No llores por aquellos que el velo del sepulcro ha tapado a nuestros ojos en la mañana de la vida [43].
El dormitorio de Eva era una habitación espaciosa que, como todas las demás habitaciones de la casa, daba al amplio porche. La habitación se comunicaba, por un lado, con la de sus padres y, por el otro, con la ocupada por la señorita Ophelia. St. Clare había seguido sus propios gustos a la hora de amueblar este cuarto en un estilo que guardaba una peculiar armonía con la personalidad de su destinataria. En las ventanas colgaban cortinas de muselina blanca y rosa, el suelo estaba cubierto por una moqueta que había mandado hacer en París, según un dibujo diseñado por él mismo con una cenefa de capullos y hojas de rosa en las orillas y rosas abiertas en el centro. La cama, las sillas y los sofás eran de bambú, trabajado en unas formas bellas y fantásticas. Sobre la cabecera de la cama había una peana de alabastro donde se alzaba la escultura de un hermoso ángel con las alas recogidas, que sostenía una corona de laurel. Aquí se sujetaban unas ligeras cortinas de gasa rosada a rayas, que servían de protección contra los mosquitos, un accesorio indispensable en todos los dormitorios en ese clima. Los elegantes sofás de bambú estaban repletos de almohadones de damasco de color rosa y por encima de ellos, prendidas de las manos de figuras esculpidas, colgaban cortinas de gasa parecidas a las de la cama. Había una mesa ligera de formas caprichosas en el centro de la habitación, sobre la que se erguía un jarrón de mármol de Paros que estaba tallado en forma de azucena blanca rodeada de capullos, que se mantenía siempre lleno de flores. Sobre esta mesa yacían los libros y los pequeños tesoros de Eva, junto con una magnífica escribanía de alabastro, que le había comprado su padre una vez que la vio empeñada en mejorar su caligrafía. Había una chimenea en el dormitorio y sobre su repisa se alzaba una preciosa figura de Jesús rodeado de niños, con dos jarrones de mármol a cada lado, que Tom se enorgullecía y deleitaba en llenar de flores cada mañana. Las paredes estaban adornadas con dos o tres exquisitos cuadros de niños en diferentes actitudes. En resumen, no se podían posar los ojos en ningún sitio sin encontrarse con imágenes de infancia, de belleza y de paz. Los pequeños ojos de su dueña nunca se abrían a la luz de la mañana sin tropezar con algo que le llenaba el corazón de pensamientos hermosos y sosegadores.
Las fuerzas engañosas que habían animado a Eva durante algunos breves días se escapaban rápidamente; se oían cada vez menos sus ligeras pisadas en el porche y se la encontraba cada vez más a menudo reclinada en un pequeño canapé junto a la ventana abierta, con los grandes ojos profundos fijos en las olas de las aguas del lago.
Era a mediados de la tarde y se encontraba reclinada en este lugar, su Biblia medio abierta y sus dedos transparentes inertes entre las páginas, cuando de pronto oyó la voz de su madre hablando con tono agudo en el porche.
– ¿Qué haces ahora, desvergonzada? ¿Qué nueva travesura? Conque cogiendo flores, ¿eh? -y Eva oyó el sonido de un fuerte bofetón.
– ¡Caramba, ama! Son para la señorita Eva -oyó decir a una voz que reconoció como la de Topsy.
– ¡Para la señorita Eva! ¡Bonita excusa! ¿Crees que ella quiere tus flores, negra inútil? ¡Lárgate de aquí!
Eva se levantó inmediatamente del canapé y salió al porche.
– ¡No, mamá! Quiero las flores; dámelas, por favor. ¡Las quiero!
– Pero, Eva, tu cuarto ya está lleno.
– No puedo tener demasiadas -dijo Eva-. Topsy, tráelas aquí, ¿quieres?
Topsy, que estaba de pie de mal humor con la cabeza gacha, se acercó a ella y le ofreció las flores. Hizo esto con un aire de vacilación y timidez, muy diferente del descaro y la audacia que antes le fueran habituales.
