero creer; venga, vámonos. Pues, desde luego -dijo, apartándola un poco para mirarla con admiración-, eres un tipo guapo. Esa mata de rizos cortos te favorece bastante. Ponte la gorra, así, un poco ladeada. Nunca te he visto tan guapa. Pero ya casi es la hora del carruaje; me pregunto si la señora Smyth tiene a Harry preparado.

Se abrió la puerta y entró una mujer respetable de mediana edad llevando de la mano al pequeño Harry, vestido con ropas de niña.

– ¡Qué niña más guapa es! -dijo Eliza, haciéndole darse la vuelta-. Le llamaremos Hamet, ¿eh? ¿No le va muy bien el nombre?

El muchacho se quedó muy serio mirando a su madre con su atuendo nuevo y extraño, manteniendo un silencio profundo y suspirando hondamente de vez en cuando al mirarla a hurtadillas a través de sus oscuros rizos.

– ¿No conoces a mamá, Harry? -dijo Eliza, extendiendo los brazos hacia él.

El niño se agarraba tímidamente a la mujer.

– Vamos, Eliza, ¿por qué intentas hacerle mimos si sabes que hay que mantenerlo alejado de ti?

– Sé que es tonto -dijo Eliza-, pero no soporto ver que me rechace. Pero, vamos, ¿dónde está mi capa? Aquí está. ¿Cómo os ponéis la capa los hombres, George?

– Debes llevarla así -dijo su marido, echándosela por encima de los hombros.

– Así, entonces -dijo Eliza, imitando su movimiento-; y debo pisar fuerte y dar zancadas y poner cara de insolente.

– No te esfuerces -dijo George-. De vez en cuando existe un joven recatado y creo que te sería más fácil hacer ese papel.

– ¡Y estos guantes, que Dios se apiade de nosotros! dijo Eliza-. Se me pierden las manos dentro de ellos.

– Te aconsejo que los mantengas puestos todo el tiempo -dijo George-. Tu manita fina podría delatarnos a todos. Ahora, señora Smyth, usted viene a nuestro cargo y será nuestra tía, acuérdese.

– Me he enterado -dijo la señora Smyth- de que han venido hombres a alertar a los capitanes de los paquebotes sobre un hombre y una mujer con un niño pequeño.

– ¿Ah, sí? -preguntó George-. Bien, si vemos personas así, se lo diremos.

En ese momento un coche de alquiler se detuvo en la puerta y la familia amable que había acogido a los fugitivos se agrupó en tomo a ellos para despedirlos.

Los disfraces que había adoptado el grupo iban de acuerdo con las sugerencias de Tom Loker. Afortunadamente, la señora Smyth, una mujer respetable de la colonia del Canadá adonde se dirigían, que estaba a punto de cruzar el lago para regresar allá, había consentido en hacer de tía del pequeño Harry; y para que le cogiera cariño, éste había pasado los dos últimos días bajo sus cuidados exclusivos; una cantidad enorme de mimos, junto con una ración ingente de tortas y caramelos, había cimentado un cariño muy firme por parte del joven caballero.

El coche los llevó al muelle. Los dos jóvenes caballeros, como parecían, subieron al barco por la plancha, Eliza galantemente ofreciendo el brazo a la señora Smyth y George haciéndose cargo del equipaje.

George estaba en la oficina del capitán para pagar el pasaje de su grupo cuando oyó hablar a dos hombres cerca de él.

– He mirado a todos los que han subido a bordo -dijo uno- y sé que no están en este barco.

La voz era del administrador del barco. El interlocutor a quien se dirigía era nuestro antiguo amigo Marks que, con esa perseverancia tan valiosa que le caracterizaba, se había presentado en Sandusky para ver a quien podía aniquilar.

Apenas se puede distinguir a la mujer de una blanca -dijo Marks-. El hombre es un mulato muy claro, y tiene la marca de un hierro en una mano.

