Vi el llanto de los oprimidos, sin tener quien los consuele; la violencia de sus verdugos, sin tener quien los vengue.

Eclesiastés 4,1 [54]


Tom tardó poco en familiarizarse con todo lo que podía esperar o temer de su nuevo estilo de vida. Era un trabajador experto y eficiente en todo lo que emprendía, y, tanto por costumbre como por principio, era puntual y cumplidor. Era tranquilo y pacífico por naturaleza, y esperaba evitar, con incesante diligencia, por lo menos parte de los males de su condición. Vio bastantes abusos y miserias para ponerse enfermo, pero decidió seguir adelante con paciencia religiosa, encomendándose a Aquél que juzga con probidad, sin perder del todo la esperanza de encontrar aún alguna vía de escape.

Legree observó en silencio los méritos de Tom. Lo consideraba un bracero de primera; sin embargo, sentía cierta an1tipatía secreta hacia él, la antipatía del malo por el bueno. Vio claramente que cuando dirigía su violencia y brutalidad, como ocurría a menudo, contra los desvalidos, Tom se percataba de ello, porque la opinión tiene una aureola tan sutil que se hace sentir sin necesidad de palabras; e incluso la opinión de un esclavo puede irritar a un amo. De muchas maneras Tom manifestaba una sensibilidad y una compasión hacia sus compañeros de fatigas que a éstos les resultaban extrañas y nuevas y que Legree vigilaba con recelo. Había comprado a Tom con la idea de convertirlo a la larga en una especie de supervisor a quien podría confiar sus negocios durante cortas ausencias, y, en su opinión, el primero, segundo y tercero de los requisitos para ese cargo eran la dureza. Legree decidió que, como Tom no era lo bastante duro, tendría que endurecerlo inmediatamente; así que cuando Tom llevaba unas semanas en el lugar, decidió iniciar dicho proceso.

Una mañana, cuando los braceros estaban reunidos para salir al campo, Tom observó con sorpresa a una persona recién llegada entre ellos, cuya apariencia despertó su atención. Era una mujer, alta y esbelta de formas, con unas manos y unos pies excepcionalmente delicados, y vestida con una ropa decente y respetable. Por su cara, debía tener entre treinta y cinco y cuarenta años; era una cara imposible de olvidar una vez vista, pues era uno de esos rostros que parecen transmitimos a primera vista la idea de una historia romántica, dolorosa y extraña. Tenía una frente alta y unas cejas muy bien delineadas. La nariz recta y bien formada, la boca de bellas proporciones y el grácil contorno de la cabeza y el cuello demostraban que debió de ser muy bella una vez; pero el rostro estaba profundamente surcado con arrugas de dolor y de orgulloso y amargo sufrimiento. El cutis era amarillento y enfermizo, las mejillas delgadas, las facciones afiladas y todo el cuerpo enjuto. Pero su rasgo más notable eran los ojos: tan grandes, tan profundamente negros, sombreados con unas largas pestañas igualmente oscuras y tan alocada y tristemente desesperados. Había fiero orgullo y desafio en cada línea del semblante, en cada curva de los labios flexibles y en cada movimiento del cuerpo; pero en los ojos se veía una honda y arraigada noche de angustia, una expresión tan desamparada y desvalida que contrastaba terriblemente con el desprecio y la altivez del resto de su porte.

Quién era o de dónde venía, Tom no lo sabía. Lo primero que supo fue que estaba allí caminando a su lado, erguida y orgullosa, a la luz grisácea del amanecer. Los de la cuadrilla sí la conocían, sin embargo; pues hubo muchas miradas y cabezas vueltas y un alborozo apreciable aunque reprimido entre las miserables criaturas andrajosas y hambrientas que la rodeaban.

– ¡Le ha tocado por fin… me alegro! -dijo uno.

– ¡Ji, ji, ji! -dijo otro-. ¡Ahora te vas a enterar, señorita!

– ¡Vamos a verla trabajar!

– Me pregunto si la azotarán por la noche, como a los demás.

– ¡A mí me gustaría que la zurrasen, ya lo creo! -dijo otro.

La mujer no hizo caso de estas provocaciones sino que siguió caminando con la misma expresión de airado desdén, como si no oyera nada. Tom siempre había vivido entre personas refinadas y cultivadas y se dio cuenta intuitivamente, por su porte y su presencia, de que ella pertenecía a esta clase; pero cómo o por qué había caído en unas circunstancias tan degradantes, no podía imaginar. La mujer ni lo miró ni le habló, aunque se mantuvo junto a él todo el camino hasta el campo.

