Dos días más tarde, un joven condujo una vagoneta hasta el final de la avenida de árboles del paraíso, donde dejó las riendas apresuradamente sobre el cuello del caballo y preguntó por el dueño de la propiedad. Era George Shelby y para saber cómo ha llegado hasta aquí, debemos retroceder en nuestra historia.
La carta de la señorita Ophelia a la señora Shelby se había quedado retenida, por un desafortunado accidente, durante un mes o dos en una remota estafeta de correos antes de llegar a su destino; y, por supuesto, antes de que llegara, Tom ya se había perdido de vista entre los lejanos pantanos del río Rojo.
La señora Shelby leyó las noticias con gran preocupación, pero cualquier acción inmediata era imposible. En esos momentos estaba haciendo de enfermera para su marido, que se encontraba postrado en la cama delirando con unas fiebres. El señorito George Shelby que, en el intervalo, se había convertido de un muchacho en un joven y alto caballero, era su ayudante fiel y constante y su único consejero para supervisar los negocios de su padre. La señorita Ophelia había tomado la precaución de enviarles el nombre del abogado que se ocupaba de los asuntos de los St. Clare, y no pudieron hacer más, dadas las circunstancias, que escribirle una carta a éste pidiéndole más datos. La muerte repentina del señor Shelby, unos días más tarde, trajo consigo las presiones absorbentes de otros intereses durante algún tiempo.
El señor Shelby mostró su confianza en la habilidad de su esposa nombrándola albacea única de todos sus bienes, de modo que le llegó inmediatamente a las manos una gran cantidad de negocios complicados.
La señora Shelby, con su energía acostumbrada, se dedicó a la tarea de desenredar la maraña de sus asuntos; ella y George estuvieron ocupados durante algún tiempo recogiendo y repasando las cuentas, vendiendo propiedades y pagando deudas; pues la señora Shelby estaba decidida a dejar todos los asuntos liquidados y claros, fueran cuales fueran las consecuencias para ella. Mientras tanto, recibieron una carta del abogado cuyas señas les había dado la señorita Ophelia, en la que decía que no sabía nada del tema; que el hombre había sido vendido en subasta pública y que, después de recibir el dinero, no supo nada más del asunto.
Este resultado no satisfizo ni a George ni a la señora Shelby, por lo que, unos seis meses después, cuando aquél se encontraba no abajo ocupándose de unos negocios para su madre, decidió visitar Nueva Orleáns personalmente para insistir en sus indagaciones, con la esperanza de averiguar el paradero de Tom y redimirlo.
Tras unos meses de búsqueda infructuosa, por pura casualidad George dio con un hombre en Nueva Orleáns que tenía la información deseada; así que, con el dinero en el bolsillo, nuestro héroe bajó en barco de vapor por el río Rojo con el propósito de encontrar y comprar a su viejo amigo.
Lo introdujeron inmediatamente en la casa, donde encontró a Legree en el salón.
Legree recibió al forastero con una especie de ruda hospitalidad.
– Tengo entendido -dijo el joven- que usted compró en Nueva Orleáns un muchacho llamado Tom. Antes estuvo en casa de mi padre y he venido a ver si podía comprarlo de nuevo.
A Legree se le ensombreció el semblante, y espetó con apasionamiento:
– Sí, compré a ese tipo y ¡menuda ganga resultó ser! ¡Era un perro rebelde, insolente y desvergonzado! Incitó a mis negros a que se escaparan y consiguió que huyeran dos muchachas, que vallan ochocientos o mil cada una. Lo confesó y cuando le conminé a que me dijera dónde estaban, me dijo que lo sabía pero que no pensaba decirlo; y se mantuvo firme aunque le di la mayor paliza que jamás le haya dado a un negro. Creo que pretende morirse, pero no sé si lo va a conseguir.
– ¿Dónde está? -preguntó George impetuosamente-. Quiero verlo-. Las mejillas del joven estaban coloradas y sus ojos echaban chispas, pero estuvo prudente y no dijo nada aún.
– Está en aquel cobertizo -dijo un muchachuelo que sujetaba el caballo de George.
Legree le dio una patada al niño y le maldijo; pero George, sin decir una palabra más, le volvió la espalda y se dirigió al lugar.
Tom llevaba allí dos días desde la noche fatídica, sin sufrir, puesto que tenía todos los nervios embotados y destruidos. Pasaba la mayoría del tiempo en un tranquilo estupor, porque las leyes de su constitución fuerte y robusta no querían soltar tan rápidamente el espíritu que mantenían prisionero. Unas pobres criaturas desoladas le habían visitado sigilosamente en la oscuridad de la noche, escatimando sus escasas horas de sueño para devolverle alguna de las muestras de amor que él siempre había derrochado entre ellos. Es verdad que tenían poco que darle: sólo una taza de agua fría; pero la daban con los corazones rebosantes.
Caían lágrimas sobre el rostro honrado e insensible; lágrimas de tardía contrición de los pobres paganos ignorantes, que el amor y la paciencia del moribundo habían despertado; susurraban amargas plegarias al Salvador recién descubierto del que conocían poco más que el nombre, pero a quien el corazón anhelante del hombre ignorante nunca ruega en vano.
