Al acabar la tarde había un suave bullicio en casa de los cuáqueros. Rachel Halliday iba tranquilamente de un sitio a otro, cogiendo de sus reservas caseras suministros que abultaran lo menos posible para proveer a los viajeros que habían de partir aquella noche. Las sombras vespertinas se extendían hacia el este y el rojo y redondo sol estaba posado amablemente sobre el horizonte iluminando con sus haces dorados y sosegados el dormitorio donde se encontraban sentados George y su esposa. Él tenía a su hijo sobre las rodillas y a su mujer cogida de la mano. Ambos tenían una expresión pensativa y seria y huellas de lágrimas en las mejillas. -Sí, Eliza -dijo George-, sé que es verdad todo lo que dices. Eres una buena persona, mucho mejor que yo, e intentaré hacer lo que dices. Intentaré portarme como debe hacerlo un hombre libre. Intentaré sentirme cristiano. Dios Todopoderoso sabe que he intentado hacer bien las cosas, que lo he intentado mucho, cuando lo tenía todo en contra: ahora olvidaré el pasado, desecharé todos los malos sentimientos, leeré la Biblia y aprenderé a ser un hombre bueno.
– Y cuando lleguemos a Canadá -dijo Eliza-, podré ayudarte. Puedo hacerme modista; y sé mucho de lavar y Planchar las prendas finas; entre los dos sabremos salir adelante.
– Sí, Eliza, siempre que nos tengamos el uno al otro y a nuestro hijo. ¡Ay, Eliza, si supiera esta gente la bendición que supone que un hombre sienta que su esposa y su hijo le pertenecen a el! A menudo me ha sorprendido observar cómo se preocupaban de otras cosas hombres que podían decir que sus esposas e hijos eran suyos. La verdad es que me siento rico y fuerte aunque no poseamos más que las manos desnudas. Me siento incapaz de pedirle más a Dios. Sí, aunque he trabajado mucho todos los días hasta los veinticinco años y no tengo ni un centavo, ni techo sobre la cabeza, ni un terruño propio, si ahora me dejan en paz, me sentiré satisfecho, agradecido incluso; trabajaré y te mandaré dinero para ti y para mi hijo. En cuanto a mi antiguo amo, ha cobrado más de cinco veces lo que haya podido pagar por mí. No le debo nada.
– Pero aún no estamos fuera de peligro del todo -dijo Eliza-; aún no estamos en Canadá.
– Es verdad -dijo George-, pero me parece que huelo el aire libre y me hace sentir fuerte.
En este momento se oyeron voces conversando enérgicamente en la habitación contigua y poco después se oyó una llamada a la puerta. Eliza se levantó para abrirla.
Simeon Halliday estaba allí y le acompañaba un hermano cuáquero, que presentó como Phineas Fletcher. Phineas era alto, delgado y pelirrojo, con una expresión de perspicacia y astucia. No compartía el aire plácido, sosegado y espiritual de Simeon Halliday; al contrario, tenía un aspecto muy despierto y au fait [25], como un hombre que se enorgullece de saber lo que se hace y se mantiene siempre a la expectativa, idiosincrasias que casaban mal con su sombrero de ala ancha y su lenguaje formal.
– Nuestro amigo Phineas ha descubierto una cosa de interés para ti y los tuyos, George -dijo Simeon-; te conviene escucharlo.
– Es verdad -dijo Phineas- y demuestra lo útil que es dormir con un oído siempre abierto en ciertos sitios, como he dicho siempre. Anoche me detuve en una pequeña taberna solitaria en la carretera. ¿Te acuerdas tú del lugar, Simeon, donde vendimos manzanas el año pasado a una mujer gorda con grandes pendientes? Bien, pues estaba cansado de tanto caminar, así que, después de cenar, me tumbé sobre un montón de bolsas en un rincón y me tapé con una piel de búfalo, esperando a que me preparasen la cama; y dio la casualidad que me quedé dormido.
– ¿Con un oído abierto, Phineas? -preguntó tranquilamente Simeon.
– No; me dormí, oídos y todo, como un tronco durante un par de horas, porque estaba muy cansado; pero cuando me desperté un momento, vi que había algunos hombres en la habitación, sentados alrededor de una mesa, bebiendo y hablando; y decidí, antes de presentarme a ellos, ver lo que tramaban, ya que les oí decir algo sobre los cuáqueros. «De modo que», dijo uno de ellos, «están en la colonia cuáquera, sin duda», dijo. Entonces escuché con los dos oídos, y me di cuenta de que hablaban de vosotros. Así que me quedé tumbado y les escuché hacer todos sus planes. A este joven, decían, lo iban a enviar de vuelta a Kentucky a su amo, que iba a infligirle un castigo ejemplar para evitar que se escaparan otros negros; y dos de ellos iban a llevar a su esposa a Nueva Orleáns para venderla por cuenta propia, y calculaban que sacarían unos mil seiscientos o mil ochocientos dólares por ella; y el niño, según dijeron, era para un tratante que lo había comprado; y luego estaban Jim y su madre, que serían devueltos a sus amos de Kentucky. Dijeron que había dos alguaciles en un pueblo un poco más adelante que iban a ir con ellos a arrestarlos y que la mujer tendría que comparecer ante un juez; y uno de los individuos, que es pequeño y bien hablado, iba a jurar que era de su propiedad para que se la entregaran para llevarla al sur. Tienen una idea bastante clara de la ruta que vamos a seguir esta noche, y seis u ocho de ellos nos perseguirán. Así, pues, ¿qué vamos a hacer?