Tom estaba pronto absorto con su trabajo, pero, como la mujer no estaba muy lejos de él, le echaba un vistazo de vez en cuando para ver cómo trabajaba. Vio enseguida que una destreza y una habilidad innatas le hacían más fácil la tarea a ella que a otros muchos. Recogía rápida y limpiamente y con un aire de displicencia, como si despreciara tanto el trabajo como la vergüenza y humillación de las circunstancias en las que se encontraba.

En el curso del día, Tom trabajaba cerca de la mujer mulata que había sido comprada en el mismo lote que él. Era evidente que sufría mucho, y Tom la oyó rezar muchas veces y la vio tambalearse y temblar, como si se fuera a desmoronar. Al aproximarse a ella, Tom trasladó discretamente varios puñados de algodón de su saco al de ella.

– ¡No lo hagas! -dijo la mujer, sorprendida-. ¡Te meterás en un lío!

En ese momento se acercó Sambo. Parecía tener una inquina especial contra esta mujer. Blandiendo el látigo, dijo con un tono brutal y gutural: -¿Qué pasa, Lucy? Perdiendo el tiempo,

Tom volvió a su tarea en silencio; pero la mujer, ya antes a punto de caer rendida, se desmayó.

– ¡Yo la haré volver en sí! -dijo el capataz con una sonrisa brutal-. ¡Yo le daré algo mejor que el alcanfor! -y sacando un alfiler de la manga de su chaqueta, lo hundió hasta la cabeza en su carne. La mujer gimió e hizo ademán de levantarse.

– ¡Levántate, pedazo de animal, y trabaja, o te enseñaré algún otro truco!

La mujer pareció estar infundida durante unos instantes de una fuerza sobrenatural, y trabajó con una energía desesperada.

A ver si sigues así -dijo el hombre-, o esta noche querrás estar muerta, seguro.

– ¡Ya quisiera! -Tom la oyó decir; y luego-: ¡Señor, cuánto tiempo! ¿Ay, Señor, por qué no nos ayudas?

A riesgo de lo que pudiera ocurrirle, Tom se adelantó de nuevo y trasladó todo el algodón de su saco al de la mujer.

– ¡No debes hacerlo! ¡No sabes lo que van a hacerte! -dijo la mujer.

– Lo puedo soportar -dijo Tom- mejor que tú y volvió a su puesto. Todo sucedió en un instante.

De repente la mujer desconocida que hemos descrito y que estaba trabajando lo bastante cerca como para oír las últimas palabras de Tom, alzó sus profundos ojos negros y los fijó en él durante un segundo; después cogió una porción de algodón de su cesta y la colocó en la de él.

– No sabes nada de este lugar -dijo- o no hubieras hecho eso. Cuando lleves un mes aquí, ya no ayudarás a nadie, pues te será bastante difícil cuidar de tu propio pellejo.

– ¡El Señor no lo quiera, señora! -dijo Tom, utilizando instintivamente con su compañera de trabajo el tratamiento respetuoso propio de las personas de alto rango con las que había vivido.

– El Señor no visita estas partes dijo amargamente la mujer, siguiendo con destreza su tarea; y una vez más la sonrisa desdeñosa se dibujó en su boca.

Pero el capataz había visto la acción de la mujer desde el otro lado del campo; se acercó a ella, chasqueando el látigo.

– Cómo, cómo? -dijo a la mujer con un aire de triunfo-. ¡TÚ, haciendo el tonto! Vamos, ya estás bajo mis órdenes. ¡Pórtate bien o te la vas a cargar!

Una mirada como un rayo salió despedida de aquellos ojos negros; dándose la vuelta, con los labios temblorosos y las aletas de la nariz dilatadas, se irguió y fijó los ojos, llameantes de furia y desprecio, en el capataz.

– ¡Perro! -dilo-. ¡Tócame a mí, si te atreves! ¡Todavía tengo el poder de hacer que te destrocen los perros, que te quemen vivo, que te azoten hasta casi matarte! ¡Sólo he de decir la palabra!

– Entonces, ¡.qué diablos haces aquí? -preguntó el hombre, evidentemente acobardado y retrocediendo hoscamente un paso o dos-. ¡No pretendía molestarla, señorita Cassy!

– ¡Manténte a distancia, entonces! -dijo la mujer. Y verdaderamente el hombre parecía tener muchas ganas de atender alguna cosa al otro extremo del campo, pues se dirigió allí deprisa.

