CAPÍTULO XX

TOPSY

Una mañana, mientras la señorita Ophelia se ocupaba de sus quehaceres domésticos, se oyó la voz de St. Clare llamándola desde el pie de la escalera.

– Baja, prima, que tengo una cosa que enseñarte.

– ¿Qué es? -preguntó la señorita Ophelia, bajando con una labor de costura en la mano.

– He hecho una compra para tu jurisdicción, mira -dijo St. Clare mostrándole, mientras hablaba, una niña negra de unos ocho o nueve años.

Era una de las más negras de su raza; y los brillantes ojos redondos, que parecían dos cuentas de cristal, se movían rápida y nerviosamente por todo lo que contenía la habitación. La boca, entreabierta por el asombro que sentía ante las maravillas del salón de su nuevo amo, dejaba ver una dentadura blanca y reluciente. El lanudo cabello estaba peinado con una serie de pequeñas colas, que se erizaban en todas direcciones. La expresión del rostro era una extraña mezcla de astucia e ingenio sobre la que había superpuesto, como si fuera un velo, un gesto de la máxima gravedad y tristeza. Iba vestida con una sola prenda de arpillera, andrajosa y sucísima, y estaba de pie con las manos recatadamente juntadas delante de ella. En conjunto, había algo de extraño en su apariencia de duende, algo, como dijo después la señorita Ophelia, «tan pagano», que llenó de consternación a la buena señora, por lo que se volvió hacia St. Clare y le preguntó:

– Augustine, ¿me puedes explicar por qué has traído a esta criatura aquí?

– Pues para que tú la eduques, claro, y la lleves por el buen camino. Me ha parecido que era un espécimen bastante raro de su raza. Vamos, Topsy -añadió, con un silbido, como para llamar la atención de un perro-, cántanos algo y déjanos ver uno de tus bailes.

Los negros ojos vidriosos centellearon con una especie de humor malicioso y la criatura arrancó a cantar, con una voz aguda y clara, una extraña melodía negra, marcando el ritmo con las manos y los pies, girando en círculo, batiendo las palmas, juntando las rodillas y lanzando desde la garganta todos aquellos raros sonidos guturales que distinguen la música nativa de su raza; finalmente, con un par de volteretas, soltó una prolongada nota final, tan peculiar y sobrenatural como el pitido de una máquina de vapor, y se quedó de pie en la alfombra con las manos juntas y una expresión de santurrona dócil y solemne en la cara que sólo desvirtuaban las miradas astutas que lanzaba solapadamente desde el rabillo del ojo.

La señorita Ophelia se quedó sin habla, absolutamente paralizada por el asombro.

St. Clare, con una picardía que le era habitual, aparentaba disfrutar de su estupor; dirigiéndose nuevamente a la niña, le dijo:

– Topsy, ésta es tu nueva ama. Voy a encomendarte a sus cuidados, así que a ver si te comportas como es debido.

– Sí, amo -dijo Topsy, con una gravedad gazmoña, pero sus maliciosos ojos centelleaban mientras hablaba.

– Vas a ser buena, Topsy, ¿comprendes? -dijo St. Clare.

– Oh, sí, señor-dijo Topsy con otro pícaro destello, mientras mantenía las manos piadosamente juntas.

– Bien, Augustine, ¿por qué haces todo esto? -preguntó la señorita Ophelia-. Tienes la casa tan llena ya de estos bribonzuelos que una no puede apoyar el pie en el suelo sin pisar a alguno. Me levanto por la mañana y me encuentro con uno durmiendo detrás de la puerta, veo la cabecita negra de otro asomándose por debajo de la mesa, otro tumbado en el felpudo, y están todos amontonados haciendo muecas junto a la barandilla y revolcándose en el suelo de la cocina. ¿Para qué has traído a ésta?

– Para que la eduques, ¿no te lo he dicho? Siempre estás sermoneando sobre la educación. Se me ha ocurrido regalarte un espécimen recién atrapado para que pruebes la mano con ella y la eduques como te parezca que debe ser.

– Yo no la quiero, desde luego; ya tengo más tratos con ellos de lo que quisiera.

– ¡Eso es típico de vosotros los cristianos! Organizáis una sociedad y enviáis a algún pobre misionero para que se pase todos los días de su vida entre estos paganos. Pero me gustaría ver a alguno de vosotros dispuesto a acoger en vuestra casa a uno de ellos y ocuparos personalmente de su conversión. No, a la hora de la verdad, os parecen sucios y desagradables y es demasiado trabajo y demás.

