Era el domingo por la tarde. St. Clare se encontraba echado en una tumbona de bambú en el porche, solazándose con un cigarro. Marie estaba reclinada en un sofá frente a la ventana que daba al porche, bien protegida, bajo un toldo de gasa transparente, de los ultrajes de los mosquitos, con un devocionario elegantemente encuadernado en su lánguida mano. Lo sujetaba porque era domingo, y hacía ver que lo leía, aunque realmente echaba una serie de cabezadas con el libro abierto sobre el regazo.
La señorita Ophelia que, tras mucho buscar, había localizado una pequeña comunidad metodista a una distancia que podía cubrir con el coche, había salido para asistir al servicio con Tom de cochero; y Eva había ido con ellos.
– Oye, Augustine -dijo Marie después de dormitar un rato-, debo hacer venir al viejo doctor Posey de la ciudad; estoy segura de que tengo mal el corazón.
– Pero, ¿por qué lo llamas a él? El médico que atiende a Eva parece muy hábil.
– No me fiaría de él para un caso crítico -dijo Marie-; y creo que el mío empieza a serlo. Hace dos o tres noches que lo pienso; ¡tengo unos dolores tan angustiosos y unas sensaciones tan raras!
– ¡Ay, Marie, qué melancólica estás! No creo que le pase nada a tu corazón.
– Seguro que tú no lo crees -dijo Marie-; ya me esperaba eso. Tú te alarmas mucho si Eva tose o le pasa cualquier cosita, pero nunca piensas en mí.
– Si te resulta muy agradable tener una enfermedad del corazón, pues entonces intentaré creer que la tienes -dijo St. Clare-; no lo sabía.
– Bueno, ¡espero que no te arrepientas de esto cuando sea demasiado tarde! -dijo Marie-, pero, aunque no te lo creas, mi preocupación por Eva y los excesos que he cometido con la querida niña han hecho desarrollarse lo que sospecho hace mucho tiempo.
Hubiera sido difícil saber cuáles eran los excesos de los que hablaba Marie. St. Clare se hizo este comentario a sí mismo en silencio y siguió fumando, como despiadado y duro de corazón que era, hasta que se detuvo un coche junto al porche y se apearon Eva y la señorita Ophelia.
La señorita Ophelia se dirigió a su propia habitación enseguida para guardar su sombrero y su chal, como era su costumbre, antes de pronunciar una palabra sobre cualquier tema; mientras que Eva acudió a la llamada de St. Clare y se sentó en su regazo para contarle los detalles de la ceremonia a la que habían asistido.
Pronto oyeron unas ruidosas exclamaciones y violentos reproches dirigidos a alguien, procedentes del cuarto de la señorita Ophelia, que daba al porche, como el cuarto donde se hallaban sentados.
– ¿Qué nuevas brujerías se habrá inventado Tops? -preguntó St. Clare-. Ella es la causante de este escándalo, estoy seguro.
Y un momento después apareció la señorita Ophelia, altamente indignada, arrastrando a la culpable con ella.
– ¡Ven aquí fuera ahora mismo! -dijo-. ¡Se lo voy a contar a tu amo!
– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó St. Clare.
– ¡Ocurre que no voy a dejarme atormentar más por esta niña! ¡Es insoportable; no hay quien la aguante! La he encerrado y le he dado un himno para memorizar; ¡y lo que ha hecho ha sido fisgar dónde he puesto la llave y ha ido a mi escritorio y ha sacado el adorno de un sombrero y lo ha cortado para hacer unas chaquetas de muñeca! ¡Nunca he visto nada igual en toda mi vida!
– Ya te dije, prima -dijo Marie-, que descubrirías que no se puede educar a estas criaturas sin severidad. Si de mí dependiera -dijo, mirando con reproche a St. Clare-, la mandaría fuera y la haría azotar bien azotada. ¡La haría azotar hasta que no pudiera tenerse en pie!
