CAPÍTULO XV

SOBRE EL NUEVO AMO DE TOM
Y VARIOS OTROS ASUNTOS

Ya que el hilo de la vida de nuestro modesto héroe se ha entretejido con el de personas más importantes, hay que hacer una breve presentación de éstas. Augustine St. Clare era hijo del rico dueño de una plantación de Luisiana. La familia era originariamente del Canadá. De los dos hermanos, muy parecidos en temperamento y en carácter, uno se había instalado en una próspera granja en Vermont y el otro se convirtió en un opulento plantador de Luisiana. La madre de Augustine era una dama hugonota francesa, cuya familia emigró a Luisiana en los primeros tiempos de su colonización. Augustine y su hermano eran los únicos hijos de sus padres. Como aquél heredó de su madre una constitución delicadísima, lo enviaron durante muchos años de la infancia, a instancias de los médicos, a casa de su tío en Vermont, con el fin de que el clima frío y tonificante le fortaleciera la constitución.

Durante la infancia, lo caracterizaba una marcada y exagerada sensibilidad de carácter, más propia de la ternura de una mujer que de la dureza habitual en su mismo sexo. El tiempo, sin embargo, cubrió esta ternura con la dura corteza de la hombría, y sólo unos pocos sabían que aún yacía latente y viva en su interior. Sus talentos eran de primera clase, aunque su mente se inclinara siempre hacia lo ideal y lo estético y tenía esa repugnancia por las crudas realidades de la vida que es el resultado habitual de esta tendencia de las facultades. Poco después de completar sus estudios universitarios, toda su naturaleza se concentró en la efervescencia intensa y ardorosa de una pasión romántica. Llegó su hora, esa hora que llega sólo una vez; salió su estrella, esa estrella que sale muchas veces en vano, para que se recuerde sólo como algo quimérico; y para él salió en vano. Para dejar a un lado las metáforas, conoció y se enamoró de una mujer noble y bella, de uno de los estados del norte, y se prometieron. Regresó al sur para hacer los preparativos de la boda y, de repente, le devolvieron por correo sus cartas, con una breve nota del tutor de la dama, informándole de que, antes de recibirla, ella ya se habría casado con otro. Incitado a la locura, esperó en vano, como otros muchos han esperado, desterrarla de su corazón con un esfuerzo sobrehumano. Demasiado orgulloso para suplicar o pedir explicaciones, se lanzó a la vorágine de la sociedad de moda y, quince días después de que recibiese la carta fatal, ya era el pretendiente formal de la belleza oficial de la temporada; y en cuanto se pudieron completar los trámites, se convirtió en el marido de un bello cuerpo, un par de brillantes ojos negros y cien mil dólares; y, naturalmente, todo el mundo lo consideró un tipo afortunado.

El matrimonio disfrutaba de su luna de miel y se hallaba celebrando una recepción para un brillante círculo de amigos en su magnífica villa junto al lago Pontchartram, cuando un día le llevaron una carta escrita con esa letra tan bien recordada. Se la entregaron en medio del torbellino alegre y ocurrente de la conversación, en una sala repleta de personas. Se puso mortalmente pálido cuando vio la letra pero mantuvo la compostura y completó el asalto lúdico de chanzas que llevaba a cabo en ese momento con la dama que tenía enfrente; poco después, lo echaron de menos en el círculo. Solo en su habitación, abrió y leyó la carta, que ahora no servía para nada leer. Era de ella, y le contaba con detalle la persecución que había sufrido a manos de la familia de su tutor, para conseguir casarla con el hijo de éste; y narraba cómo, durante mucho tiempo, las cartas de él habían dejado de llegar; cómo ella había escrito una y otra vez, hasta que empezó a cansarse y a dudar; cómo se había resentido su salud por la ansiedad padecida y cómo, por fin, había descubierto todo el fraude a que los habían sometido tanto a él como a ella. La carta acababa con una nota de esperanza y gratitud y profesiones de amor eterno, más amargas para el desgraciado joven que la muerte. Le escribió inmediatamente:

«He recibido la tuya… demasiado tarde. Creí todo lo que me dijeron. Estaba desesperado. Estoy casado, y todo ha terminado. Sólo te queda olvidar, es lo único que nos queda a los dos.»

