¡Una nueva estrella que iluminaba la vida, demasiado dulce para semejante espejo! Un ser hermoso, apenas formado o moldeado, una rosa con los pétalos aún por abrir [21].
¡El Misisipí! Cuánto han cambiado sus paisajes, como tocados por una varilla mágica, desde que Chateaubriand escribiera sobre él en prosa poética como un río de inmensas soledades, extendiéndose sin interrupción entre las maravillas inimaginables de la existencia vegetal y animal.
Pero en una hora este río de ensueño y de fábulas salvajes ha despertado a una realidad no menos visionaria y espléndida. ¿Qué otro río del mundo lleva a cuestas hasta el océano las riquezas y las empresas de un país semejante, un país cuyos productos incluyen todas las cosas entre los trópicos y los polos? Aquellas aguas turbulentas que se lanzan espumosas hacia adelante son un digno reflejo del precipitado flujo de negocios que navegan sobre sus olas dirigidos por la raza más vehemente y enérgica que el viejo mundo haya conocido jamás. ¡Ojalá no llevaran también una carga tan terrible: las lágrimas de los oprimidos, los suspiros de los desvalidos, las amargas oraciones elevadas por pobres corazones ignorantes a un Dios desconocido; desconocido, invisible y callado, pero que aún «¡saldrá de su lugar para salvar a todos los pobres de la tierra!».
La luz oblicua del sol poniente tiembla sobre la extensión oceánica del río; las vibrantes cañas y los altos cipreses pardos, engalanados con coronas de oscuro musgo fúnebre, resplandecen bajo los rayos dorados, mientras el cargado barco de vapor sigue avanzando.
Bajo balas de algodón procedentes de muchas plantaciones apiladas en la cubierta hasta la borda, que lo hacen parecer desde lejos una enorme mole gris, se va acercando al mercado cada vez más próximo. Debemos buscar un rato entre las cubiertas atiborradas hasta encontrar a nuestro humilde amigo Tom. En lo alto de la cubierta superior, en un recoveco formado entre las omnipresentes balas de algodón, lo encontramos por fin.
En parte debido a la confianza que le habían infundido las manifestaciones del señor Shelby y en parte gracias a su propio carácter tranquilo e inofensivo, Tom había conseguido ganar la confianza incluso de un hombre como Haley.
Al principio, éste lo había vigilado estrechamente durante el día y no lo había dejado dormir sin grilletes por la noche; pero la paciencia impasible y la aparente conformidad de la forma de ser de Tom lo llevaron poco a poco a desistir de estas medidas represivas y Tom llevaba ya un tiempo disfrutando de una especie de libertad bajo palabra, que le permitía ir y venir a su antojo por el barco.
Siempre discreto, servicial y dispuesto a echar una mano en cualquier emergencia que ocurriese entre los trabajadores de abajo, se había granjeado la buena opinión de todos ellos y pasaba muchas horas ayudándoles con la misma buena voluntad con la que trabajara antes en la granja de Kentucky.
Cuando no parecía quedar nada para hacer, se encaramaba a un nicho entre las balas de algodón de la cubierta superior y se ocupaba en estudiar la Biblia; y allí es donde lo encontramos ahora.
Durante unas cien millas al norte de Nueva Orleáns, el río está más alto que la tierra de alrededor y su inmenso volumen discurre entre enormes diques de veinte pies de altura. El pasajero que se halla en la cubierta del barco de vapor domina todo el paisaje en muchas millas a la redonda como si fuese desde lo alto de un castillo flotante. Por lo tanto Tom tenía extendido ante él, plantación tras plantación, un mapa de la vida que le esperaba.
