Los señores Shelby se habían retirado a sus aposentos a pasar la noche. El se encontraba repantigado en una gran poltrona, revisando algunas cartas que habían llegado en el correo de la tarde, y ella estaba de pie ante el espejo, deshaciendo ella misma los complicados rizos y trenzas con los que la había peinado Eliza, porque había mandado a ésta a la cama al ver su aspecto ojeroso y su rostro pálido. Esta tarea naturalmente trajo a su mente la conversación que había sostenido con la muchacha por la mañana; volviéndose hacia su marido, dijo con indiferencia:
– Por cierto, Arthur, ¿quién era ese tipo vulgar que has plantado en nuestra mesa hoy?
– Se llama Haley -dijo Shelby, moviéndose inquieto en el sillón y sin levantar los ojos de la carta.
– Haley. ¿Quién es, y qué quería aquí, si puedo preguntártelo?
– Pues es un hombre con el que hice algunos negocios la última vez que estuve en Natchez -dijo el señor Shelby.
– ¿Y por eso se sintió libre de venir aquí a cenar, como Pedro por su casa?
– No; lo invité yo. Tenía algunas cuentas pendientes con él -dijo Shelby.
– ¿Es tratante de negros? -preguntó la señora Shelby, al notar cierta turbación en la actitud de su marido.
– ¿Qué te ha hecho pensar eso, querida? -preguntó Shelby, levantando la vista.
– Nada; sólo que vino Eliza después de cenar, muy agitada, llorando y gimiendo, y dijo que hablabas con un comerciante y que lo oyó hacer una oferta por su hijo. ¡Qué tonta es!
– Conque eso dijo, ¿eh? -dijo el señor Shelby, volviendo a ocuparse de su papel, lo que pareció absorber del todo su atención durante algunos momentos, sin darse cuenta de que lo llevaba boca abajo.
«Tendrá que saberse», se dijo mentalmente, «¿qué más da ahora que después?».
– Le dije a Eliza -dijo la señora Shelby, cepillándose aún el cabello- que era más tonta que tonta, y que tú no tenías tratos con ese tipo de personas. Claro que yo sabía que tú no pensabas vender a ninguno de nuestra gente, y menos a un tipo así.
– Bien, Emily -dijo su marido-, eso es lo que siempre he pensado y hecho, pero el caso es que ahora no tengo más remedio por el estado de mis negocios. Tendré que vender a algunos de mis braceros.
– ¿A ese individuo? ¡Imposible! Señor Shelby, no hablarás en serio.
– Siento decirte que sí -dijo el señor Shelby-. He accedido a vender a Tom.
– ¿Qué? ¿A nuestro Tom, esa criatura buena y fiel, tu leal criado desde niño? ¡Oh, señor Shelby! Y además le has prometido la libertad, tú y yo le hemos hablado de ello cien veces. Puedo creer cualquier cosa ahora, hasta puedo creer que serías capaz de vender al pequeño Harry, el único hijo de la pobre Eliza -dijo la señora Shelby, en un tono entre la tristeza y la indignación.
– Pues, ya que quieres saberlo, así es. He acordado vender tanto a Tom como a Harry; y no sé por qué me tienen que recriminar, como si fuese un monstruo, por algo que hace todo el mundo todos los días.
– Pero, ¿por qué a éstos, entre todos los que hay? -dijo la señora Shelby-. Si tienes que vender a alguno, ¿por qué a éstos?
– Porque se venderán más caros que ninguno, por eso. Pero podría elegir a otro, si tú quieres. El tipo hizo una oferta por Eliza, si eso te viene mejor -dijo el señor Shelby.
– ¡Qué canalla! -dijo la señora Shelby fogosamente.
– No quise oír hablar de ello, ni por un momento; por respeto a tus sentimientos, sería incapaz, así que no me juzgues tan mal.
– Querido -dijo la señora Shelby, dominándose-, perdóname. Me he precipitado. Me ha sorprendido la noticia, no estaba preparada, pero me dejarás interceder por estas pobres criaturas. Tom es un hombre noble y fiel, aunque sea negro. Creo, señor Shelby, que llegado el caso, incluso daría su vida por ti.
– Lo sé, estoy seguro. ¿Pero de qué sirve todo esto? No puedo remediarlo.