– Augustine, sabes que no lo veía bajo ese punto de vista -dijo la señorita Ophelia ablandándose a ojos vistas-. Bien, puede que sea trabajo de misionero realmente -dijo, dirigiendo a la niña una mirada más positiva.

St. Clare había tocado la fibra adecuada. La conciencia de la señorita Ophelia estaba siempre alerta.

– Pero -añadió- realmente no me parecía necesario comprar a ésta; ya hay bastantes en tu casa para ocupar todo mi tiempo y mi habilidad.

– Entonces, prima -dijo St. Clare apartándola a un lado-, debo pedirte perdón por mis discursos inútiles. La verdad es que eres tan buena que no hacen falta para nada. Este artículo, de hecho, era propiedad de un par de borrachos que dirigen un restaurante vulgar por donde paso a diario, y me cansé de oírla chillar a ella y a ellos golpearla y maldecirle. Tenía un aspecto de ser inteligente y divertida, también, de que se podía hacer algo con ella; así que la he comprado y te la entrego a ti. Tú intenta darle una buena educación ortodoxa de Nueva Inglaterra y veremos lo que resulta. Sabes que yo no tengo talento para ello, pero me gustaría que lo intentaras tú.

– Bien, haré lo que pueda -dijo la señorita Ophelia; y se acercó a su pupila como una persona se podría acercar a una viuda negra, siempre que sus intenciones hacia ella sean benévolas.

– Está terriblemente sucia y medio desnuda -dijo.

– Pues llévatela abajo y haz que la limpien y vistan.

La señorita Ophelia la condujo a la zona de la cocina.

– ¡No veo para qué el señorito St. Clare quiere otra negra!

– dijo Dinah, mirando a la recién llegada con cara de pocos amigos-. ¡Yo no quiero tenerla bajo los pies, desde luego!

– ¡Puaj! -dijeron Jane y Rosa con extremado asco- ¡que no se acerque a nosotras! No puedo comprender para qué quiere el amo otra negra de éstas inferiores.

– ¡Anda ya! Tan negra como tú, señorita Rosa -dijo Dinah, que tomó el último comentario como una alusión personal-. Parecéis creer que sois blancas. No sois ni blancas ni negras y yo prefiero ser o una cosa o la otra.

La señorita Ophelia vio que no había nadie entre la tropa que quisiera hacerse cargo de supervisar el lavado y vestido de la recién llegada, por lo que se vio obligada a hacerlo ella misma, con un poco de ayuda reacia y desabrida de Jane.

No son para oídos finos los pormenores del primer aseo de una niña maltratada y descuidada. De hecho, en este mundo las masas deben vivir y morir en un estado cuya mera descripción sería una sacudida excesiva para los nervios de sus semejantes. La señorita Ophelia tenía una gran cantidad de firmeza y resolución práctica y se dedicó a llevar a cabo todos los repugnantes detalles con una minuciosidad heroica, aunque, hay que reconocerlo, con poco agrado, porque sus principios no daban para otra cosa que la resignación. Cuando vio, en la espalda y los hombros de la niña, grandes cardenales y callosidades, las marcas imborrables del sistema bajo el que había crecido hasta la fecha, se le enterneció el corazón.

– ¡Mire eso! -dijo Jane, señalando las cicatrices-. ¡Eso nos demuestra que es un trasto! Tendremos problemas con ella, ya lo creo. Odio a estos pequeños negros, tan sucios. Me sorprende que la haya comprado el amo.

La «pequeña» en cuestión escuchó todas estas alusiones a su persona con un aire triste y sumiso que parecía habitual en ella, pero escudriñaba, con una mirada aguda aunque furtiva de sus ojos inquietos, los adornos que llevaba jane en las orejas. Cuando por fin estuvo ataviada con un vestido entero y decente, con el cabello corto rodeándole la cara, la señorita Ophelia dijo con cierta satisfacción que parecía más cristiana que antes y empezó a urdir planes para su formación.

Sentándose ante ella, comenzó a interrogarla.

– ¿Cuántos años tienes, Topsy?

– No lo sé, amita -dijo la criatura, con una sonrisa que dejaba al descubierto toda su dentadura.

– ¿Que no sabes cuántos años tienes? ¿Nadie te lo ha dicho nunca? ¿Quién era tu madre?

– Nunca la he tenido -dijo la niña con otra sonrisa.

– ¿Que nunca has tenido madre? ¿Qué quieres decir? ¿Dónde naciste?

– ¡Nunca nací! -insistió Topsy, con otra mueca, que la hacía parecerse tanto a un duende que, si la señorita Ophelia hubiera sido nerviosa, habría podido creer que tenía entre manos un gnomo de la tierra de la Diablura; pero la señorita Ophelia no era nerviosa, sino práctica y sensata, por lo que dijo, algo severa:

– No debes contestarme de esta forma, niña; no estoy jugando contigo. Dime dónde naciste y quiénes eran tu padre y tu madre.

