CAPÍTULO XXIV

PRESAGIOS

Dos días después, se despidieron Alfred St. Clare y Augustine; y Eva, a quien la compañía de su joven primo había animado a fatigarse más allá de lo que permitían sus fuerzas, empezó a debilitarse rápidamente. Por fin St. Clare se sintió dispuesto a pedir consejo médico, algo que había rechazado siempre por considerarlo como el reconocimiento de una verdad insoportable.

Pero durante un día o dos, Eva se encontraba tan mal que se quedó confinada a la casa y llamaron al médico.

Marie St. Clare no se había fijado en la salud y las fuerzas paulatinamente menguadas de su hija por estar totalmente absorta en el estudio de dos o tres síntomas nuevos de la enfermedad de la que se creía víctima ella misma. Era el primer principio de la creencia de Marie, según el cual nadie sufría ni había sufrido nunca tanto como ella, por lo que siempre rechazaba indignada la idea de que alguien de su entorno pudiera enfermar. Siempre estaba convencida, en tales casos, de que no era más que pereza o falta de energía; y que si hubieran padecido lo que ella, sabrían lo que es bueno.

La señorita Ophelia había intentado varias veces despertar su preocupación materna por Eva, pero en vano.

– A mí no me parece que le pase nada a la niña -decía-; corretea por ahí y juega.

– Pero tiene tos.

– ¡Tos! ¡No hace falta que me digas a mí lo que es la tos! Yo siempre he sido propensa a la tos, toda mi vida. Cuando yo tenía la edad de Eva, creían que era tísica. Mi madre velaba conmigo noche tras noche. ¡Oh, la tos de Eva no tiene importancia!

– Pero se fatiga y se queda sin aliento.

– ¡Caramba, eso me pasa a mí desde hace años! ¡Sólo son los nervios!

– Y suda tanto por las noches.

– Y yo también, desde hace diez años. Muchas veces se me empapa la ropa, noche tras noche. ¡No queda ni un hilo seco en mi camisón y las sábanas están tan mojadas que Mammy tiene que tenderlas para que se sequen! ¡Eva no suda de esa manera!

La señorita Ophelia cerró la boca durante una temporada. Pero ahora que Eva estaba postrada y visiblemente enferma y habían llamado al médico, Marie cambió de actitud de repente.

– Lo sé -decía-, siempre he sabido que era mi destino ser la más infeliz de las madres. Aquí estoy, con mi malísima salud, y mi única hija adorada se va a la tumba ante mis ojos y Marie sacaba a Mammy de la cama por la noche y despotricaba y alborotaba con más ahínco que nunca durante el día en virtud de esta nueva desgracia.

– ¡Querida Marie, no hables así! -dijo St. Clare-. ¡No debes rendirte tan fácilmente!

– ¡Tú no tienes los sentimientos de una madre, St. Clare! ¡Nunca has podido comprenderme, y ahora tampoco!

– ¡Pero no hables así, como si fuera un caso perdido!

– Yo no puedo aceptarlo con tanta indiferencia como tú, St. Clare. Si tú no padeces cuando tu única hija se encuentra en este estado alarmante, pues yo sí. Es un golpe demasiado fuerte para mí, encima de todo lo que sufría antes.

– Es verdad -dijo St. Clare- que Eva es muy delicada, siempre lo he sabido; y que ha crecido tan deprisa que se ha resentido su salud; y que la situación es crítica. Pero ahora mismo está postrada por el calor y por la emoción de la visita de su primo y los excesos que ha cometido. El médico dice que podemos tener esperanzas.

– Desde luego, sé optimista, si eres capaz; las personas que no sois sensibles tenéis mucha suerte en esta vida. Yo quisiera no sentirme como me siento, ya lo creo. ¡Me hace sentir fatal! ¡Ojalá pudiera sentirme tan tranquila como todos los demás!

Y «todos los demás» tenían buenos motivos para compartir su deseo, ya que Marie utilizaba esta nueva desgracia como razón y excusa para todo tipo de martirio que infligía a todos los que la rodeaban. Cada palabra que pronunciaba alguien y cada acto que se hacía o no se hacía en cualquier sitio no era sino una nueva prueba de que estaba rodeada de seres insensibles y despiadados que eran indiferentes a sus desdichas particulares. La pobre Eva oyó algunos de estos discursos, y lloró prolongada y amargamente de pena por su mamá, disgustada por causarle tanta aflicción.

Después de una semana o dos, mejoraron mucho los síntomas -una de esas treguas ilusorias con las que su enfermedad inexorable ilusiona a un corazón anhelante, aun al borde de la tumba. Se oían de nuevo las pisadas de Eva en el jardín y en los balcones; volvía a reír y jugar; y su padre, en un arranque de esperanza, declaró que pronto estaría tan fuerte como cualquiera. Sólo la señorita Ophelia y el médico no se dejaron ilusionar por esta calma engañosa. También había otro corazón que tenía la misma certeza: el pequeño corazón de Eva. ¿Qué es lo que indica a veces tan tranquila y claramente al alma que le queda poco tiempo sobre la tierra? ¿Es el instinto secreto de la naturaleza al debilitarse o el latido impulsivo del alma al aproximarse a la inmortalidad? Sea lo que sea, una certeza serena, dulce y premonitoria de que el Cielo estaba cerca yacía en el corazón de Eva; serena como la luminosidad de la puesta del sol, dulce como el sosiego brillante del otoño, allí reposaba en su pequeño corazón, inquieto sólo por la pena que sentía por los que la querían tanto.