– No lo dudo -dijo St. Clare-. ¿Qué me vas a contar a mí del maravilloso gobierno de la mujer? ¡No conozco más de una docena de mujeres que no sean capaces de medio matar un caballo o a un criado si de ellas dependiera, sin hablar de los hombres!
– ¡No sirve para nada tu pusilanimidad, St. Clare! -dijo Marie-. La prima es una mujer sensata y ella lo ve claro ahora, igual que yo.
La señorita Ophelia simplemente tenía la capacidad de indignación del ama de casa experimentada, que la estratagema y el estropicio de la niña habían despertado fácilmente; de hecho, muchas de nuestras lectoras femeninas tendrán que reconocer que ellas sentirían lo mismo en parecidas circunstancias; pero las palabras de Marie iban más allá e hicieron que se le pasara el enfado.
– No permitiría, por nada del mundo, que se tratara así a la niña -dijo- pero desde luego, Augustine, no sé qué hacer. La he enseñado e instruido y hablado hasta cansarme; la he pegado y castigado de todas las formas que se me han ocurrido, y está exactamente igual que estaba al principio.
– ¡Ven aquí, Tops, sinvergüenza! -dijo St. Clare, haciendo un gesto para que se acercara.
Topsy se acercó, con los duros ojos redondos centelleando y parpadeando con su habitual mezcla de recelo y burla.
– ¿Qué te hace portarte así? -preguntó St. Clare, que no podía menos que sentirse divertido ante la expresión de la niña.
– Supongo que es mi corazón malvado -dijo Topsy con gazmoñería-; es lo que dice la señorita Feely.
– ¿No te das cuenta de lo mucho que ha hecho por ti la señorita Ophelia? Dice que ha hecho todo lo que se le ha ocurrido.
– Sí, señor, amito. Mi antigua ama lo decía también. Ella me pegaba mucho más fuerte y me tiraba del pelo y me golpeaba la cabeza contra la puerta, pero no servía de nada. Supongo que si me arrancaran cada cabello de la cabeza, tampoco serviría de nada, porque soy muy mala. ¡Caramba, sólo soy una negra!
– Pues yo tendré que dejarla estar-dijo la señorita Ophelia-; ya no puedo preocuparme más.
– Bien, sólo quisiera hacerte una pregunta -dijo St. Clare. -¿Cuál?
– Bien, si tu evangelio no es lo bastante fuerte para salvar a una niña pagana que tienes aquí en casa para ti sola, ¿para qué sirve mandar a uno o dos pobres misioneros con él entre miles de ellos? Supongo que esta niña es un buen ejemplo de cómo son los miles de paganos.
La señorita Ophelia no contestó enseguida; y Eva, que había presenciado la escena en silencio hasta ahora, hizo una seña a Topsy en silencio para que la siguiera. Había una pequeña sala instalada en un extremo del porche, que solía utilizar St. Clare como una especie de sala de lectura; Eva y Topsy desaparecieron dentro.
– ¿Qué estará haciendo Eva ahora? -preguntó St. Clare-; quiero verlo.
Y acercándose de puntillas, levantó una cortina que cubría la puerta de cristal para mirar dentro. Un momento después, poniendo un dedo ante los labios, hizo un gesto silencioso a la señorita Ophelia para que fuese a mirar también. Ahí estaban las dos niñas sentadas en el suelo con el perfil vuelto hacia ellos: Topsy, con su habitual actitud de burla desenfadada, y, frente a ella, Eva, con el semblante ferviente de sentimiento y los ojos llenos de lágrimas.
– ¿Qué te hacer ser tan mala, Topsy? ¿Por qué no intentas ser buena? ¿No amas a nadie, Topsy?
– No sé nada del amor; amo los caramelos y las chucherías, nada más -dijo Topsy.
– ¿Pero amarás a tu padre y a tu madre?
– Nunca los he tenido, ya lo sabe. Ya se lo dije, señorita Eva.
– Ya lo sé -dijo Eva, triste-, pero ¿no has tenido un hermano o una hermana o una tía o…?