Vio a los esclavos trabajando a lo lejos; vio en lontananza sus aldeas de casuchas que relucían en largas hileras en muchas plantaciones, alejadas de las casas solariegas y las zonas de recreo de los amos; y al desenrollarse el cuadro móvil, su pobre corazón simple miraba atrás a la granja de Kentucky con sus viejas hayas frondosas, a la casa del amo, con sus amplios salones frescos y, cerca de ella, la pequeña cabaña cubierta con la rosa de pitiminí y la bignonia. Le pareció ver los rostros familiares de compañeros que habían crecido junto a él; vio a su atareada esposa, trajinando entre los preparativos de las cenas; oyó las risas alegres de sus hijos mientras jugaban y los gorjeos del bebé en su regazo; y después, de golpe, se desvaneció todo y volvió a ver deslizarse los cañaverales y los cipreses y las plantaciones y volvió a oír los crujidos y los gemidos de las máquinas, y todo le decía con demasiada claridad que esa fase de su vida había desaparecido para siempre.
En semejantes circunstancias, usted escribiría a su esposa y mandaría mensajes a sus hijos; pero Tom no podía escribir, el correo no existía para él y no había ni una palabra ni un gesto amigo para llenar el abismo de la separación.
¿Es de extrañar, entonces, que caigan algunas lágrimas sobre las páginas de su Biblia cuando la apoya en una bala de algodón y traza sus promesas siguiendo con un dedo vacilante, una a una, las palabras? Como aprendió de mayor, Tom leía despacio y pasaba trabajosamente de un versículo al siguiente. Tenía la suerte de que el libro que leía no podía estropearse por una lectura pausada, sino que sus palabras, como lingotes de oro, parecían necesitar pesarse por separado para que la mente aprehendiese su incalculable valor. Observémoslo un momento mientras lee, señalando cada palabra y pronunciándola con voz baja:
«Que… no… se… agite… tu… corazón. En… la… casa… de… mi… Padre… hay… muchas… mansiones. Voy… a… preparar… un… sitio… para… ti.»
Cuando Cicerón enterró a su queridísima hija única, su corazón estaba tan repleto de sincera pena como el de Tom, no más, pues ambos no eran sino hombres; pero Cicerón no podía detenerse con palabras de esperanza tan sublimes, ni podía esperar tal reunión futura; y si las hubiera podido leer, lo más probable es que no las habría creído; primero habría tenido que llenarse la cabeza con mil preguntas sobre la autenticidad del manuscrito y la exactitud de la traducción. Pero, para el pobre Tom, allí estaba, exactamente lo que le hacía falta, tan claramente cierto y divino que no le pasó por la cabeza la posibilidad siquiera de cuestionarlo. Debía de ser cierto porque, si no era cierto, ¿cómo iba a vivir?
En cuanto a la Biblia de Tom, aunque no contenía anotaciones ni apuntes de lectores doctos en los márgenes, sí estaba adornada con ciertos hitos y directrices de la propia cosecha de Tom que le ayudaban más de lo que lo hubieran podido hacer las explicaciones más eruditas. Había sido su costumbre hacer que le leyeran los hijos de su amo, especialmente el señorito George; y, mientras leían, él marcaba con rayas y líneas bien delineadas a pluma los pasajes que más gratificaban su oído o conmovían su corazón. Así toda su Biblia estaba marcada, de principio a fin, con una variedad de estilos y designaciones; de esta forma, en un momento podía localizar sus pasajes preferidos sin tener que ir deletreando lo que había entre ellos; así, allí ante sus ojos, con cada pasaje recordando alguna escena de casa y rememorando alguna diversión pasada, su Biblia parecía representar todo lo que le quedaba de su vida, además de la promesa de una vida futura.
Entre los pasajeros del barco había un joven caballero de gran fortuna y buena familia, residente en Nueva Orleáns, que se llamaba St. Clare. Tenía con él a una hija de entre cinco y seis años de edad, además de una dama que parecía ser pariente de ambos, y estar especialmente encargada del cuidado de la pequeña.
Tom había vislumbrado a menudo a esta niña, pues era una de esas criaturas inquietas y bulliciosas que son tan difíciles de atrapar en un solo lugar como un rayo de sol o una brisa de verano, pero era de aquellas personas imposibles de olvidar una vez se las ha visto.