– ¡Es un ramo precioso! -dijo Eva al verlo.
Era un ramo bastante singular: un geranio de brillante color escarlata y una sola camelia blanca, con sus hojas satinadas. Estaba preparado con claro gusto en cuanto al contraste de colores, y la posición de cada hoja había sido cuidadosamente estudiada.
Topsy parecía contenta cuando Eva dijo:
– Topsy, arreglas muy bien las flores. Toma -dijo- este jarrón que no tiene flores. Me gustaría que me preparases un ramo para él todos los días.
– ¡Qué raro! -dijo Marie-. ¡Ya me dirás para qué quieres algo así!
– No importa, mamá; a ti te da igual que lo haga Topsy, ¿verdad?
– Por supuesto, lo que tú quieras, querida. Topsy, ya has oído a tu joven ama; a ver si le haces caso.
Topsy hizo una pequeña reverencia y bajó la mirada; y al darse la vuelta, Eva vio deslizarse una lágrima por su negra mejilla.
– Verás, mamá, yo sabía que Topsy quería hacer algo por mí -dijo Eva a su madre.
– ¡Tonterías! Sólo es porque le gusta hacer travesuras. Sabe que no debe coger flores, y por eso lo hace; no hay más. Pero si a ti te gusta que las coja, así sea.
– Mamá, creo que Topsy es diferente de cómo solía ser, intenta ser buena chica.
– Tendrá que intentarlo durante mucho tiempo si quiere ser buena ella -dijo Marie con una risa displicente.
– Bueno, pero ya sabes, mamá, la pobre Topsy siempre lo ha tenido todo en contra.
– No desde que está aquí, desde luego. Se le ha hablado y predicado y se ha hecho todo lo que se podía hacer por ella; y está igual de desagradable, y siempre lo estará. ¡Nunca conseguirás hacer nada bueno de esa criatura!
– Pero, mamá, es tan diferente que te eduquen como a mí, con tantos amigos y tantas cosas para que seas buena y feliz; y ¡ser educada como ella lo ha sido toda su vida hasta que llegó aquí!
– Es muy probable -dijo Marie con un bostezo-. ¡Vaya, vaya, qué calor hace!
– Mamá, ¿verdad que tú crees que Topsy podría convertirse en ángel, igual que cualquiera de nosotros, si fuera cristiana?
– ¡Topsy! ¡Qué idea más ridícula! No se le podía ocurrir a nadie más que a ti. Pero supongo que es verdad.
– Pero, mamá, ¿no es Dios padre de ella tanto como nuestro? ¿No es Jesús su salvador?
– Puede ser. Supongo que Dios creó a todo el mundo -dijo Marie-. ¿Dónde están mis sales?
– ¡Ay, qué lástima, qué lástima! -dijo Eva, mirando el lejano lago y hablando a medias para sí.
– ¿Qué es una lástima? -preguntó Marie.
– Pues que alguien, cualquiera, que podría convertirse en ángel reluciente y vivir entre los ángeles, ¡pueda caer y caer sin que nadie le ayude! ¡Vaya por Dios!
– Bien, nosotros no podemos remediarlo; no vale la pena preocuparse, Eva. No sé qué se puede hacer; deberíamos estar agradecidas por las ventajas que tenemos.
– Yo no puedo -dijo Eva-. Me da tanta pena pensar en los pobres que no tienen ninguna.
– Eso es muy raro -dijo Marie-. A mí la religión me hace estar agradecida por mis ventajas.
– Mamá -dijo Eva-, quiero cortarme un poco de pelo, bastante.
– ¿Para qué?
– Mamá, quiero dar un poco a mis amigos mientras aún pueda dárselo personalmente. ¿Quieres llamar a la tía para que venga a cortármelo?
Marie elevó la voz y llamó a la señorita Ophelia, que estaba en la habitación de al lado.
La niña se apartó a medias de las almohadas cuando entró y, sacudiendo sus largos rizos dorados, dijo juguetona:
– ¡Vamos, tía, esquila la oveja!