Cassy, deslizándose fuera de su escondite, se había enterado del sacrificio que Tom había hecho por ella y Emmeline, y había ido a verlo la noche anterior desafiando el riesgo de que la cogieran; conmovida por las últimas palabras que el alma caritativa aún tenía la fuerza de susurrarle, la negra e infeliz mujer había superado el largo invierno de la desesperación y el hielo de los años y había rezado y llorado.
Cuando George entró en el cobertizo, sintió que la cabeza empezó a darle vueltas y el corazón a rompérsele.
– ¿Es posible… es posible? -dijo, arrodillándose junto a él-. ¡Tío Tom, pobre, pobre viejo amigo!
Algo en su voz penetró en el oído del moribundo. Movió levemente la cabeza, sonrió y dijo:
Jesús puede hacer que el lecho del moribundo
sea tan blando como las almohadas de pluma.»
Los ojos del joven derramaron lágrimas que honraban su corazón varonil mientras se inclinaba sobre su pobre amigo.
– ¡Ay, querido tío Tom! ¡Despiértate, por favor, háblame una vez más! ¡Mírame! Soy el señorito George, tu señorito George, ¿no me conoces?
– ¡Señorito George! -dijo Tom, abriendo los ojos y hablando con voz débil-. ¡Señorito George!-; parecía no comprender.
De repente la idea pareció llenarle el alma; los ojos extraviados se fijaron y centellearon, todo el rostro se le iluminó, las duras manos se juntaron y le cayeron lágrimas por las mejillas.
– ¡Bendito sea el Señor! ¡Es él, es él… es todo lo que deseaba! ¡No se han olvidado de mí! Me consuela el alma y me alegra el corazón. ¡Ahora moriré contento! ¡Bendito sea el Señor!
– ¡No te morirás, no debes morirte, ni se te ocurra! He venido a comprarte y llevarte a casa -dijo George con impetuosa vehemencia.
– ¡Ay, señorito George, llega usted tarde! El Señor me ha comprado y me va a llevar a casa… y estoy deseando ir. ¡El Cielo es mejor que Kentucky!
– ¡Oh, no te mueras! ¡Me matarás a mí! ¡Me romperá el corazón pensar lo que has debido de sufrir, tumbado en este viejo cobertizo! ¡Pobre, pobre hombre!
– No me llame usted pobre hombre -dijo Tom con solemnidad-. He sido un pobre hombre; pero eso ya está pasado y olvidado. ¡Estoy a las puertas de la gloria! ¡Oh, señorito George, el Cielo ha llegado! ¡He conseguido la victoria, me la ha concedido el Señor Jesús! ¡Bendito sea su nombre!
George se quedó anonadado por la fuerza, la vehemencia y el énfasis con que pronunció estas frases entrecortadas. Se quedó mirándolo en silencio.
Tom le agarró la mano y continuó:
– No le cuente a Chloe cómo me ha encontrado, pues sería terrible para ella. Dígale sólo que me encontró usted a punto de irme a la gloria y que no podía quedarme por nadie. Y dígale que el. Señor ha estado conmigo siempre y en todas partes, y me lo ha hecho todo más llevadero y fácil. Y ¡ay de los pobres chicos y la nena! ¡Mi viejo corazón casi se ha roto de lo que los echaba de menos! ¡Dígales que me sigan todos, que me sigan! ¡Dé recuerdos al amo y a la querida ama y a todos los de allí! ¡No puede saberlo: parece que les tengo cariño a todos! Parece que tengo cariño a todas las criaturas en todas partes… no siento más que amor. ¡Oh, señorito George, lo que significa ser cristiano!
En este momento, Legree se acercó a la puerta del cobertizo, miró dentro con un aire obstinado de fingida despreocupación y se dio la vuelta.
– ¡Viejo Satanás! -dijo George, indignado-. ¡Es un consuelo pensar que el diablo le hará pagar por esto un día de éstos!
– ¡Oh, no, no debe usted decir eso! -dijo Tom, cogiéndole fuertemente la mano-. ¡Sólo es un pobre miserable, es terrible pensarlo! ¡Si pudiera arrepentirse, el Señor le perdonaría ahora; pero me temo que no vaya a hacerlo nunca!
– No espero que no! -dijo George-. ¡No quiero verlo en el Cielo!
– ¡Calle, señorito George, me preocupa! ¡No sea usted así! A mí no me ha hecho daño realmente. Sólo me ha abierto las puertas del reino, nada más.
En este momento cedió el acceso de energía que le había infundido la alegría de reunirse con su joven amo. Empezó a debilitarse de pronto, cerró los ojos y el cambio misterioso y sublime que indica la llegada a otros mundos alteró su rostro.
Empezó a respirar con largas y profundas aspiraciones. Su ancho pecho subía y bajaba con pesadez. La expresión de su rostro era la de un conquistador.
– ¿Quién… quién puede separamos del amor de Cristo? -dijo con una voz que luchaba con la debilidad mortal; con una sonrisa en los labios, se quedó dormido.