Su cuerpo poseía la perfección de la belleza infantil, sin la gordura y solidez habituales. Tenía la gracia liviana y etérea que se podría atribuir a un ser mítico y alegórico. Su rostro llamaba la atención menos por su hermosa perfección de facciones que por la sinceridad singular y soñadora de su expresión, que sorprendía a los idealistas cuando la contemplaban y que impresionaba incluso a los más lerdos sin que supieran muy bien por qué. La forma de la cabeza y el contorno del cuello y del busto eran especialmente nobles y la larga melena dorada que flotaba como una nube alrededor, la seriedad profundamente espiritual de sus ojos azul violeta, sombreados por tupidas pestañas de color castaño claro: todo ello la distinguía de los demás niños y hacía que todo el mundo volviera la cabeza para verla cuando se deslizaba de un lado del barco al otro. Sin embargo, la pequeña no era lo que podría llamarse una niña seria o triste. Al contrario, un aire inocente y juguetón parecía revolotear alrededor de su rostro infantil y su cuerpo ágil como la sombra de las hojas en verano. Siempre estaba moviéndose, con una sonrisa dibujada a medias en su boca rosada, correteando de aquí para allá con unos pasos ligeros y ondulantes, canturreando para sí como si estuviese soñando. Su padre y su cuidadora estaban incesantemente ocupados persiguiéndola; pero cuando la cogían, se esfumaba de nuevo como una nube veraniega; y como, hiciera lo que hiciese, no recibía una palabra de reproche, hacía lo que le placía por todo el barco. Siempre vestida de blanco, parecía deslizarse como una sombra por todo tipo de lugares sin mancharse lo más mínimo; y no había rincón donde no hubiesen pisado sus pies de hada ni recoveco que no hubiese sido visitado por la cabecita dorada con sus ojos de azul profundo.
Cuando levantaba los ojos de su ardua tarea, el fogonero a veces veía esos ojos dirigidos con fascinación hacia las profundidades rugientes de la caldera y después, con horror y lástima, hacia él, como si creyera que estaba en terrible peligro. Después el timonel se paraba y sonreía al ver asomarse la bella cabeza en la ventana de la sala de máquinas, para desaparecer un momento más tarde. Mil veces al día la bendecían rudas voces, y sonrisas de una dulzura inusitada cruzaban ásperos rostros a su paso; y cuando pasaba sin miedo por lugares peligrosos, manos rugosas y sucias se extendían involuntariamente para allanarle el camino.
Tom, que tenía la naturaleza dulce y impresionable de su bondadosa raza que se inclina siempre hacia lo puro y lo sencillo, observaba a la pequeña con un interés que crecía día a día. Le parecía una cosa casi divina; y cuando se asomaban la cabeza dorada y los ojos azules desde detrás de alguna oscura bala de algodón o lo miraba por encima de una colina de paquetes, casi creía que veía a un ángel surgido de su Nuevo Testamento.
Muchas veces se paseaba ella con tristeza por los lugares donde estaban encadenados los hombres y mujeres de la cuadrilla de Haley. Se deslizaba entre ellos, mirándolos con un aire de perplejidad y pena; a veces levantaba las cadenas con sus finas manos y suspiraba melancólicamente mientras se alejaba. Varias veces apareció de repente ante ellos con las manos llenas de caramelos, frutos secos y naranjas, que repartía alegremente entre ellos antes de desaparecer de nuevo.
Tom había observado mucho a la pequeña dama antes de cualquier intento de hacer amistad. Conocía infinidad de pequeños actos que propiciaban e invitaban a la gente menuda a acercarse, y decidió desempeñar con mucha habilidad su papel. Sabía tallar cestitas con huesos de cereza, sabía dibujar caras grotescas sobre las nueces de pacana y fabricar extrañas figuras móviles con pulpa de saúco y era un verdadero Pan a la hora de modelar silbatos de todos los tamaños y formas. Llevaba los bolsillos llenos de toda suerte de objetos atractivos, que había juntado en tiempos pasados para los hijos de su amo y que sacó ahora, uno por uno, con loable parsimonia y lentitud, como invitaciones a la amistad.