Después de esta comunicación, los miembros del grupo, que habían adoptado diferentes posturas, merecían que les retrataran. Rachel Halliday, que había apartado las manos de una hornada de galletas al oír las noticias, las mantenía levantadas y manchadas de harina, con una expresión de grave preocupación en el rostro. Simeon tenía un aspecto profundamente pensativo. Eliza había rodeado a su marido con los brazos y lo contemplaba. George tenía los puños apretados y los ojos llameantes, y tenía el aspecto que tendría cualquier hombre al que fueran a vender a la esposa en una subasta y al hijo a un tratante, todo bajo el amparo de las leyes de una nación cristiana.
– ¿Qué hacemos, George? -preguntó Eliza desmayada.
– Sé lo que voy a hacer yo -dijo George, entrando en la pequeña habitación, donde se puso a examinar unas pistolas.
– ¡Ay, ay! -dijo Phineas a Simeon con un movimiento de cabeza-. ¿Ves, Simeon, lo que va a pasar?
– Ya veo -dijo Simeon con un suspiro-. Espero que no llegue a tanto.
– No quiero que se involucre nadie conmigo o por mi culpa -dijo George-. Si puede prestarme su vehículo y darme direcciones, iré solo al próximo puesto. Jim es fuerte como un gigante y valiente como la muerte y la desesperación, y yo también.
– Bien, amigo -dijo Phineas-, pero aun así, vas a necesitar a un conductor. Ya sabes que te dejaremos, encantados, que pelees tú sólo, pero hay un par de cosas que sé yo de la carretera que no sabes tú.
– Pero no quiero implicarle -dijo George.
– ¡Implicarme! -dijo Phineas, con una curiosa expresión aguda en la cara-. Cuando llegues a implicarme, házmelo saber.
– Phineas es un hombre sabio y hábil -dijo Simeon-. Harás bien, George, si te dejas guiar por su juicio y -añadió, poniendo la mano amablemente en el hombro de George y señalando las pistolas- no te precipites con éstas; la sangre joven es caliente.
– No atacaré a ningún hombre elijo George-. Todo lo que le pido a este país es que me deje en paz, y yo me iré pacíficamente; pero -hizo una pausa y se oscureció su ceño y se torció su rostro- han vendido a una hermana mía en el mercado de Nueva Orleans. Sé para qué las venden, y ¿me voy a quedar quieto para ver cómo se llevan a mi esposa para venderla, si Dios me ha dado un par de fuertes brazos para defenderla? ¡No, que Dios me ayude! Lucharé hasta el último aliento, antes de dejar que se lleven a mi esposa y a mi hijo. ¿Me culpan ustedes?
– Ningún hombre puede culparte, George. La carne y la sangre humanas no pueden actuar de otra forma -dijo Simeon-. Desdichado es el mundo por culpa de las ofensas, pero desdichados sean los que las causan.
– ¿Incluso tú harías lo mismo, en mi lugar?
– Ruego a Dios que no me ponga a prueba -dijo Simeon-; la carne es débil.
– Creo que mi carne sería lo bastante fuerte, en semejantes circunstancias -dijo Phineas, extendiendo los brazos como si fueran las aspas de un molino de viento-. No estoy seguro, amigo George, de que no te sujetaría a un tipo si tú tuvieses alguna cuenta pendiente con él.
– Si el hombre está justificado alguna vez a resistirse al mal -dijo Simeon-, entonces George debería sentirse libre para hacerlo ahora; pero los maestros de nuestro pueblo enseñaban un camino mejor; pues la ira del hombre no logra la justicia de Dios, sino que hace mucho daño a la voluntad corrupta del hombre y nadie puede recibirla salvo aquél a quien Él se la da. ¡Roguemos al Señor que no nos sintamos tentados!
– Ya ruego yo -dijo Phineas-, pero si nos sentimos tentados, ¡pues que anden con ojo, eso es todo!
– Está claro que no naciste entre nosotros -dijo Simeon con una sonrisa-. Tu antigua naturaleza sigue bastante fuerte dentro de ti.
A decir verdad, Phineas había sido un rústico espontáneo y viril y un entusiasta cazador de gamos con muy buena puntería; pero después de hacerle la corte a una guapa cuáquera, la fuerza de los encantos de ésta le instó a apuntarse en la sociedad más cercana a su casa; y aunque era un miembro honrado, sobrio y cumplidor y nadie tenía nada que decir en su contra, los más místicos de entre ellos no podían menos que observar una gran falta de celo en su desenvolvimiento.
– El amigo Phineas siempre será muy suyo -dijo sonriente Rachel Halliday-; pero todos estamos convencidos de que es un hombre cabal.
– Bien -dijo George-, ¿no deberíamos apresurarnos a huir?
