En Ramá se escuchan ayes, lloro amarguísimo. Raquel que llora por sus hijos, que rehúsa consolarse [17].
El señor Haley y Tom avanzaban lentamente en su carro, cada uno absorto en sus propias reflexiones. Ahora bien, son una cosa curiosa las reflexiones de dos hombres que se hallan uno al lado del otro, sentados en el mismo asiento, con los mismos ojos, oídos, manos y órganos diversos, viendo pasar ante ellos los mismos objetos: es asombrosa la variedad que podemos encontrar en estas reflexiones.
En el caso del señor Haley, por ejemplo: pensó primero en el tamaño de Tom, su corpulencia y su altura y el dinero que sacaría de su venta si lo mantenía gordo y en buen estado hasta llevarlo al mercado. Pensó en cuánto ganaría con toda su cuadrilla de esclavos; pensó en el valor respectivo en el mercado de los supuestos hombres, mujeres y niños que la constituirían y otros temas relacionados; luego pensó en sí mismo, en lo humanitario que era, ya que, mientras que otros hombres encadenaban a sus negros de manos y de pies, él sólo les ponía grilletes en los pies y dejaba a Tom libre para usar las manos, siempre que se portara bien; y suspiró al pensar en lo ingrata que era la naturaleza humana, pues cabía dudar que Tom apreciase su clemencia. Lo habían engañado tantos negros a los que había favorecido, que aún le asombraba más darse cuenta de lo bondadoso que seguía siendo.
En cuanto a Tom, pensaba en las palabras de un viejo libro poco leído, que pasaban por su mente una y otra vez: «Aquí no tenemos una ciudad duradera pero buscamos una en lo futuro; por lo que a Dios no le avergüenza que lo llamemos Dios, porque Él nos ha preparado una ciudad.» Estas palabras de un antiguo volumen, compuesto principalmente por «hombres ignorantes e iletrados», a lo largo de los años han ejercido una especie de fascinación en las mentes de hombres sencillos y llanos como Tom. Despiertan lo más profundo del alma e infunden valor, energía y entusiasmo donde antaño sólo existía la más negra desesperación.
El señor Haley sacó del bolsillo varios periódicos y se puso a examinar los pasquines con un interés embelesado. No era un lector muy ducho y acostumbraba a leer medio recitando, como si pidiese a sus oídos que verificaran las deducciones de sus ojos. Con este tono recitó lentamente el siguiente párrafo:
SE VENDEN NEGROS: VENTA DE ALBACEAS. De acuerdo con el mandamiento judicial se venderán, el martes 20 de febrero, a la puerta del tribunal de la ciudad de Washington, Kentucky, los siguientes negros: Hagar, de 60 años, John, de 30, Ben, de 21, Saul, de 25, Albert, de 14. Las ganancias serán para los acreedores y herederos del caudal de Jesse Blutchford.
SAMUEL MORRIS,
THOMAS FLINT
Albaceas
Debo ver esto -dijo a Tom, a falta de otra persona a quien dirigirse-. Verás, voy a juntar una cuadrilla de primera para llevarla al sur contigo, Tom; así será agradable y sociable, ya sabes, la buena compañía. Lo primero de todo, debemos ir directamente a Washington y te meteré en la cárcel mientras me ocupo de estos negocios.
Tom acogió con mansedumbre esta noticia encantadora, preguntándose solamente cuántos de estos hombres condenados tendrían mujeres e hijos, y si se sentirían tan mal como él por separarse de ellos. Hay que confesar, además, que la información inocente y espontánea de que lo iban a meter en la cárcel de ninguna manera produjo una impresión agradable en un hombre que siempre había hecho gala de un modo de vida estrictamente honrado y correcto. Sí, debemos reconocerlo, Tom estaba bastante orgulloso de su honradez, el pobre, al no tener muchas más cosas de que enorgullecerse; si hubiese pertenecido a una clase social más alta, quizás nunca se hubiera visto reducido a semejante tesitura. Sin embargo, el día se fue pasando y por la tarde Tom y el señor Haley estaban cómodamente instalados en Washington, uno en una taberna y el otro en la cárcel.
A las once del día siguiente, se había reunido alrededor de la escalera de los tribunales un gentío abigarrado, fumando, mascando, escupiendo, maldiciendo y conversando, cada uno según sus gustos e inclinaciones, esperando que diera comienzo la subasta. Los hombres y mujeres que se iban a vender estaban sentados aparte y se hablaban con voz queda. La mujer anunciada bajo el nombre de Hagar era una verdadera africana de tipo y facciones. Debía de tener unos sesenta años, pero aparentaba más por culpa del trabajo y la enfermedad, estaba casi ciega y algo incapacitada por el reumatismo. A su lado se encontraba Albert, el único hijo que le quedaba, un muchachote de aspecto despierto de unos catorce años. Era el único superviviente de una gran familia que se había ido vendiendo poco a poco en el mercado del sur. La madre se agarraba a él con las dos manos temblorosas y miraba con gran perturbación a todos los que se acercaban a examinarlo.