– ¿Qué pasa? -preguntó St. Clare, que entraba en ese momento con alguna fruta que había ido a cogerle.
– Papá, sólo quiero que la tía me corte un poco el pelo; tengo demasiado y me da calor en la cabeza. Además, quiero regalarlo.
La señorita Ophelia se acercó con las tijeras.
– Ten cuidado que no le estropees el aspecto -dijo su padre-; corta por abajo, de donde no se note. Los rizos de Eva son mi orgullo.
– ¡Ay, papá! -dijo Eva con tristeza.
– Sí, y quiero que se mantengan espléndidos hasta que te lleve a la plantación de tu tío para ver al primo Henrique -dijo St. Clare con tono alegre.
– Nunca iré allí, papá; voy a un país mejor. ¡Tienes que creerme! ¿No ves, papá, que cada día estoy más débil?
– ¿Por qué te empeñas en que crea una cosa tan cruel, Eva? -preguntó su padre.
– Sólo porque es verdad, papá; si te lo crees ahora, puede que llegues a sentir sobre ello lo mismo que yo.
St. Clare apretó los labios y se quedó contemplando tristemente los largos y hermosos rizos que, según se iban cortando, eran depositados uno tras otro en su regazo. Ella los cogía, los miraba muy seria y los enroscaba en sus delgados dedos, mirando ansiosamente a su padre de cuando en cuando.
– ¡Es exactamente lo que presentía! -dijo Marie- es exactamente lo que me está minando la salud, día a día, y llevándome a la tumba, aunque nadie hace caso. Hace mucho que me he dado cuenta. St. Clare, verás dentro de poco que tengo razón.
– ¡Lo que te proporciona un gran consuelo, sin duda! -dijo St. Clare con un tono seco y amargo.
Marie se recostó en el canapé y se cubrió la cara con un pañuelo de batista.
Los claros ojos de Eva pasaron intensamente de uno al otro. Era la mirada serena y comprensiva de un alma liberada a medias de sus ligaduras terrenales; era evidente que veía, sentía y apreciaba la diferencia que había entre ambos.
Hizo un gesto para llamar a su padre. Éste se acercó y se sentó junto a ella.
– Papá, mis fuerzas flaquean día a día y sé que me tengo que marchar. Hay algunas cosas que quiero decir y hacer… que debo hacer; y tú te opones a que diga una palabra sobre el tema. Pero ha de suceder y no se puede aplazar. Por favor, ¡deja que hable ahora!
– ¡Hija mía, claro que te dejo! -dijo St. Clare, cubriéndose los ojos con una mano y cogiendo la mano de Eva con la otra.
– Pues, entonces, quiero ver a toda nuestra gente reunida. Hay algunas cosas que debo decirles.
– Bien -dijo St. Clare, con un tono de seco sufrimiento. La señorita Ophelia mandó a un mensajero y poco después se hallaban reunidos todos los criados en la habitación. Eva se recostó sobre las almohadas; el cabello le caía alrededor de la cara y las mejillas sonrosadas contrastaban dolorosamente con la blancura intensa de su cutis y las finas líneas de su cuerpo y sus facciones; fijó los grandes ojos espirituales con intensidad en cada uno de ellos.
A los sirvientes les embargó de pronto la emoción. El rostro espiritual, los largos mechones de cabello que yacían junto a ella sobre la cama, la cara oculta de su padre y los sollozos de Marie tocaron inmediatamente una fibra de la raza sensible e impresionable; y, al entrar, se miraban entre ellos y meneaban la cabeza. Había un profundo silencio, como en un funeral.
Eva se incorporó y miró larga e intensamente a cada uno. Todos estaban tristes y compungidos. Muchas de las mujeres tenían la cara hundida en el delantal.
