CAPÍTULO XIX

MÁS EXPERIENCIAS Y OPINIONES DE LA SEÑORITA OPHELIA

– Tom, no hace falta que me prepares los caballos. No quiero salir -dijo ella.

– ¿Por qué no, señorita Eva?

– Estas cosas me traspasan el corazón, Tom -dijo Eva-; me traspasan el corazón -repitió muy seria-. No quiero salir y le dio la espalda a Tom y entró en la casa.

Unos días más tarde, fue otra mujer para llevar los bizcochos en lugar de la vieja Prue; la señorita Ophelia se encontraba en la cocina.

– ¡Señor! -dijo Dmah-. ¿Qué le pasa a Prue?

– Prue no vendrá más -dijo la mujer misteriosamente.

– ¿.Por qué no? -preguntó Dinah-. No estará muerta, ¿verdad?

– No lo sabemos exactamente. Está abajo en la bodega -dijo la mujer, mirando a la señorita Ophelia.

Después de que la señorita Ophelia hubo cogido los bizcochos, Dinah siguió a la mujer hasta la puerta.

– Dime, ¿qué le pasa a Prue?

La mujer parecía deseosa de hablar y reacia al mismo tiempo, y le contestó con un tono bajo y misterioso.

– Bueno, no se lo digas a nadie pero Prue se emborrachó de nuevo y la llevaron abajo a la bodega; la dejaron todo el día allí, y les oí decir que se habían apoderado de ella las moscas… y que estámuerta.

Dinah alzó las manos y, al girarse, vio la forma espectral de Evangeline junto a ella, los grandes ojos místicos dilatados por el espanto y sin una gota de sangre en los labios o las mejillas.

– ¡El Señor nos ampare, la señorita Eva va a desmayarse! ¿Qué estaríamos pensando para dejar que nos oyese hablar de tales cosas? Su padre se pondrá furioso.

– No me desmayaré, Dinah -dijo la niña con firmeza-, y ¿por qué no había de oíros? No es tan malo para mí oírlo como para la pobre Prue sufrirlo.

– ¡Señor, señor, estas historias no son para damitas dulces y delicadas como usted! ¡Podrían matarlas!

Eva volvió a suspirar y subió las escaleras con paso lento y melancólico.

La señorita Ophelia preguntó ansiosamente por la historia de la mujer. Dinah le dio una versión prolija, a la que Tom aportó los pormenores que había conseguido sonsacarle a Prue aquella mañana.

– ¡Una historia abominable, totalmente abominable! -exclamó, al entrar en la habitación donde St. Clare yacía leyendo el periódico.

– Dime, ¿qué perversidad se ha cometido ahora? -preguntó él.

– Pues que aquellas personas han matado a Prue de una azotaina -dijo la señorita Ophelia, quien se puso a contarle la historia con abundancia de detalles, explayándose en los pormenores más escabrosos.

– Ya me pareció que acabaría la cosa así, tarde o temprano dijo St. Clare, poniéndose a leer de nuevo el periódico.

– ¡Que ya te parecía! ¿Es que no vas a hacer nada al respecto? preguntó la señorita Ophelia-. ¿No tenéis alguaciles, o algo parecido, que se hagan cargo de tales asuntos?

– La opinión general es que las leyes de la propiedad son una defensa suficiente en estos casos. Si a la gente le da por estropear sus propias posesiones, no se qué se puede hacer. Parece ser que la pobre criatura era una ladrona y una borracha; así habrá poca posibilidad de que se le tenga compasión.

– ¡Es un ultraje, es horroroso, Augustine! ¡Serás castigado por esto!

– Querida prima, yo no lo he hecho, y no puedo remediarlo; lo haría si pudiera. Si las personas ruines y brutales se comportan como lo que son, ¿qué he de hacer yo? Tienen el control absoluto; son déspotas irresponsables. No serviría para nada interferir; no existe ninguna ley que tenga un valor práctico en estos casos. Lo mejor que podemos hacer es cerrar los ojos y los oídos y dejarlo estar. Es el único recurso que nos queda.

– ¿Cómo puedes cerrar los ojos y los oídos? ¿Cómo puedes dejarlo estar?

– Mi querida amiga, ¿qué esperas? Aquí tenemos a toda una clase de personas – envilecida, iletrada, indolente y provocativa – que está puesta, sin ningún tipo de términos o condiciones, en manos de otra que, como la mayoría de las personas de nuestro mundo, son personas que carecen de consideración y autodominio, que no tienen siquiera una idea clara de sus propios intereses, pues tal es el caso de la mayor parte de los seres humanos. Naturalmente, en una sociedad organizada de tal forma, lo único que puede hacer un hombre de sentimientos honorables y humanitarios es cerrar los ojos lo más fuerte que puede y endurecer el corazón. No puedo comprar a todos los pobres desgraciados que veo. No puedo convertirme en un caballero andante y comprometerme a deshacer todos los entuertos que se cometen en una ciudad como ésta. Lo más que puedo hacer es evitarlos en lo posible.

El bello rostro de St. Clare se nubló durante un instante. Dijo:

Vamos, prima, no te quedes ahí de pie como una Parca; sólo te has asomado a la cortina y has visto una muestra de lo que ocurre en todo el mundo, bajo una forma u otra. Si fuéramos a andar husmeando y entrometiéndonos en todas las miserias de la vida, no tendríamos ganas de nada. Es igual que mirar demasiado de cerca todos los detalles de la cocina de Dinah y St. Clare se tumbó de nuevo en el sofá y se puso a leer su periódico.

La señorita Ophelia se sentó, sacó su labor de calceta y se quedó sentada, ceñuda por la indignación. Tejió y tejió, pero mientras reflexionaba, el fuego seguía ardiendo dentro de ella; por fin estalló:

– Te digo, Augustine, que yo no puedo superar tales cosas, como tú. ¡Es una abominación que defiendas semejante sistema, eso es lo que pienso!

– ¿Ahora qué? -dijo St. Clare, levantando la vista-. Conque vuelves a la carga, ¿eh?

– ¡Digo que es totalmente abominable que defiendas tal sistema! -dijo la señorita Ophelia, cada vez más enardecida.