– ¿Por qué no hacer un sacrificio monetario? Yo estoy dispuesta a sobrellevar las desventajas que me correspondan. Ay, señor Shelby, he intentado, de todo corazón, he intentado cumplir con mi deber de mujer cristiana con estas pobres criaturas dependientes y sencillas. Los he cuidado, los he instruido, los he vigilado, y hace años que conozco todas sus pequeñas alegrías y desgracias; ¿cómo voy a ir con la cabeza alta entre ellos si, por unas miserables ganancias, vendemos a un ser tan buenísimo, fiel y confiado como el pobre Tom, arrancándole en un momento todo lo que le hemos enseñado a amar y apreciar? Les he inculcado los deberes familiares, de padres e hijos, de maridos y mujeres; ¿cómo puedo dejar que se sepa que no nos importa ningún vínculo, ningún deber, ninguna relación, por sagrado que sea, comparado con el dinero? He hablado con Eliza de su hijo, de sus deberes para con él como madre cristiana, para cuidarlo, rezar por él y educarlo según el cristianismo; ¿qué puedo decir ahora, si tú lo arrancas de aquí y lo vendes a un hombre profano y sin principios sólo por ahorrar un poco de dinero? Le he dicho que un alma vale más que todo el dinero del mundo; ¿cómo va a creerme cuando ve que nosotros vendemos a su hijo? Y su venta quizás lleve a la destrucción de su cuerpo y de su alma.
– Lamento que lo veas así, de verdad que lo lamento -dijo el señor Shelby-, y respeto tus sentimientos, también, aunque no pretendo compartirlos del todo; pero te digo ahora, solemnemente, que es inútil, no tiene remedio. No quería decirte esto, Emily pero, hablando claro, es una cuestión de vender a estos dos o venderlo todo. O se van ellos, o se va todo. Haley se ha hecho con una hipoteca que, si no la saldo inmediatamente, se llevará todo por delante. He rascado y arañado y pedido prestado y he hecho de todo menos mendigar, y aún hacía falta el precio de estos dos para cubrir la deuda, por lo que tuve que cederlos. A Haley le hacía gracia el niño; quiso arreglar el asunto de esta forma y ninguna otra. Yo me hallaba en su poder y tuve que ceder. Si te sientes así por la venta de ellos dos, ¿te sentirías mejor si se vendiera todo?
La señora Shelby se quedó de pie como si la hubieran golpeado. Finalmente, volviéndose al tocador, apoyó la cara en las manos y soltó una especie de gemido.
– ¡Es la maldición de Dios sobre la esclavitud! ¡Una cosa cruel, cruel y maldita, una maldición para el amo y una maldición para el esclavo! Estaba loca al pensar que podía sacar algo bueno de un mal tan devastador. Es pecado tener un esclavo bajo leyes como las nuestras, siempre me ha parecido que era así, de niña siempre lo pensaba, y aun más después de abrazar la religión; pero pensaba que podía dorar la píldora; pensaba que con la bondad y los cuidados y la instrucción, podría hacer que la condición de los míos fuese mejor que la libertad, ¡que loca estaba!
– Eh, esposa, ¡te estás volviendo abolicionista!
– ¡Abolicionista! Si supieran ellos lo que sé yo sobre la esclavitud, ¡podrían hablar! No nos hace falta que nos digan nada ellos; tú sabes que yo nunca he pensado que estuviera bien la esclavitud, que nunca he querido poseer esclavos.
– Pues en eso te diferencias de muchos hombres sabios y píos -dijo el señor Shelby-. ¿Te acuerdas del sermón del señor B. del domingo pasado?
– No quiero oír tales sermones; nunca quiero volver a oír al señor B. en la iglesia. Quizás los sacerdotes no puedan remediar el mal, no puedan curarlo, pero ¡defenderlo!, no me parece de sentido común. Y creo que a ti tampoco te pareció gran cosa ese sermón.