– No, nada de eso; nunca he tenido nada ni a nadie.
– Pero Topsy, si intentaras ser buena, podrías…
– Nunca puedo ser nada más que una negra, por buena que sea -dilo Topsy-. Si pudieran despellejarme y convertirme en blanca, entonces lo intentaría.
– Pero la gente puede quererte, aunque seas negra, Topsy. La señorita Ophelia te querría si fueras buena.
Topsy soltó la carcajada breve y directa con la que tenía la costumbre de expresar incredulidad.
– ¿No te lo crees? -preguntó Eva.
– No; ella no puede soportarme ¡porque soy negra! ¡Preferiría que la tocase un sapo! ¡No hay nadie que pueda amar a los negros y los negros no podemos hacer nada! ¡A mí no me importa! -dijo Topsy, poniéndose a silbar.
– ¡Ay, Topsy, pobrecita, yo te quiero! -dijo Eva con un súbito estallido de emoción, poniendo su delgada manita en el hombro de Topsy-; yo te quiero porque no has tenido padre, madre ni amigos, ¡porque has sido una niña pobre y maltratada! Yo te quiero y quiero que seas buena. Estoy muy enferma, Topsy, y no creo que vaya a vivir mucho tiempo; y me apena muchísimo que seas tan traviesa. Quisiera que intentaras ser buena por mí; me quedaré poco tiempo contigo.
Los agudos ojos negros de la niña negra se llenaron de lágrimas; grandes gotas brillantes fueron cayendo, una tras otra, para ir a parar sobre la pequeña mano blanca. ¡Sí, en ese momento, un rayo de verdadera fe, un rayo de amor divino había penetrado la oscuridad de su alma pagana! Bajó la cabeza entre las rodillas y lloró y sollozó, mientras la hermosa niña, agachada sobre ella, parecía el cuadro de un ángel reluciente que se inclinaba para salvar a un pecador.
– ¡Pobre Topsy! -dijo Eva-. ¿No sabes que Jesús nos ama a todos por igual? Tiene tantas ganas de quererte a ti como a mí. Te quiere igual que yo, sólo que más, porque Él es mejor que yo. Él te ayudará a ser buena, y podrás ir al cielo al final, y ser un ángel para siempre, exactamente igual que si fueras blanca. ¡Piensa en ello, Topsy: puedes ser uno de aquellos espíritus brillantes que salen en los cantos del tío Tom!
– ¡Oh, querida señorita Eva, querida señorita Eva! -dijo la niña-, lo intentaré, lo intentaré; nunca me ha importado nada antes.
En este momento, St. Clare dejó caer la cortina.
– Me hace pensar en mi madre -dijo a la señorita Ophelia-. Lo que me decía ella es verdad: si queremos hacer que vean los ciegos, debemos estar dispuestos a hacer lo que hizo Jesucristo: llamarlos a nuestro lado y ponerla mano sobre ellos. -Siempre he tenido prejuicios contra los negros -dijo la señorita Ophelia- y es un hecho que nunca he podido soportar que la niña me tocara; pero no creía que ella lo hubiese notado.
– Puedes estar segura de que cualquier niño lo sabe -dijo St. Clare-; no se les puede ocultar eso. Pero yo creo que todos los esfuerzos del mundo por beneficiar a un niño y todos los bienes materiales que puedas darle nunca suscitarán un sentimiento de gratitud mientras persista esa sensación de repugnancia en el corazón; es una cosa curiosa, pero es así.
– No sé cómo voy a remediarlo -dijo la señorita Ophelia-; me resultan desagradables, sobre todo esta niña; ¿cómo puedo evitar sentirme así?
– Parece que Eva lo hace.
– ¡Pero ella es tan cariñosa! Aunque, después de todo, sólo se parece a Jesucristo -dijo la señorita Ophelia-. Quisiera parecerme a ella. Puede enseñarme una lección.
– Si fuera así, no sería la primera vez que un niño enseñara a un discípulo mayor -dijo St. Clare.