– Os he hecho llamar, queridos amigos -dijo Eva- porque os quiero. Os quiero a todos, y tengo algo que deciros, que quiero que recordéis siempre… Voy a dejaros. Dentro de unas semanas, ya no me veréis…
Aquí un estallido de gemidos, sollozos y lamentos procedentes de todos los presentes interrumpió a la niña, ahogando completamente su débil voz. Esperó un momento y luego, hablando con un tono que frenó el llanto de todos, dijo:
– Si me queréis, no debéis interrumpirme así. Escuchad lo que digo. Quiero hablaros de vuestras almas… Me temo que muchos de vosotros sois muy descuidados. Sólo pensáis en este mundo. Quiero que recordéis que existe un mundo bello donde está jesús. Voy allí y vosotros podéis ir allí también. Es tanto para vosotros como para mí. Pero si queréis ir allí, no debéis vivir una vida ociosa, despreocupada y vacía. Debéis ser cristianos. Debéis recordar que cada uno de vosotros puede convertirse en ángel y podéis ser ángeles para siempre… Si queréis ser cristianos, Jesús os ayudará. Debéis rezarle a El, debéis leer…
La niña se detuvo, los miró con tristeza y dijo pesarosa:
– ¡Pero, ay, si no sabéis leer, pobres criaturas! -y hundió el rostro en la almohada y lloró, y su llanto era acompañado por los sollozos reprimidos de sus oyentes, que estaban arrodillados en el suelo.
– No importa -dijo, levantando la cara y sonriendo animosa a través de las lágrimas-. He rezado por vosotros y sé que Jesús os ayudará aunque no sepáis leer. Hacedlo todo lo mejor que sepáis; rezad todos los días; rogad a Él para que os ayude, haced que os lean la Biblia siempre que podáis, y creo que os veré a todos en el cielo.
– Amén -respondieron Tom y Mammy y algunos de los mayores, que pertenecían a la iglesia metodista. Los jóvenes, más inconscientes y totalmente embargados por la emoción, sollozaban con la cabeza inclinada.
– Yo sé -dijo Eva- que todos me queréis.
– ¡Sí, ay, sí, claro que la queremos, que Dios la bendiga! -contestaron involuntariamente todos.
– Sí, ya lo sé. No hay ni uno entre vosotros que no se haya portado siempre bien conmigo, y quiero daros algo que os haga pensar en mí cuando lo miréis: os voy a dar un rizo de mi cabello. Cuando lo miréis, recordad que os quería y que me he ido al cielo y que quiero veros a todos allí.
Es imposible describir la escena que tuvo lugar mientras rodearon a la niña entre lágrimas y sollozos y cogieron de su mano lo que les parecía una última muestra de su amor. Se hincaron de rodillas; sollozaron, rezaron, besaron la orilla de su vestido; y los mayores pronunciaban palabras de cariño, entremezcladas con oraciones y bendiciones, según la costumbre de su raza sensible.
Al coger cada uno su regalo, la señorita Ophelia, inquieta por el efecto de tanta emoción sobre su pequeña paciente, indicaba a cada uno que saliera de la habitación.
Finalmente, todos se habían marchado menos Tom y Mammy.
– Toma, tío Tom dijo Eva-, uno precioso para ti. Ay, estoy muy contenta, tío Tom, de pensar que te veré en el cielo, pues estoy segura de que así será; ¡y a Mammy, mi queridísima Mammy! -dijo, rodeando amorosamente a su antigua niñera con los brazos-; sé que tú también estarás allí.
– ¡Ay, señorita Eva, no podré vivir sin usted! -dijo la fiel criatura-. ¡Es como si se fuera todo de aquí a la vez! -y Mammy se abandonó a un arrebato de pena.
La señorita Ophelia empujó a Mammy y a Tom con suavidad hacia la salida, creyendo que se habían marchado ya todos; pero, al volverse, Topsy aún se encontraba allí.
– ¿De dónde has salido tú? -preguntó bruscamente.
– Ya estaba aquí -dijo Topsy, apartando las lágrimas de sus ojos-. Ay, señorita Eva, he sido una mala chica, pero ¿no me dará uno a mí también?