– Yo me he levantado a las cuatro y me he venido a toda prisa, llevándoles dos o tres horas de ventaja por lo menos, si salen a la hora que tenían prevista. No será seguro salir antes del anochecer, en todo caso; pues hay personas malvadas en los pueblos del camino que podrían meterse con nosotros si ven nuestro carro y eso nos atrasaría más que la espera. Sin embargo, en un par de horas creo que podremos partir. Iré a hablar con Michael Cross para pedir que nos siga montado en su rápido penco para vigilar la carretera y avisamos si se acerca un grupo de hombres. El caballo de Michael es más veloz que la mayoría y si hay peligro, podrá adelantarse rápidamente para advertimos. Ahora voy a decir a Jim y a la anciana que se preparen ellos y el caballo. Les sacamos una buena ventaja y tenemos muchas posibilidades de llegar al puesto antes de que nos alcancen. Así que ánimo, amigo George, que éste no es el primer roce feo que tengo con tu gente -dijo Phineas cerrando la puerta.
– Phineas es bastante astuto -dijo Simeon-. Él te cuidará lo mejor posible, George.
– Lo único que siento -dijo George- es el riesgo que corren ustedes.
– Nos harás el favor, amigo George, de no decir ni una palabra más sobre eso. Lo que hacemos es lo que nos manda hacer la conciencia; no podemos hacer otra cosa. Ahora, madre -dijo, volviéndose hacia Rachel-, apresúrate en los preparativos para estos amigos, pues no debemos dejar que se marchen hambrientos.
Y mientras Rachel y sus hijos se pusieron a hornear tortas de maíz y asar jamón y pollo y se precipitaron a preparar los demás ingredientes de la cena, George y su esposa se quedaron sentados en su pequeño cuarto uno en brazos del otro, absortos en el tipo de conversación que pueden compartir un marido y una mujer cuando saben que al cabo de unas horas pueden separarse para siempre.
– Eliza -dijo George-, las personas que tienen amigos y casas y tierras y dinero y todas esas cosas no pueden quererse como nosotros, que no nos tenemos más que el uno al otro. Hasta que te conocí, Eliza, ningún ser me había querido, con la excepción de mi pobre madre y mi desafortunada hermana. Vi a la pobre Emily la mañana que se la llevó el tratante. Se aproximó al rincón donde yo dormía y me dijo: «Pobre George, se marcha tu última amiga. ¿Qué será de ti, pobre muchacho?» Y me levanté y le eché los brazos al cuello y lloré y sollocé, y ella también lloró; y ésas fueron las últimas palabras amables que oí en diez largos años; tenía el corazón marchito y seco como la ceniza cuando te conocí a ti. El que tú me quisieras ¡era casi como hacerme volver de la muerte! Desde entonces soy un hombre diferente. Y ahora, Eliza, daré la última gota de mi sangre pero no permitiré que te separen de mi lado. El que se te lleve será por encima de mi cadáver.
– ¡Ay, que Dios se apiade de nosotros! -dijo Eliza, sollozando-. Si Él nos deja salir juntos del país, es lo único que queremos.
– ¿Está Dios de parte de ellos? -preguntó George, menos a su esposa que como desahogo de tan amargos pensamientos-. ¿El ve todo lo que hacen ellos? ¿Por qué permite que ocurran semejantes cosas? Y nos dicen que la Biblia está de su parte; desde luego todo el poder lo está. Son ricos y sanos y felices; pertenecen a las iglesias y tienen esperanzas de ir al cielo; lo tienen todo tan fácil en este mundo, salen siempre con la suya; y los cristianos buenos, honrados y fieles, tan buenos o mejores cristianos que ellos, yacen en el polvo bajo sus pies. Los compran y los venden y comercian con su sangre y su llanto y sus lágrimas y Dios se lo permite.
– Amigo George -dijo Simeon desde la cocina-, escucha este salmo, que te puede animar.
George aproximó su silla a la puerta y Eliza se enjugó las lágrimas y se acercó también a escuchar a Simeon, que leyó lo siguiente:
Por poco mis pies se me extravían, nada faltó para que mis -«pasos resbalaran, celoso como estaba de los arrogantes, al ver la paz de los impíos. No, no hay congojas para ellos, sano y rollizo está su cuerpo, no comparten la pena de los hombres, con los humanos no son atribulados como los otros hombres. Por eso el orgullo es su collar, la violencia el vestido que los cubre; la malicia les cunde de la grasa, de artimañas su corazón desborda. Se sonríen, pregonan la maldad, hablan altivamente de violencia; ponen en el cielo su boca, y su lengua se pasea por la tierra. Por eso mi pueblo va hacia ellos: aguas de abundancia les llegan. Dicen: "¿Cómo va a saber Dios? ¿Hay conocimiento en el Altísimo?"» ¿No te sientes así, George?
– Desde luego que sí -dijo George-, yo mismo no lo hubiese expresado mejor.
– Entonces escucha -dijo Simeon-: «Me puse, pues, a pensar para entenderlo, ¡ardua tarea ante mis ojos! Hasta el día en que entré en los divinos santuarios donde su destino comprendí: oh sí, tú en precipicios los colocas, a la ruina los empujas. ¡Ah qué pronto quedan hechos un horror, cómo desaparecen sumidos en pavores! Como en un sueño al despertar, Señor, así, cuando te alzas, desprecias tú su imagen. Pero a mí, que estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado; me guiarás en tu consejo, y tras la gloria me llevarás. Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor» [26].