– ¡No nací! -repitió la criatura, con más énfasis-; nunca he tenido padre ni madre ni nada. Me crió un especulador con otros muchos. La vieja tía Sue nos cuidaba.

Era evidente que la niña decía la verdad; con una breve risotada, Jane dijo:

– Caramba, señora, hay montones como ella. Los especuladores los compran baratos cuando son pequeños y los crían para el mercado.

– -¿Cuánto tiempo has vivido con tus amos?

– No lo sé, amita.

– ¿Un año, más o menos?

– No lo sé, amita.

– Caramba, señora, estos negros inferiores no saben, no entienden nada del tiempo -dijo Jane-; no saben lo que es un año; no saben su propia edad.

– ¿Has oído hablar de Dios, Topsy?

La niña parecía perpleja, pero seguía sonriendo.

– ¿Sabes quién te ha hecho?

– Nadie, que yo sepa --dijo la niña, riéndose. La idea parecía hacerle mucha gracia; sus ojos centellearon y dijo:

– Supongo que crecí sola. No creo que nadie me haya hecho.

– Sabes coser? -preguntó la señorita Ophelia, decidida a llevar sus indagaciones a un terreno más tangible.

– No, amita.

– ¿Y qué sabes hacer? ¿Qué hacías para tus amos?

– Iba a por agua, fregaba los platos, limpiaba los cubiertos y servía a la gente.

– ¿Te trataban bien?

– Supongo que sí -dijo la niña, mirando con astucia a la señorita Ophelia.

La señorita Ophelia se levantó tras este coloquio alentador; St. Clare estaba apoyado en el respaldo de su silla.

Ahí tienes tierra virgen, prima; planta en ella tus propias ideas; no encontrarás muchas que tengas que arrancar.

Las ideas de la señorita Ophelia sobre la educación eran muy definidas y rígidas, como sus ideas sobre todo lo demás, y eran típicas de las que prevalecían en Nueva Inglaterra hace un siglo y que aún subsisten en zonas muy retiradas y sencillas, adonde no llega el ferrocarril. Para hacer una aproximación a su naturaleza, pocas palabras nos bastarán: enseñarles a prestar atención cuando se les hablaba; enseñarles el catecismo, a coser y a leer; y azotarles si mentían. Y aunque, por supuesto, en vista de lo que ahora se sabe sobre la educación, estas ideas se han quedado muy atrasadas, sin embargo es un hecho indisputable que nuestras abuelas educaron a unos cuantos estupendos hombres y mujeres bajo este régimen, como muchos de nosotros podemos recordar y atestiguar. En cualquier caso, la señorita Ophelia no sabía hacerlo de otra forma, por lo que puso manos a la obra para ocuparse de su pagana con toda la diligencia de la que era capaz.

Se anunció a la familia que la niña era incumbencia de la señorita Ophelia y todos la aceptaron como tal; y, como en la cocina no la miraban con mucha indulgencia, la señorita Ophelia decidió confinar su esfera de acción e instrucción principalmente a su propio dormitorio. Con un sacrificio que sabrán apreciar algunas de nuestras lectoras, en lugar de realizar a sus anchas las tareas de hacerse la cama, barrer y quitar el polvo a su cuarto, como había hecho hasta la fecha, rechazando absolutamente todos los ofrecimientos de ayuda de parte de las camareras de la casa, resolvió someterse al martirio de instruir a Topsy para que llevase a cabo dichas operaciones. ¡Ay, pobre de ella! Si alguna de nuestras lectoras ha hecho alguna vez lo propio, sabrá apreciar tamaño sacrificio.

La señorita Ophelia comenzó la educación de Topsy la primer mañana llevándola a su habitación, donde inició solemnemente un cursillo sobre el arte y el misterio de hacer una cama.

Observen a Topsy, entonces, lavada y privada de todas las pequeñas colas que le habían alegrado la vida, ataviada con un vestido limpio y un delantal bien almidonado, de pie en actitud reverente ante la señorita Ophelia, con una expresión de solemnidad propia para un funeral.

– Ahora, Topsy, voy a enseñarte exactamente cómo ha de hacerse mi cama.

– Sí, amita --dijo Topsy, con un hondo suspiro y una cara de lastimosa seriedad.

– Ahora, Topsy, mira esto: este es el dobladillo de la sábana; éste es el derecho y éste es el revés; ¿te acordarás?

– Sí, amita --dijo Topsy, con otro suspiro.