– Sí, pobre Topsy, por supuesto que sí. Toma… cada vez que mires eso, recuerda que te quiero y que quería que fueras una buena chica.
– ¡Ay, señorita Eva, ya lo intento! -dijo Topsy muy seria-, pero ¡Señor, es tan difícil ser buena! ¡Desde luego yo no estoy acostumbrada a serlo!
– Jesús lo sabe, Topsy; Él se apiada de ti y te ayudará.
Topsy, con los ojos ocultos por el delantal, fue conducida en silencio fuera de la habitación; al salir, guardó el apreciado rizo en su seno.
Después de marcharse todos, cerró la puerta la señorita Ophelia. Esta estimable señora también se había enjugado muchas lágrimas durante la escena; pero su preocupación por las consecuencias de tanta emoción en su joven protegida era su sentimiento predominante.
St. Clare había estado sentado todo el rato en la misma postura, con la mano ocultando los ojos. Después de marcharse todos, se quedó igual.
– ¡Papá! -dijo Eva, colocando su mano suavemente sobre la de él.
Él se sobresaltó y se estremeció; pero no respondió. -¡Querido papá! -dijo Eva.
– ¡No puedo! -dijo St. Clare levantándose-. ¡No puedo soportarlo!¡El Todopoderoso me ha tratado con mucha crueldad! y St. Clare pronunció estas palabras con cruel énfasis.
– Augustine, ¿Dios no tiene derecho a hacer lo que quiera con los suyos? -preguntó la señorita Ophelia.
– Quizás, pero no por eso es más fácil de soportar -dijo él con un acento seco, duro e implacable.
– ¡Papá, me rompes el corazón! -dijo Eva, incorporándose para lanzarse a sus brazos-; ¡no debes sentirte así! y la niña lloró y sollozó con una violencia que alarmó a todos, consiguiendo cambiar el rumbo de los pensamientos de su padre.
– ¡Vamos, Eva, querida, calla, calla! Me he equivocado; he sido malo. Sentiré lo que tú quieras, haré lo que tú quieras, pero no te angusties así, no llores así. Me resignaré; he hecho mal hablando como lo he hecho.
Pronto Eva se quedó como una paloma fatigada en brazos de su padre y él se inclinaba hacia ella y la tranquilizaba con todas las palabras afectuosas que se le ocurrían.
Marie se levantó y se precipitó fuera de la habitación en dirección a la suya propia, donde se abandonó a un violento ataque de histeria.
– No me has dado un rizo, Eva -dijo su padre con una sonrisa triste.
– Son todos tuyos, papá -dijo ella sonriente-, tuyos y de mamá; y debes dar a la tía todos los que quiera. Sólo se los he dado a nuestros pobres criados yo misma porque puede que nadie se acuerde de hacerlo cuando me haya ido y porque espero que les ayude a recordar… Tú eres cristiano, ¿verdad, papá? -preguntó Eva titubeante.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– No lo sé. Eres tan bueno que no creo que tengas más remedio que serlo.
– ¿Qué significa ser cristiano, Eva?
– Querer a Cristo sobre todas las cosas -dijo Eva.
– ¿Y tú lo haces, Eva?
– Desde luego que sí.
– Nunca lo has visto -dijo St. Clare.
– Eso no importa -dijo Eva-. Creo en Él y dentro de unos días lo veré y su joven rostro se iluminó con ferviente euforia.
St. Clare no dijo nada más. Era un sentimiento que ya había visto en su madre; pero no hacía vibrar ninguna cuerda dentro de él.
Después de esto, Eva empeoró muy deprisa; yo no había duda sobre el desenlace; la esperanza más sublime no podía negarlo. Su hermoso cuarto se convirtió en una enfermería manifiesta y la señorita Ophelia cumplía las obligaciones de una enfermera día y noche; sus amigos nunca habían apreciado tanto su valía como en esta faceta. Con una mano y un ojo tan bien entrenados, con tan perfecta eficiencia y práctica en todos los artes que pudieran aumentar el orden y el confort y mantener oculto todo signo desagradable de la enfermedad, con un sentido perfecto de la oportunidad, una cabeza tan despejada y clara, una exactitud total para recordar cada receta e indicación del médico, ella lo era todo. Los que se encogían de hombros por sus pequeñas idiosincrasias y manías, tan diferentes de la laxitud despreocupada de los sureños, reconocieron ahora que era la persona idónea para ese momento.