– ¿Que yo lo defiendo, mi querida amiga? ¿Quién te ha dicho que yo lo defienda? -dijo St. Clare.

– Claro que lo defiendes, todos lo defendéis, todos los sureños. Si no es así, ¿para qué tenéis esclavos?

– ¿Eres tan inocente que crees que nadie de este mundo hace jamás lo que no le parece correcto? ¿Tú no haces, o nunca has hecho, ninguna cosa que no te pareciera absolutamente correcta?

– Si lo hago, me arrepiento de ello, espero --dijo la señorita Ophelia, haciendo sonar las agujas enérgicamente.

– Yo también -dijo St. Clare, pelando una naranja-. Me paso la vida arrepintiéndome.

– ¿Por qué lo sigues haciendo?

– ¿Tú nunca has seguido haciendo lo que estaba mal, incluso después de arrepentirte, querida prima?

– Pero sólo cuando la tentación era muy fuerte -dijo la señorita Ophelia.

– Pues yo siento una tentación muy fuerte -dijo St. Clare-, ahí está la dificultad.

– Pero yo siempre resuelvo no hacerlo más e intento detenerme.

– Pues yo llevo diez años resolviendo no hacerlo, esporádicamente -dijo St. Clare-, pero por alguna razón no lo he conseguido. ¿Tú has conseguido vencer todos tus pecados, prima?

– Primo Augustine -dijo la señorita Ophelia muy seria, dejando a un lado la calceta-, supongo que me merezco que me censures mis defectos. Sé que tienes razón en todo lo que dices; nadie los siente más que yo; pero así y todo, me parece que hay alguna diferencia entre tú y yo. Yo creo que me cortaría la mano derecha antes de seguir día tras día haciendo algo que me pareciera mal. Pero mi conducta concuerda tan poco con lo que predico, que no me extraña que me lo censures.

Vamos, vamos, prima -dijo Augustine, sentándose en el suelo y apoyando la cabeza en el regazo de ella- ¡no reniegues tanto! Sabes lo inútil y desvergonzado que he sido siempre. Me gusta provocarte, eso es todo, para ver cómo te pones tan seria. Creo realmente que eres desesperante y embarazosamente buena; me agota mortalmente pensarlo.

– Pero éste es un tema muy serio, Auguste, hijo -dijo la señorita Ophelia, tocándole la frente con la mano.

– Tristemente serio -dijo él-; y yo nunca quiero hablar seriamente cuando hace calor. Con los mosquitos y todo, a uno le cuesta mucho alcanzar sublimes cimas morales; y creo -dijo St. Clare, excitándose de pronto- ¡qué teoría! Ya entiendo por qué las naciones del Norte son siempre más virtuosas que las del Sur; ya entiendo todo el asunto.

– ¡Ay, Augustine, triste cabeza de chorlito!

– ¿Lo soy? Bueno, lo soy, supongo; pero quiero ser serio por una vez pásame aquella cesta de naranjas; ya ves, tendrás que «detenerme con bebidas y consolarme con manzanas», si he de hacer este esfuerzo. Bien -dijo Augustine, acercándose la cesta-, empezaré: Cuando, en el curso de los acontecimientos humanos, es necesario que un individuo mantenga cautivos a dos o tres docenas de sus homólogos gusanos, la consideración por las opiniones de la sociedad requiere…

– A mí no me parece que estés siendo más serio -dijo la señorita Ophelia.

– Espera, que ya voy, ya te enterarás. El caso es, prima, en resumen -dijo y su semblante adquirió de repente una expresión seria e intensa-, sobre esta cuestión abstracta de la esclavitud puede haber, a mi modo de ver, una sola opinión. Los dueños de plantaciones, que ganan dinero con ella, los clérigos, que quieren complacer a éstos, los políticos, que quieren el poder, pueden retorcer y distorsionar el lenguaje y ética hasta tal punto que el mundo se asombre por su ingenuidad; pueden retorcer la naturaleza y la Biblia y sabe Dios qué más para sus fines; pero, después de todo, ni el mundo ni ellos mismos creen en ello un átomo más. Es cosa del diablo, ésa es la pura verdad y, en mi opinión, es una muestra bastante buena de lo que éste es capaz de conseguir.

La señorita Ophelia dejó de tejer y puso cara de sorpresa y St. Clare, que aparentemente disfrutaba de su asombro, prosiguió:

– Pareces sorprenderte; pero si quieres que me explaye sobre el tema, te lo confesaré todo. Este maldito asunto, maldito por Dios y por el hombre, ¿qué es? Quítale los oropeles, desnúdalo hasta llegar a la raíz y el núcleo y ¿qué es? Pues porque mi hermano Quashy [32] es ignorante y débil y yo soy inteligente y fuerte, porque sé y puedo hacerlo, por eso puedo robar todo lo que posee y quedármelo y darle a él sólo lo que me da la gana. Todo lo que sea demasiado duro, sucio o desagradable para mí, pongo a Quashy a hacerlo. Porque no me gusta a mí trabajar, que trabaje Quashy. Porque me quema el sol, que se ponga Quashy al sol. Quashy ganará el dinero y yo lo gastaré. Quashy se tumbará en todos los charcos para que yo pueda pasar sin mojarme los pies. Quashy cumplirá mi voluntad y no la suya propia todos los días de su vida mortal, y tendrá tantas posibilidades de ir al Cielo al final como a mí me parezca conveniente. Esto es lo que es la esclavitud. Desafío a cualquier mortal que lea nuestro código de esclavitud, tal como está redactado en nuestros libros de leyes, y la interprete de otra manera. ¡Hablar de los abusos de la esclavitud! ¡Hipocresía! ¡La esclavitud misma es la esencia de todo abuso! Y la única razón por la que no se hunde la tierra debajo de ella, como Sodoma y Gomorra, es porque se utiliza mejor de lo que se podría. Por misericordia, por vergüenza, porque somos hombres nacidos de mujeres y no bestias salvajes, muchos de nosotros no queremos, no nos atrevemos o nos negamos a utilizar todo el poder que nuestras salvajes leyes ponen en nuestras manos. Y el que va más allá y hace lo peor posible, no hace sino actuar dentro de los límites del poder que le confieren las leyes.