– No temas, tía Hagar -dijo el mayor de los hombres-, hablé con el señor Thomas y me dijo que a lo mejor conseguiría venderos en el mismo lote a los dos.
– Que no digan que yo estoy acabada -dijo ella, alzando las manos temblorosas-. Puedo guisar todavía y frotar y fregar; vale la pena comprarme, si me venden barata, tú díselo, díselo -añadió con convicción.
En ese momento, Haley se abrió paso entre el- grupo, se aproximó al viejo y le abrió bruscamente la boca para mirarla por dentro, le tocó los dientes, le hizo erguirse y doblarse y contorsionarse para mostrar los músculos; luego pasó al siguiente y le hizo pasar las mismas pruebas. Acercándose finalmente al muchacho, le tocó los brazos, le enderezó las manos, le escudriñó los dedos y le hizo saltar para mostrar su agilidad.
– No lo van a vender sin mí -dijo la anciana con apasionado énfasis-; él y yo vamos en el mismo lote; yo estoy muy fuerte todavía, amo, y puedo hacer mucho trabajo, muchísimo, amo.
– ¿En una plantación? -preguntó Haley con una mirada de desprecio-. ¡Sí, sí! -y con aspecto de estar satisfecho de su examen, se alejó y se quedó mirando con las manos en los bolsillos, el cigarro en la boca y el sombrero ladeado en la cabeza, preparado para actuar.
– ¿Qué opina usted de ellos? -preguntó un hombre que había observado el examen de Haley como si quisiera saber su opinión para decidir él mismo.
– Bien -dijo Haley, escupiendo-, creo que pujaré por los más jóvenes y el muchacho.
– Quieren vender al muchacho y a la mujer juntos -dijo el hombre.
– Les va a ser difícil; ella no es más que un saco de huesos. No vale ni la sal que come.
– ¿No la quiere, entonces? -preguntó el hombre.
– Sería tonto quien la quisiera. Está medio ciega y tullida de reuma, y tonta, además.
– Algunos compran a estos viejos y dicen que sirven para más de lo que se creería uno -dijo reflexivamente el hombre.
– Pues, yo no -dijo Haley-; no me la quedaría aunque me la regalasen, esa es la verdad, ¡la he visto!
– Pues es una lástima no comprarla con el hijo. Parece que ella se ha empeñado en eso, así que supongo que la dan barata.
– Los que tengan dinero para gastar así, mejor para ellos. Yo pujaré por el muchacho como bracero de plantación. Ella no me interesa; no me la quedaría ni regalada -dijo Haley.
– ¡La que va a armar! -dijo el hombre.
– Supongo que es inevitable -dijo el tratante con frialdad.
Aquí un repentino murmullo entre el público interrumpió la conversación y el subastador, un tipo bajo, enérgico y ufano se abrió paso a codazos entre la multitud. La vieja contuvo la respiración y se agarró instintivamente a su hijo.
– Quédate cerca de tu mamá, Albert, cerca, para que nos pongan juntos -dijo.
– ¡Ay, mamá, me temo que no! -dijo el muchacho.
– Deben hacerlo, hijo; no podré vivir si no -dijo la anciana con vehemencia.
Los tonos estentóreos del subastador pidiendo que despejasen el camino anunciaron que iba a comenzar la venta. Se dejó libre un sitio y empezaron las pujas. Los diferentes hombres de la lista se vendieron enseguida por precios que indicaban la buena demanda del mercado; a Haley le correspondieron dos de ellos.
– Vamos, jovencito -dijo el subastador, tocando al muchacho con el mazo-, levántate para que veamos tu agilidad.
– Véndanos juntos, juntos, por favor, señor -suplicó la anciana, agarrándose fuertemente a su hijo.
– ¡Largo! -dijo rudamente el hombre, apartándole las manos-; tú eres la última. Ahora, negrito, ¡salta! y,. diciendo esto, empujó al muchacho hacia la plataforma mientras se oyó detrás de él un quejido profundo y penetrante. El muchacho dudó y miró hacia atrás, pero no había tiempo que perder, por lo que se subió a la plataforma rápidamente, apartándose las lágrimas de los grandes ojos relucientes.
Su espléndido cuerpo, sus ágiles extremidades y su rostro despierto provocaron una competencia instantánea y media docena de pujas llegaron simultáneamente a oídos del subastador. Ansioso y un poco asustado, el muchacho miró de un lado a otro escuchando el alboroto de las pujas rivales, hasta que cayó el mazo. Lo había conseguido Haley. Lo empujaron desde la plataforma hacia su nuevo amo pero se detuvo un momento y miró atrás, donde su pobre madre, temblando de la cabeza a los pies, tenía los brazos extendidos hacia él.
– ¡Cómpreme a mí también, amo, por el amor de Dios! ¡Cómpreme, o moriré!
– ¡Morirás si te compro, ahí está el problema! -dijo Haley-. ¡No! -y se marchó.
Las pujas para la pobre anciana fueron breves. El hombre que se había dirigido a Haley y que no parecía carecer del todo del don de la compasión, la compró por una bagatela, y empezaron a dispersarse los espectadores.