El tío Tom pasaba mucho tiempo en el cuarto de Eva. La niña padecía una inquietud nerviosa y le aliviaba mucho que la llevaran en brazos; para Tom, su mayor placer era llevar su frágil cuerpecillo sobre una almohada en sus brazos, a veces paseando por su habitación y a veces por el porche; y cuando soplaban las frescas brisas del lago y ella se sentía con más fuerzas por la mañana, a veces paseaba con ella entre los naranjos de la huerta o se sentaba con ella en alguno de sus antiguos bancos para cantarle sus viejos himnos preferidos.
Muchas veces su padre hacía lo mismo; pero era de constitución más delicada y, cuando se cansaba, Eva solía decirle: -¡Oh, papá, deja que me lleve Tom! ¡El pobre! A él le gusta y sabes que es lo único que puede hacer ahora y quiere hacer algo.
– ¡Yo también, Eva! -dijo su padre.
– Pero papá, tú lo puedes hacer todo y lo eres todo para mí. Me lees, te quedas levantado conmigo por las noches; y Tom sólo tiene esto y sus cantos; y también sé que es más fácil para él que para ti. ¡Me lleva con tanta fuerza!
Tom no era el único que sentía el deseo de hacer algo. Cada sirviente de la casa compartía el mismo sentimiento y, a su manera, hacía lo que podía.
El corazón de la pobre Mammy suspiraba por estar con su adorada niña, pero no encontraba ocasión para ello, noche o día, porque Marie declaró que su estado mental era tal que le era imposible descansar y, por supuesto, iba contra sus principios dejar descansar a los demás. Despertaba a Mammy veinte veces durante la noche para que le frotara los pies, refrescara la cabeza, buscara su pañuelo, fuera a ver qué era el ruido del cuarto de Eva, a bajar una cortina porque había demasiada luz o a levantarla porque había poca; y, durante el día, cuando hubiera querido ayudar a cuidar a su favorita, Marie demostraba un ingenio fuera de lo común para mantenerla ocupada en otros lugares de la casa o cerca de ella misma, por lo que lo único que conseguía eran entrevistas clandestinas y visitas fugaces.
– Considero que es mi deber cuidar especialmente de mí misma en estos momentos -decía Marie-, pues estoy muy débil y recaen sobre mí todos los cuidados de la querida niña.
– Vaya, querida -decía St. Clare-, creía que nuestra prima te relevaba de ese deber.
– Hablas como un hombre, St. Clare, como si fuera posible relevarle a una madre de cuidar de un hijo en semejante estado; pero siempre es igual, ¡nadie sabe nunca lo que padezco! ¡Yo no puedo olvidarme de las cosas, como tú!
St. Clare sonrió. Tenéis que perdonarle, porque no pudo evitarlo; St. Clare aún tenía la capacidad de sonreír. El viaje de despedida de la pequeña era tan luminoso y apacible, unas brisas tan dulces y fragantes impulsaban la barca a la orilla celestial, que era imposible darse cuenta de que se aproximaba la muerte. La niña no sufría dolores, sólo una debilidad tranquila y suave, que aumentaba diariamente casi sin que se dieran cuenta; y ella estaba tan bella, tan cariñosa, tan confiada y tan feliz que nadie podía resistirse a la influencia apaciguadora del aire de inocencia y paz que parecía envolverla. St. Clare notó cómo lo envolvía un extraño sosiego. No era esperanza: eso era imposible; no era resignación; sólo era un tranquilo descanso en el presente, que le parecía tan bello que no quería pensar en el futuro. Era como el silencio espiritual que experimentamos en los luminosos y benignos bosques en el otoño, cuando los árboles se tiñen de un rubor brillante y febril y se ven las últimas flores rezagadas junto al arroyo; y lo disfrutamos todo mucho más sabiendo que pronto desaparecerá.