St. Clare se había levantado y, tal como solía hacer cuando se excitaba, caminaba con pasos precipitados de un lado a otro. Su hermoso rostro, con facciones clásicas como las de una estatua griega, parecía arder con el fervor de sus sentimientos. Sus grandes ojos azules centelleaban, y gesticulaba con una energía inconsciente. La señorita Ophelia nunca antes lo había visto de este talante y se quedó sentada en total silencio.

– Yo te digo -dijo él, deteniéndose de pronto delante de su prima- (no sirve para nada hablar o tener sentimientos sobre este tema), pero yo te digo a ti que ha habido veces que he pensado que si se hundía todo el país para ocultar toda esta injusticia y miseria a la vista, que yo me hundiría de buena gana con él. Cuando he viajado arriba y abajo en nuestros barcos o en mis recorridos para recoger fondos y he pensado que cada tipo brutal, repugnante, cruel y rastrero que me encontraba estaba autorizado por nuestras leyes a convertirse en déspota absoluto de cuantos hombres, mujeres y niños pueda comprar con dinero robado o ganado con timos o en el juego, cuando he visto a tales hombres dueños de niños, niñas y mujeres jóvenes indefensas, ¡he tenido ganas de maldecir mi país, de maldecir a la raza humana!

– ¡Augustine, Augustine! -dijo la señorita Ophelia- creo que has dicho bastante. ¡Nunca en mi vida he oído nada semejante, ni en el Norte!

– ¡En el Norte! -dijo St., Clare, cambiando repentinamente de expresión y volviendo a usar su habitual tono despreocupado- ¡bah, los del Norte sois gente de sangre fría! No podéis competir con los del Sur cuando nos ponemos a despotricar sin mesura.

– Sí, pero la cuestión es… -dijo la señorita Ophelia.

– Oh, sí, desde luego, la cuestión es… ¡menuda cuestión! ¿Cómo has llegado tú a este estado de pecado y miseria? Pues yo te contestaré con las buenas palabras que tú me enseñabas los domingos. Yo he llegado a este estado por herencia. Mis sirvientes eran de mi padre y, es más, de mi madre; y ahora son míos, ellos y su progenie, que es una cosa muy considerable. Mi padre, ¿sabes?, era originario de Nueva Inglaterra; era un hombre muy parecido al tuyo, un verdadero romano, recto, enérgico, de nobles ideas y con una voluntad de hierro. Tu padre se asentó en Nueva Inglaterra, para reinar sobre rocas y piedras y ganarse la vida exprimiendo la naturaleza; el mío se estableció en Luisiana, para reinar sobre hombres y mujeres y ganarse la vida exprimiéndolos a ellos. Mi madre -dijo St. Clare, levantándose y acercándose a un cuadro que había en un extremo de la habitación, que miró con un rostro ferviente de adoración- ¡era divina! No me mires así, ya sabes lo que quiero decir. Probablemente surgió de un nacimiento humano; pero por lo que yo pude observar no había ninguna huella de debilidades o flaquezas humanas en ella; y todos los que la recuerdan, esclavos o libres, sirvientes, conocidos, parientes, todos dicen lo mismo. La verdad es, prima, que lo único que ha habido desde hace años entre yo y el escepticismo total ha sido esa madre. Era la verdadera encarnación y personificación del Nuevo Testamento, un hecho viviente que había que explicar, y que sólo se explicaba con su verdad. ¡Oh, madre, madre! -dijo St. Clare, juntando las manos, en una especie de trance; después, controlándose, regresó y, sentándose en la otomana, continuó:

– Mi hermano y yo éramos gemelos, y ya sabes que dicen que los gemelos deben parecerse; pero nosotros éramos un contraste en todas las cosas. Él tenía los ojos negros y fieros, el cabello negro como el azabache, un bello y fuerte perfil romano y una bella tez morena. Yo tenía los ojos azules, el cabello rubio, un perfil griego y la tez blanca. El era activo y observador, yo soñador e inactivo. El era generoso con sus amigos y sus semejantes, pero orgulloso, dominante y altanero con los inferiores y absolutamente implacable con cualquiera que se le opusiera. Los dos éramos sinceros; él, por orgullo y valor; yo, por una especie de idealismo abstracto. Nos queríamos como suelen hacerlo los muchachos: a ratos y de una manera general; él era el favorito de mi padre y yo de mi madre.

Yo tenía una sensibilidad malsana y una agudeza de sentimientos hacia todos los temas posibles que ni él ni mi padre comprendían y a los que ninguno de los dos tenía ninguna simpatía. Pero mi madre sí; por eso, cuando reñía con Alfred y mi padre me dirigía una mirada severa, solía acudir al cuarto de mi madre y sentarme a su lado. Recuerdo exactamente el aspecto que tenía, con sus pálidas mejillas, sus ojos profundos y graves, su vestido blanco -siempre vestía de blanco-; y solía pensar en ella cuando leía en el Apocalipsis sobre los santos que iban ataviados de lino puro, limpio y blanco. Tenía muchos talentos para diferentes cosas, especialmente para la música; y solía sentarse ante el órgano tocando la hermosa música antigua de la iglesia católica y cantando con una voz más propia de un ángel que de una mujer mortal; y yo solía apoyar la cabeza en su regazo y llorar y soñar y sentir, de forma desmedida, cosas que no tenía lenguaje para describir.

En aquellos tiempos, el tema de la esclavitud no se cuestionaba como hoy; nadie soñaba que tuviera nada de malo. Mi padre era un aristócrata nato. Creo que en una vida anterior estaría en uno de los círculos superiores de espíritus y que trajo a este mundo todo el orgullo de su corte anterior; porque le era algo natural, hondamente arraigado, aunque él provenía de una familia pobre y nada noble. Mi hermano salió idéntico a él.

Ahora bien, tú sabes que un aristócrata no se granjea la simpatía de la gente en ningún lugar del mundo, fuera de cierto nivel social. En Inglaterra el nivel está en un sitio, en Birmania en otro y en América en otro; pero el aristócrata de todos estos países nunca se sale de él. Lo que sería penuria, escasez o injusticia para su propia clase es lo normal para otra. La línea divisoria de mi padre era el color. Entre sus semejantes, nunca ha habido un hombre más justo o generoso; pero él consideraba al negro, con todas sus gradaciones de color, un eslabón intermedio entre los hombres y los animales, y basaba todas sus ideas de justicia y generosidad en esa hipótesis. A decir verdad, supongo que si alguien le hubiera preguntado directamente si tenían alma inmortal, hubiese tartaleado antes de responder que sí. Pero mi padre no era un hombre al que le preocupase mucho lo espiritual; no tenía más sentimiento religioso que una veneración por Dios, como evidente cabeza de las clases pudientes.