– Bien, pues la sábana de abajo ha de colocarse encima de la almohada, de esta forma, y se remete muy suave y lisa bajo el colchón, así, ¿lo ves?

– Sí, amita --dijo Topsy, prestando gran atención.

– Pero la sábana de arriba -dijo la señorita Ophelia debe ponerse de esta manera y remeterse estirada y suave al pie, así: entonces, el dobladillo estrecho al pie.

– Sí, amita --dijo Topsy, igual que antes; pero añadiremos algo que no vio la señorita Ophelia: mientras ésta estaba de espaldas ocupada con el celo de su instrucción, la joven discípula había conseguido hacerse con unos guantes y una cinta, que había deslizado hábilmente en la manga, y ahora permanecía con las manos respetuosamente cruzadas como antes.

– Ahora, Topsy, veamos cómo lo haces tú --dijo la señorita Ophelia, deshaciendo la cama y sentándose.

Topsy llevó a cabo el ejercicio con gran seriedad y destreza para plena satisfacción de la señorita Ophelia; alisando las sábanas, estirando cada arruga, y haciendo gala, durante todo el proceso, de una seriedad y una gravedad que edificaron enormemente a su profesora. Por un desliz desafortunado, sin embargo, precisamente cuando acababa, un fragmento de la cinta se asomó ondulante de una de sus mangas, atrayendo la atención de la señorita Ophelia. Ésta se abalanzó sobre ella en el acto.

– ¡Qué es esto? ¡Que niña más mala y traviesa! ¡Ibas a robar esto!

Sacó la cinta de la manga de Topsy sin que ésta se inmutara lo más mínimo; simplemente la miró con un aire de sorpresa y de inocencia inconsciente.

– ¡Caramba, si es la cinta de la señorita Feely! ¿Cómo se me habrá enredado en la manga?

– ¡Topsy, niña traviesa, no me mientas! ¡Has robado esa cinta!

– Amita, le juro que no. Nunca la he visto hasta ahora mismo.

– Topsy -dijo la señorita Ophelia-, ¿no sabes que es malo decir mentiras?

– Yo nunca digo mentiras, señorita Ophelia -dijo Topsy con virtuosa gravedad-, lo que digo es la pura verdad y nada más.

– Topsy, tendré que azotarte si mientes de esta manera. -Caramba, amita, aunque se pase el día azotándome, no se lo puedo decir de otra forma -dijo Topsy, empezando a llorar ruidosamente-. Nunca he visto eso antes; ha debido de enredárseme en la manga. La señorita Ophelia ha debido de dejarla en la cama y se habrá enredado con las sábanas y con mi manga.

La señorita Ophelia estaba tan indignada ante la mentira descarada que cogió a la niña y la sacudió.

– ¡No me vuelvas a decir eso!

Al sacudirla, cayó el guante al suelo desde la otra manga. -¿Lo ves? dijo la señorita Ophelia-. ¿Aún dices que no has robado la cinta?

En esto Topsy confesó haber cogido los guantes pero persistió en su negativa a reconocer haber robado la cinta.

– Bien, Topsy-dijo la señorita Ophelia-, si lo confiesas todo, no te azotaré esta vez.

Ante esta posibilidad, Topsy confesó el robo de la cinta y de los guantes, haciendo lastimosas protestas de arrepentimiento.

Ahora cuéntame. Sé que has debido de coger otras cosas desde que estás en la casa, pues ayer te dejé corretear libremente por ahí. Así pues, dime si cogiste algo y no te azotaré.

– ¡Caramba, amita, cogí esa cosa roja que lleva la señorita Eva al cuello!

– ¡Vaya, qué niña más malvada! Bien, ¿qué más?

– Cogí los pendientes de Rosa, aquellos rojos.

– Tráeme ambas cosas inmediatamente.

– Caramba, amita, no puedo. Están todas quemadas.

– ¿Quemadas? ¡Qué mentira! Ve a traerlas o te azotaré.

Topsy declaró, entre ruidosas protestas y lágrimas, que era imposible.

– ¡Las he quemado!

– ¿Y por qué las has quemado? preguntó la señorita Ophelia.

– Porque soy mala, por eso. Soy muy, muy mala. No puedo evitarlo.

En ese momento, entró Eva inocentemente en la habitación, llevando al cuello el susodicho collar rojo.

– Vaya, Eva, ¿de dónde has sacado el collar? -preguntó la señorita Ophelia.

– ¿Sacarlo? Pues no me lo he quitado en todo el día.

– ¿Lo llevabas ayer?

– Sí, y fíjate qué cosa más rara, tía, lo tuve puesto toda la noche. Se me olvidó quitármelo al acostarme.