Así terminó el romance y el ideal de vida para Augustine St. Clare. Pero quedaba lo real, como el barro desnudo, liso y húmedo que queda cuando se retira la ola azul y centelleante, con toda la compañía de barcos deslizantes con sus velas blancas como alas y la música de los remos y las aguas cantarinas: ahí se queda el barro, liso, yermo y viscoso, demasiado real.

Por supuesto en una novela las personas se rompen los corazones y mueren y ahí acaba todo; en un cuento, así es como debe ser. Pero en la vida real no morimos cuando se muere lo único que nos ilumina la vida. Aún tenemos que soportar unas sesiones muy ajetreadas de comer y beber, vestimos, caminar, comprar, vender, hablar, leer y todo lo que configura lo que se suele llamar vivir; a Augustine le quedaba esto aún. Si su esposa hubiera sido una mujer completa, aún podría haber hecho algo -como lo saben hacer las mujeres- para recomponer los hilos rotos de su vida y tejerlos en una tela luminosa. Pero Marie St. Clare ni siquiera se dio cuenta de que se hubiesen roto. Como hemos apuntado antes, era un bello cuerpo, un par de magníficos ojos y cien mil dólares; y ninguno de estos artículos era apto para auxiliar una mente enferma.

Cuando encontraron a Augustine tumbado en el sofá, pálido como la muerte, y dijo que la causa de su aflicción era un dolor de cabeza, ella le recomendó que oliese amoníaco; y cuando la palidez y el dolor de cabeza persistieron semana tras semana, sólo dijo que no había creído que el señor St. Clare fuera delicado; pero parece ser que era muy propenso a las jaquecas, y que era muy mala suerte para ella, porque a él no le apetecía salir con ella y parecía raro que saliese ella sola cuando hacía tan poco que se habían casado. En el fondo se alegraba Augustine de haberse casado con una mujer tan poco perspicaz; pero cuando desaparecieron el lustre y las cortesías de la luna de miel, descubrió que una bella joven que ha vivido toda su vida para que la mimaran y sirvieran los demás podría resultar ser un ama de casa difícil. Marie nunca había poseído gran capacidad de cariño ni mucha sensibilidad y lo poco que poseía se había trocado en un egoísmo muy fuerte e inconsciente, un egoísmo absolutamente irremediable por su estupidez y su ignorancia de cualquier necesidad que no fuera la propia. Desde la infancia había vivido rodeada de criados cuya única misión era hacer realidad sus caprichos; nunca se le había ocurrido, ni remotamente, que ellos pudieran tener derechos o sentimientos. Su padre, de quien era hija única, jamás le había negado nada que fuera humanamente posible concederle; y cuando llegó a la vida adulta, una heredera bella e instruida, tenía a todos los buenos partidos y a los menos buenos rendidos a sus pies, y no dudaba que Augustine era un hombre afortunado por haberla conseguido. Es un gran error suponer que una mujer sin corazón sea fácil de contentar en los asuntos amorosos. No existe sobre la tierra un ser más despiadado a la hora de exigir el cariño de los demás que una mujer totalmente egoísta; y cuanto menos bella se va haciendo, con más celos e intransigencia demanda el amor, hasta la última gota. Por lo tanto, cuando St. Clare empezó a descuidar las galanterías y las pequeñas atenciones que abundaban al principio por la costumbre de la conquista, descubrió que su sultana no estaba nada dispuesta a perder a su esclavo; hubo gran cantidad de lágrimas, pucheros y pequeñas tormentas además de disgustos, suspiros y reproches. St. Clare era generoso y poco dispuesto a sufrir, e intentaba aplacarla con regalos y halagos; y cuando Marie dio a luz una bella hija, sintió realmente despertar dentro de él, durante algún tiempo, algo parecido a la ternura.