Las pobres víctimas de esta venta, criadas juntas en el mismo lugar durante años, se reunieron en torno a la madre desesperada, cuyo sufrimiento era angustioso presenciar.
– ¿No podían dejarme ni a uno? El amo siempre decía que me quedaría con uno -repetía una y otra vez en tono lastimero.
– ¡Confía en el Señor, tía Hagar! -dijo el mayor de los hombres tristemente.
– ¿Para qué sirve? -preguntó, sollozando apasionadamente.
– ¡Madre, madre, no llores! -dijo el muchacho-. Dicen que tienes un buen amo.
– No me importa, no me importa. ¡Ay, Albert, hijo, eres mi último hijo! Señor, ¿cómo voy a soportarlo?
– Vamos, lleváosla, algunos de vosotros -dijo Haley secamente-. No le hace ningún bien lamentarse de esta manera.
Los mayores del grupo, en parte por gusto y en parte a la fuerza, soltaron las manos de la anciana e intentaron consolarla mientras la acompañaban al carro de su nuevo amo.
– ¡Vamos! -dijo Haley, juntando a empujones a los tres esclavos que había comprado y sacando un manojo de esposas, que procedió a colocarles en las muñecas. Después sujetó las esposas a una larga cadena y los condujo a la cárcel.
Unos días después, Haley se encontraba instalado a salvo con sus pertenencias en uno de los barcos del río Ohio. Tenía los principios de su cuadrilla, que se iría aumentando, según iba avanzando el barco, con otras mercancíasde la misma especie, almacenadas por él o su agente en varios puntos a lo largo de la orilla.
La Belle Riviére, un barco de vapor tan gallardo y hermoso como cualquiera que jamás surcara las aguas del río que le inspiraba el nombre, navegaba alegremente bajo un cielo despejado, con las barras y estrellas de la América libre ondeando en lo alto. La cubierta estaba repleta de elegantes damas y caballeros que se paseaban disfrutando del tiempo espléndido. Todos estaban llenos de vida animada y festiva, todos menos los miembros de la cuadrilla de Haley, que se encontraban hacinados con otras mercancías en la cubierta inferior y que, por algún motivo, no parecían apreciar sus muchos privilegios, ahí sentados en caterva, hablándose en voz baja.
– Muchachos --dijo Haley, acercándose rápidamente-, espero que estéis animados y contentos. Nada de morros, pues; a mal tiempo, buena cara, muchachos; portaos bien conmigo y yo me portaré bien con vosotros.
Los muchachos contestaron con el inevitable «sí, amo», la consigna de la pobre África desde hacía años; pero hay que reconocer que no tenían un aspecto muy animoso; tenían pequeñas querencias hacia las esposas, madres, hermanas e hijos, vistos por última vez y, aunque «los que los maltrataban les exigían alegría», no eran capaces de mostrarla.
Tengo esposa --dijo la mercancía designada como «John, 30 años», poniendo la mano esposada en la rodilla de Tom- que no sabe una palabra de esto, pobrecita.
– ¿Dónde vive? -preguntó Tom.
– En una taberna un poco más abajo -dijo John-. ¡Ojalá pudiera verla una vez más en este mundo! -añadió.
¡Pobre John! Su pena era natural, y las lágrimas que caían mientras hablaba acudían con tanta naturalidad como si fuese blanco. Tom soltó un profundo suspiro desde el fondo de su corazón e intentó consolarlo a su torpe manera.
Y encima de sus cabezas, en la cubierta superior, estaban sentados padres y madres con sus hijos alegres revoloteando a su alrededor como mariposas; todo sucedía con naturalidad y llaneza.
– Eh, mamá -dijo un niño que acababa de subir desde el piso inferior-, hay un tratante de negros a bordo que tiene tres o cuatro esclavos allí abajo.
– ¡Pobres criaturas! -dijo la madre en un tono entre apenado e indignado.
– ¿Qué ocurre? -preguntó otra dama.
– Hay algunos pobres esclavos abajo -dijo la madre.
– Y llevan cadenas -dijo el niño.
– ¡Es una vergüenza para nuestro país que se vean semejantes espectáculos! -dijo otra señora.
– Pues hay mucho que decir a favor y en contra del tema --dijo una mujer refinada, que estaba sentada cosiendo a la puerta de su camarote mientras sus hijos jugaban cerca-. Yo he estado en el Sur, y he de decir que creo que los negros están mejor que si estuvieran libres.
– En algunos aspectos algunos de ellos están bien, se lo concedo -dijo la señora a quien había contestado la anterior-. Lo más terrible de la esclavitud, a mi modo de ver, son los ultrajes cometidos contra los sentimientos y los afectos, como separar a las familias, por ejemplo.
– Ése es un mal asunto, desde luego -dijo la otra señora, levantando un vestido de bebé que acababa de terminar y examinando con atención los perifollos-, pero me imagino que no ocurre con frecuencia.