La pequeña era tímida, a pesar de su vivo interés por todo lo que ocurría a su alrededor, y no era fácil de domar. Durante algún tiempo, solía posarse como un canario sobre alguna caja o algún paquete cerca de donde Tom se entretenía con las artimañas antes descritas, y, con una especie de vergüenza y seriedad, coger los artículos que le ofrecía. Pero finalmente se hicieron bastante amigos.
– ¿Cómo se llama la señorita? -preguntó Tom por fin, cuando creyó que era el momento de hacer tales indagaciones.
– Evangeline St. Clare -dijo la pequeña- aunque papá y mamá y todo el mundo me llaman Eva. ¿Y cómo te llamas tú?
– Me llamo Tom; los niños me llamaban tío Tom, allá en Kentucky.
– Entonces yo también pienso llamarte tío Tom porque, verás, me caes bien -dijo Eva-. Así, pues, tío Tom, ¿adónde te diriges?
– No lo sé, señorita Eva.
– ¿Que no lo sabes? -preguntó Eva.
– No; me van a vender a alguien. No sé a quién.
– Mi padre puede comprarte -dijo Eva enseguida-; y si él te compra, lo pasaremos muy bien. Se lo voy a decir hoy mismo.
– Gracias, mi pequeña dama -dijo Tom.
En ese momento atracó el barco en un pequeño embarcadero para cargar leña y Eva, oyendo la voz de su padre, se fue corriendo ágilmente. Tom se levantó y se acercó para ofrecer sus servicios para cargar la leña y pronto estaba ocupado entre los braceros.
Eva y su padre se encontraban de pie juntos cerca de la barandilla para ver cómo salía el barco del embarcadero; la rueda había girado una o dos veces en el agua cuando, por un movimiento repentino, la pequeña perdió el equilibrio, se cayó por la borda e iba directamente al agua. Su padre, sin saber apenas lo que hacía, estaba a punto de lanzarse tras ella, pero alguien detrás de él lo retuvo, viendo que había llegado una ayuda más eficiente.
Tom estaba exactamente debajo de la niña cuando ésta se cayó. La vio dar en el agua y hundirse y se tiró tras ella al instante. No le costó nada a un hombre de amplio pecho y fuertes brazos como él mantenerse a flote en el agua hasta que, un momento o dos después, salió la niña a la superficie y la cogió en sus brazos y se fue nadando a la borda del barco y la alzó, goteando, para que la cogieran cientos de manos que estaban extendidas ansiosamente para recibirla como si pertenecieran a un solo hombre. Unos momentos más y la llevó su padre, chorreando e inconsciente, al camarote de las señoras donde, como suele ocurrir en casos de este tipo, hubo una bienintencionada y bondadosa contienda entre las ocupantes femeninas para ver quién hacía más para armar alboroto y evitar en lo posible su recuperación.
Hacía un tiempo sofocante y bochornoso el día siguiente mientras el barco se aproximaba a Nueva Orleáns. Se extendió un bullicio de expectación por toda la nave; en los camarotes unos y otros recogían sus pertenencias y las preparaban para bajar a tierra. El contramaestre, la camarera y los demás estaban ocupados limpiando, puliendo y arreglando el gran barco para hacer la gran entrada.
En la cubierta inferior estaba sentado nuestro amigo Tom con los brazos cruzados, dirigiendo de vez en cuando unas miradas ansiosas a un grupo de personas que se hallaba al otro lado del barco.
Allí estaba la bella Evangeline, algo más pálida que el día anterior pero por lo demás sin mostrar ninguna huella del accidente que había sufrido. A su lado había un joven elegante y de proporciones armoniosas, con el codo apoyado de forma displicente en una bala de algodón y una gran libreta abierta delante de él. Era evidente, sólo con mirarlo, que se trataba del padre de Evangeline. Tenía la misma forma noble de cabeza, los mismos ojos grandes y azules; sin embargo, la expresión era totalmente diferente. En los grandes ojos límpidos y azules de él, aunque tenían exactamente la misma forma y el mismo color, faltaba la profundidad de expresión soñadora y romántica; todo era claro, gallardo y luminoso, pero con una luz totalmente de este mundo; la boca de bellas proporciones tenía una expresión orgullosa y un poco sarcástica, mientras que cada uno de los elegantes movimientos de su bello cuerpo delataba, no sin gracia, un aire de despreocupada superioridad. Estaba escuchando con un aire festivo e indiferente, mitad cómico, mitad desdeñoso, a Haley, que se explayaba volublemente sobre las cualidades de la mercancía por la que regateaban.
