La señora Shelby se había marchado de visita y Eliza se hallaba en el porche mirando acongojada el carruaje que se alejaba, cuando sintió una mano en el hombro. Se giró y una alegre sonrisa iluminó sus bellos ojos.
– George, ¿eres tú? ¡Qué susto me has dado! Pero me alegro de que hayas venido. La señora se ha ido a pasar la tarde fuera, así que ven a mi cuarto y podemos pasar un rato a solas.
Al decir esto, tiró de él hacia la puerta de un pequeño cuarto que daba al porche, donde solía dedicarse a la costura al alcance de la voz de su ama.
– ¡Qué contenta estoy! ¿Por qué no sonríes? Mira a Harry, qué grande se está haciendo -el niño miró vergonzoso a su padre a través de los rizos, cogido de la falda de su madre.
– ¿No es hermoso? -preguntó Eliza, levantando sus largos rizos para besarlo.
– ¡Ojalá no hubiera nacido él! -dijo George con amargura-. ¡Ojalá no hubiera nacido yo!
Sorprendida y asustada, Eliza se sentó, apoyó la cabeza en el hombro de su marido y rompió a llorar.
– Anda, anda, Eliza, no tenía derecho a hacerte sentir así, pobrecita-dijo cariñosamente él-; no tenía derecho. ¡Ojalá no me hubieras echado la vista encima nunca! Así hubieras podido ser feliz.
– George, George, ¿cómo puedes hablar así? ¿Qué cosa terrible ha ocurrido o va a ocurrir? Yo creo que hemos sido muy felices, hasta hace poco.
– Así es, cariño -dijo George. Luego sentó a su hijo en su regazo, miró fijamente sus hermosos ojos negros y pasó la mano por sus largos rizos.
– Es igual que tú, Eliza, y tú eres la mujer más guapa que he visto jamás y la más buena que espero ver nunca; pero ¡ojalá no te hubiera visto nunca, ni tú a mí!
– ¡Oh, George! ¿Cómo puedes decir eso?
– Si, Eliza, todo es miseria, miseria y más miseria. Mi vida es tan amarga como el ajenjo; se me está consumiendo la vida. Soy un esclavo pobre, miserable y desesperado; sólo puedo arrastrarte conmigo y nada más. ¿Para qué sirve que intentemos hacer algo, saber algo o ser algo en la vida? ¿Para qué sirve vivir? ¡Ojalá estuviera muerto!
Vamos, George, eso es malo de verdad. Sé cómo te sientes por haber perdido tu puesto en la fábrica y es verdad que tienes un amo duro; pero ten paciencia, por favor, y quizás algo…
– ¡Paciencia! -dijo él, interrumpiéndola-. ¿Acaso no he tenido paciencia? ¿Dije algo cuando fue a arrancarme del lugar donde todos me trataban con amabilidad? Le había dado cada centavo de mis ganancias, y todos decían que trabajaba bien.
– ¡Es terrible, lo reconozco! -dijo Eliza-; pero después de todo, es tu amo, lo sabes.
– ¡Mi amo! ¿Y quién lo convirtió en mi amo? Eso es lo que me atormenta: ¿qué derecho tiene a poseerme? Yo soy tan hombre como él. Sé más de los negocios que él; soy mejor administrador que él; leo mejor que él; mi caligrafía es mejor que la suya, y todo esto lo he aprendido por mí mismo y no gracias a él; he aprendido a pesar de él, así que ¿con qué derecho me convierte en caballo de tiro? ¿Para apartarme de las cosas que sé hacer y hago mejor que él y ponerme a hacer lo que puede hacer cualquier caballo? Lo hace adrede; dice que me abatirá y humillará y ¡me pone a hacer las tareas más duras, desagradecidas y sucias adrede!
– ¡Oh, George, George, me asustas! Nunca te he oído hablar así; tengo miedo de que hagas algo terrible. No me extraña que te sientas como te sientes, pero, por favor, ten cuidado, por mí y por Harry.