La señorita Ophelia se quedó absolutamente perpleja; aun más porque en ese momento entró Rosa en la habitación con una cesta de ropa blanca recién planchada sobre la cabeza ¡y los pendientes de coral tintineaban en sus orejas!

– ¡Desde luego no sé qué se puede hacer con una niña así! --dijo desesperada-. ¿Quieres explicarme por qué me has dicho que has cogido esas cosas, Topsy?

– Pues el amita ha dicho que tenía que confesar y no se me ha ocurrido otra cosa que confesar -dijo Topsy, frotándose los ojos.

– Pero yo no quería que confesaras cosas que no habías hecho, desde luego -dijo la señorita Ophelia-; eso es mentir, exactamente igual que lo contrario.

– Caramba, ¿lo es? -preguntó Topsy con aire de inocente asombro.

– Señor, no hay ni una pizca de verdad en esta criatura -dijo Rosa, mirando a Topsy indignada-. Si yo fuera el señorito St. Clare, la azotaría hasta hacerle saltar la sangre. Ya lo creo, ¡se llevaría su merecido!

– ¡No, no, Rosa -dijo Eva, con el aire autoritario que era capaz de adoptar a veces-, no debes hablar así! No soporto oírte.

– Caramba, señorita Eva, es usted tan buena que no tiene ni idea de cómo tratar a los negros. No hay otra forma más que zurrarlos bien, ya lo creo.

– ¡Calla, Rosa! -dijo Eva-. No digas ni una palabra más -y centellearon los ojos de la niña y se tiñeron de rojo sus mejillas.

Rosa se aplacó enseguida.

– La señorita Eva tiene sangre St. Clare en las venas, eso está claro. Tengo que decir que habla exactamente igual que su padre -dijo al salir de la habitación.

Eva se quedó mirando a Topsy.

Allí estaban las dos niñas, representantes de los dos extremos de la sociedad. La rubia de buena cuna, con su cabecita dorada, su frente noble y espiritual y sus movimientos principescos; y su homóloga negra, ágil, sutil, aduladora y, sin embargo, inteligente. Eran las representantes de sus razas. La sajona, nacida de siglos de cultura, mando, educación, superioridad fisica y moral; la africana, nacida de siglos de opresión, sumisión, ignorancia, trabajo pesado y vicio.

Quizás por la mente de Eva se abriesen paso pensamientos como éstos. Pero los pensamientos de los niños son unos instintos poco definidos y algo borrosos; y dentro de la noble naturaleza de Eva se formaban y circulaban muchos instintos de este tipo, que ella no sabía expresar con palabras. Cuando la señorita Ophelia se extendió hablando de la mala conducta de Topsy, puso cara de tristeza y perplejidad, pero dijo con dulzura:

– Pobre Topsy, ¿por qué has de robar? Ahora vamos a cuidarte bien. Yo, por mi parte, preferiría darte una cosa mía a que me la robes.

Eran las primeras palabras amables que hubiera oído la niña en su vida; la dulzura del tono y el talante tocaron una fibra nueva de su corazón indomado y salvaje, y algo semejante a una lágrima relució en sus perspicaces ojos redondos y brillantes, pero fue seguida por una breve carcajada y la mueca acostumbrada. ¡No! Un oído que nunca ha captado más que insultos es extrañamente incrédulo ante una cosa tan celestial como la amabilidad, por lo que a Topsy sólo le pareció curioso e inexplicable el discurso de Eva; no se lo creyó.

¿Pero qué iban a hacer con Topsy? A la señorita Ophelia el caso le planteaba un dilema: sus normas educativas no parecían ser aplicables. Decidió que se tomaría algún tiempo para pensárselo; así que, para ganar tiempo y con la esperanza de que adquiriese algunas de las virtudes morales que se suponen inherentes a los armarios oscuros, la señorita Ophelia encerró a Topsy en uno hasta haber aclarado algo más sus ideas sobre el tema.

– No sé -dijo la señorita Ophelia a St. Clare- cómo voy a entenderme con esa niña sin azotarla.

– Pues entonces azótala todo lo que quieras; te autorizo a que hagas lo que te plazca.

– Siempre hay que pegar a los niños -dijo la señorita Ophelia-; nunca he oído decir que se les pueda educar sin pegarles.

– Desde luego -dijo St. Clare-; haz lo que parezca mejor. Sólo te hago una sugerencia: he visto cómo pegaban a esta niña con el atizador y la derribaban con la pala o las pinzas del fuego, lo que hubiera más a mano, y cosas por el estilo; y puesto que está acostumbrada a ese tipo de trato, creo que tus azotainas tendrán que ser bastante enérgicas para causarle alguna impresión.