– ¡Todas las virtudes morales y cristianas encuadernadas en tafilete negro! -dijo cuando terminó Haley-. Entonces, mi buen hombre, ¿cuánto he de soltar, como dicen en Kentucky? En otras palabras, ¿cuánto hay que pagar por este asunto? ¿Cuánto dinero me va a timar usted? Dígamelo.
– Bien -dijo Haley-, si dijera mil trescientos por este tipo, sólo cubro las pérdidas, y ésa es la pura verdad.
– ¡Pobre! -dijo el joven, mirándolo con ojos burlones-; pero supongo que me lo dará por esa cantidad por el aprecio que me tiene, ¿eh?
– Pues, la damita parece estar empeñada en ello, y es natural.
– Oh, desde luego, ése es el motivo de su benevolencia, amigo mío. Ahora bien, como cuestión de caridad cristiana, ¿cuál es el precio más barato por el que está dispuesto a darlo, para hacerle un favor a una jovencita que está prendada de él?
– Bueno, piénselo simplemente -dijo el tratante-; mire esas extremidades solamente, y es ancho de pecho y fuerte como un toro. Mire su cabeza: esas frentes despejadas son típicas de los negros pensadores, que sirven para todo tipo de cosas. Ya me he dado cuenta. Ahora, pues, un negro de esta corpulencia y este peso vale mucho, podríamos decir, sólo por el cuerpo, si no es inteligente; pero si tenemos en cuenta sus facultades intelectuales, que puedo demostrar que están fuera de lo común, pues, entonces, vale más. Si este tipo llevaba toda la granja de su amo. Tiene un talento excepcional para los negocios.
– ¡Malo, malo: sabe demasiado! -dijo el joven, con la misma sonrisa burlona en los labios-. No puede ser. Los tipos listos siempre se largan, roban caballos y dan guerra de mil maneras. Creo que tendrá que descontar un par de cientos por su inteligencia.
Pues podría tener algo de razón si no fuera por su carácter; pero le puedo enseñar referencias de su amo y de otras personas para demostrar que es un verdadero santo, la criatura más humilde, pía y beata que haya visto usted nunca. Si lo llamaban predicador en esas partes de donde procede.
– Y podría utilizarlo como capellán de la familia, supongo -dijo secamente el joven-. ¡Qué buena idea! La religión es un artículo que escasea en nuestra casa.
– Bromea usted.
– ¿Cómo lo sabe? ¿No acaba usted de afirmar que él es predicador? ¿Ha pasado el examen del sínodo o del concilio, acaso? Vamos, muéstreme los papeles.
Si el tratante no hubiera estado convencido, gracias a un guiño de buen humor en los grandes ojos, de que todas estas chanzas resultarían ser, a la larga, cuestión de dinero, puede que se hubiese impacientado un poco. Pero dadas las circunstancias, apoyó una cartera grasienta sobre las balas de algodón y se puso a estudiar ansiosamente algunos papeles que sacó de ella, mientras el joven se quedó de pie junto a él, mirándolo con un aire de suelta y desenfadada jocosidad.
– ¡Cómpralo, papá, no importa cuánto pagues! -susurró Eva dulcemente, encaramándose en una caja y rodeando el cuello de su padre con los brazos-. Sé que tienes bastante dinero, y lo quiero.
– ¿Para qué, gatita? ¿Vas a usarlo como cascabel o como caballo de balancín o qué?
– Quiero hacerle feliz.
– Desde luego es un motivo original.
En este punto el tratante le tendió un certificado, firmado por el señor Shelby, que cogió el joven con la punta de sus largos dedos y miró despreocupado por encima.