La mujer volvió de pronto a su tarea y trabajó con una pericia que asombraba totalmente a Tom. Parecía moverse por arte de magia. Antes de acabar el día, tenía la cesta llena a rebosar y varias veces había puesto generosos puñados en la de Tom. Mucho después del crepúsculo, todo el cansado grupo, con las cestas en las cabezas, se enfilaron hacia el edificio destinado a almacenar y pesar el algodón. Legree estaba allí, conversando con los dos capataces.

– Ese Tom va a crear muchos problemas. Estuvo metiendo algodón en la cesta de Lucy todo el tiempo. Un día de éstos hará que los negros se sientan maltratados, si el amo no lo vigila -dijo Sambo.

– ¡Ajá! ¡Maldito negrazo! -dijo Legree-. Necesita que lo domemos, ¿eh, muchachos?

Los dos negros esbozaron una feísima mueca ante la insinuación.

– ¡Ay, ay, el amo Legree es único para la doma! ¡Ni el mismo diablo le ganaría al amo en esa tarea! -dijo Quimbo.

– Bien, muchachos, lo mejor es ponerle a él a dar las azotainas hasta que olvide esas nociones que tiene. ¡Ya lo domaré yo!

– ¡Caramba, al amo le costará trabajo cambiarle las ideas! -¡Pero las tendrá que cambiar! -dijo Legree, mascando el tabaco que tenía en la boca.

– Y esa Lucy, ¡es la zorra más irritante y fea de todo el lugar! -siguió Sambo.

– ¡Ten cuidado, Sambo o empezaré a preguntarme por qué le tienes tanto rencor a Lucy!

– Bien, usted sabe, amo, que se enfrentó a usted y no quiso juntarse conmigo cuando se lo ordenó.

– La hubiera obligado a latigazos -dijo Legree, escupiendo-, pero hay tanto trabajo que no parece buena idea trastornarla ahora. Es poca cosa, ¡pero estas chicas delgadas casi se dejan matar con tal de salirse con la suya!

– Pues Lucy estaba incordiando, haciendo el vago y enfurruñada, y no quería dar golpe, y Tom recogió algodón por ella.

– Conque sí, ¿eh? Pues entonces, Tom tendrá el placer de azotarla. Será buena práctica para él y no se excederá con la muchacha como vosotros, ¡demonios que sois!

– ¡Jo, jo, ja, ja! -se rieron los dos desgraciados renegridos y los sonidos diabólicos realmente parecían una expresión bastante apropiada de la naturaleza malévola que les adjudicaba Legree.

– Bien, pero, amo, entre Tom y la señorita Cassy llenaron la cesta de Lucy. Supongo que lo notaremos en el peso, amo.

Yo soy el que pesa -dijo Legree con énfasis.

Los dos capataces volvieron a soltar sus diabólicas carcajadas.

– Así que -añadió- la señorita Cassy cumplió con su jornada de trabajo.

– ¡Recoge como el diablo y todos sus ángeles!

– ¡Yo creo que los lleva a todos dentro! -dijo Legree, y, soltando un brutal juramento, entró en la sala de pesar.

Las criaturas agotadas y decaídas fueron entrando despacio a la sala y fueron presentando sus cestas de mala gana para que las pesaran.

Legree apuntaba las cantidades en una pizarra que llevaba pegada una lista de nombres.

La cesta de Tom fue pesada y aprobada, y él esperaba ansioso el éxito de la mujer a la que había ayudado. Tambaleándose por el cansancio, ella se adelantó y entregó la cesta. Cumplía bien el peso, como Legree vio claramente, pero fingió estar enfadado y dijo:

– ¿Qué pasa, bestia perezosa? Te falta peso de nuevo. Ponte a un lado, que te la vas a cargar enseguida.

La mujer soltó un gemido de total desesperación y se sentó sobre una tabla.

La persona a la que llamaban señorita Cassy se adelantó y entregó su cesta con un gesto arrogante y displicente. Al dejarla, Legree le miró a los ojos con una mirada burlona e inquisitiva.

Ella le dirigió fijamente sus negros ojos, movió ligeramente los labios y dijo alguna cosa en francés. Nadie sabía lo que significaba; pero el rostro de Legree adquirió una expresión absolutamente demoníaca al oír sus palabras; hizo ademán de levantar la mano para golpearla, gesto que ella contemplaba con un desdén furioso, antes de darse la vuelta para marcharse.