Las palabras sobre la confianza en Dios, pronunciadas por el afectuoso anciano, cayeron como música celestial sobre el espíritu doliente y atormentado de George, cuyas bellas facciones tenían una expresión apacible y sosegada cuando terminó.
– Si este mundo fuese lo único que hay, George -dijo Simeon-, bien podrías preguntarte dónde está el Señor. Pero a menudo los que menos tienen en esta vida son los que elige Él para su reino. Confía en Él y ocurra lo que ocurra en este mundo, lo subsanará Él en el más allá.
Si estas palabras hubieran sido dichas por algún predicador pagado de sí mismo, cuya boca las hubiera pronunciado como una retahíla pía y retórica, apropiada para emplearse con las personas angustiadas, quizás no hubieran tenido mucho éxito; pero al proceder de uno que se arriesgaba diariamente a que lo multasen o encarcelasen por servir a Dios y al hombre, tenían un peso que no se podía menos que sentir, y a los dos pobres fugitivos afligidos les infundió tranquilidad y fuerza.
Rachel cogió cariñosamente a Eliza de la mano para llevarla a la mesa a cenar. Al sentarse, se oyó una suave llamada a la puerta y entró Ruth.
– He venido sólo con estos calcetines para el muchacho -dijo-, tres pares de buenos calcetines calentitos de lana. Hará tanto frío en Canadá, ¿sabes? ¿Sigues con buen ánimo, Eliza? -añadió, corriendo al otro lado de la mesa para cogerle cálidamente la mano y deslizarle una torta de semillas a Harry en la mano-. Le he traído un paquetito de éstas -dijo, tirando de su faltriquera para sacarlo-. Ya sabéis que los niños siempre están comiendo.
– Muchas gracias, es usted muy amable -dijo Eliza.
– Vamos, Ruth, siéntate a cenar -dijo Rachel.
– No puedo. He dejado a John con el niño y algunas galletas en el homo; no puedo quedarme más que un momento o John me quemará las galletas y le dará al niño todo el azúcar del azucarero. Así lo hace siempre -dijo, riéndose, la pequeña cuáquera-. Así que adiós, Eliza, adiós, George; que el Señor os proteja en vuestro viaje -y salió Ruth de la casa con pasitos rápidos.
Un rato después de la cena, se detuvo en la puerta un gran carretón cubierto; las estrellas iluminaban la noche. Phineas bajó del pescante de un brinco para acomodar a los pasajeros. Salió George por la puerta con su esposa de un brazo y su hijo del otro. Sus pasos eran firmes, su rostro decidido y resuelto. Rachel y Simeon salieron tras ellos.
– Apeaos un momento -dijo Phineas a los que estaban dentro- para que arregle la parte de atrás del carro para las mujeres y el niño.
– Aquí tenéis dos pieles de búfalo -dijo Rachel- para que los asientos sean lo más cómodos posible; es duro viajar toda la noche.
Primero salió Jim y ayudó a apearse a su anciana madre, que le agarraba del brazo y miraba alrededor ansiosa como si esperase ver a sus perseguidores en cualquier momento.
– Jim, ¿tienes las pistolas a punto? -preguntó George con una voz baja y firme.
– Por supuesto -dijo Jim.
– ¿Y no dudarás en actuar si vienen?
– Creo que no -dijo Jim, descubriendo su amplio pecho al respirar hondo-. ¿Crees que voy a permitir que vuelvan a coger a mi madre?
Durante este breve coloquio, Eliza se despidió de su bondadosa amiga Rachel. Simeon la ayudó a subirse al carro y se deslizó hacia la parte de atrás con su hijo, sentándose entre las pieles de búfalo. Después ayudaron a subirse y a sentarse a la anciana, se colocaron George y Jim en un burdo asiento de madera delante de ellos y Phineas se subió al pescante.
– Adiós, amigos dijo Simeon desde fuera.
– ¡Que Dios os bendiga! -contestaron todos desde dentro.
Y partió el carretón, traqueteando y sacudiéndose por la carretera helada.
No había oportunidad de conversar por culpa de la escabrosidad de la carretera y el ruido de las ruedas. Por lo tanto el vehículo siguió su camino a través de largas extensiones de bosque oscuro, amplias y monótonas llanuras, subiendo colinas, bajando valles, milla tras milla, hora tras hora. El niño se durmió enseguida y se quedó echado en el regazo de su madre. La pobre anciana asustada olvidó por fin sus temores, y, al avanzar la noche, incluso a Eliza se le cerraron los ojos a pesar de todas sus ansiedades. Phineas parecía ser el más espabilado del grupo y aliviaba el largo camino silbando unas melodías muy poco típicas de un cuáquero.
Pero alrededor de las tres el oído de George captó el chacoloteo apresurado y decidido de los cascos de un caballo a cierta distancia de ellos y dio un codazo a Phineas. Phineas detuvo los caballos para escuchar.