– ¿Qué hago con ella entonces? -preguntó la señorita Ophelia.

– Has planteado una pregunta muy seria -dijo St. Clare-; me gustaría que la contestaras tú. ¿Qué hacer con un ser humano que sólo obedece al látigo cuando falla éste? ¡Es algo que ocurre aquí con frecuencia!

– No lo sé; nunca he visto a una niña como ésta.

– Este tipo de niños es muy frecuente entre nosotros, y este tipo de hombres y mujeres también. ¿Cómo deben ser gobernados? -preguntó St. Clare.

– Es más de lo que yo pueda saber, desde luego -dijo la señorita Ophelia.

– Es demasiado para mí también -dijo St. Clare-. Las horribles crueldades y ultrajes que de vez en cuando consiguen publicar en la prensa (un caso como el de Prue, por ejemplo) ¿cómo se producen? En muchos casos, es por un endurecimiento paulatino de ambas partes, donde el amo se hace cada vez más cruel y el sirviente cada vez más insensible. Los azotes y el maltrato son como el láudano: hay que duplicar la dosis cuando se pierde sensibilidad. Me di cuenta de esto al principio de convertirme en amo; y decidí no empezar nunca porque no sabría cuándo terminar, y opté por proteger mi propia naturaleza moral por lo menos. La consecuencia es que mis sirvientes se comportan como niños mimados; pero creo que eso es preferible a que nos hubiéramos embrutecido todos juntos. Has hablado mucho de nuestras responsabilidades a la hora de educarlos, prima. Sólo quería que lo intentaras con una niña, un espécimen de los miles que hay entre nosotros.

– Es vuestro sistema lo que crea tales niños -dijo la señorita Ophelia.

– Lo sé; pero son creados y existen; ¿qué hemos de hacer con ellos?

– Pues no puedo decir que te agradezca el experimento. Pero, ya que parece ser una obligación, seguiré adelante y lo haré lo mejor que pueda -dijo la señorita Ophelia; y después de esto, la señorita Ophelia realmente trabajó con su nueva alumna con un grado meritorio de celo y energía. Le impuso un horario regular de actividades y se comprometió a enseñarle a leer y a coser.

Para la primera de estas habilidades, la niña era bastante despierta. Aprendió las letras como por arte de magia y pronto era capaz de leer textos sencillos; pero la costura era un asunto más difícil. La criatura era ágil como un gato y activa como un mono y la limitación de la costura le era insoportable, por lo que rompía las agujas, las tiraba disimuladamente por la ventana o las introducía en las grietas de las paredes; enredaba, rompía o ensuciaba el hilo o, con un movimiento solapado, se deshacía de una bobina completa. Sus movimientos eran casi tan rápidos como los de un prestidigitador experto y el control de sus facciones era igual de habilidoso; y aunque la señorita Ophelia no podía menos que sospechar que era imposible que ocurrieran tantos accidentes uno tras otro, sin una vigilancia que no la hubiese dejado dedicarse a otra cosa no conseguía sorprenderla.

Topsy se convirtió enseguida en un personaje famoso en la casa. Sus talentos para toda clase de bufonería, muecas y mímica, para bailar, dar volteretas, trepar, cantar, silbar e imitar cada sonido que le viniera en gana parecían inagotables. En sus horas de juego, invariablemente tenía a todos los niños de la casa pisándole los talones boquiabiertos de admiración y embeleso, sin exceptuar a la señorita Eva, que parecía sentirse tan fascinada por su salvaje hechicería como a veces se siente fascinada una paloma por una rutilante serpiente. A la señorita Ophelia le inquietaba que a Eva le atrajera tanto la compañía de Topsy, y le rogó a St. Clare que se lo prohibiese.

– ¡Bah!, deja a la niña en paz -dijo St. Clare-. Topsy le hará bien.

– Pero una niña tan depravada, ¿no tienes miedo de que le enseñe alguna maldad?

– No puede enseñarle maldades; puede que a algunos niños, pero la maldad resbala de la mente de Eva como el rocío de una hoja de col: no cala ni una gota.

– No estés tan seguro -dijo la señorita Ophelia-. Yo nunca dejaría a un hijo mío jugar con Topsy, desde luego.

– Pues no dejes a tus hijos jugar con ella -dijo St. Clare-, pero yo a la mía sí la dejo. Si algo hubiera podido echar a perder a Eva, hace años que habría sucedido.

