Puede que no les importe a nuestros lectores mirar atrás, durante un breve intervalo, a la cabaña del tío Tom, en la granja de Kentucky, para ver qué ha ocurrido entre los que se han quedado allí.
Era la última hora de una tarde de verano y todas las puertas y ventanas del salón estaban abiertas para invitar a pasar cualquier brisa que estuviera de buen humor. El señor Shelby estaba sentado en una gran galería que daba al salón y que se extendía a lo largo de toda la casa y se remataba con un balcón en cada extremo. Con la silla inclinada hacia atrás y los pies apoyados sobre otra, disfrutaba ociosamente del cigarro de después de cenar. La señora Shelby estaba sentada en el hueco de la puerta, ocupada con una labor de costura; tenía aspecto de estar preocupada por alguna cosa que buscaba la oportunidad de sacar a colación.
– ¿Sabes -dijo- que Chloe ha tenido carta de Tom?
– ¿De veras? Pues debe de tener algún amigo allí. ¿Cómo se encuentra el bueno de Tom?
– Lo ha comprado una familia muy buena, me parece -dijo la señora Shelby-; lo tratan bien y no tiene que trabajar mucho.
– Pues me alegro mucho, muchísimo -dijo el señor Shelby de corazón-. Me imagino que Tom se acostumbrará a una residencia sureña y no querrá volver aquí.
– Al contrario, pregunta con mucha ansiedad -dijo la señora Shelby- cuándo vamos a reunir el dinero para redimirlo.
– Yo no lo sé, desde luego -dijo el señor Shelby-. Cuando los negocios empiezan a andar mal, parece que no acaba nunca la mala suerte. Es como saltar de una ciénaga a otra sin salir del pantano; tienes que pedir prestado a uno para pagar a otro, y luego pedir a otro para pagar a éste, y estos malditos pagarés vencen antes de que te dé tiempo de fumarte un cigarro y darte la vuelta; cartas y recados reclamando las deudas, todo precipitado y corriendo.
A mí me parece, querido, que se podría hacer algo para enderezar las cosas. ¿Y si vendiéramos todos los caballos y una de las granjas y pagáramos todas las deudas?
– ¡No seas ridícula, Emily! Eres la mujer más estupenda de Kentucky, pero aun así no tienes suficiente sentido común para darte cuenta de que no entiendes de negocios; las mujeres no entendéis nunca, sois incapaces de ello.
– Pero -dijo la señora Shelby-, ¿no podrías por lo menos explicarme algo de los tuyos: darme una lista de todas tus deudas, por ejemplo, y de todo lo que te deben a ti para que pueda intentar ayudarte a economizar?
– ¡Maldita sea, no me agobies, Emily! No puedo decírtelo exactamente. Sé más o menos por donde andan las cuentas, pero no se puede recortar y arreglar mis asuntos como Chloe recorta la corteza de sus pasteles. Tú no sabes nada de los negocios, insisto.
Y el señor Shelby, que no conocía otra forma de imponer sus ideas, elevó la voz, un método de argumentar muy útil y convincente cuando un caballero habla de negocios con su esposa.
La señora Shelby dejó de hablar con un pequeño suspiro. El caso era que, aunque su marido había dicho que era sólo una mujer, tenía la mente clara, enérgica y práctica y una fuerza de carácter superior en todos los sentidos al de su marido, por lo que no hubiera sido tan absurdo considerarla capaz de llevar los negocios, tal como había dicho el señor Shelby. Ella estaba empeñada en cumplir su promesa a Tom y la tía Chloe, y suspiró por los desengaños que se multiplicaban a su alrededor.
– ¿No crees que podemos ingeniárnoslas para juntar ese dinero? ¡La pobre tía Chloe lo desea tanto!
– Siento que sea así. Creo que me precipité al prometerlo. No estoy seguro de que lo mejor no sea decírselo a Chloe y que se vaya resignando. Tom tendrá otra esposa en un año o dos, y ella haría bien juntándose con otro.
– Señor Shelby, he enseñado a mi gente que sus matrimonios son tan sagrados como los nuestros. Nunca se me ocurriría darle semejantes consejos a Chloe.
– Es una lástima, esposa, que les hayas cargado con una moralidad por encima de su condición y expectativas. Siempre he sido de esa opinión.
– Es la moralidad de la Biblia, señor Shelby.
Bien, bien, Emily, no quiero meterme con tus ideas religiosas; es sólo que parecen poco apropiadas para gente de esa condición.
– Lo son, de hecho -dijo la señora Shelby-, y por eso odio toda la cuestión desde el fondo de mi alma. Te digo, querido, que yo no puedo exonerarme de las promesas que hago a estas criaturas indefensas. Si no puedo conseguir el dinero de otra manera, daré clases de música; sé que conseguiría bastantes y así podría ganar el dinero yo personalmente.
– No te degradarías de esa forma, ¿verdad, Emily? No podría consentirlo.
– ¡Degradarme! ¿Me degradaría tanto como romper una promesa hecha a los desamparados? ¡Desde luego que no!
– ¡Siempre eres tan heroica y transcendental! -dijo el señor Shelby-, pero creo que deberías pensártelo antes de emprender una obra tan quijotesca.
Aquí la aparición de la tía Chloe en el extremo del porche interrumpió la conversación.
– Por favor, ama -dijo.
– Bien, Chloe, ¿qué ocurre? -preguntó su ama, levantándose y caminando hacia el extremo del porche.
– ¿Quiere venir el ama a echar un vistazo a estos pollinos?
Chloe tenía la manía de llamar pollinos a los pollos, una aplicación del lenguaje que se empeñaba en usar a pesar de las frecuentes correcciones y consejos de los miembros más jóvenes de la familia.