– Debe de ser Michael -dijo-; creo reconocer el sonido de su galope y se levantó para mirar ansiosamente atrás. Vislumbraron en lontananza a un hombre cabalgando velozmente en lo alto de una colina.
– ¡Allí está, ya lo creo! -dijo Phineas. Antes de darse cuenta de lo que hacían, George y Jim habían saltado del carro. Todos se quedaron muy callados, las caras vueltas hacia el mensajero que esperaban. Este se acercaba. Bajó a un valle, donde no lo podían ver; pero oían cada vez más cerca el traqueteo rápido y estridente; por fin lo vieron aparecer por una loma, al alcance de la voz.
– ¡Sí, es Michael! -dijo Phineas; luego elevó la voz y gritó-: ¡Hola, Michael!
– Phineas, ¿eres tú?
– Sí; ¿qué noticias hay? ¿Vienen?
– Pisándonos los talones, ocho o diez hombres, atiborrados de coñac, maldiciendo y echando espuma como lobos salvajes.
Y, mientras hablaba, el viento les llevó el tenue sonido de caballos que se les acercaban al galope.
– Subid, subid rápido, muchachos -dijo Phineas-. Si tenéis que pelear, esperad a que os lleve un poquito más adelante -al oírlo, subieron ambos hombres. Phineas azotó a los caballos para meterles prisa y Michael cabalgó junto a ellos. El carretón traqueteaba, saltaba, casi volaba por el camino helado; pero les llegaba cada vez más nítido el sonido de los jinetes que los perseguían. Lo oyeron las mujeres y, cuando miraron ansiosamente, vieron a lo lejos, en la cima de una colina, a un grupo de hombres que se destacaba contra el cielo veteado de rojo por la aurora. Después, otra colina, y era evidente que sus perseguidores habían visto su carro, cuyo toldo blanco resaltaba a gran distancia, y el viento les transportó un alarido de feroz triunfo. Eliza desfalleció y abrazó a su hijo más fuertemente contra su pecho; la anciana rezaba y gimoteaba y George y Jim agarraban sus pistolas con desesperación. Los perseguidores los alcanzaron rápidamente; el carro giró de pronto y se detuvo junto a una escarpada roca que se erguía sobre un cerro aislado que se alzaba con otras rocas en medio de un amplio claro despejado y plano. Esta pila o cordillera de rocas aisladas se recortaba negra y pesada contra el luminoso cielo del amanecer y parecía ofrecer asilo y protección. Era un lugar que Phineas conocía bien desde sus días de cazador; de hecho, había forzado a los caballos para que alcanzaran este paradero.
– ¡Vamos a ello! -dijo, deteniendo los caballos y saltando desde el pescante a tierra-. Salid todos como un rayo, y subamos a estas rocas. Michael, ata el caballo al carro, condúcelo a casa de Amariah y pídele que venga con sus muchachos a hablar con estos tipos.
Salieron como un rayo del carro.
Vamos -dijo Phineas cogiendo a Harry- atended a las mujeres entre todos; y corred como jamás hayáis corrido.
No necesitaron más estímulo. En un santiamén habían traspasado la valla todos y se dirigían a toda velocidad hacia las rocas, mientras Michael se lanzó desde su caballo, ató la brida al carro y se lo llevó rápidamente.
Vamos más adelante -dijo Phineas cuando alcanzaron las rocas; se veían a la luz entremezclada de las estrellas y el amanecer las huellas de un burdo pero bien delineado sendero que se abría paso entre las rocas-; es uno de nuestros antiguos chozos de caza. ¡Vámonos!
Phineas iba delante, saltando como una cabra por los riscos con el niño en brazos. Le seguía Jim, llevando a su temblorosa madre al hombro, y George y Eliza iban los últimos. El grupo de jinetes llegó a la valla y, entre gritos y juramentos, empezaron a desmontar y se dispusieron a seguirlos. Después de unos minutos de escalada, alcanzaron el saliente, donde el sendero se metió por un desfiladero, por el que tuvieron que pasar de uno en uno, hasta que llegaron a una hendidura o grieta de más de una yarda de anchura, al otro lado de la cual yacía un montón de rocas, separadas del resto del saliente y alcanzando treinta pies de altura, con muros altos y perpendiculares como los de un castillo. Phineas saltó la grieta sin dificultad y sentó al niño sobre un suave lecho de crujiente musgo blanco que cubría la superficie de la roca.
– ¡Cruzad! -gritó-. ¡Saltad de una vez, que vuestra vida depende de ello! decía, mientras fueron pasando uno tras otro. Varios fragmentos de piedra formaban una especie de parapeto que les ocultaba a la vista de los de más abajo.
– Bien, aquí estamos todos -dijo Phineas, asomándose al parapeto para ver a los asaltantes, que trepaban alborotados por las rocas-. ¡Que nos cojan si pueden! Los que vengan aquí tendrán que pasar en fila india entre aquellas dos rocas, bien al alcance de vuestras pistolas, muchachos, ¿lo veis?
– Sí, lo veo -dijo George-, y ahora, como es asunto nuestro, déjenos que nos arriesguemos y que peleemos nosotros.