– Y ahora -dijo Legree- ven aquí, tú, Tom. Sabes que ya te dije que no te había comprado sólo para hacer el trabajo normal; pienso ascenderte a capataz, y esta noche es buen momento para que empieces a practicar. Así que llévate a esta muchacha y dale una paliza; ya lo has visto bastantes veces como para saber hacerlo.

– Le ruego al amo -dijo Tom- que no me obligue a hacer eso. No estoy acostumbrado… nunca lo he hecho… ¡No puedo, es imposible!

– Vas a aprender a hacer muchas cosas que no sabías antes de que yo acabe contigo -dijo Legree, cogiendo un látigo de cuero y golpeando fuertemente a Tom en la mejilla, siguiendo después con una tunda de golpes.

– ¡Ya está! -dijo, deteniéndose para descansar-. ¿ahora me seguirás diciendo que no puedes hacerlo?

– Si, amo -dijo Tom, levantando la mano para apartar la sangre que resbalaba por su cara-. Estoy dispuesto a trabajar noche y día mientras me quede vida y aliento, pero no me parece bien hacer eso, amo, y nunca lo haré, nunca.

Tom tenía una voz extraordinariamente suave y dulce y unos modales siempre respetuosos, lo que había hecho creer a Legree que sería cobarde y fácil de someter. Cuando dijo estas últimas palabras, un estremecimiento de asombro los sacudió a todos; la pobre mujer juntó las manos y dijo: «¡Oh, Señor!» y todos se miraban unos a otros y contuvieron el aliento como preparándose para la tormenta que había de estallar.

Legree se quedó estupefacto y confuso, pero finalmente espetó:

– ¡Maldita bestia negra! ¡Me dices a mí que no te parece bien hacer lo que yo te ordeno! ¿Qué derecho tenéis cualquiera de mi ganado a pensar lo que está bien? ¡No pienso tolerarlo! ¿Pero qué os creéis que sois? ¡A lo mejor te crees que eres un caballero, Tom, que puedes decir a tu amo lo que está bien y lo que no! ¡Así que a ti te parece que está mal azotar a la muchacha!

– Yo creo que sí, amo -dijo Tom-; la pobre criatura está enferma y débil; sería una crueldad y yo no lo haré nunca. Amo, si piensa usted matarme, máteme; pero nunca levantaré la mano contra ninguno de los presentes; ¡antes moriré!

Tom hablaba con voz tranquila, pero con una decisión inconfundible. Legree temblaba de ira; sus ojos verdosos fulguraban con furia y hasta su bigote parecía rizarse de rabia; pero, como una bestia feroz que juega con su presa antes de devorarla, reprimió el fuerte impulso de infligir violencia inmediata y dijo con amarga burla:

– ¡Vaya, vaya, aquí tenemos un perro beato de verdad, venido entre nosotros pecadores! ¡Un santo, nada menos que un caballero, para hablarnos a los pecadores de nuestros pecados! ¡Debe de ser un hombre muy piadoso! ¡Eh, sinvergüenza!, que te haces el beato, ¿no has leído en la Biblia: «Sirvientes, obedeced a vuestros amos»? ¿Y no soy yo tu amo? ¿No he pagado mil doscientos dólares en efectivo por todo lo que hay dentro de esa maldita cáscara negra? ¿No eres mío ahora, cuerpo y alma? -dijo asestándole a Tom una patada violenta con su bota-. ¡Contéstame!

En la profundidad misma del sufrimiento fisico, encorvado como estaba por la brutal opresión, a Tom esta pregunta le llenó el alma con un destello de júbilo y triunfo. Se irguió de pronto y miró gravemente al cielo, mientras se entremezclaban las lágrimas y la sangre que chorreaban por su rostro, y exclamó:

– ¡No, no, no! ¡Mi alma no le pertenece, amo! ¡No la ha comprado, ni puede comprarla! Ya la ha comprado y se la guarda Uno que puede quedársela. ¡No importa, no importa, a mí no me puede usted hacer daño!

– ¡Que no puedo! -dijo Legree con escarnio-. ¡Ya lo veremos, ya lo veremos! ¡Vosotros, Sambo, Quimbo, pegadle a este perro una paliza de la que no se recupere en un mes!

Los dos negros gigantescos que agarraron a Tom en ese momento con una expresión de diabólico alborozo en sus semblantes podían encarnar con bastante rigor las fuerzas de las tinieblas. La pobre mujer chillaba de aprensión y todos se levantaron, como de común acuerdo, mientras lo arrastraban fuera sin que opusiera resistencia.

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