– Ya lo creo que sí -dijo la primera con impaciencia-; he vivido muchos años en Kentucky y Virginia y he visto lo bastante para asquear a cualquiera. ¿Qué sentiría, señora, si se llevaran a sus dos hijos para venderlos?
– No podemos comparar nuestros sentimientos con los de esa clase de personas -dijo la otra señora, ordenando en su regazo unas prendas de estambre.
– Desde luego, señora, no puede saber usted nada de ellos si habla de esa forma -contestó la primera con indignación-. Yo nací y me crié entre ellos. Sé que sienten igual de profundamente, o quizás incluso más, que nosotros.
La dama respondió: -¿De veras? -bostezó, miró por la ventana del camarote y finalmente repitió, como broche de oro, el comentario con el que había empezado-: Después de todo, creo que están mejor que si estuvieran libres.
– No hay duda de que la Providencia dispone que los de la raza africana sean sirvientes, que se mantengan en baja condición -dijo un caballero de aspecto serio vestido de negro, un clérigo, sentado junto a la puerta del camarote- «¡Maldito sea Canaán! ¡Siervo de siervos sea para tus hermanos!» [18], dicen las Sagradas Escrituras.
– Vaya, forastero, ¿es eso lo que significa ese texto? -preguntó un hombre alto, que se encontraba de pie cerca.
– Sin duda. La Providencia quiso, por algún motivo inescrutable, condenar a esa raza a la esclavitud hace muchísimo tiempo; nosotros no debemos oponernos.
– Pues entonces todos compraremos negros -dijo el hombre- si es lo que quiere la Providencia, ¿verdad, caballero? -dijo, volviéndose hacia Haley, que estaba de pie junto a la estufa con las manos en los bolsillos, escuchando la conversación con interés.
– Sí -prosiguió el hombre alto-, todos debemos resignamos a los mandatos de la Providencia. Hay que vender a los negros, llevarlos de un lado para otro y someterlos; para eso los han hecho. Parece ser que esta opinión le conviene, ¿verdad, forastero? -dijo a Haley.
– Nunca lo había pensado -dijo Haley-. Yo no lo hubiese dicho, pues no soy instruido. Me metí en el negocio sólo para ganarme la vida; si no está bien, pensaba arrepentirme con el tiempo, ¿comprende usted?
– Y ahora no tiene por qué molestarse, ¿eh? -dijo el hombre alto-. Ya ve usted lo útil que es conocer las Sagradas Escrituras. Si hubiera estudiado la Biblia, como este buen hombre, lo habría sabido antes y se habría ahorrado muchas molestias. Podría decir simplemente: «Maldito… ¿cómo se llama?», y todo hubiera estado bien y el forastero, que no era otro que el honrado ganadero que presentamos a nuestros lectores en la taberna de Kentucky, se sentó y se puso a fumar con una extraña sonrisa en su rostro largo y enjuto.
En este punto intervino un joven alto y esbelto con una expresión de sensibilidad e inteligencia, repitiendo las palabras: «Todo lo que quisierais que os hicieran los hombres a vosotros, eso es lo que deberíais hacer vosotros a ellos.» Creo -añadió- que esto es de las Sagradas Escrituras igual que «Maldito Canaán».
– Bien, parece ser un texto igual de sencillo -dijo el ganadero John- para unos pobres tipos como nosotros -y siguió echando humo como un volcán.
El joven se detuvo como si fuera a decir algo más, pero de repente se paró el barco y los presentes se precipitaron, al estilo habitual de los barcos de vapor, para ver dónde tocaban tierra.
– ¿Esos dos son clérigos? -preguntó John a uno de los hombres mientras salían.
El hombre asintió con la cabeza.
Al detenerse el barco, una mujer negra subió corriendo alocada por la plancha, se abalanzó entre la multitud, y se precipitó al lugar donde se hallaba la cuadrilla de esclavos, rodeando con los brazos a la desgraciada mercancía nombrada anteriormente: «John, 30 años», llamándola marido, entre sollozos, gemidos y lágrimas.
Pero no hace falta contar la historia demasiadas veces contada, incluso a diario, de corazones rotos y destrozados, ¡de seres débiles rotos y destrozados para beneficio y provecho de los fuertes! No hace falta contarla; se cuenta a diario, y se cuenta al oído de Uno que no es sordo, aunque hace mucho tiempo que está callado.
El joven que antes había defendido la causa de la humanidad y de Dios se quedó con los brazos cruzados mirando esta escena. Se volvió a Haley, que se encontraba a su lado.
– Amigo -dijo con voz gruesa- ¿cómo puede, cómo se atreve a llevar semejante negocio? ¡Mire a estas pobres criaturas! Aquí estoy yo, alegrándome el corazón de que voy a casa con mi esposa y mi hijo; y la misma campana que es la señal que hará que me lleven más cerca de ellos, separará a este pobre hombre de su esposa para siempre. No lo dude usted, Dios le hará responder de esto.
El tratante volvió la cabeza en silencio.
– Vaya, vaya -dijo el ganadero, tocándole el codo-, hay diferencias entre los clérigos, ¿verdad? Maldito Canaán no parece ser el lema de éste, ¿eh?