El amigo que más sabía de los pensamientos y presagios de Eva era su fiel portador, Tom. A él le decía cosas que no quería que preocuparan a su padre. Con él compartía las intimaciones misteriosas que experimenta el alma cuando las cuerdas empiezan a aflojarse antes de abandonar la tierra para siempre.
Al final, Tom no dormía en su propio cuarto sino que pasaba toda la noche en el porche exterior, preparado para levantarse en cuanto lo llamaran.
– Tío Tom, ¿por qué demonios te ha dado por dormir en cualquier lado como un perro? -preguntaba la señorita Ophelia-. Yo creía que eras una persona disciplinada, y que te gustaba dormir en la cama como un buen cristiano.
– Sí me gusta, señorita Feely -decía Tom con tono misterioso-, sí me gusta, pero ahora…
– Ahora, ¿qué?
– No debemos hablar fuerte para que no nos oiga el señorito St. Clare; pero, señorita Feely, usted sabe que alguien tiene que esperar la llegada del novio.
– ¿Qué quieres decir, Tom?
– Sabe usted lo que pone en las Sagradas Escrituras: «A medianoche hubo un gran alboroto. Mirad, se acerca el novio.» Eso es lo que yo espero ahora, noche tras noche, señorita Feely; y no puedo dormir donde no lo pueda oírlo.
– ¿Qué te hace creerlo, tío Tom?
– Es por lo que me cuenta la señorita Eva. El Señor envía su mensajero al alma. Debo estar allí, señorita Feely, porque cuando esa niña bendita entre al reino, abrirán tanto la puerta que podremos asomarnos a ver la gloria, señorita Feely.
– Tío Tom, ¿ha dicho la señorita Eva que se sentía peor que de costumbre esta noche?
– No, pero me dijo esta mañana que se acercaba; ellos se lo dicen a la niña, señorita Feely. Son los ángeles; «es el sonido de la trompeta antes del alba» -dijo Tom, citando uno de sus himnos preferidos.
Este diálogo tuvo lugar entre la señorita Ophelia y Tom una noche entre las diez y las once, cuando, después de disponer todas las cosas para la noche, ella iba a echar el cerrojo de la puerta y se encontró con Tom, que yacía junto a la puerta en el porche exterior.
No era nerviosa ni impresionable, pero los modales solemnes y sinceros de Tom le llamaron la atención. Eva había estado más contenta y alegre de lo normal aquella tarde cuando, incorporada en su cama, repasaba todas sus queridas baratijas y tesoros y designaba a qué amigos quería que se entregasen; estaba más animada y su voz más natural de lo que habían presenciado durante semanas. Después de visitarla por la noche, su padre dijo que parecía más la de antes que desde el inicio de su enfermedad; y cuando le dio el beso de buenas noches, le dijo a la señorita Ophelia:
– Prima, puede que se quede con nosotros después de todo; está mucho mejor.
Y se retiró a dormir con el corazón más ligero que en muchas semanas.
Pero a medianoche, hora extraña y mística, cuando se aclara el velo entre el frágil presente y el eterno futuro, ¡llegó el mensajero!
Se oyó en el dormitorio primero el sonido de las pisadas de alguien caminando deprisa. Era la señorita Ophelia, que había decidido velar a su pequeña paciente toda la noche y, al filo de la medianoche, observó lo que las enfermeras experimentadas suelen llamar intencionadamente «un cambio». La puerta exterior se abrió enseguida y en un momento estaba alerta Tom, que vigilaba fuera.
– ¡Ve a por el médico, Tom, sin perder un momento! -dijo la señorita Ophelia, y cruzó la habitación para llamar a la puerta de St. Clare.
– Primo -dijo-, quiero que vengas.