Bien, mi padre tenía unos quinientos negros; era un hombre de negocios inflexible, exigente y minucioso; todo tenía que hacerse sistemáticamente y regirse con infalible exactitud y precisión. Ahora bien, si tienes en cuenta que todo esto lo tenía que poner en práctica un hatajo de campesinos perezosos, charlatanes e inútiles que se habían criado toda la vida carentes de motivos para hacer cualquier cosa que no fuera «vaguean», como decís los de Vermont, verás que puede haber en su plantación una gran cantidad de cosas que parecen horribles y deprimentes a los ojos de un niño sensible como yo.

Además, tenía un capataz, grandullón, alto y fornido, renegado y peleón, un verdadero hijo de Vermont, con perdón, que había pasado un auténtico aprendizaje en la dureza y la brutalidad antes de sacarse el título para ejercer su profesión. Mi madre nunca pudo soportarlo, y yo tampoco; pero adquirió un dominio absoluto sobre mi padre; este hombre era el déspota absoluto de la hacienda.

Yo era un niño entonces pero tenía el mismo cariño que tengo ahora por todo lo humano, una especie de pasión por el estudio de la humanidad, bajo cualquiera de sus formas. Se me veía mucho en las cabañas y entre los trabajadores del campo y, naturalmente, era un gran favorito entre ellos; me contaban todo tipo de quejas y agravios, y yo se los contaba a mi madre y entre los dos formamos una especie de comité para remediar los agravios. Obstaculizamos e impedimos una gran cantidad de crueldades y nos congratulábamos por hacer una gran cantidad de bien hasta que, como ocurre a menudo, me excedí en el celo. Stubbs se quejó a mi padre de que no podía manejar a los braceros y que debía dimitir. Mi padre era un marido cariñoso e indulgente, pero un hombre que no vacilaba en hacer lo que considerase preciso, por lo que se interpuso, firme como una roca, entre los braceros y nosotros. Le dijo a mi madre, con un lenguaje perfectamente considerado y respetuoso, pero muy explícito, que ella sería el ama absoluta de los sirvientes de la casa, pero que no consentía que interfiriese con los trabajadores del campo. Él la adoraba y reverenciaba más que ninguna otra cosa en el mundo, pero hubiese dicho lo mismo a la Virgen María si ella se hubiera interpuesto en su sistema.

A veces oía a mi madre razonar con él sobre algunos casos; intentaba despertar su compasión. Él escuchaba los ruegos más patéticos con la educación y ecuanimidad más desalentadoras. «Todo se reduce a lo siguiente», decía, «¿debo deshacerme de Stubbs o quedarme con él? Stubbs es el colmo de la puntualidad, la honradez y la eficiencia, un genio para los negocios y tan humanitario como la mayoría. No podemos optar a la perfección; si me quedo con él, debo apoyar toda su administración, aunque haya, de vez en cuando, incidentes reprochables. Todo gobierno encierra algo de dureza inevitable. Las reglas generales serán duras en casos concretos.» Mi padre parecía considerar definitiva esta máxima en la mayoría de los supuestos casos de crueldad. Después de decir eso, solía recoger los pies en el sofá, como un hombre que ha ultimado un negocio, y ponerse a dormir la siesta o leer el periódico, según la ocasión.

El caso es que mi padre poseía el talento idóneo para ser estadista. Hubiera podido dividir Polonia tan fácilmente como si fuera una naranja, o pisotear Irlanda tan tranquilamente como cualquier hombre. Al final, mi madre, desesperada, se rindió. Nunca se sabrá, hasta el juicio final, lo que sienten las naturalezas nobles y sensibles como la suya, al verse arrojadas indefensas a lo que debe parecerles -ellas pero no a los que las rodean- un abismo de injusticia y crueldad. Ha sido una larga época de sufrimientos para tales naturalezas en un mundo tan dejado de la mano de Dios como el nuestro. ¿Qué le quedaba a ella sino inculcarles sus propias opiniones y sentimientos a sus hijos? Bien, pero a pesar de todo lo que dices sobre la educación, los niños crecerán sustancialmente como la naturaleza los ha hecho, y nada más. Desde la cuna, Alfred fue un aristócrata; y, al hacerse mayor, todas sus simpatías y todos sus razonamientos se dirigieron por ese camino, y todas las exhortaciones de mi madre se las llevó el viento. En cuanto a mí, me calaron hondo. Ella nunca contradecía, de hecho, nada de lo que decía mi padre, ni parecía diferir mucho de él; pero imprimió, estampó con hierro en mi alma, con toda la fuerza de su naturaleza profunda y sincera, una idea de la dignidad y la valía de la más humilde alma humana. Le miraba a la cara con solemne admiración cuando me señalaba las estrellas por las noches y me decía: «Mira allí, Auguste. La más miserable y humilde alma de nuestra casa aún arderá cuando estas estrellas hayan desaparecido para siempre; ¡vivirán tanto tiempo como Dios!»

Tenía algunos bellos cuadros antiguos, especialmente uno que mostraba a Jesús curando a un ciego. Eran muy buenos y me impresionaban mucho. «Mira allí, Auguste», decía, «el ciego era un mendigo, pobre y despreciable; pero no lo curó a distancia. Lo llamó y le puso las manos encima. Recuerda esto, hijo mío». Si hubiera vivido bajo sus cuidados hasta hacerme mayor, puede que me hubiese infundido un no-sé-qué de entusiasmo. Puede que hubiese sido un santo, un reformador, un mártir… pero, por desgracia, me alejé de ella cuando tenía trece años y nunca la volví a ver.