Haley gruñó inquieto.
– Y eso no es lo peor-dijo John-; quizás no sea el lema del Señor tampoco, a la hora de rendirle cuentas, un día de éstos, como todos hemos de hacer, me parece.
Haley se aproximó reflexivamente al otro extremo del barco.
«Si gano un buen pico con el próximo par de cuadrillas», pensó, «creo que acabaré con esto; se está haciendo peligroso». Y sacó la libreta y empezó a hacer cuentas, procedimiento que para muchos caballeros además del señor Haley ha resultado ser un buen remedio para una conciencia intranquila.
El barco se alejó majestuosamente de la orilla y todas las cosas continuaron alegremente, igual que antes. Los hombres charlaban, holgazaneaban, leían y fumaban. Las mujeres cosían, los niños jugaban y el barco seguía su camino.
Un día, cuando el barco estaba atracado un rato en un pequeño pueblo de Kentucky, Haley se acercó a éste por un asunto de negocios.
Tom, cuyos grilletes no impedían que diera un modesto paseo, se había aproximado a la borda del barco y estaba mirando apático por encima de la barandilla. Un rato después, vio volver al tratante a paso ligero, acompañado de una mujer negra con un niño pequeño en brazos. Vestía de forma respetable y la iba siguiendo un hombre negro, portando un pequeño baúl. La mujer avanzaba alegremente, hablando con el hombre que llevaba su baúl, y de esta manera subió la plancha hasta el barco. Sonó la campana, la rueda zumbó, la máquina gruñó y tosió y el barco se fue río abajo.
La mujer se adelantó entre las cajas y las balas de la cubierta inferior y, sentándose, se puso a hacerle carantoñas al niño.
Haley dio un par de vueltas al barco y después se acercó a ella, se sentó y empezó a decirle algo con voz baja e indiferente.
Tom vio cómo una pesada nube se posó pronto en la frente de la mujer y cómo contestó deprisa y con gran vehemencia.
– ¡No me lo creo, no quiero creerlo! -la oyó decir-. ¡Me está tomando el pelo!
– Si no te lo crees, mira aquí -dijo el hombre, sacando un papel-; éste es el contrato de venta y aquí está el nombre de tu amo; y yo he pagado un buen dinero en efectivo, te lo aseguro, así que, ¡ya está!
– ¡No puedo creer que el amo me engañara de esa manera, no puede ser verdad! -dijo la mujer, cada vez más agitada.
– Puedes preguntárselo a cualquiera de los hombres que están aquí que sepan leer. ¡Oiga! -dijo a un hombre que pasaba- lea usted esto, ¿quiere? Esta muchacha no me cree cuando le digo lo que es.
– Pues es un contrato de venta, firmado por John Fosdick -dijo el hombre-, cediéndole a usted la propiedad de la muchacha Lucy y su hijo. Está todo bastante claro, por lo que puedo ver.
Las exclamaciones apasionadas de la mujer atrajeron a una multitud de personas, que se reunieron a su alrededor y el tratante les explicó brevemente el motivo del altercado.
– Me dijo que me mandaba a Louisville para trabajar de cocinera en la misma taberna donde trabaja mi marido, eso es lo que me dijo mi amo en persona, y no me puedo creer que me mintiera -dijo la mujer.
– Pero te ha vendido, pobre mujer, de eso no hay duda -dijo un hombre con aspecto de bondadoso tras examinar los papeles-; lo ha hecho, desde luego.
– Entonces no sirve de nada hablar -dijo la mujer, tranquilizándose de repente; y, cogiendo más fuerte a su hijo en los brazos, se sentó en su baúl, les volvió la espalda y se puso a mirar el río con apatía.
– Se lo va a tomar con calma, después de todo -dijo el tratante-. ¡La muchacha tiene coraje!
La mujer tenía un aspecto tranquilo mientras avanzaba el barco; una brisa estival dulce y suave pasaba por encima de su cabeza como un espíritu compasivo, la brisa benigna que nunca pregunta si es clara u oscura la frente que acaricia. Y vio la luz del sol reflejada en rizos dorados en el agua y oyó voces alegres, contentas de ocio y placer, hablando a su alrededor; pero el corazón le pesaba como si le hubiese caído encima una gran losa. Su hijito se alzó en sus brazos y le acarició la mejilla con sus manitas; daba saltitos, gorjeaba, canturreaba y parecía empeñado en animarla. Ella lo abrazó muy fuerte de repente y una lágrima tras otra empezaron a caer sobre la carita inconsciente y sorprendida; después, pareció sosegarse poco a poco y se ocupó en atender al niño y darle de mamar.
El bebé, un niño de diez meses, era más grande y fuerte de lo normal para su edad y de extremidades muy vigorosas. No se paraba ni un momento y mantenía a su madre ocupada sujetándolo y frenando sus constantes saltos.
– ¡Qué muchacho tan guapo! -dijo un hombre, parando frente al niño con las manos en los bolsillos-. ¿Qué edad tiene?
– Diez meses y medio -dijo la madre.