La madre de St. Clare había sido una mujer de ideales y una pureza de carácter poco comunes, y Augustine puso su nombre a su hija, con la esperanza de que fuese una réplica de aquella imagen. Este hecho fue motivo de celos quisquillosos de parte de su esposa, que veía con suspicacia y disgusto la devoción absorbente de su marido por la niña; todo lo que le daba a la niña parecía escatimárselo a ella. Desde el momento del nacimiento de esta hija, su salud empeoró paulatinamente. Una vida de constante inactividad, del cuerpo y de la mente, la fricción del continuo aburrimiento y descontento, unidos a la debilidad normal que solía acompañar el período de maternidad, en pocos años convirtieron a la bella joven en una mujer marchita, amarillenta y enfermiza, cuyo tiempo se distribuía entre una variedad de achaques imaginarios y que se consideraba, en todos los sentidos, la persona más maltratada y doliente del mundo.

Sus diferentes males no tenían fin, pero su fuerte parecía ser la jaqueca, que a veces la confinaba en su habitación tres días de cada seis. Como, naturalmente, todas las disposiciones familiares estaban en manos de los criados, St. Clare encontraba su hogar muy poco confortable. Su única hija era extremadamente delicada y temía que, sin nadie que la cuidase, su salud e incluso su vida pudieran sacrificarse por culpa de la incompetencia de la madre. La había llevado con él en un viaje a Vermont y había persuadido a su prima, la señorita Ophelia St. Clare, que volviera con él a su residencia sureña; y en este momento se encuentran de vuelta a bordo de este barco, donde los hemos presentado a nuestros lectores.

Y ahora, mientras las lejanas cúpulas y torres de Nueva Orleáns se alzan ante nuestros ojos, nos queda tiempo para presentarles a la señorita Ophelia.

Quien haya viajado por los estados de Nueva Inglaterra recordará en alguna aldea fresca la amplia granja con su corral de césped bien barrido bajo la sombra del tupido follaje de los arces sacarinos; y recordará el aire de orden y quietud, de perpetuidad y reposo inalterables que parece respirar todo el lugar. No falta nada, y nada está estropeado; no hay ni un poste suelto en la valla ni una partícula de papel en el verde jardín, con sus macizos de lila que crecen bajo las ventanas. Dentro recordará habitaciones grandes y limpias, donde parece que nunca se hace ni se va a hacer nada, donde cada objeto está colocado en un lugar definitivo e inmutable y donde todos los acontecimientos domésticos transcurren con la precisión puntual del viejo reloj del rincón. En la «sala de guardar» familiar, como se le llama, recordará la librería formal y respetable con sus puertas de cristal, donde conviven decorosamente la Historia de Rollin, El paraíso perdido de Milton, El progreso del peregrino de Bunyan y la Biblia familiar de Scott con multitud de libros igualmente solemnes y decentes. No hay criados en la casa, sólo la dama con níveo gorro y lentes que se sienta a coser todas las tardes entre sus hijas como si no hubiera hecho ni fuera a hacer nada más; ella y sus hijas, a alguna hora temprana y olvidada del día «hicieron la casa» y durante el resto del tiempo, a todas las horas a las que se las puede ver a ellas, está «hecha». En el viejo suelo de la cocina jamás se ve una mancha de suciedad; las mesas, las sillas y los utensilios de cocinar jamás se ven desordenados o revueltos, aunque se preparan tres o cuatro comidas al día, se realizan la colada y el planchado de la familia, y se producen de alguna forma misteriosa libras y libras de mantequilla y queso.

En una granja parecida la señorita Ophelia había pasado una existencia tranquila durante unos cuarenta y cinco años, hasta que su primo la invitó a visitar su mansión sureña. La mayor de una familia numerosa, sus padres aún la consideraban una de «los chicos» y la invitación a Orleáns era un acontecimiento trascendental dentro del círculo familiar. El anciano padre de cabeza cana sacó el atlas de Morse de la librería para buscar la latitud y longitud exactas, y leyó Viajes en el Sur y el Oeste de Flint para formar su propia opinión sobre la naturaleza de la región.

La buena madre preguntó ansiosa «si Orleáns no era un lugar terriblemente malvado» y dijo que le parecía «casi lo mismo que visitar las islas de Pascua o cualquier lugar pagano».