– Estaré encantado de permitiros pelear solos, George -dijo Phineas, masticando unas hojas de gaultería mientras hablaba-, pero puedo divertirme mirando, supongo. Pero mirad, estos tipos están discutiendo y mirando como gallinas a punto de posarse en la percha. ¿No deberíais advertirles, antes de que suban, para que sepan lo fácil que os será dispararles si lo hacen?
El grupo de abajo, más visible ahora a la luz del amanecer, consistía en nuestros viejos conocidos Tom Loker y Marks, junto con dos alguaciles y un posse comítatus [27], constituido por todos los camorristas de la última taberna a los que podía tentar un poco de coñac para que participaran en la diversión de ir a atrapar a unos cuantos negros.
– Bien, Tom, ya tenemos prácticamente atrapados a tus mapaches.
– Sí, los he visto subir por ahí -dijo Tom- y aquí está el sendero. Estoy por subir directamente. No les será fácil bajar y podremos sacarlos en un periquete.
– Pero, Tom, podrían dispararnos desde detrás de las rocas -dijo Marks-. La cosa podría ponerse fea.
– ¡Bah! -dijo Tom con escarnio-. Siempre quieres salvar el pellejo, Marks. No hay peligro. Los negros están siempre demasiado asustados.
– No sé por que no voy a querer salvar el pellejo -dijo Marks-. Es el único que tengo; y a veces los negros pelean como demonios.
En este momento apareció George en lo alto de una roca por encima de ellos y, hablando con voz tranquila y clara, dijo:
– Caballeros, ¿quiénes son ustedes y qué desean?
– Queremos a una cuadrilla de negros fugados -dijo Tom Loker-. Un tal George Harris y Eliza Harris y su hijo, y Jim Selden y una anciana. Traemos a los alguaciles y una orden de arresto; y nos los vamos a llevar, ¿me oyes? ¿No eres tú George Harris, propiedad del señor Harris del condado de Shelby en Kentucky?
– Soy George Harris. Un tal señor Harris de Kentucky solía llamarme propiedad suya. Pero ahora soy un hombre libre sobre la tierra libre de Dios, y reclamo a mi esposa y a mi hijo como míos. Jim y su madre también están aquí. Tenemos armas para defendemos y pensamos usarlas. Podéis subir, si queréis; pero el primero que se ponga al alcance de nuestras balas es un hombre muerto, y el siguiente, y el siguiente y todos hasta que no quede ninguno.
– ¡Vamos, vamos! -dijo un hombre bajito y rechoncho, adelantándose y sonándose la nariz al mismo tiempo-. Joven, no deberías hablar de esa forma. Verás, nosotros somos oficiales de la justicia. Tenemos la ley y el poder y todo lo demás de nuestra parte, así que será mejor que os rindáis pacíficamente, porque al final no tendréis más remedio que entregaros.
– Sé muy bien que tenéis la ley y el poder de vuestra parte -dijo amargamente George-. Pensáis coger a mi esposa para venderla en Nueva Orleáns, colocar a mi hijo en el corral de un tratante como si fuese un ternero y devolver a la madre de Jim al bruto que la azotó y maltrató antes cuando no pudo maltratar a su hijo. Queréis mandar a Jim y a mí de vuelta para que nos azoten y torturen y nos pisoteen bajo sus botas los que vosotros llamáis amos; y vuestras leyes os apoyan, lo que es una vergüenza para ellas y para vosotros. Pero no nos tenéis. Nosotros no reconocemos vuestras leyes; no reconocemos vuestro país; estamos aquí de pie, tan libres bajo el cielo del Señor como lo sois vosotros; y juro por el gran Dios que nos creó que lucharemos por nuestra libertad hasta la muerte.
George estaba a la vista de todos encima de la roca mientras hacía su declaración de independencia; el resplandor de la aurora teñía con un rubor sus mejillas oscuras y la amarga indignación y la ira prendían fuego a sus ojos negros; tenía la mano alzada hacia el cielo mientras hablaba como si apelara a la justicia de Dios para el hombre.
Si hubiera sido un joven húngaro defendiendo valientemente en alguna plaza fuerte de las montañas la salida de fugitivos que se escapaban de Austria para huir a América, hubiese sido de un heroísmo sublime; pero como se trataba de un joven de ascendencia africana defendiendo la salida de fugitivos de América a Canadá, es natural que nos mostremos demasiado instruidos y patrióticos para apreciar el heroísmo de la situación; y si lo hace alguno de nuestros lectores, debe hacerlo bajo su propia responsabilidad. Cuando los desesperados fugitivos húngaros consiguen llegar a Áménca, a pesar de las autoridades y todas las órdenes de arresto de su legítimo gobierno, la prensa y los representantes políticos les aplauden y les dan la bienvenida [28]. Cuando los desesperados fugitivos africanos hacen lo propio, es… ¿pero qué es?
Sea como sea, lo cierto es que la actitud, la mirada, la voz y la manera de ser del orador dejaron sin habla a los miembros del grupo durante un momento. Hay algo en la valentía y la resolución que hace callar hasta a la naturaleza más bruta durante un rato. Marks era el único al que no le hizo ningún efecto. Amartilló pausadamente su pistola y, en el silencio momentáneo que siguió al discurso de George, le disparó.