El hombre silbó al niño y le ofreció un trozo de caramelo, que éste agarró con entusiasmo y colocó enseguida en el almacén general de todos los niños, es decir, la boca.
– ¡Qué listo! -dijo el hombre-. ¡Sabe lo que se hace! -silbó y se marchó. Cuando llegó al otro lado del barco, se encontró con Haley, que fumaba encima de un montón de ajas.
El forastero sacó una cerilla y encendió un puro, diciendo al mismo tiempo:
– Guapa muchacha la que tiene usted ahí, forastero.
– Pues, supongo que es bastante guapa -dijo Haley, expeliendo el humo por la boca.
– ¿La lleva usted al sur? -preguntó el hombre.
Haley asintió y siguió fumando.
– ¿Para trabajar en una plantación? -preguntó el hombre.
– Bien -dijo Haley-, estoy reuniendo el pedido de una plantación y creo que la incluiré. Me han dicho que es buena cocinera, así que pueden usarla para eso o para recoger algodón. Tiene los dedos adecuados para eso: los he mirado. La venderé bien, en cualquier caso y Haley volvió a fumar.
– No querrán al niño en la plantación -dijo el hombre.
– Lo venderé a la primera oportunidad -dijo Haley, encendiendo otro cigarro.
– Supongo que lo venderá bastante barato -dijo el forastero, encaramándose en la pila de cajas y sentándose cómodamente.
– Pues no lo sé -dijo Haley-; es un chiquillo muy listo, bien formado, gordo y fuerte; tiene la carne prieta como un ladrillo.
– Es verdad, pero están la molestia y el gasto de criarlo.
– ¡Tonterías! -dijo Haley-. Éstos se crían tan fácilmente como cualquier otra criatura; no dan más guerra que los cachorros. Este pequeñito estará correteando por ahí dentro de un mes.
– Yo tengo un buen sitio para criarlos y estaba pensando en coger más género -dijo el hombre-. Una cocinera perdió a un hijo la semana pasada, se ahogó en la palangana de la colada mientras ella tendía la ropa, y creo que sería buena idea ponerla a criar a éste.
Haley y el forastero fumaron un rato en silencio, ya que ninguno de los dos aparentaba querer tocar el tema principal de la conversación. Finalmente el hombre prosiguió:
– No se le ocurrirá pedir más de diez dólares por ese niño, ya que tiene usted que deshacerse de él, ¿verdad?
Haley negó con la cabeza y escupió de forma impresionante.
– No es suficiente, en absoluto -dijo, y comenzó a fumar de nuevo.
– Bien, forastero, ¿cuánto quiere?
– Bien -dijo Haley-, yo mismo podría criar a ese pequeño o mandarlo criar; es muy fuerte y sano y le sacaré cien dólares de aquí a seis meses; y en un año o dos, doscientos, si lo coloco en el lugar adecuado; así que no aceptaré un centavo menos de cincuenta por él ahora.
– Vaya, forastero, ¡es totalmente ridículo! -dijo el hombre.
– Pero es así! -dijo Haley, moviendo la cabeza con decisión.
– Le daré treinta por él -dijo el forastero-, pero ni un centavo más.
– Ahora, le diré lo que voy a hacer -dijo Haley, escupiendo otra vez con renovada decisión-. Partiremos la diferencia y diremos cuarenta y cinco; es lo mejor que puedo ofrecerle.
– De acuerdo -dijo el hombre después de una pausa.
– ¡Hecho! -dijo Haley-. ¿Dónde va a desembarcar?
– En Louisville -dijo el hombre.
– ¿Louisville? -dijo Haley-. Muy bien, llegaremos al anochecer. Estará durmiendo el chiquillo… bien, bien… lo bajaremos tranquilamente, sin escándalos… viene muy bien… me gusta hacer las cosas tranquilamente… odio la agitación y los alborotos -así, después de la transferencia de algunos billetes de la cartera del hombre a la del tratante, volvió a su cigarro.
Era una tarde luminosa y tranquila cuando atracó el barco en el muelle de Louisville. La mujer estaba sentada con el niño durmiendo profundamente en sus brazos. Cuando oyó anunciar el nombre del lugar, dejó rápidamente al niño en un hueco con forma de cuna entre unas cajas, después de extender allí su capa; luego corrió a la borda del barco con la esperanza de ver a su marido entre los muchos camareros de hotel que llenaban el muelle. Con esta esperanza, se apretó contra la barandilla y, estirándose sobre ella, forzó la vista escudriñando las cabezas que se movían en la orilla, y la muchedumbre se interpuso entre ella y su hijo.
– Ésta es su oportunidad -dijo Haley, cogiendo el niño dormido y ofreciéndoselo al forastero-. No lo despierte usted, que se pondrá a llorar, y la muchacha armaría un gran escándalo -el hombre cogió cuidadosamente el fardo y se perdió entre la multitud que se alejaba por el muelle.
Cuando el barco se despegó crujiendo, gruñendo y resoplando del muelle y empezó a alejarse lentamente, la mujer regresó a su asiento. El tratante estaba sentado allí y ¡el niño no estaba!