St. Clare descansó la cabeza en las manos y estuvo unos minutos sin hablar. Después de un rato, levantó la vista y siguió:

– ¡Qué pobre y mezquina bagatela es todo aquello de la virtud humana! Una simple cuestión, en la mayoría de los casos, de latitud y longitud y posición geográfica, actuando junto con el temperamento natural. ¡La mayoría no es más que un accidente! Tu padre, por ejemplo, se instala en Vermont, en un pueblo donde todos son, de hecho, libres e iguales; se convierte en miembro practicante y diácono de la iglesia, y, en su momento, se hizo de una sociedad de abolicionistas, y a nosotros nos considera poco más que paganos. Sin embargo, bajo todos los conceptos, es una réplica de mi padre por su constitución y sus costumbres. Lo veo translucirse en cincuenta detalles diferentes: el mismísimo espíritu arrogante, fuerte y dominante. Sabes muy bien que es imposible convencer a algunas de las personas de tu pueblo de que el señor Sinclair no se siente superior a ellas. El caso es que, aunque le ha correspondido una época democrática y ha adoptado una teoría democrática, en el fondo es un aristócrata, tanto como mi padre, que reinaba sobre quinientos o seiscientos esclavos.

La señorita Ophelia tenía intención de poner reparos a esta opinión y dejaba su calceta para comenzar, pero la detuvo St. Clare.

– Vamos, conozco cada palabra de lo que vas a decir. No digo que se parecieran de hecho. Uno acabó en un medio donde todo iba contra su tendencia natural y el otro, donde todo iba a su favor; por lo tanto, uno se convirtió en un viejo demócrata bastante voluntarioso, obstinado y dominante y el otro en un déspota voluntarioso, obstinado y dominante. Si hubiesen sido dueños de sendas plantaciones en Luisiana, se habrían parecido tanto como dos balas hechas en el mismo molde.

– ¡Qué muchacho más irreverente eres! -dijo la señorita Ophelia.

– No pretendo faltarles al respeto -dijo St. Clare-. Sabes que la reverencia no es mi fuerte. Pero, para volver con mi historia:

Cuando murió mi padre, dejó toda su propiedad a sus hijos gemelos para que nos la repartiéramos como acordásemos. No existe sobre la tierra del Señor un tipo más generoso o noble de espíritu que Alfred, en todo lo que atañe a sus semejantes; y llevamos estupendamente toda la cuestión de las propiedades sin una palabra o un sentimiento poco fraternal. Nos comprometimos a dirigir juntos la plantación; y Alfred, cuya vida y cualidades externas eran el doble de las mías, se convirtió en un plantador entusiasta con un éxito enorme.

Pero dos años de prueba me demostraron que yo no servía como socio de ese negocio. Tener una brigada de setecientos, a los que no podía conocer personalmente ni interesarme por ellos individualmente, que se compraban, dirigían, alojaban y alimentaban como si fueran reses de ganado bovino, con una precisión militar (un problema recurrente era cuál era el mínimo número de placeres de la vida que hacía falta para hacerles rendir lo máximo), la necesidad de tener capataces y supervisores (el látigo omnipresente era el primero, el último y el único argumento), todo me resultaba insoportablemente repugnante y odioso; y cuando recordaba lo que pensaba mi madre de una pobre alma humana, ¡llegaba a ser espantoso!

Es una tontería hablar de que los esclavos disfrutan de esto. No puedo aguantar las tonterías indecibles que se han inventado algunos de estos norteños condescendientes en su afán de disculpar nuestros pecados. Todos sabemos que son mentira. ¡Dime que un hombre quiere trabajar todos los días de su vida, de la mañana hasta la noche, bajo el ojo vigilante de un amo, sin posibilidad de realizar ni una sola acción voluntaria, en las mismas tareas aburridas, monótonas e invariables, y todo por dos pantalones y un par de zapatos al año y suficiente comida y cobijo para que pueda seguir en condiciones de trabajar! Cualquier hombre que cree que los seres humanos pueden, como regla general, estar tan cómodos así como de otra manera, ¡me gustaría que lo probase él mismo! ¡Yo lo compraría y lo pondría a trabajar con la conciencia tranquila!

– Siempre he dado por sentado -dijo la señorita Ophelia- que todos vosotros aprobabais estas cosas y las considerabais correctas, según las Sagradas Escrituras.

– ¡Hipocresías! Aún no nos vemos reducidos a eso. Alfred, que es un déspota tan convencido como cualquiera que haya existido, no se escuda en ese tipo de defensa; no, él se apoya, altivo y altanero, en aquel viejo fundamento respetable: el derecho del más fuerte; y dice, y creo que con bastante sensatez, que el plantador americano «sólo hace, de alguna manera, lo que hacen la aristocracia y los capitalistas ingleses hacen con las clases inferiores»; es decir, deduzco, apropiarse de ellos, cuerpo y alma, para su propio uso y conveniencia personal. Él defiende los dos y creo que es consistente, por lo menos. Dice que no puede haber una elevada civilización sin la esclavitud, nominal o real, de las masas, nominales o reales. Dice que debe haber una clase inferior, que se entregue al trabajo fisico y se limite a vivir como animales; y así la superior adquiere ocio y riquezas para expandir su inteligencia y su educación y convertirse en el alma directora de la inferior. Así razona él, porque, como ya he dicho, es un aristócrata; yo no creo en ello, porque nací demócrata.

– ¡Pero de ninguna manera pueden compararse las dos cosas! -dijo la señorita Ophelia-. No venden, explotan, separan de su familia ni azotan al trabajador inglés.

– Pero su patrón dispone de él como si lo hubiera comprado. El dueño de esclavos puede azotar al esclavo recalcitrante hasta matarlo, y el capitalista puede matarlo de hambre. En cuanto a la seguridad de la familia, es difícil saber cuál es peor, que te vendan a los hijos o ver cómo se mueren de hambre en casa.

– Pero no es disculpa para la esclavitud demostrar que no es peor que otra cosa.

– No lo he dicho como disculpa; no, además diré que la nuestra es una violación más descarada y palpable de los derechos humanos: comprar de hecho a un hombre como si fuera un caballo, mirándole los dientes, moviéndole las articulaciones y haciéndole pruebas para después pagar por él con dinero en efectivo, el que tengamos especuladores, criadores, tratantes y corredores de cuerpos y almas humanos, todo eso pone el asunto a los ojos del mundo civilizado en una forma más tangible, aunque sea por su naturaleza igual; es decir adueñarse un grupo de seres humanos de otro para su uso y disfrute sin tener en cuenta sus propios intereses.