La mano con la que George cogía los billetes y su vuelta tembló levemente; pero se volvió tranquilamente, fijó una mirada indiferente en el rostro del que hablaba y se encaminó lentamente a otra zona del barco, donde lo esperaba Eliza.

La señora Smyth se fue con Harry en busca de la intimidad del camarote de las señoras, donde la belleza cetrina de la niña atraía muchos comentarios halagadores de las pasajeras.

George tuvo la satisfacción, cuando sonó la campana de despedida, de ver a Marks bajar a tierra por la plancha, y dio un hondo suspiro de alivio cuando el barco había puesto entre ellos una distancia infranqueable.

Era un día magnífico. Las olas azules del lago Ene bailaban, se rizaban y rutilaban a la luz del sol. Soplaba un aire fresco desde la orilla y el barco señorial avanzaba lenta y majestuosamente.

¡Qué mundo inenarrable encierra el corazón humano! ¿Quién imaginaría, al ver a George caminar arriba y abajo por la cubierta del barco de vapor con su tímido compañero a su lado, todo lo que ardía dentro de su pecho? El maravilloso bien que se aproximaba parecía demasiado bueno, demasiado hermoso para ser real, y sentía a cada momento del día un recelo horroroso de que algo pudiera arrebatárselo.

Pero el buque siguió avanzando. Pasaron veloces las horas y, por fin, se alzaron claras y plenas las benditas orillas inglesas; orillas hechizadas por una poderosa varita, un toque de la cual disolvía cada sortilegio de esclavitud, fuese cual fuese el idioma en el que se pronunciase o el poder nacional que lo sancionase.

George permaneció cogido del brazo de su esposa mientras el barco se acercaba al pequeño pueblo de Amhertsberg, en Canadá. Su respiración se hizo rápida y entrecortada; se le nublaron los ojos; apretó en silencio la pequeña mano que temblaba sobre su brazo. Sonó la campana; el barco se detuvo. Sin ver apenas lo que hacía, buscó su equipaje y reunió a su pequeño grupo. La compañía bajó a tierra. Se quedaron quietos hasta que el barco se hubiese apartado; entonces, entre lágrimas y abrazos, se arrodillaron marido y mujer, con su hijo perplejo en los brazos, y elevaron sus corazones al Señor.


«Era algo así como volver de la muerte a la vida;

de las mortajas de la tumba a los mantos del cielo;

del dominio del pecado y de las luchas de la pasión,

a la libertad pura de un alma llena de gracia;

donde se rasgan las ligaduras de la muerte y el infierno,

y el mortal se inviste de inmortalidad,

cuando la mano de la Misericordia gira la llave,

y su voz dice: “Regocíjate, que tu alma está libre.”»


La señora Smyth llevó al pequeño grupo a la casa hospitalaria de un buen misionero, que la caridad cristiana ha colocado aquí como pastor para guiar a los desterrados y a los errantes, que vienen constantemente a encontrar asilo en esta orilla.

¿Quién puede hablar de la felicidad de ese primer día de libertad? ¿No es el sentido de la libertad más hermoso y más elevado que los otros cinco? ¡Moverse, hablar, respirar… entrar y salir sin vigilancia, libres de peligro! ¿Quién puede hablar de la felicidad del descanso que emana de la almohada del hombre libre, que duerme bajo leyes que le garantizan los derechos que Dios ha dispensado a los hombres? ¡Qué bello y precioso para aquella madre el rostro de su hijo dormido, más apreciado aún por el recuerdo de los mil peligros pasados! ¡Qué imposible dormir, con la posesión exuberante de semejante felicidad! Y sin embargo, estos dos seres no tenían ni un acre de tierra, ni un techo para cubrirse; lo habían gastado todo, hasta el último dólar. No poseían más que los pájaros del aire o las flores del campo; sin embargo, la felicidad no les permitía dormir. «Oh, vosotros que quitáis la libertad a los hombres, ¿con qué palabras respondéis por ello ante Dios?»

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