– ¿Qué… cómo… dónde…? -preguntó aturdida.
– Lucy -dijo el tratante-, tu niño se ha ido; lo tendrás que saber tarde o temprano. Verás, yo sabía que no te lo podías llevar al sur, y he tenido la ocasión de venderlo a una familia de primera, que lo criará mejor de lo que tú podrías.
El tratante había llegado en los últimos tiempos al estado de perfeccionamiento cristiano, recomendado por algunos predicadores y políticos del norte, en el que se superan totalmente todas las debilidades y prejuicios humanos. Su corazón estaba en el lugar exacto donde podrían estar el tuyo, lector, y el mío, con el esfuerzo y la diligencia debidos. La mirada enloquecida de angustia y absoluta desesperación que le dirigió la mujer podría haber perturbado a una persona menos experimentada; pero él estaba acostumbrado. Había visto esa misma mirada cientos de veces. Tú también te podrías acostumbrar, amigo mío, y los últimos esfuerzos recientes tienen el gran objetivo de acostumbrar a ello a toda la comunidad del norte, por la gloria de la Unión. Así que el tratante sólo vio la angustia mortal de las oscuras facciones, los puños apretados y el aliento entrecortado como concomitantes de su oficio y sólo se preguntaba si iba a gritar y armar un escándalo en el barco, ya que, como otros defensores de nuestra peculiar institución, le gustaban muy poco las conmociones.
Pero la mujer no gritó. El disparo le había alcanzado demasiado de lleno el corazón para dejar lugar a lágrimas o gritos. Mareada, se sentó. Las manos yacían sin vida a los lados del cuerpo. Los ojos miraban directamente al frente, pero no veían nada. En los oídos consternados se entremezclaban todos los ruidos: el ronroneo del barco y los gruñidos de las máquinas; su pobre corazón destrozado no tenía ni gritos ni lágrimas para mostrar su total desesperación. Estaba muy tranquila.
El tratante que, teniendo en cuenta sus ventajas, era casi tan humanitario como algunos de nuestros políticos, parecía sentirse en la obligación de brindarle el consuelo adecuado a la ocasión.
– Sé que es bastante difícil al principio, Lucy -dijo-, pero no va a dejarse llevar una muchacha tan lista y sensata como tú. Verás, es necesario; no se puede evitar.
– ¡Ay, no, señor, no! -dijo la mujer, con la voz de una persona que se está ahogando.
– Eres una moza lista, Lucy -insistió-; yo te trataré bien y te conseguiré un buen puesto río abajo; y pronto tendrás otro marido, una chica tan guapa como tú…
– ¡Ay, señor, no me hable usted ahora! -dijo la mujer con una voz tan llena de angustia vital que el tratante tuvo la impresión de que había algo en la situación que iba más allá de su estilo de actuar. Él se levantó y la mujer se volvió y hundió la cara en su capa.
El tratante paseó de un lado para otro durante un rato, deteniéndose de vez en cuando para mirarla.
«Lo está tomando bastante mal», monologó, «aunque está tranquila. Que sude un poco; lo superará dentro de un rato». Tom había observado toda la transacción de principio a fin y comprendía perfectamente los resultados. Le pareció una cosa indeciblemente terrible y cruel porque, pobre negro ignorante que era, no había aprendido a generalizar y tener visiones globales de las cosas. Si lo hubieran instruido ciertos ministros del cristianismo, quizás lo hubiera visto de otra manera, como un incidente cotidiano del comercio legítimo, un comercio que es el pilar vital de una institución que, nos dice un clérigo norteamericano, «no tiene más maldad que la inherente a cualquier relación humana de la vida social y doméstica» [19]. Pero siendo Tom, como vemos, un pobre tipo ignorante cuyas lecturas se limitaban al Nuevo Testamento, no sabía consolarse y resignarse con ese tipo de opiniones. Su alma sangraba por lo que le parecían las injusticias hacia la pobre criatura doliente que yacía como un junco aplastado sobre las cajas: ese objeto vivo, sangrante, sensible e inmortal que pertenece, según las leyes de los Estados Unidos, a la misma categoría que los fardos, los baúles y las cajas entre los que estaba echada.
Tom se acercó e intentó decir algo; pero ella sólo gimió. Con las lágrimas cayéndole por las mejillas, le habló sinceramente de un corazón amante en el cielo, de Jesús misericordioso y del hogar eterno, pero el oído de ella estaba sordo y su corazón paralizado por la angustia.
Cayó la noche, una noche tranquila, impasible y gloriosa, que brillaba con innumerables ojitos solemnes de ángel, que parpadeaban, bellos, en silencio. No llegaban discursos ni palabras, ninguna voz compasiva, ninguna mano amiga, desde ese cielo remoto. Una tras otra se fueron apagando las voces de los negocios y del placer; todos dormían en el barco, y se oían claramente las olas contra la proa. Tom se extendió sobre una caja y, tumbado allí, oyó una y otra vez, un sollozo o un lamento de la criatura doliente: «¡Ay de mí! ¿Qué voy a hacer? ¡Ay, Señor, buen Señor, ayúdame!», y así sucesivamente, una y otra vez hasta que se apagó el murmullo y se hizo el silencio.