Al principio los demás sirvientes despreciaban y desaprobaban a Topsy. Pero pronto tuvieron motivos para modificar su opinión. Muy pronto descubrieron que cualquiera que agraviase a Topsy sufría poco después algún accidente molesto; o bien desaparecía de repente un par de pendientes o alguna baratija preferida o aparecía totalmente estropeada alguna prenda de vestir, o la persona tropezaba accidentalmente con un cubo de agua hirviendo o una porción de agua sucia le caía inexplicablemente desde lo alto cuando se encontraba ataviada con sus mejores galas; y en todas estas ocasiones, cuando se investigaba lo ocurrido, no se encontraba a ningún responsable del ultraje. Topsy fue citada a comparecer ante todas las judicaturas domésticas una y otra vez; pero siempre soportaba sus interrogatorios con una inocencia de lo más edificante y una enorme gravedad de apariencia. Nadie tenía dudas sobre quién hacía las maldades; pero no se pudo encontrar ni la más mínima prueba para apoyar las sospechas y la señorita Ophelia era demasiado justa para tomar medidas sin ellas.

El momento de las travesuras cometidas era siempre tan bien escogido como para encubrir aun más a la agresora. Así los momentos de venganza contra Rosa y Jane, las dos camareras, siempre coincidían con temporadas en las que (como ocurría con no poca frecuencia) habían caído en desgracia con su ama, cuando naturalmente sus quejas eran recibidas con poca compasión. En resumen, Topsy tardó poco en hacer ver a los miembros de la casa que les convenía no meterse con ella, por lo que la dejaban en paz.

Topsy era lista y enérgica en los trabajos manuales y aprendía todo lo que se le enseñaba con sorprendente rapidez. Después de unas cuantas lecciones, aprendió a cumplimentar las convenciones del dormitorio de la señorita Ophefa de tal forma que esta dama no podía poner ningún reparo. No había manos mortales capaces de alisar las sábanas más perfectamente o colocar las almohadas con más exactitud o barrer, ordenar y quitar el polvo más irreprochablemente que las de Topsy, cuando quería -¡pero no quería muy a menudo! Si la señorita Ophelia, tras tres o cuatro días de cuidadosa supervisión, era tan confiada que suponía que Topsy había adoptado por fin sus maneras de hacer las cosas y que no necesitaba vigilancia y se marchaba para ocuparse de otro asunto, Topsy se entregaba a un verdadero carnaval de confusión durante una o dos horas. En vez de hacer la cama, se divertía quitando las fundas de las almohadas y lanzándose contra éstas hasta que su lanuda cabeza quedaba grotescamente adornada con plumas que se empinaban en todas direcciones; trepaba por los pilares de la cama para colgar boca abajo desde lo alto; esparcía las sábanas y las colchas por toda la habitación; vestía la almohada con el camisón de la señorita Ophelia y representaba varias escenas con ella, cantando y silbando y haciéndose muecas ante el espejo; en resumen, en palabras de la señorita Ophelia, «armaba las de Caín».

En una ocasión, la señorita Ophelia encontró a Topsy con su mejor chal de crespón rojo de la India envuelto en la cabeza a modo de turbante, ensayando ante el espejo con gran estilo; pues la señorita Ophelia, con un descuido poco habitual en ella, había dejado puesta la llave de su cajón.

– ¡Topsy! -decía, cuando se quedaba totalmente sin paciencia- ¿qué te hace actuar así?

– No sé, amita: Supongo que es por lo mala que soy.

– ¡No sé qué puedo hacer contigo, Topsy!

– Caramba, amita, debe usted azotarme; mi antigua ama me azotaba siempre. No estoy acostumbrada a trabajar si no me azotan.

– Pero, Topsy, no quiero azotarte. Puedes hacer las cosas bien si quieres; ¿por qué no quieres?

– Caramba, amita, estoy acostumbrada a las azotainas; supongo que me convienen.

La señorita Ophelia probó a aplicar la receta y Topsy armaba invariablemente una gran conmoción, chillando, gimiendo y suplicando, aunque media hora más tarde, apostada en algún saliente del balcón y rodeada por un rebaño de jóvenes admiradores, expresaba un desprecio absoluto de todo el asunto.

– ¡Caramba, cómo azota la señorita Feely! ¡Sus azotainas no matarían a un mosquito! Deberíais ver cómo mi antiguo amo me hacía volar la piel; ¡ése sí que sabía azotar!

Topsy siempre capitalizaba sus propios pecados y crímenes, ya que evidentemente los consideraba una señal de distinción.