Porque la niña, aunque la atendían con tanta ternura y la vida se desplegaba ante ella con todo el resplandor que podían conferirle el amor y la riqueza, no sentía ninguna pesadumbre por su muerte.

En aquel libro donde ella y su sencillo amigo habían leído tantas veces juntos, había visto y asimilado la imagen de uno que ama a los niños pequeños; y mientras miraba y pensaba, El había dejado de ser una imagen o un dibujo del pasado lejano para convertirse en una realidad viva y omnipresente. Su amor envolvía su corazón infantil con una ternura superior a la mortal; y ella decía que era hacia Él y su hogar donde se dirigía.

Pero su corazón anhelaba con triste ternura todo lo que había de dejar atrás. Su padre más que nada, porque Eva, aunque nunca lo había pensado de esa forma, tenía la percepción instintiva de que ella ocupaba un lugar más importante en el corazón de él que ningún otro. Quería a su madre porque era una niña muy cariñosa y todo el egoísmo de aquélla sólo la apenaba y consternaba, porque tenía la confianza típica de los niños de que una madre no podía hacer nada mal. Había algo en ella que Eva nunca pudo comprender, pero siempre lo pasaba por alto y pensaba que, después de todo, era su mamá y la quería muchísimo.

También sentía pena por los afectuosos y. fieles criados para los que ella era como la luz del sol. Los niños no suelen generalizar, pero Eva era una niña más madura que la mayoría, y los males que había presenciado del sistema bajo el que vivían habían llegado, uno por uno, al fondo de su corazón preocupado. Tenía unas vagas ansias de hacer algo por ellos, de bendecirlos y salvarlos no sólo a ellos sino a todos los de su misma condición, ansias que contrastaban tristemente con la debilidad de su pequeño cuerpo.

Tío Tom -dijo un día, mientras le leía a su amigo-, comprendo por qué Jesús quiso morir por nosotros.

– ¿Por qué, señorita Eva?

– Porque yo también lo he sentido.

– ¿Y qué es, señorita Eva? No comprendo.

– No te lo sé decir; pero cuando vi a aquellas pobres criaturas en el barco, ya sabes, cuando tú y yo…; algunas habían perdido a sus madres y otras a sus maridos y algunas madres lloraban a sus hijos… y cuando me enteré de lo de la pobre Prue, ¿no fue terrible?, y muchísimas veces más, he sentido que me gustaría morir si mi muerte pudiera poner fin a todo ese sufrimiento. Moriría por ellos, Tom, si pudiera -dijo la niña con seriedad, posando su pequeña mano sobre la de él.

Tom miró a la niña con reverencia; cuando ella, oyendo la voz de su padre, se alejó suavemente, pasó la mano muchas veces por los ojos al contemplarla.

– Es inútil intentar retener a la señorita Eva aquí -le dijo a Mammy cuando se encontró con ella un momento más tarde-. Tiene la señal del Señor en la frente.

– ¡Ay, sí, sí! dijo Mammy alzando las manos-, siempre lo he dicho. Nunca ha tenido aspecto de ser una niña destinada a vivir; siempre ha habido algo en el fondo de sus ojos. Se lo he dicho al ama muchas veces y ahora se hace realidad, todos lo vemos, ¡querida corderita del Señor!

Eva subió brincando los escalones del porche hacia su padre. Era el final de la tarde y los rayos del sol formaban una especie de halo detrás de ella cuando se adelantó con su vestido blanco, su cabello dorado y sus mejillas encendidas, los ojos brillando con la luz de la fiebre que ardía en sus venas.

St. Clare la había llamado para enseñarle una figurilla que le acababa de comprar; pero su aspecto, al acercarse, lo impresionó súbitamente de manera dolorosa. Existe una clase de belleza tan intensa y a la vez tan frágil que no soportamos contemplarla. Su padre la estrechó de repente en sus brazos y casi se le olvidó lo que iba a decirle.

– Eva, querida, te encuentras mejor estos días, ¿verdad?

– Papá -dijo Eva con una firmeza inesperada-, hace tiempo que hay unas cosas que te quería decir, hace mucho tiempo. Te las voy a decir ahora, antes de debilitarme.

St. Clare tembló y Eva se sentó en su regazo. Ésta apoyó la cabeza en su pecho y dijo:

– Es inútil, papá, que lo guarde más tiempo para mí. Se acerca la hora en la que tendré que dejarte. ¡Me voy y no volveré nunca! y Eva sollozó.

– ¡Vamos, vamos, querida Eva! -dijo St. Clare, temblando pero animoso-, estás nerviosa y desalentada; no debes albergar unas ideas tan funestas. Mira, te he comprado una estatuilla.