– Una letra señorial -dijo- y buena ortografia también. Bueno, pues, no estoy muy seguro, después de todo, por este asunto de la religión -dijo, con una expresión maliciosa de nuevo en los ojos-; el país está al borde de la ruina por culpa de los beatos blancos: los políticos tan beatos que tenemos antes de las elecciones, los tejemanejes beatos que tienen lugar en todos los departamentos de la iglesia y del estado, que uno no sabe quién va a ser el próximo en engañarle. Tampoco estoy muy seguro de que la religión esté en alza en este momento en el mercado. No he mirado su cotización en bolsa últimamente en el periódico. ¿Cuántos cientos de dólares me ha sumado por el asunto de la religión?
– Me parece que está usted bromeando -dijo el tratante-; pero tiene sentido lo que dice. Sé que hay diferencias en la religión. Algunos tipos son mezquinos; algunos celebran reuniones pías; otros cantan a voz en grito; en aquellos casos no hay diferencias entre blancos y negros pero en éstos, ya lo creo que las hay; lo he visto muchas veces en los negros, que se vuelven poco a poco tan tranquilos, honrados y píos que nada en el mundo podría tentarles a hacer nada que consideren que está mal; y ya ve usted en esta carta lo que dice de Tom su antiguo amo.
– Ahora -dijo el joven, inclinándose muy serio para mirar su libreta de facturas- si usted me asegura que puedo comprar esta clase de piedad, y que me lo apuntarán a mi cuenta en el libro de allá arriba como algo de mi propiedad, no me importa si pago un poco más por ella. ¿Qué me dice?
– Pues no puedo hacer eso -dijo el tratante-. Creo que cada uno tendrá que velar por sus propios intereses en ese lugar.
– Eso es un poco injusto para quien paga más por la religión, si no puede canjearlo en el lugar que más le interesa, ¿no es verdad? -dijo el joven, que había estado contando un fajo de billetes mientras hablaba-. ¡Ahí tiene, cuente su dinero, amigo! -añadió, ofreciendo el fajo al tratante.
– De acuerdo -dijo Haley, con una gran sonrisa de satisfacción; y sacando un viejo tintero de cuerno, se puso a hacer un contrato de venta que ofreció al joven caballero unos instantes después.
– Me pregunto yo, si me parcelaran e me hicieran inventario, cuánto darían por mí -dijo éste mientras leía el documento-. Digamos tanto por la forma de la cabeza, tanto por la frente despejada, tanto por los brazos y las manos y las piernas y después tanto por la educación, la cultura, el talento, la honradez y la religión. ¡Dios me ampare, poco cobrarían por lo último, me parece! Pero vamos, Eva,-dijo; y cogiendo de la mano a su hija, cruzó el barco, puso de forma desenfadada la punta del dedo bajo la barbilla de Tom y le dijo-: ¡Ánimo, Tom! Veremos si te gusta tu nuevo amo.
Tom levantó la mirada. No estaba en su naturaleza contemplar aquella cara alegre, joven y guapa sin experimentar placer; y Tom sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas cuando dijo de corazón:
– ¡Que Dios le bendiga, amo!
– Bien, espero que sí. ¿Cómo te llamas? ¿Tom? Es más probable que lo haga si lo pides tú que si lo pido yo. ¿Sabes conducir caballos, Tom?
– Estoy acostumbrado a los caballos desde siempre -dijo Tom-. El señor Shelby los criaba a montones.
– Bien, entonces creo que te pondré de cochero, con la condición de que no te emborraches más de una vez por semana, excepto en caso de emergencia, Tom.
Tom puso cara de sorprendido y algo ofendido y respondió:
– Nunca bebo, amo.
– He oído esa historia antes, Tom; pero ya veremos. Prestarás un gran servicio a todos nosotros, si es así. No te preocupes, muchacho -añadió de buen humor, al ver que Tom seguía serio-; no dudo que tengas buenas intenciones.
– Ya lo creo que las tengo -dijo Tom.
– Y lo pasarás bien -dijo Eva-; papá trata muy bien a todo el mundo; sólo se ríe de ellos.
– Papá te agradece tus recomendaciones -dijo St. Clare, riéndose al darse la vuelta para marcharse.