– Caramba, negros -solía decir a su público-, ¿sabéis que sois todos unos pecadores? Pues lo sois, todo el mundo lo es. Los blancos también son pecadores, lo dice la señorita Feely; pero supongo que los negros somos peores, ¡pero ninguno de vosotros me llega a la suela de los zapatos! Soy tan mala que no hay nada que hacer conmigo. Tenía a mi antigua ama maldiciéndome casi todo el tiempo. Creo que soy la criatura más malvada del mundo y Topsy daba una voltereta y venía a caer sobre un nivel superior de la escalera, pavoneándose.

La señorita Ophelia trabajaba muy en serio los domingos para enseñarle catequesis a Topsy. Esta tenía una memoria verbal poco común y aprendía con una facilidad que animaba muchísimo a su profesora.

– ¿Qué provecho crees tú que va a sacarle? -preguntó St. Clare.

– Pues siempre ha sido provechoso para los niños. Es lo que deben aprender los niños, ya sabes -dijo la señorita Ophelia.

– Aunque no lo entiendan -dijo St. Clare.

– Bien, los niños nunca lo entienden al principio; pero cuando se hacen mayores, sí lo entienden.

– Yo no lo entiendo todavía -dijo St. Clare- aunque puedo dar fe de que me lo hiciste aprender a base de bien cuando era pequeño.

– Siempre has sido bueno para aprender, Augustine. Yo tenía grandes esperanzas puestas en ti -dijo la señorita Ophelia.

– ¿Y ya no las tienes? -preguntó St. Clare.

– Quisiera que fueras tan bueno como cuando eras un niño, Augustine.

– Yo también y es la pura verdad, prima -dijo St. Clare-. Bien, ve a catequizar a Topsy; quizás sirva para algo.

Topsy, que se había quedado quieta como una estatua negra durante esta conversación, con las manos cruzadas beatíficamente, a una señal de la señorita Ophelia prosiguió:

– «Nuestros primeros padres, dejados a su libre albedrío, cayeron del estado en el que los habían creado» -centellearon los ojos de Topsy, que puso expresión inquisitiva.

– ¿Qué pasa, Topsy? -preguntó la señorita Ophelia.

– Por favor, amita, ¿ése era el estado de Kentucky?

– ¿Qué estado, Topsy?

– El estado del que cayeron. Solía oírle decir al amo que procedíamos de Kentucky.

St. Clare se rió.

– Tendrás que darle una explicación o se la inventará -dijo-. Parece que aquí se sugiere la teoría de la emigración.

– ¡Ay, Augustine, cállate! -dijo la señorita Ophelia-; ¿Cómo voy a conseguir nada, si tú te burlas?

– Bien, no volveré a interrumpir tus lecciones, te lo prometo y St. Clare se llevó su periódico al salón, donde se sentó hasta que Topsy hubo acabado sus recitaciones. Estaban todas muy bien, pero de vez en cuando cambiaba de forma curiosa alguna palabra importante y persistía en su error, a pesar de todos los esfuerzos; y St. Clare, con todas sus promesas de portarse bien, se deleitaba maliciosamente con estos errores y llamaba a Topsy a su lado cuando tenía ganas de divertirse y la hacía repetir los pasajes ofensivos, haciendo caso omiso de las reconvenciones de la señorita Ophelia.

– ¿Cómo voy a hacer nada con la niña, si tú te comportas así, Augustine? -decía.

– Tienes razón; no lo volveré a hacer; ¡pero me encanta oír a la pequeña payasa dar traspiés con esas palabras largas!

– Pero la confirmas en el error.

– ¿Qué más da? Una palabra es tan buena como otra para ella.

– Tú querías que la educara bien; y debes recordar que es una criatura que razona y tener cuidado de cómo la influyes.

– ¡Ay, diantre! Es verdad; pero, como dice la misma Topsy, «¡soy tan malo!».

Más o menos de esta forma continuó la instrucción de Topsy durante un año o dos: la señorita Ophelia se preocupaba de ella a diario, como en una especie de enfermedad crónica, a cuyos achaques, con el tiempo, se acostumbró como se acostumbran las personas a la neuralgia o las jaquecas.

St. Clare se divertía de la misma manera con la niña que un hombre se divierte con los trucos de un loro o un perro perdiguero. Cada vez que sus pecados la hacían caer en desgracia con los demás, Topsy se refugiaba detrás de su sillón, y St. Clare, de una forma u otra, aplacaba los ánimos. Él le daba muchas monedas sueltas, y ella las gastaba en frutos secos y caramelos, que distribuía con despreocupada generosidad entre todos los niños de la casa; porque Topsy, en honor a la verdad, era bondadosa y desprendida y sólo era maliciosa en defensa propia. Ya está bien insertada en nuestro corps de ballet [37] y actuará, de vez en vez, cuando le toque el turno, con otros artistas.

Загрузка...