– Es que dan lo mismo por él muerto que vivo en Kentucky-dijo fríamente, mientras se limpiaba la pistola con la manga de la chaqueta.
George saltó hacia atrás… Eliza gritó… la bala había pasado rozándole el cabello a él, casi surcando la mejilla de su esposa y había ido a parar en un árbol que estaba arriba.
– No es nada, Eliza -dijo George enseguida.
– Más te vale mantenerte oculto en vez de soltar discursos -dijo Phineas-; pues son unos granujas ruines.
– Bueno, Jim -dijo George-, comprueba que están bien tus pistolas y vigila el desfiladero conmigo. Yo dispararé al primer hombre que se asome; tú, al segundo y así sucesivamente. No debemos desperdiciar dos balas en uno.
– Pero si no le das, ¿qué?
– Le daré -dijo fríamente George.
– Bien, este tipo tiene agallas -murmuró Phineas entre dientes.
La cuadrilla de abajo se quedó algo indecisa un momento tras el disparo de Marks.
– Creo que has debido darle a alguno de ellos -dijo uno de los hombres-. He oído un chillido.
– Voy a subir a por uno -dijo Tom-. Nunca he tenido miedo a los negros y no voy a empezar ahora. ¿Quién me sigue? -preguntó, subiendo a las rocas de un brinco.
George oyó claramente las palabras. Levantó la pistola, la examinó y la apuntó al lugar del desfiladero donde iba a aparecer el primer hombre.
Uno de los más valientes del grupo siguió a Tom y, una vez abierto el camino, el resto comenzó a trepar por las rocas, los últimos empujando a los primeros de modo que fuesen más de prisa de lo que hubieran querido. Siguieron adelante y un momento después, la fornida figura de Tom apareció a la vista, casi al borde del precipicio.
George disparó… el disparo le alcanzó en un costado… pero, aunque herido, no quiso retroceder sino, gritando como un toro salvaje, saltó la grieta hacia el grupo de los fugitivos.
– Amigo -dijo Phineas, adelantándose de pronto, y dándole un empujón con sus largos brazos-, no te queremos aquí.
Cayó abajo al abismo, haciendo chascar a su paso árboles, matorrales, troncos y piedras hasta quedar magullado y gimiendo a treinta pies de profundidad. La caída hubiera podido matarlo si no la hubiese mitigado su ropa al engancharse en las ramas de un gran árbol; pero cayó con mucha fuerza, no obstante, más de la que le era agradable o conveniente.
– ¡Que Dios nos proteja, son unos demonios! -dijo Marks, a la cabeza del grupo, bajando las rocas con más ahínco del que había puesto en subirlas, con toda la cuadrilla dando tumbos para seguirle, sobre todo el alguacil gordezuelo, que bufaba y resoplaba de manera muy enérgica.
– Bien, muchachos -dijo Marks-, id vosotros a recoger a Tom mientras yo me monto al caballo y voy por ayuda, eso es -y, haciendo caso omiso de las mofas y las befas de sus compañeros, Marks cumplió lo dicho y un instante después se le vio desaparecer al galope.
– ¿Habéis visto alguna vez a un canalla tan ladino? -dijo uno de los hombres-. ¡Viene aquí a cumplir con su deber y se larga de esta manera!
– Bueno, debemos recoger a ese tipo, pero -dijo otro que me condenen si me importa que esté vivo o muerto. Los hombres, guiados por los gemidos de Tom, se abrieron paso dificultosamente entre tocones, troncos y matorrales hasta donde yacía el héroe quejándose y jurando alternativamente con gran energía.
– Te quejas bastante, Tom -dijo uno-. ¿Estás malherido?
– No lo sé. Levantadme, vamos. ¡Maldigo a ese dichoso cuáquero! De no ser por él, yo hubiese lanzado a unos cuantos de ellos aquí abajo, a ver si les gustaba.
Con mucho trabajo y grandes lamentos, ayudaron al héroe caído a levantarse; con un hombre sujetándole a cada lado, consiguieron llevarlo hasta los caballos.
– A ver si podéis llevarme a aquella taberna que está a una milla de aquí. Dadme un pañuelo o algo para ponerlo aquí a ver si deja de sangrar tanto.
George se asomó por encima de las rocas y los vio intentar subir al grandullón de Tom a la silla. Después de dos o tres intentos inútiles, se tambaleó y cayó pesadamente al suelo.
– ¡Ay, espero que no esté muerto! -dijo Eliza, que observaba lo sucedido junto a los demás miembros de su grupo.
– ¿Por qué? -dijo Phineas-. Se lo tiene merecido.
– Porque después de la muerte viene el juicio -dijo Eliza.
– Sí -dijo la anciana, que había estado lamentándose y rezando a su estilo metodista durante toda la refriega-, mal asunto para el alma de la pobre criatura.
– ¡Válgame Dios! Creo que lo van a dejar allí -dijo Phineas.
Era cierto, después de unos alardes de indecisión y consulta, todo el grupo se montó a los caballos y se marcharon. Cuando hubieron desaparecido de vista, Phineas empezó a moverse.