– ¡Diablos! -decía ella-. ¿Qué más da? Una palabra es tan buena como otra; los pollinos están buenos, de todas formas y seguía llamándoles pollinos.
La señora Shelby sonrió al contemplar una partida de pollos y patos que yacían bajo la mirada seria y pensativa de Chloe.
– Me pregunto si el ama preferiría una empanada de gallina o de pato.
– La verdad, tía Chloe, me da igual; sirve lo que quieras.
Chloe se quedó de pie tocándolos con aire distraído; era del todo evidente que no era en los pollos en lo que estaba pensando. Por fin, con la breve risa con la que los de su raza a menudo introducen una proposición dudosa, dijo:
– Diablos, ama ¿cómo pueden preocuparse los amos por el dinero si no utilizan lo que tienen en las manos? y Chloe se rió de nuevo.
– No te entiendo, Chloe -dijo la señora Shelby, convencida, por lo que conocía de la manera de ser de Chloe, de que ésta había oído cada palabra de la conversación que tuvo lugar entre su marido y ella.
– Diablos, ama -dijo Chloe, riéndose otra vez-, algunos alquilan a sus negros a otros para ganar dinero con ellos. No mantienen a toda la tribu en casa a mesa y mantel.
– Y bien, Chloe, ¿a quién propones que alquilemos?
– ¡Diablos, yo no propongo nada! Sólo que dijo Sam que había un pastero de Louisville que decía que buscaba a alguien que tuviera buena mano para los pasteles y los hojaldres; y dijo que pagaría cuatro dólares a la semana.
– ¿Sí, Chloe?
– Bueno, pues yo estaba pensando, ama, que ya iba siendo hora de poner a Sally a hacer algo. Sally lleva ya algún tiempo a mi cuidado y cocina casi tan bien como yo, dadas las circunstancias; y si el ama me dejase ir a mí, yo podría ayudar a ganar el dinero. No tengo miedo de competir con un pastero con mis pasteles o con mis hojaldres.
– Pastelero, Chloe.
– Diablos, ama, ¿qué más da? Las palabras son tan raras que nunca consigo aclararme.
– Pero, Chloe, ¿quieres dejar a tus hijos?
– Diablos, ama, los chicos son bastante grandes para cumplir una jornada de trabajo; ellos se manejan bien; Sally se hará cargo de la nena, que es un rorro tan espabilado que no necesita muchos cuidados.
– Louisville está bastante lejos.
– Diablos, ¿a quién le asusta eso? Es río abajo, ¿quizás más cerca de mi viejo? -dijo Chloe, pronunciando lo último con tono interrogativo mientras miraba a la señora Shelby.
– No, Chloe, está a cientos de millas -dijo la señora Shelby.
El semblante de Chloe reflejó su decepción.
– No importa; si vas allí, estarás más cerca, Chloe. Sí, puedes ir, y cada centavo de tu salario irá para pagar la redención de tu marido.
La cara de Chloe se animó en el acto, y resplandecía como un rayo de sol, que convierte en plata un nubarrón oscuro.
– ¡Diablos, qué buena es el ama! Pensaba lo mismo; porque no necesito ropa, ni zapatos, ni nada; puedo ahorrar cada centavo. ¿Cuántas semanas hay en un año, ama?
– Cincuenta y dos -dijo la señora Shelby.
– ¡Diablos! ¿De veras? Y cuatro dólares cada semana. ¿Cuánto suma eso?
– Doscientos ocho dólares -dijo la señora Shelby.
– ¡Diablos! -dijo Chloe, con acento de sorpresa y alegría-; ¿Y cuánto tiempo tardaré en sacar bastante, ama?
– Unos cuatro o cinco años, Chloe; pero tú no tienes que juntarlo todo; yo añadiré algo.
– No consiento que el ama se ponga a dar clases o algo así. El amo tiene razón en eso. No estaría nada bien. Espero que nadie de nuestra familia tenga que hacer eso, mientras a mí me queden manos.
– No te preocupes, Chloe; yo cuidaré del honor de la familia -dijo la señora Shelby con una sonrisa-. ¿Pero cuándo piensas marcharte?
– Bien, pues, no pensaba nada; sólo que Sam va a ir río abajo con algunos potros y dijo que yo podía ir con él; así que he juntado unas cuantas cosas. Si al ama le parece bien, iré con Sam mañana por la mañana, si el ama me prepara un salvoconducto y me escribe una recomendación.
– Bien, Chloe, lo haré, si el señor Shelby no pone pegas. Debo hablar con él.
La señora Shelby subió la escalera y la tía Chloe se fue encantada a su cabaña para hacer los preparativos.
– ¡Diablos, señorito George! ¿A que no sabía usted que me iba a Louisville mañana? -le dijo a George, cuando entró éste en la cabaña y la vio ordenando la ropa de su bebé-. Sólo repaso estas cosas y las ordeno. Pero me voy, señorito George; me van a dar cuatro dólares a la semana; ¡y el ama lo va a ahorrar todo para comprar de nuevo a mi viejo!
– ¡Vaya! elijo George- ¡qué buen asunto! ¿Cómo te vas?
– Me voy mañana con Sam. Y ahora, señorito George, sé que usted se sentará para escribirle a mi viejo y contárselo, ¿verdad?
– Por supuesto -dijo George-; el tío Tom se alegrará de tener noticias nuestras. Voy a la casa ahora mismo a por papel y tinta; y luego, como sabes, tía Chloe, le puedo contar lo de los potros nuevos y todo.
– Por supuesto, señorito George; usted márchese y yo le prepararé un poco de pollino o algo así; no comerá muchas más cenas con su pobre tía.