– No, papá -dijo Eva, apartándola con suavidad-, no te engañes. No estoy mejor, lo sé perfectamente, y me iré dentro de poco. No estoy nerviosa, no estoy desalentada. Si no fuera por ti, papá, y todos mis amigos, sería muy feliz. Quiero irme, ¡estoy deseando irme!

– ¿Por qué, querida hija? ¿Qué es lo que ha entristecido tu pobre corazoncito? Has tenido todo lo que se te podía dar para hacerte feliz.

– Preferiría estar en el Cielo. Sólo por mis amigos estaría dispuesta a vivir. Hay muchas cosas aquí que me entristecen y me parecen terribles; prefiero estar allí, pero no quiero dejarte, ¡me rompe el corazón!

– ¿Qué es lo que te entristece y te parece terrible, Eva?

– Oh, las cosas que se hacen una y otra vez, todo el tiempo. Me siento entristecida por nuestra pobre gente; me quieren mucho y todos son buenos y amables conmigo. ¡Quisiera, papá, que todos estuvieran libres!

– Vaya, Eva, ¿no crees que están bastante bien ahora?

– Ay, papá, si te pasara algo a ti, ¿qué sería de ellos? Hay pocos hombres como tú, papá. El tío Alfred no es como tú y tampoco mamá; y ¡piensa en los amos de la pobre Prue! ¡Qué cosas más horribles hacen, y pueden hacer estas personas! -y Eva se estremeció.

– ¡Mi querida niña, eres demasiado sensible! Siento haber permitido que oyeras esas historias.

– Eso es lo que me preocupa, papá. Tú quieres que viva feliz y que no tenga nunca dolores, que no sufra, que ni siquiera oiga una historia triste, cuando hay otras pobres criaturas que no tienen más que dolores y penas toda su vida; parece egoísta. ¡Debo saber esas cosas, y debo sentirlas! Siempre me han llegado al alma esas cosas, siempre han calado hondo en mí; he pensado mucho en ellas. Papá, ¿no hay manera de que todos los esclavos sean libres?

– Es una cuestión difícil, querida. No hay duda de que este sistema es muy malo; muchas personas tienen esa opinión, y yo me cuento entre ellas. Quisiera que no hubiera ni un esclavo en todo el país; ¡pero no sé qué hacer para conseguir eso!

– Papá, eres un hombre tan bueno, tan noble y amable y siempre tienes una forma tan agradable de decir las cosas, ¿no podrías ir por ahí y persuadir a la gente de que actúe correctamente en este asunto? Cuando yo haya muerto, papá, pensarás en mí y lo harás por mí. Yo lo haría si pudiera.

– ¡Cuando hayas muerto, Eva! -dijo apasionadamente St. Clare-. ¡Ay, hija, no me hables de esas cosas! Eres lo único que tengo en este mundo.

– El hijo de la pobre Prue era lo único que tenía ella, ¡y sin embargo tuvo que oírlo llorar y no podía remediarlo! Papá, estas pobres criaturas quieren a sus hijos tanto como tú me quieres a mí. ¡Haz algo por ellos! La pobre Mammy ama a sus hijos; la he visto llorar cuando hablaba de ellos. Y Tom ama a sus hijos; ¡y es terrible, papá, que ocurran estas cosas todo el tiempo!

– Vamos, vamos, cariño -dijo St. Clare, tranquilizándola-, no te aflijas; no hables de morirte, y haré cualquier cosa que me pidas.

– Y prométeme, querido papá, que Tom será libre en cuanto… -se detuvo, y luego dijo vacilante- yo me haya ido.

– Sí, querida, haré cualquier cosa, lo que tú me pidas.

– Querido papá -dijo la niña, juntando su mejilla ardiente con la de él-, ¡ojalá pudiéramos ir juntos!

– ¿Adónde, cariño? -preguntó St. Clare.

– A casa de nuestro Salvador; es tan tranquilo y pacífico allí, ¡todo es amor! -la niña hablaba sin darse cuenta, como si se tratara de un lugar donde había estado muchas veces-. ¿No quieres ir, papá?

St. Clare la estrechó más pero no dijo nada.

– Vendrás a buscarme -dijo la niña, hablando con un tono de sosegada certeza que a menudo utilizaba inconscientemente.

– Yo te seguiré. Nunca te olvidaré.

Las sombras de la tarde solemne se cernían cada vez más oscuras a su alrededor, y St. Clare se quedó en silencio sujetando el pequeño cuerpo junto a su pecho. Ya no volvió a ver sus ojos profundos pero oyó su voz como una voz del espíritu y, en una especie de visión del juicio, toda su vida anterior pasó en un momento ante sus ojos: las oraciones y los himnos de su madre; sus propias ansias y aspiraciones juveniles de bondad; y, entre ellas y la hora presente, los años de mundanalidad y escepticismo, y lo que los hombres llaman vida respetable. Podemos pensar mucho, muchísimo, en un instante. St. Clare vio y sintió muchas cosas, pero no dijo nada; y, cuando cayó la noche, llevó a su hija a su cuarto; y, cuando estaba preparada para descansar, echó a sus cuidadores y la meció entre sus brazos y le cantó hasta que se quedó dormida.

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