Supieron en casa del clérigo y en la del médico y en la sombrerería de la señorita Peabody que Ophelia St. Clare «hablaba» de marcharse a Orleáns con su primo; y por supuesto la aldea entera no podía menos que contribuir al proceso importantísimo de hablar del asunto. El clérigo, que tenía opiniones decididamente abolicionistas, tenía sus dudas sobre si tal paso no tendería a animar a los sureños a quedarse con sus esclavos, mientras que el médico, que era un colonizacionalista [22] convencido, se inclinaba hacia la opinión de que era el deber de la señorita Ophelia ir, para demostrar a los de Nueva Orleáns que no tenía mala opinión de ellos después de todo. De hecho, era de la opinión de que la gente del sur necesitaba que le infundieran ánimos. Sin embargo, cuando ya era del dominio público que se había decidido a marcharse, durante quince días todos sus amigos y vecinos la invitaron a tomar el té, para enterarse debidamente de sus planes y perspectivas. La señorita Moseley, que iba a la casa para ayudar con la costura, iba averiguando datos importantes por los cambios que tenía que efectuar en el vestuario de la señorita Ophelia. Se pudo saber a ciencia cierta que el señor Sinclare, como solían abreviar su apellido en los alrededores, había apartado cincuenta dólares y los había entregado a la señorita Ophelia, diciéndole que comprara cuanta ropa quisiera, y que le habían enviado dos vestidos nuevos y un sombrero de Boston. En cuanto a la corrección de este dispendio extraordinario, había división de opiniones: algunos afirmaban que estaba muy bien, por una vez en la vida, teniéndolo todo en cuenta, mientras que otros aseveraban que hubiesen hecho mejor mandando el dinero a las misiones; pero todos estuvieron de acuerdo en que jamás se había visto en aquellas partes un parasol semejante al que se le había enviado desde Nueva York y que tenía un vestido de seda que valía por sí mismo, fuese lo que fuese lo que se pensara de su dueña. También hubo unos tremendos rumores sobre un pañuelo cosido a mano; incluso circulaba una versión según la cual la señorita Ophelia poseía un pañuelo totalmente bordeado de encaje y se añadió que hasta las esquinas estaban bordadas; no obstante, este último detalle nunca pudo constatarse satisfactoriamente y sigue siendo un misterio hoy.

La señorita Ophelia, como la vemos ahora, está de pie ante nosotros, alta, cuadrada y angulosa, con un reluciente vestido de viaje de lino marrón. Su rostro era delgado, con un perfil un poco afilado; los labios estaban apretados como los de una persona acostumbrada a tener opiniones tajantes sobre todas las materias, mientras que los oscuros ojos agudos tenían un peculiar movimiento escrutador, y examinaban todo como si buscaran algo de que hacerse cargo.

Todos sus movimientos eran bruscos, decididos y enérgicos, y, aunque nunca había sido muy habladora, cuando hablaba, sus palabras eran notablemente directas y pertinentes.

En sus costumbres, era el epítome del orden, el método y la exactitud. En la puntualidad, era inevitable como un reloj e inexorable como una locomotora; execraba y desdeñaba a cualquiera que no lo fuese.

El mayor de los pecados, a sus ojos, el súmmum de todos los males, lo expresaba con una palabra muy utilizada e importante en su vocabulario: «ineptitud». Su máxima expresión de desdén se plasmaba en la pronunciación enfática de la palabra «inepto», con la que daba a entender todas las formas de proceder que no tenían la finalidad directa e inevitable de cumplir algún propósito claramente definido en la mente. Las personas que no hacían nada o que no sabían exactamente lo que iban a hacer o que no emprendían el camino más directo hacia la consecución de lo que acometían, merecían su absoluto desprecio, que mostraba menos con lo que decía que con una especie de pétrea severidad, como si desdeñase hablar del asunto.

En cuanto al cultivo de la mente, ella poseía una mente clara, enérgica y activa, estaba bien versada en historia y los primitivos clásicos ingleses y tenía opiniones muy fuertes dentro de unos límites muy estrechos. Sus principios teológicos eran juntados, clasificados en categorías muy claras y distintas, y guardados como los paquetes de su baúl; existían en un número exacto, y nunca habría ni uno más. Lo mismo ocurría con sus ideas sobre la mayoría de los asuntos de la vida práctica, tales como todos los aspectos de la economía doméstica y las diferentes relaciones políticas de su aldea natal. Y por debajo de todo, más profundo, más alto y más ancho que todo lo demás, yacía el principio más fuerte de su ser: la rectitud. En ningún sitio la rectitud domina y absorbe tanto como en el caso de las mujeres de Nueva Inglaterra. Es una formación granítica que yace más hondo y se alza más alto que las mayores montañas.