– He tenido cuidado y he sido paciente, pero las cosas se están poniendo peor; ya no lo aguanta mi cuerpo; él aprovecha cada oportunidad para insultarme y atormentarme. Creía que podría hacer bien mi trabajo y seguir tranquilamente y tener algún tiempo libre para leer y aprender fuera de las horas de trabajo; pero cuanto más ve que puedo hacer, más me carga de trabajo. Dice que aunque no digo nada, ve que tengo el diablo dentro y que él va a sacármelo; pues un día de éstos saldrá de una forma que no le va a gustar nada, te lo aseguro.
– ¡Vaya por Dios! ¿Qué vamos a hacer? -dijo Eliza con tristeza.
– Ayer mismo -dijo George-, cuando estaba ocupado cargando piedras en un carro, el joven señorito Tom estaba allí, chasqueando su látigo tan cerca del caballo que se asustó la pobre bestia. Le pedí que lo dejara, tan gentilmente como pude, pero siguió. Se lo pedí de nuevo, y se volvió contra mí y empezó a pegarme. Le sujeté la mano, y gritó y pataleó y corrió hacia su padre y le dijo que yo me peleaba con él. Este vino furioso y dijo que ya me enseñaría quién era mi amo; y me ató a un árbol y cortó varillas para el señorito, y le dijo que podía azotarme hasta cansarse, y así lo hizo. ¡Ya se lo recordaré, alguna vez! -se oscureció la frente del joven, cuyos ojos ardían con una expresión que hizo temblar a su joven esposa-. ¿Quién convirtió a este hombre en mi amo? ¡Eso es lo que quisiera saber! -dijo.
– Pues yo siempre he creído que debía obedecer a mi amo y a mi ama o que no sería buena cristiana -dijo Eliza, afligida.
– Eso tiene algo de sentido, en tu caso; te han criado como a una hija, te han dado de comer y te han vestido, te han mimado y te han enseñado paró que estuvieras bien instruida; esos son motivos por los que pueden pretender poseerte. Pero a mí me han pateado y golpeado e insultado y lo mejor que me han hecho ha sido dejarme en paz; ¿qué les debo yo? He pagado cien veces por todo lo que me han enseñado. ¡No pienso tolerarlo y no lo toleraré! -dijo apretando los puños y frunciendo el ceño con fiereza.
Eliza tembló y calló. Nunca antes había visto a su marido de un talante parecido, y su suave sentido de la ética pareció doblarse como un junco ante la fuerza de su pasión.
– ¿Sabes? El pequeño Carlo que tú me regalaste -añadió George-, esa criatura ha sido el único consuelo que he tenido. Ha dormido conmigo por la noche y me ha seguido durante el día, mirándome como si entendiera cómo me siento. Bueno, pues el otro día le daba de comer algunas sobras que recogí en la puerta de la cocina, cuando apareció el amo y dijo que lo alimentaba a su costa, que él no podía permitirse el lujo de que todos los negros tuviéramos nuestro propio perro, y me mandó atarle una piedra al cuello y echarlo al estanque.
– ¡Ay, George, no lo harías!
– Yo no, pero él sí. El amo y Tom tiraron piedras a la pobre criatura mientras se ahogaba. ¡Pobrecito! Me miraba tan triste como si no pudiera comprender por qué no lo salvaba. Tuve que aguantar que me azotaran por no hacerlo yo mismo. No me importa. El amo se enterará de que a mí los azotes no me amaestran. Ya llegará mi momento, si no se anda con cuidado.
– Pero ¿qué vas a hacer? Oh, George, no hagas nada malo. Si congas en Dios e intentas hacer lo correcto, Él te amparará.
– Yo no soy cristiano como tú, Eliza. Tengo el corazón lleno de amargura; no puedo confiar en Dios. ¿Por qué permite que las cosas sean como son?
– Oh, George, debemos tener fe. La señora dice que cuando todas las cosas nos van mal, debemos creer que Dios está haciendo lo que más nos conviene.
– Es fácil que los que se sientan en sofás y viajan en carruajes digan eso; pero si estuvieran donde estoy yo, les sentaría algo peor, me imagino. Quisiera poder ser bueno; pero mi corazón está encendido y no consigo reconciliarme de ninguna forma. Tampoco tú podrías. No podrías ahora, si te dijera todo lo que tengo que decir. Aún no lo sabes todo.