– Debemos bajar y caminar un trecho -dijo-. He dicho a Michael que se adelante a traer ayuda y que vuelva aquí con el carro, pero tendremos que andar un poco por la carretera para encontrarnos con ellos, supongo. ¡Dios quiera que venga pronto! Es temprano y habrá poco tráfico de momento; no estamos a más de dos millas de nuestro apeadero. Si la carretera no hubiese sido tan accidentada, los hubiéramos eludido del todo.
Al aproximarse el grupo a la valla, vieron volver su propio carretón a lo lejos en la carretera, acompañado de unos hombres a caballo.
– Bien, ahí está Michael con Stephen y Amariah -exclamó Phineas con alegría-. Ya está claro, estamos tan a salvo como si hubiéramos llegado.
– Pues entonces -dilo Eliza-, detengámonos para hacer algo por ese pobre hombre; se queja muchísimo.
– Lo cristiano dijo George- sería recogerlo y llevarlo a algún sitio.
– Y curarlo entre los cuáqueros -dijo Phineas-. ¡Eso estaría bien! Pues a mí me da igual. Veámoslo -y Phineas que, durante sus días de cazador y hombre del bosque había aprendido algunos conocimientos rudimentarios de cirugía, se arrodilló junto al herido e inició un cuidadoso reconocimiento de su estado.
– Marks -dijo Tom débilmente-, ¿eres tú, Marks?
– No, me temo que no, amigo -dijo Phineas-. Mucho le importas tú a Marks, siempre que su propio pellejo esté a salvo. Hace rato que se ha ido.
– Creo que ha llegado mi hora -dijo Tom-. ¡Maldita rata, dejar que me muera yo solo! Mi pobre madre siempre me dijo que ocurriría así.
– ¡Vaya por Dios! ¿Oís al pobre tipo? Ahora resulta que tiene madre -dijo la negra anciana-. No puedo evitar tenerle un poco de pena.
– Tranquilo, tranquilo; no reniegues ni rezongues, amigo -dijo Phineas, cuando Tom dio un respingo de dolor y le apartó la mano-. No tienes nada que hacer si no puedo detener la hemorragia y Phineas se puso a improvisar unos remedios quirúrgicos utilizando su propio pañuelo y los que pudo recoger entre los demás.
– Tú me empujaste -dijo Tom débilmente.
– Pues, verás, si no te hubiera empujado yo, tú nos hubieras empujado a nosotros -dijo Phineas, al agacharse a colocar la venda-. Vamos, vamos, deja que te ponga esta venda. No te deseamos ningún mal; no te guardamos rencor. Te llevaremos a una casa donde te tratarán de primera, tan bien como pudiera hacerlo tu propia madre.
Tom gimió y cerró los ojos. En hombres de este tipo, el vigor y la decisión son simplemente una cuestión fisica, y desaparecen con la pérdida de sangre; y el desamparo del hombre gigantesco realmente era algo digno de lástima.
Se aproximaron los del otro grupo. Quitaron los asientos del carro. Extendieron las pieles de búfalo, dobladas en cuatro, a lo largo de un costado y levantaron y colocaron encima el pesado cuerpo de Tom entre cuatro hombres. Antes de que lo pusieran dentro, perdió el conocimiento. La anciana negra, en un rapto de compasión, se sentó a su lado y le cogió la cabeza en su regazo. Eliza, George y Jim se colocaron como mejor pudieron en el espacio restante y se pusieron en camino.
– ¿Qué opina usted de su estado? -preguntó George, que estaba sentado delante junto a Phineas.
– Bien, sólo es una herida superficial bastante extensa; pero dar tumbos por el barranco no le ha ayudado mucho. Ha sangrado bastante, suficiente para agotarlo y dejarlo sin valor, pero lo superará y puede que aprenda alguna cosa de ello.
– Me alegro de que lo diga -dijo George-. Siempre me pesaría pensar que había sido responsable de su muerte, aunque la causa era justa.
– Sí -dijo Phineas-, matar es un asunto feo, se mire como se mire, a hombre o a bestia. He visto un ciervo que moría de un tiro mirar de tal manera que casi te hacía sentirte malvado por matarlo; y las criaturas humanas son un asunto más serio aun, ya que, como ha dicho tu mujer, les espera el juicio después de la muerte. Así que no creo que sean muy estrictas las ideas de los nuestros sobre estas cuestiones; yo, desde luego, gracias a mi educación, las acepté sin pensarlo.
– ¿Qué hará con este pobre hombre? -preguntó George.
– Pues llevarlo a casa de Amanah. Allí vive la abuela Stephens, de nombre de pila Dorcas, que es una enfermera extraordinaria. Lo suyo es la enfermería y nunca está tan contenta como cuando tiene a un enfermo a quien cuidar. Podemos dejarlo en sus manos durante unos quince días.
Tras una hora de camino llegó el grupo a una cuidada granja, donde invitaron a los fatigados viajeros a un desayuno abundante. Poco después, Tom Loker fue cuidadosamente depositado en una cama mucho más limpia y blanda de lo que estaba acostumbrado. Le limpiaron y curaron la herida y yacía abriendo y cerrando lánguidamente los ojos como un niño cansado ante las cortinas blancas y las figuras que se deslizaban suavemente por su habitación. Y aquí de momento nos despediremos de este grupo.