En mitad de la noche se despertó Tom sobresaltado. Algo negro pasó rápidamente por su lado hasta la borda del barco y oyó caer algo al agua. Nadie más oyó ni vio nada. Levantó la cabeza… ¡el lugar de la mujer estaba vacío! Se levantó y buscó alrededor sin éxito. El pobre corazón sangrante descansaba por fin y el río ondulaba y helaba inocentemente como si no se hubiese tragado nada.
¡Paciencia, paciencia!, todos vosotros que tenéis el corazón hinchado de indignación por injusticias como ésta. El Hombre de los Dolores, el Señor de la Gloria no olvidará ni un latido de angustia ni una lágrima de los oprimidos. Lleva en su corazón paciente y generoso toda la angustia del mundo. Aguanta en silencio, como él, y esfuérzate con amor, porque tan seguro como que es Dios, «llegará el día de sus redimidos».
El tratante se despertó bien temprano y salió a inspeccionar su ganado. Ahora le tocaba a él mirar alrededor perplejo. -¿Dónde diablos está esa muchacha? -preguntó a Tom. Tom, que había aprendido la sabiduría de guardar silencio, no se sintió obligado a expresar sus observaciones y sospechas, por lo que dijo no saberlo.
– No es posible que desembarcase en ningún sitio durante la noche, porque yo estaba despierto y ojo avizor cada vez que atracaba el barco. Nunca confió estos menesteres a los demás.
Dirigió este discurso confidencialmente a Tom, como si su contenido fuese de especial importancia para él. Tom no respondió.
El tratante registró el barco de proa a popa, entre cajas, balas y toneles, entre las máquinas, junto a la chimenea, pero en vano.
– Vamos, Tom, sé justo, pues -dijo cuando, tras una búsqueda infructuosa, se acercó a donde se encontraba Tom-. Tú sabes algo, vamos. No me digas que no; yo sé que sí. Yo vi a la muchacha tendida aquí a las diez, y otra vez a las doce, y entre la una y las dos; y luego a las cuatro no estaba, y tú dormías ahí todo el tiempo. Sabes algo, pues, es imposible que no.
– Bien, amo -dijo Tom-, antes del amanecer me rozó algo y medio desperté; después oí una gran zambullida y me desperté del todo y ya no estaba la muchacha. Eso es todo lo que sé.
El tratante no estaba escandalizado ni asombrado porque, como hemos dicho antes, estaba acostumbrado a muchas cosas a las que usted no lo está. Incluso la terrible presencia de la Muerte no le infundía un frío solemne. Había visto la Muerte muchas veces -la conoció por su oficio y llegó a tratarla bastante- y sólo le pareció un cliente muy duro de roer que le estropeaba muy injustamente los negocios; por lo que sólo juró que la muchacha era un fastidio, que él tenía muy mala suerte y que, si las cosas seguían igual, no sacaría ni un centavo del viaje. En resumen, parecía considerarse un hombre decididamente maltratado; pero la cosa no tenía remedio, puesto que la mujer se había escapado a un estado que nunca repatría a ningún fugitivo, aunque toda la gloriosa Unión lo exija. El tratante, por lo tanto, se sentó desconsoladamente con su pequeña libreta de cuentas y apuntó bajo el apartado de pérdidas el cuerpo y alma de la muerta.
– Es un ser repugnante este tratante ¿verdad? ¡Tan insensible! ¡Es realmente terrible!
– Oh, pero nadie tiene buena opinión de estos tratantes. Son despreciados por todo el mundo; no son recibidos por la buena sociedad.
Pero, señor, ¿quién hace al tratante? ¿Quién tiene la mayor parte de culpa? ¿El hombre ilustrado, culto e inteligente que apoya el sistema del que el tratante es el resultado inevitable o el mismo tratante? Usted hace la regulación pública que permite su oficio y a él lo corrompe y pervierte hasta que ya no se avergüenza de ello; ¿en qué es mejor usted que él?
¿Usted es educado y él ignorante, usted enaltecido y él rastrero, usted refinado y él basto, usted tiene talento y él no? En el día de un juicio futuro, estas mismas consideraciones pueden inclinar el balance a favor de él y no de usted. Al concluir estos pequeños incidentes de comercio legítimo, debemos rogar al mundo que no piense que los legisladores estadounidenses carecen totalmente de humanidad como se podría inferir injustamente de los grandes esfuerzos realizados en el senado nacional por proteger y perpetuar este tipo de tráfico.
Porque ¿quién no está enterado de cómo se superan nuestros grandes hombres en arengar contra el tráfico de esclavos en el extranjero? Es edificante ver y oír la verdadera multitud de Clarkson [20] y Wilberforce que han surgido entre nosotros para defender ese tema. ¡Es feísimo traficar con negros de África, querido lector! ¡No se puede tolerar! ¡Pero traficar con negros de Kentucky es una cosa muy diferente!