– Bien -dijo Shelby-, tengo que decir que estos clérigos a veces llevan las cosas más allá de lo que nos atreveríamos los pobres pecadores. Los hombres del mundo debemos cerrar los ojos ante una serie de cosas y tragar con cosas que no nos convencen del todo. Pero no nos hace ninguna gracia cuando las mujeres y los clérigos nos quieren llevar la delantera en cuestiones de humildad o moral, esa es la verdad. Pero ahora, querida, espero que comprendas que es necesario y te des cuenta de que he hecho el mejor trato que permitían las circunstancias.
– Sí, sí -dijo la señora Shelby impaciente, tocando distraída su reloj de oro-. No tengo muchas joyas buenas -añadió pensativa-, pero ¿este reloj no sirve para nada? Fue caro en su día. Si por lo menos pudiera salvar al hijo de Eliza, daría todo lo que tengo.
– Lo siento mucho, muchísimo, Emily -dijo el señor Shelby-, siento que te lo tomes así, pero no sirve de nada. El caso es, Emily, que ya está hecho; ya se han firmado los papeles de la venta y los tiene Haley en su poder; y debes dar gracias de que las cosas no estén peor. Ese hombre ha tenido la posibilidad de arruinamos a todos, y ahora está bastante bien de dinero. Si lo conocieras como lo conozco yo, creerías que nos habíamos librado por los pelos.
– ¿Tan duro es, entonces?
– No exactamente un hombre cruel, pero un hombre inflexible: un hombre que vive sólo para el comercio y las ganancias, frío, decidido y tan inexorable como la muerte y la tumba. Vendería a su propia madre por un buen precio, y eso sin desearle ningún mal.
– ¡Y este desgraciado es el dueño del bueno de Tom y del hijo de Eliza!
– Bien, querida, el caso es que me resulta bastante duro; odio pensarlo. Y Haley quiere apresurar las cosas y tomar posesión mañana mismo. Voy a sacar el caballo a primera hora y marcharme. No puedo ver a Tom, de verdad que no; y tú harías bien si prepararas un paseo a algún sitio y te llevaras a Eliza contigo. Que ocurra mientras ella no esté.
– ¡No, no! -dijo la señora Shelby-; ¡me niego a ser cómplice o ayudante en esta empresa cruel! ¡Iré a ver al pobre Tom, que Dios lo ampare, en su desgracia! Verán, por lo menos, que al ama le importan y que sufre por ellos. En cuanto a Eliza, no quiero pensarlo. ¡Que el Señor nos perdone! ¿Qué hemos hecho, para tener que pasar por esta necesidad cruel?
Ni por un momento sospecharon los señores Shelby que había alguien escuchando esta conversación
Había un gran armario en su dormitorio, con una pequeña puerta que daba al corredor exterior. Cuando la señora Shelby despachó a Eliza, le vino a la mente febril y nerviosa de ésta la idea de este armario y ahí se había escondido y, con el oído pegado a la abertura de la puerta, no perdió ni una palabra de la conversación.
Cuando se apagaron las voces, se levantó y se alejó furtivamente. Pálida, tiritando, con las facciones rígidas y los labios comprimidos, parecía un ser diferente de la mujer suave y apocada que había sido hasta entonces. Se deslizó cuidadosamente por el pasillo, se detuvo un instante en la puerta de su ama, donde elevó las manos en una plegaria silenciosa, y después se volvió y se escabulló a su cuarto. Era una habitación discreta y ordenada en la misma planta que la de su ama. Había una ventana agradable por la que entraba el sol, donde solía sentarse a coser; había una pequeña librería, y varios adornos alineados junto a los libros, regalos de Navidad; su ropa sencilla estaba en el armario y la cómoda: resumiendo, éste era su hogar, y, en conjunto, había sido un hogar feliz. Pero allí en la cama yacía su hijo dormido, los largos rizos envolviendo su rostro inconsciente, la boca rosada semiabierta, las manos gordezuelas extendidas por encima de la colcha y una sonrisa de oreja a oreja iluminándole la cara.
«¡Pobre hijo, pobre mío!» se dijo Eliza, «¡te han vendido! ¡Pero tu madre te salvará!».
No cayó ni una lágrima sobre la almohada; en circunstancias como éstas, el corazón carece de lágrimas: sólo gotea sangre, y va perdiéndola poco a poco en silencio. Cogió un papel y un lápiz y escribió deprisa:
«Ay, señora, querida señora, no me considere ingrata, no piense mal de mí, pero he oído todo lo que han dicho usted y el señor esta noche. Voy a intentar salvar a mi hijo, ¡no me culpará usted! ¡Dios la bendiga y le pague toda su bondad!»