– Nunca he pensado en el tema desde ese punto de vista dijo la señorita Ophelia.

– Pues yo he viajado un poco por Inglaterra y he leído muchos documentos que trataban de la condición de sus clases inferiores; y creo que no se puede refutar a Alfred cuando dice que sus esclavos están mejor que gran parte de la población de Inglaterra [33]. Verás, no debes inferir por lo que te he dicho que Alfred es un amo duro, pues no lo es. Es un déspota y no tiene piedad con la insubordinación; mataría a un hombre de un tiro con tan poco remordimiento como mataría un ciervo, si se opusiera a él. Pero en general se enorgullece de mantener a sus esclavos bien alimentados y cómodamente alojados.

Cuando yo trabajaba con él, insistí en que se ocupara de su educación; y, para complacerme, contrató a un capellán para que impartiera clases de catequesis los domingos aunque creo que él pensaba, en el fondo, que serviría para lo mismo catequizar sus caballos y sus perros. Y el caso es que poco se puede hacer en unas horas los domingos, con unas mentes debilitadas y embrutecidas por todas las malas influencias desde su nacimiento, que pasan cada día laborable entero entregadas a las faenas más duras sin necesidad de reflexionar jamás. Quizás los profesores de las escuelas dominicales de los trabajadores de las fábricas de Inglaterra y los de los braceros de las plantaciones de nuestro país podrían dar fe de que consiguen los mismos resultados, allí y aquí. Sin embargo, hay algunas excepciones llamativas entre nosotros, debidas a que el negro es más impresionable que el blanco al sentimiento religioso.

– Bien -dijo la señorita Ophelia-, ¿cómo llegaste a dejar la vida de la plantación?

– Bueno, seguimos a trompicones durante algún tiempo, hasta que Alfred vio claramente que yo no servía como plantador. A él le parecía absurdo, después de reformar, modificar y mejorarlo todo para complacer mis caprichos, que aún no estuviera satisfecho. El problema era, al fin y al cabo, que lo que yo odiaba era el SISTEMA: utilizar a estos hombres y mujeres, perpetrar toda esta ignorancia, brutalidad y vicio ¡sólo para que yo ganase dinero!

Además, siempre interfería con los detalles. Como yo mismo era un mortal de lo más perezoso, tenía demasiada simpatía por los perezosos; y cuando los pobres tipejos inútiles ponían piedras en el fondo de sus cestas de algodón para que pesaran más o llenaban de tierra sus sacos, con algodón sólo arriba, se parecía tanto a lo que yo hubiera hecho en su lugar que no consentía en hacerles azotar por ello. Pero por supuesto, esto acabó con la disciplina de la plantación, y Alfred y yo llegamos al mismo punto donde hubiéramos llegado mi respetado padre y yo años atrás. Así que me dijo que yo era sentimental como una mujer y que no serviría nunca para los negocios, y me aconsejó que me quedara con dinero y acciones y la mansión familiar de Nueva Orleáns y que me dedicara a escribir poesía, y le dejara a él dirigir la plantación. De modo que nos separamos y yo me vine aquí.

– ¿Pero por qué no liberaste a tus esclavos?

– No podía llegar a tanto. Tenerlos como herramientas para ganar dinero para mí, eso no podía hacerlo, pero tenerlos para ayudarme a gastar el dinero no me parecía igual de feo. Algunos, a los que tenía mucho cariño, habían sido sirvientes; y los más jóvenes eran hijos de los mayores. Todos estaban satisfechos de seguir como estaban -hizo una pausa y se puso a caminar reflexivamente de un extremo de la habitación al otro.

– Hubo una época en mi vida -dijo St. Clare- cuando tenía planes y esperanzas de hacer algo más en este mundo que ir a la deriva. Tenía unas vagas y confusas aspiraciones de ser una especie de libertador, de limpiar mi tierra nativa de esta mancha y este estigma. Todos los jóvenes tienen estos accesos de fiebre, supongo, en algún momento, pero después…

– ¿Por qué no lo hiciste? -preguntó la señorita Ophelia-. No deberías echarte al surco, sino ponerte a trabajar.

– Bueno, pues las cosas no fueron como esperaba y me entró la misma desesperación vital que a Salomón. Supongo que fue un incidente necesario para infundir sabiduría a ambos, pero, de algún modo, en vez de ser activo en regenerar la sociedad, me convertí en un trozo de madera en el agua, que flota y va a la deriva desde entonces. Alfred me riñe cada vez que nos vemos; y me saca ventaja, he de confesar, porque él sí hace algo: su vida es el resultado lógico de sus opiniones y la mía es un non sequitur [34] despreciable.

– Mi querido primo, ¿puedes sentirte satisfecho de tu forma de pasar la vida?

– ¿Satisfecho? ¿No te estoy diciendo que la desprecio? Pero entonces, para volver a donde estábamos, hablábamos de la liberación. No creo que mis sentimientos sobre la esclavitud sean infrecuentes. Me encuentro con muchos hombres que, en el fondo, piensan exactamente igual que yo. La tierra se lamenta por ella; y aunque es malísimo para el esclavo, es aún peor, si cabe, para el amo. No hace falta ponerse lentes para ver que tener entre nosotros un numeroso grupo de personas viciosas, descuidadas y degradadas es un mal para nosotros y no sólo para ellas. Los capitalistas y los aristócratas ingleses no pueden sentir esto tanto como nosotros porque ellos no se mezclan con su clase degradada como lo hacemos nosotros. Están en nuestros hogares, son los compañeros de nuestros hijos y forman las mentes de éstos antes que nosotros, pues son una raza que los niños frecuentan y con la que se encariñan. Si Eva, por ejemplo, no fuese más angelical de lo normal, se habría echado a perder. Lo mismo nos valdría dejar circular la viruela entre ellos y creer que no se contagiarían nuestros hijos que dejar que vayan viciosos y sin educación y creer que esto no afectará a nuestros hijos. Sin embargo, nuestras leyes prohíben absoluta y tajantemente que se instaure un sistema educativo general eficaz y lo hacen con conocimiento de causa; porque educar concienzudamente a una generación sería poner una bomba en el sistema. Si nosotros no les concediéramos la libertad, se la tomarían por su cuenta.