George permaneció paralizado por un temor reverente. Tenía la impresión de que el lugar era sagrado. Al cerrar los ojos sin vida del muerto y apartarse, le llenaba una sola idea: «Lo que significa ser cristiano.»
Se giró. Legree estaba de pie, hosco, detrás de él.
Había algo en la escena de la muerte que había frenado el ímpetu natural del apasionamiento juvenil. La presencia de ese hombre era absolutamente odiosa para George. Sólo sentía el impulso de alejarse de él-con las menos palabras posibles.
Fijando sus oscuros y agudos ojos en Legree, dijo simplemente:
– Le ha sacado a él todo lo que ha podido. ¿Cuánto quiere que le pague por el cuerpo? Me lo llevaré para enterrarlo decentemente.
– No vendo a negros muertos -dijo Legree con terquedad-. Puede usted enterrarlo dónde y cuándo quiera. -Muchachos -dijo George con un tono autoritario a dos o tres negros que miraban el cadáver-, ayudadme a levantarlo y llevarlo a mi carro; y traedme una pala.
Uno de ellos se fue corriendo a por una pala; los otros dos ayudaron a George a transportar el cadáver a la vagoneta.
George ni habló ni miró a Legree, que no revocó sus órdenes, sino que permaneció de pie silbando con un aire de fingida despreocupación. Los siguió hoscamente al lugar donde se encontraba la vagoneta junto a la puerta.
George extendió su capa en la vagoneta y colocaron el cuerpo encima con cuidado, moviendo el pescante para hacerle sitio. Después se volvió, fijó los ojos sobre Legree y dijo con forzada serenidad:
– Hasta ahora no le he dicho lo que opino de este horrible asunto; éste no es el momento ni el sitio. Pero, señor, buscaré justicia por este derramamiento de sangre inocente. Denunciaré este asesinato. Iré al primer magistrado y le denunciaré.
– ¡Hágalo! -dijo Legree, chasqueando los dedos con desdén-. Me gustaría verlo. ¿De dónde va a sacar a los testigos? ¿Cómo lo va a demostrar? ¡Vamos, vamos!
George vio la fuerza de su desafío inmediatamente. No había ni un blanco en el lugar y, en todos los tribunales sureños, el testimonio de los negros no es nada. Sentía en ese momento que hubiera sido capaz de rasgar los cielos con el grito de su corazón indignado al pedir justicia, pero en vano.
– Después de todo, ¡qué escándalo por un negro muerto! Las palabras fueron como una chispa en un polvorín. La prudencia nunca fue una de las virtudes cardinales del joven de Kentucky. George se giró y de un solo golpe indignado dejó a Legree boca abajo en el suelo; y allí de pie junto a él, resplandeciente de ira y desafío, habría podido representar una personificación bastante aceptable de su tocayo tras su triunfo sobre el dragón.
A algunos hombres, sin embargo, les beneficia mucho un buen puñetazo. Si un hombre los deja fuera de combate, parecen adquirir inmediatamente respeto por él; Legree era uno de éstos. Al levantarse, por lo tanto, y sacudir el polvo de su ropa, observó el carro alejarse con evidente preocupación y no abrió la boca hasta que no se hubo perdido de vista.
Más allá de los límites de la plantación, George había visto una loma seca y polvorienta con algunos árboles que daban sombra. Allí cavaron la tumba.
– ¿Quitamos la capa, amo? -preguntaron los negros cuando la tumba estuvo preparada.
– ¡No, no! Enterradlo con ella. Es lo único que te puedo dar, pobre Tom, y es tuya.
Lo metieron en la fosa y los hombres la llenaron de tierra en silencio. Hicieron un pequeño montículo encima y lo cubrieron de hierba.
– Podéis marcharos, muchachos -dijo George, deslizando una moneda de cuarto de dólar en la mano de cada uno de ellos. Sin embargo, vacilaban, sin ganas de marcharse.
– Si el joven amo quisiera compramos… -dijo uno.
– Le serviríamos con lealtad -dijo el otro.
– Son malos tiempos aquí, amo -dijo el primero-. ¡Por favor, amo, cómprenos!
– ¡No puedo, no puedo! -dijo George con dificultad, haciéndoles señas para que se marcharan-. ¡Es imposible!
Los pobres hombres se fueron con aspecto desolado.
– ¡Eres testigo, Dios eterno -dijo George, arrodillándose junto a la tumba de su pobre amigo-, eres testigo de que, a partir de este momento, haré todo lo que es capaz de hacer un hombre para erradicar la maldición de la esclavitud de mi tierra!
Ningún monumento marca el último descansadero de nuestro amigo. ¡No le hace falta! Su Señor sabe dónde está y lo elevará, inmortal, para que aparezca junto a Él en el día de gloria.
¡No le tengáis lástima! ¡Semejante vida y semejante muerte no merecen lástima! La principal gloria de Dios no está en las riquezas del poder, sino en el amor sacrificado y doliente. Y benditos sean los hombres a los que Él llama para que sigan su mismo camino, llevando su cruz con paciencia. De éstos está escrito: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.»