– ¿Qué puede pasar ahora?
– Últimamente, el amo anda diciendo que fue tonto al dejar que me casara con una de fuera; que odia al señor Shelby y a toda su tribu, porque son orgullosos y se creen mejores que él, y que tú me has dado ideas altivas; y dice que no me va a dejar venir más aquí, y que me casará con otra y me tendré que quedar en su finca. Al principio sólo despotricaba y refunfuñaba estas cosas; pero ayer me dijo que debía casarme con Mina y vivir en una cabaña con ella, o que me vendería río abajo.
– Pero estás casado conmigo; nos casó el sacerdote, ¡como si fueras blanco! -dijo simplemente Eliza.
– ¿No sabes que un esclavo no puede casarse? No hay leyes al respecto en este país; no puedo reclamarte como esposa, si a él se le antoja separamos. Por eso quisiera no haberte visto nunca, por eso quisiera no haber nacido; más nos hubiera valido a los dos, más le hubiera valido a este pobre niño no haber nacido. ¡Todo esto también puede pasarle a él!
– ¡Pero mi amo es tan amable!
– Sí, pero ¿quién sabe? El amo puede morir, y pueden venderlo a Dios sabe quién. ¿De qué sirve que sea guapo, inteligente y alegre? Te digo, Eliza, que por cada cosa buena o agradable que tenga o sea tu hijo, una daga atravesará tu corazón; lo hará demasiado valioso para que tú te lo quedes.
Estas palabras calaron hondas en el corazón de Eliza; apareció ante sus ojos la imagen del tratante y se puso pálida y comenzó a jadear como si le hubiesen asestado un golpe mortal. Miró nerviosa hacia el porche, donde se había retirado el niño, aburrido con la conversación seria, y donde iba de un lado a otro montado en el bastón del señor Shelby. Estaba a punto de comunicar sus temores a su marido, pero se contuvo.
«No, no, bastante tiene que aguantar el pobre», pensó. «No se lo contaré. Además, no es verdad. El amo no nos engaña jamás.»
– Así pues, Eliza, hija -dijo abatido el marido--, no te amilanes. Y adiós, porque me marcho.
– ¿Marcharte, George? ¿Marcharte adónde?
– Al Canadá -dijo él, irguiéndose-; y cuando llegue allí, te compraré: es la única esperanza que nos queda. Tienes un amo bondadoso, que no se negará a venderte. Os compraré a ti y al niño, ¡con la ayuda de Dios, lo haré!
– Pero será terrible si te cogen.
– No me cogerán, Eliza; antes moriré. Seré libre o moriré.
– ¡No te matarás!
– No hará falta. Ellos no vacilarán en matarme; no me cogerán vivo río abajo.
– Oh, George, ¡ten cuidado, hazlo por mí! No hagas nada malo; no te hagas daño ni a ti mismo ni a otro. Las tentaciones son fuertes, muy fuertes; pero no…, debes irte…, pero ve con cuidado y prudencia; reza a Dios para que te ayude.
– Escucha mi plan, entonces, Eliza. Al amo se le ha ocurrido mandarme pasar por aquí con una nota para el señor Symms, que vive una milla más adelante. Creo que sabía que vendría aquí a contarte las noticias. Eso le gustaría, si creyera que iba a molestar a «la gente de Shelby», como los llama. Me iré a casa resignado del todo, ¿sabes? como si todo hubiera acabado. He hecho algunos preparativos, y tengo a algunas personas que me ayudarán. Un día u otro, de aquí a una semana o así, estaré entre los desaparecidos. Reza por mí, Eliza; quizás el Señor te escuche a ti.
– Reza tú también, George, y confía en Dios; así no harás nada malo.
– Entonces, adiós -dijo George, cogiéndole las manos a Eliza y mirándole, inmóvil, los ojos. Se quedaron callados; luego hubo palabras de última hora, y sollozos, y amargo llanto, pues las esperanzas de un reencuentro tras la partida eran tan frágiles como una telaraña, y se separaron marido y mujer.