– ¿Y cómo crees que acabará todo esto? -preguntó la señorita Ophelia.

– No lo sé. Una cosa es segura: empieza a haber una gran unidad entre las masas de todo el mundo y, tarde o temprano, llegará un dies irae [35]. Lo mismo ocurre en Europa, en Inglaterra y en este país [36]. Mi madre solía hablarme de un milenio que venía en el que reinaría jesucristo y todos los hombres serían libres y felices. Y me enseñó a rezar, cuando era niño, «venga a nosotros tu reino». A veces pienso que todos estos suspiros y lamentos y agitación entre los huesos secos son una premonición de lo que me decía ella había de venir. Pero ¿quién puede esperar el día que aparezca?

Augustine, a veces creo que no estás lejos de ese reino -dijo la señorita Ophelia, dejando su calceta y mirando ansiosa a su primo.

– Gracias por tu buena opinión, pero soy todo altibajos: subo a las puertas del cielo en teoría y bajo al polvo de la tierra en la práctica. Pero ha sonado la campana del té; vámonos; y no me vayas a decir que no he sostenido una conversación de lo más serio por una vez en mi vida.

En la mesa, Marie hizo alusión al incidente de Prue:

– Supongo que pensarás, prima -dijo-, que somos todos unos bárbaros.

– Creo que es una cosa bárbara -dijo la señorita Ophelia-, pero no creo que vosotros seáis todos bárbaros.

– De todas formas -dijo Marie-, se que es imposible llevarse bien con algunas de estas criaturas. Son tan malas que no deberían vivir. No siento ni una pizca de compasión en algunos casos. Si se comportaran, esto no ocurriría.

– Pero, mamá -dijo Eva-, la pobre criatura era muy desgraciada y eso la llevó a la bebida.

– ¡Tonterías, eso no es excusa! Yo soy muy desgraciada a menudo. Creo -dijo pensativamente- que he sufrido peores pruebas que ella. Es porque son muy malos. Hay algunos que no se pueden domar con ningún tipo de severidad. Recuerdo que mi padre tenía a un hombre que era tan perezoso que se fugaba sólo para eludir el trabajo y se quedaba agazapado en los pantanos, robando y haciendo fechorías de todo tipo. A ese hombre lo cogieron y azotaron infinidad de veces y nunca sirvió para nada; y la última vez se fue arrastrando, aunque apenas podía moverse, y murió en el pantano. No tenía ningún motivo, porque los braceros de mi padre siempre fueron muy bien tratados.

– Yo domé a un tipo, una vez -dijo St. Clare- que habían intentado domar en vano todos los capataces y supervisores.

– ¡Tú! -dijo Marie-. ¡Ya me gustaría saber cuándo tú hiciste algo parecido!

– Bien, era un hombre gigantesco y fuerte, nacido en África, y parecía tener una cantidad descomunal del burdo instinto de libertad. Era un verdadero león africano. Se llamaba Scipio. Nadie conseguía hacer nada con él; fue vendido muchas veces y pasó de supervisor en supervisor hasta que por fin lo compró Alfred, porque creía que podría con él. Bien, un día derribó al capataz y se largó a los pantanos. Yo estaba de visita en la plantación de Alfred, pues ya habíamos disuelto la sociedad. Alfred estaba muy enfurecido, pero le dije que era culpa suya y le hice una apuesta que yo domaría al hombre; finalmente se acordó que, si yo lo cogía, podría quedármelo para experimentar con él. Así que juntaron un grupo de seis o siete hombres, con armas de fuego y perros para la caza. La gente, ¿sabéis? puede cazar a un hombre con el mismo entusiasmo con el que caza un ciervo, si es la costumbre; de hecho, yo mismo me puse nervioso, aunque sólo iba a hacer de mediador si lo atrapaban.

Pues los perros ladraban y aullaban y nosotros cabalgamos y corrimos y al final lo localizamos. Corría y saltaba como un gamo y nos mantuvo a raya durante mucho rato, pero finalmente se vio atrapado en un espeso cañaveral; se volvió para defenderse y os aseguro que luchó con gran valor contra los perros. Los lanzaba de un lado a otro y llegó incluso a matar a tres de ellos con sus manos desnudas, pero entonces fue derribado de un tiro y cayó herido y sangrando casi a mis pies. El pobre hombre me miró con valentía y desesperación a la vez. Refrené a los perros y a los hombres cuando se lanzaron sobre él y lo reclamé como prisionero mío. Hizo falta toda mi habilidad para evitar que lo mataran de un tiro con la exaltación del éxito; pero saqué a relucir nuestro acuerdo y Alfred me lo dio. Pues, bien, me hice cargo de él y quince días después lo había domado y era tan dócil y manejable como se pudiera desear.

– ¿Qué demonios le hiciste? -preguntó Marie.

– Bien, fue un procedimiento bastante sencillo. Lo llevé a mi propio cuarto, mandé preparar una buena cama, curé sus heridas y lo atendí yo mismo hasta que se pudo poner de pie. Y, con el tiempo, le conseguí el documento de emancipación y le dije que podía ir adónde quisiera.

– ¿Y se fue? -preguntó la señorita Ophelia.

– No. El muy tonto rompió el documento por la mitad y se negó a dejarme. Nunca he tenido a un hombre más valiente o mejor, tan honrado y fidedigno. Se convirtió al cristianismo después y se hizo manso como un niño. Dirigía mi propiedad del lago y lo hacía estupendamente. Lo perdí en la primera epidemia de cólera. De hecho, dio su vida por mí. Porque yo estaba enfermo, casi moribundo; y cuando todos los demás huyeron, presas del pánico, Scipio me cuidó como un gigante y realmente me devolvió a la vida. Pero, ¡pobre hombre! Cayó enfermo enseguida y no se le pudo salvar. Nunca me ha apenado más la muerte de alguien.

Eva se había ido acercando más y más a su padre mientras contaba esta historia; tenía los pequeños labios separados y los ojos muy abiertos con un interés serio y absorbente.

Cuando terminó él, le echó los brazos al cuello, rompió a llorar y sollozó convulsivamente.