Estas palabras cayeron sobre su corazón como paladas de tierra sobre un ataúd. ¿Por qué? En un instante se levantó, acudió al dormitorio y se inclinó sobre Eva, que aún dormía.
¿Qué fue lo que vio que le paralizó el corazón? ¿Por qué no medió palabra entre ellos? Tú lo sabrás, que has visto la misma expresión en una cara querida, esa mirada indescriptible, desesperanzada e inconfundible que te dice que tu ser querido ya no es tuyo.
Sin embargo, en el semblante de la niña no había ninguna marca espantosa; sólo una expresión noble y casi sublime, la presencia dominante de naturalezas espirituales, los albores de la vida inmortal en el alma infantil.
Se quedaron tan inmóviles mirándola que incluso el tictac del reloj parecía demasiado fuerte. Unos momentos más tarde, regresó Tom con el médico. Éste entro, le dirigió una mirada y se quedó tan callado como los demás.
– ¿Cuándo tuvo lugar este cambio? -preguntó a la señorita Ophelia en un leve susurro.
– Al filo de la medianoche -fue la respuesta.
Marie, despertada por la llegada del médico, apareció de repente desde la habitación de al lado.
– ¡Augustine!, ¡prima! ¿Qué ocurre? -empezó bruscamente a decir.
– ¡Calla! -dijo St. Clare con voz ronca-. ¡Se muere!
Mammy oyó sus palabras y corrió a despertar a los criados. Pronto toda la casa estaba levantada; se encendieron luces, se oyeron pisadas, el porche se llenó de caras ansiosas, que miraban entre lágrimas a través de las ventanas; pero St. Clare no oía ni veía nada. Sólo veía aquella mirada en el semblante de la pequeña durmiente.
– ¡Ojalá se despierte y hable una vez más! -dijo; e inclinándose sobre ella, le dijo al oído:
– ¡Eva, cariño!
Se abrieron los grandes ojos azules; una sonrisa iluminó su rostro; intentó incorporarse para hablar.
– ¿Me conoces, Eva?
– Querido papá -dijo la niña con un último esfuerzo, rodeándole el cuello con los brazos. Un momento después, se aflojaron y cayeron, cuando St. Clare levantó la mirada, vio un espasmo de agonía mortal cruzar su rostro; ella jadeó y alzó las pequeñas manos.
– ¡Ay, Dios, esto es terrible! -dijo él, volviéndole la espalda y retorciéndole la mano a Tom, casi sin darse cuenta de lo que hacía-. ¡Ay, Tom, muchacho, esto me está matando!
Tom tenía cogida la mano de su amo entre las suyas, y, con las lágrimas cayéndole a chorro por las mejillas negras, buscó ayuda allá arriba donde solía buscarla.
– ¡Reza porque sea lo más corto posible! -dijo St. Clare-. ¡Me destroza el corazón!
– ¡Ay, Dios santo, ya ha acabado; ha acabado, querido amo! -dijo Tom-. ¡Mírela!
La niña yacía jadeante y como agotada en la cama, con los grandes ojos claros mirando fijamente hacia arriba. ¡Ay, lo que expresaban aquellos ojos, que decían tanto del cielo! La tierra y los dolores terrenales ya se habían quedado atrás, pero el misterio y el triunfante resplandor de su semblante eran tales que sofocaban incluso los sollozos de dolor. Todos se congregaron en tomo a ella conteniendo el aliento.
– Eva -dijo St. Clare con ternura.
Ella no lo oyó.
– ¡Ay, Eva, dinos qué ves! ¿Qué es? -preguntó su padre. Una sonrisa gloriosa iluminó su rostro y dijo, con voz quebrada:
– ¡Oh, amor… felicidad… paz! -y con un suspiro pasó de la muerte a la vida.
«¡Adiós, querida niña! Las brillantes puertas eternas se han cerrado a tus espaldas; no veremos más tu dulce rostro. ¡Ay de los que hemos visto tu entrada en el cielo, cuando despertemos para encontramos a solas con las nubes grises de la vida cotidiana, pues tú te has marchado para siempre!»