Después de doblar esta nota y escribir el nombre, se acercó al cajón y preparó un paquete de ropa para su hijo y se lo ató firmemente a la cintura con un pañuelo; y la memoria de una madre es tal que, incluso con los terrores de la ocasión, no se le olvidó incluir en el paquete uno o dos de sus juguetes preferidos, dejando fuera un loro de vivos colores para distraerlo cuando tuviera necesidad de despertarlo. Le costó trabajo despertar al pequeño dormilón; pero, tras algún esfuerzo, éste se incorporó y se puso a jugar con el pájaro, mientras su madre se ponía el sombrero y el chal.
– ¿Adónde vas, madre? -preguntó, al acercarse ella a la cama con su abriguito y su gorro.
Su madre se acercó y le miró tan seria a los ojos que adivinó enseguida que ocurría algo extraño.
– Calla, Harry-dijo ella-. No debes hablar fuerte o nos oirán. Iba a venir un hombre malo a robarle a su madre al pequeño Harry y llevárselo en la oscuridad, pero su madre no le dejará. Va a ponerle el abrigo y el gorro a su hijito y van a salir corriendo para que el hombre feo no lo coja.
Diciendo estas palabras, había abrochado el abrigo del niño y, cogiéndolo en brazos, le susurró que se estuviera muy callado. Abriendo la puerta de su cuarto que daba al porche exterior, salió silenciosamente.
Hacía una noche brillante y fría, cuajada de estrellas, y la madre envolvió bien con el chal a su hijo, que se colgó de su cuello paralizado por un miedo impreciso.
El viejo Bruno, un gran perro de Terranova que dormía al fondo del porche, se levantó gruñendo al acercarse Eliza. Ésta pronunció su nombre con voz queda y el animal, gran favorito suyo y compañero de juegos, movió la cola y se dispuso a seguirla inmediatamente, aunque se veía que daba muchas vueltas, dentro de su rudimentaria cabeza de perro, al posible significado de una expedición tan indiscreta a medianoche. Parecía estorbarlo mucho alguna vaga idea de imprudencia o impropiedad, pues se paraba a menudo y miraba pensativo primero a ella y después a la casa, y, después, como si la reflexión lo hubiera tranquilizado, emprendía nuevamente el camino en pos de ella. Unos minutos más tarde llegaron a la ventana de la casita del tío Tom y Eliza se detuvo y golpeó suavemente en el cristal de la ventana.
La reunión religiosa de casa del tío Tom se había prolongado hasta muy tarde con el canto de los himnos y, como el tío Tom se había permitido entonar unos cuantos largos solos después, el resultado era que, aunque era entre las doce y la una, él y su respetable esposa no estaban aún dormidos.
– ¡Señor, señor! ¿Qué es eso? -dijo la tía Chloe, levantándose de un salto para correr la cortina-. ¡Que me aspen si no es Lizy! Ponte la ropa rápido, hombre. Está el viejo Bruno, también, husmeando por ahí. ¿Qué demonios pasará? Voy a abrir la puerta.
Y, fiel a su palabra, abrió de golpe la puerta y la luz de la vela de sebo que había encendido Tom apresuradamente iluminó el rostro desencajado y los oscuros ojos extraviados de la fugitiva.
– ¡El Señor te bendiga! ¡Da miedo verte, Lizy! ¿Te has puesto enferma o qué te ha pasado?
– Me escapo, tío Tom y tía Chloe… me llevo a mi hijo… el amo lo ha vendido.
– ¿Vendido? -preguntaron ambos al unísono, levantando las manos desconcertados.
– ¡Sí, lo han vendido! -dijo firmemente Eliza-. Me he escondido en el armario del cuarto del ama esta noche y he oído cómo el amo le decía que había vendido a mi Hany y a ti, tío Tom, a un tratante; y que él se marchaba esta mañana a cabalgar y que el hombre venía a tomar posesión hoy.
Tom se quedó durante este discurso con las manos levantadas y los ojos dilatados como soñando. Lenta y paulatinamente, al comprender su significado, más que sentarse se dejó caer en su vieja silla y apoyó la cabeza sobre las rodillas.