– Eva, querida, ¿qué pasa? -preguntó St. Clare, viendo como temblaba y se agitaba el pequeño cuerpo de la niña con la violencia de sus sentimientos-. Esta niña -añadió- no debería enterarse de este tipo de cosas, es demasiado nerviosa.

– No, papá, no soy nerviosa -dijo Eva, controlándose de repente con una fuerza de resolución extraordinaria para una persona tan joven-. No soy nerviosa, pero estas cosas me traspasan al corazón.

– ¿Qué quieres decir, Eva?

– No te lo puedo decir, papá. Pienso en muchas cosas. Quizás algún día te lo diga.

– Bien, piensa todo lo que quieras, querida, pero no llores para no preocupar a tu papá -dijo St. Clare-. Mira qué precioso melocotón tengo para ti.

Eva lo cogió sonriendo, aunque todavía se veían unos espasmos nerviosos en las comisuras de su boca.

– Ven y mira los peces de colores -dijo St. Clare, cogiéndole de la mano para llevarla al porche. Unos minutos después, se oían alegres carcajadas a través de las cortinas de seda, mientras Eva y St. Clare se tiraban rosas y se perseguían por los senderos del patio.


Existe peligro de que se olvide a nuestro humilde amigo Tom entre las aventuras de los de cuna más elevada; pero si nuestros lectores nos acompañan a un pequeño desván que hay encima del establo, puede que averigüen algo de su vida. Era un cuartito decente y contenía una cama, una silla y una pequeña y burda mesa, donde estaban la Biblia y el himnario de Tom; y en este momento, él está sentado delante con su pizarra en la mano, concentrado en alguna cosa que parece exigirle una gran cantidad de reflexión ansiosa.

El caso era que la añoranza de Tom por su casa se había hecho tan fuerte que le había pedido a Eva una hoja de papel de cartas y, haciendo acopio de sus escasos talentos literarios, adquiridos bajo la tutela del señorito George, se le ocurrió escribir una carta; y ahora estaba ocupado en redactar un primer borrador. Tom tenía grandes problemas, pues había olvidado por completo la forma de algunas letras y, de las que se acordaba, no sabía cuáles usar. Mientras trabajaba, resoplando con sus esfuerzos, Eva se posó como un pajarillo en el respaldo de su silla y miró por encima de su hombro.

– ¡Oh, tío Tom, qué garabatos más graciosos estás haciendo!

– Estoy intentando escribir a mi pobre esposa, señorita Eva, y a mis hijitos -dijo Tom, pasándose el dorso de la mano por los ojos-; pero mucho me temo que no lo voy a conseguir.

– ¡Ojalá pudiera ayudarte, Tom! Sé escribir un poco. El año pasado sabía hacer todas las letras, pero se me ha olvidado.

Conque Eva juntó su cabecita dorada con la de él y ambos iniciaron una discusión seria y afanosa, los dos igual de serios y casi igual de ignorantes; y, con gran cantidad de consultas y discusiones sobre cada palabra, sus esfuerzos empezaron, gracias al optimismo de la pareja, a tomar visos de redacción.

– Sí, tío Tom, realmente empieza a tener un aspecto precioso -dijo Eva, mirándola encantada-. ¡Qué contentos se van a poner tu esposá y tus pobres hijitos! ¡Ay, es una pena que te hayas tenido que separar de ellos! Pienso pedirle a papá que te deje volver alguna vez.

– El ama dijo que enviaría dinero para comprarme en cuanto lo pudiera juntar -dijo Tom-. Yo creo que lo hará. El joven señorito George dijo que vendría a buscarme; y me dio este dólar como prenda y Tom sacó de debajo de la ropa el preciado dólar.

– ¡Pues entonces seguro que vendrá! -dijo Eva-. ¡Me alegro!

– Y quería mandar una carta, ¿sabe? Para que sepan dónde estoy y para decirle a la pobre Chloe que estoy bien, porque se sintió muy mal, la pobre.

– Oye, Tom -dijo la voz de St. Clare, que se acercaba a la puerta en ese momento.

Tanto Tom como Eva se sobresaltaron.

– ¿Qué hacéis? -preguntó St. Clare, acercándose para ver la pizarra.

– Es la carta de Tom. Yo le ayudo a escribirla -dijo Eva-. ¿No es bonita?

– No quiero desanimaros a ninguno de los dos -dijo St. Clare-, pero creo, Tom, que será mejor que te escriba yo la carta. Lo haré en cuanto vuelva de cabalgar.

– Es muy importante que escriba -dijo Eva- porque su ama va a mandar el dinero para recuperarlo, ¿sabes, papá?; me ha dicho que es lo que ellos le dijeron.

St. Clare pensó, de corazón, que probablemente fuera una de esas cosas que dicen los amos bondadosos a sus sirvientes para aliviar su horror al verse vendidos, sin ninguna intención de cumplir con lo dicho. Pero no lo comentó en voz alta; sólo mandó a Tom que preparase los caballos para montar.

La carta de Tom fue debidamente escrita esa misma tarde y debidamente depositada en la estafeta de correos.

La señorita Ophelia perseveraba aún con sus esfuerzos por gobernar la casa. Se pusieron de acuerdo todos los miembros de la casa, desde Dinah hasta el pilluelo más pequeño, en que la señorita Ophelia desde luego era una cosa muy «especial», un término con el que un criado sureño da a entender que sus superiores no son exactamente lo que quisiera que fueran.

El círculo más elevado de entre ellos -es decir, Adolph, Jane y Rosa- coincidieron en decir que no era ninguna dama, pues las damas no trajinaban como lo hacía ella; que no tenía ningún aire, y que les sorprendía que fuera pariente de los St. Clare. Incluso Marie declaró que era de lo más fatigoso ver a la prima Ophelia siempre tan atareada. Y, de hecho, la laboriosidad de la señorita Ophelia era tan incesante que de alguna forma merecía tal queja. Cosía y zurcía, de la mañana hasta la noche, con la energía de alguien que se ve obligado por alguna urgencia apremiante; y luego, cuando caía la noche y guardaba la labor, con un gesto sacaba la consabida calceta y allí estaba de nuevo, teje que te teje. Verla era realmente agotador.

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