– ¡Que el buen Señor tenga piedad de nosotros! -dijo la tía Chloe-. ¡Parece mentira que haya ocurrido esto! ¿Qué ha hecho, para que lo venda el amo?
– No ha hecho nada, no es por eso. El amo no quiere vender, y el ama… siempre es buena. La he oído rogar y suplicar por nosotros. Pero él le ha dicho que era inútil; que tenía deudas con este hombre, y que lo tenía en su poder. Y que, si no saldaba la deuda, acabaría teniendo que vender la casa y a toda la gente y marcharse. Sí, le he oído decir que no tenía elección entre vender a estos dos o venderlo todo, que el hombre lo había puesto entre la espada y la pared. El amo ha dicho que lo siente, pero tendríais que haber oído al ama. ¡Si ella no es cristiana y un ángel, nunca ha habido ninguno! Soy mala por dejarla de esta manera, pero no tengo más remedio. Ella misma ha dicho que una sola alma valía más que todo el mundo; y este muchacho tiene alma y, si dejo que se lo lleven, ¿quién sabe que será de ella? Debe de ser lo correcto, pero si no lo es, ¡que Dios me perdone, porque no tengo más remedio que hacerlo!
– Bien, viejo -dijo la tía Chloe-, ¿por qué no te vas también? ¿Vas a esperar a que te embarquen río abajo, adonde matan a los negros de trabajo y hambre? ¡Antes me moriría que ir allí! Tienes tiempo… márchate con Lizy… tienes salvoconducto para ir y venir cuando quieras. ¡Venga, date prisa! Yo juntaré tus cosas.
Tom levantó despacio la cabeza, miró triste pero serenamente alrededor y dijo:
– ¡No, no! Yo no me voy. Que se vaya Eliza, está en su derecho. Yo no le diría que no se fuera, no está en su naturaleza quedarse; pero has oído lo que ha dicho. Si hay que venderme a mí o a toda la gente de la casa, y todo se tiene que ir al traste, pues ¡que me vendan a mí! Supongo que puedo soportarlo como cualquiera -añadió, el pecho sacudido convulsivamente por una especie de suspiro o sollozo-. El amo siempre me ha encontrado dispuesto, y siempre me encontrará. Nunca he traicionado su confianza, ni he usado el salvoconducto para nada que no fuera honorable, y nunca lo haré. Es mejor que me vaya yo solo que disolverlo y venderlo todo. No es culpa del amo, Chloe; él te cuidará a ti y a los pobres…
En esto se volvió hacia la burda carriola repleta de cabecitas lanudas y se desmoronó. Se apoyó en el respaldo de la silla y se cubrió el rostro con las grandes manos. Unos sollozos roncos, fuertes y desgarrados sacudieron la silla y grandes lágrimas cayeron al suelo a través de sus dedos; lágrimas como las tuyas, lector, que regaron el ataúd de tu primogénito; lágrimas como las tuyas, lectora, cuando oíste el llanto de tu hijo moribundo. Porque él era un hombre, lector, y tú eres otro. Y tú, lectora, aunque lleves seda y joyas, no eres mas que una mujer y, en las grandes desgracias y adversidades, todos sentimos la misma pesadumbre.
– Y ahora -dijo Eliza de pie en la puerta-, he visto a mi marido esta misma tarde y no me imaginaba lo que iba a suceder. Lo han empujado al límite de sus fuerzas y hoy me ha dicho que se va a escapar. Intentad comunicaros con él, si podéis. Decidle cómo me voy y por qué, y decidle que voy a intentar llegar a Canadá. Decidle que lo quiero y si no lo veo nunca más -se volvió y se quedó con la espalda vuelta hacia ellos durante un momento, y después añadió, con voz cascada-, decidle que sea tan bueno como pueda y que procure reunirse conmigo en el reino de los cielos. Llamad a Bruno -añadió-. Cerrad la puerta detrás. El pobre animal no debe ir conmigo.
Con unas cuantas últimas palabras y lágrimas, con unos cuantos adioses y buenos deseos, aferrando a su pecho a su hijo sobresaltado y asustado, se alejó silenciosamente.