La señorita Ophelia era esclava absoluta del «debería». Una vez estaba convencida de que «el camino del deber», como lo solía llamar ella, iba en una dirección determinada, ni el fuego ni el agua podrían apartarla de él. Iría directamente al fondo de un pozo o a la boca de un cañón cargado si estaba segura de que ése era el camino correcto. Su baremo de rectitud era tan alto, tan completo, tan minucioso y hacía tan pocas concesiones a la debilidad humana que, aunque luchaba con heroico ahínco por alcanzarlo, nunca lo conseguía y por supuesto esto hacía que le pesara un sentido constante y a menudo molesto de insuficiencia; daba a su carácter religioso un tinte severo y algo tétrico.

Pero ¿cómo es posible que la señorita Ophelia se lleve bien con Augustine St. Clare: alegre, despreocupado, impuntual, poco práctico y escéptico, quien, en resumen, pisoteaba con una libertad impudente cada una de las costumbres y opiniones más queridas de ella?

El caso es que la señorita Ophelia lo quería. Cuando niño, ella era la encargada de enseñarle el catecismo, remendarle la ropa, peinarle y señalarle en general el camino a seguir; y, como su corazón tenía una zona cálida, Augustine procedió como lo hacía con la mayoría de las personas, acaparando una buena porción para sí, y de esta forma no tuvo dificultad en persuadirle de que el «camino del deber» conducía a Nueva Orleáns, y que debía acompañarle para cuidar de Eva y evitar que todo se echase a perder durante los frecuentes achaques de su esposa. La idea de una casa sin nadie que la gobernara le llegó al alma; además, quería a la preciosa niña, como casi todos los que la conocían; y aunque consideraba a Augustine como un terrible pagano, lo quería, se reía de sus chistes y toleraba sus defectos hasta tal punto que resultaba totalmente increíble a los que la conocían. Pero nuestro lector debe ir descubriendo por conocimiento personal el resto de las cosas que se refieren a la señorita Ophelia.

Allí está, sentada en su camarote, rodeada por una multitud variopinta de bolsas grandes y pequeñas, cajas y cestas, en cada una de las cuales hay un artículo que está ocupada en atar, envolver, empaquetar o cerrar con una expresión muy seria.

– Bien, Eva, ¿llevas la cuenta de tus cosas? Por supuesto que no: los niños nunca os fijáis; ahí está la bolsa de lunares y la sombrerera con tu mejor sombrero: son dos; con la bolsa de caucho, son tres; y mi caja de costura, cuatro; mi sombrerera, cinco; mi caja de cuellos, seis; y ese baúl pequeño, siete. ¿Qué has hecho de tu sombrilla? Dámelo para que lo envuelva y lo ataré con mi paraguas y mi sombrilla; ya está.

– Pero, tiíta, sólo vamos a casa; ¿para qué sirve todo eso?

– Para mantener el orden, hija; las personas debemos cuidar de nuestras cosas, si queremos que nos duren; bien, Eva, ¿has guardado el dedal?

– La verdad, tía, no lo sé.

– No importa; yo te revisaré el costurero: dedal, cera, dos bobinas, tijeras, cuchillo, pasacintas; muy bien, ponlo ahí. ¿Cómo te las arreglabas, hija, cuando viajabas sola con tu papá? Me sorprende que no hayas perdido todo lo que traías.

– Pues sí, tía, perdía muchas cosas; pero cuando atracábamos en algún lugar, papá me compraba más de lo que fuera.

– ¡Córcholis, niña! ¡Qué manera de actuar!

– Era una manera muy fácil, tiíta -dijo Eva.

– Es una manera muy inepta -dijo la tiíta.

– ¿Y ahora qué vas a hacer, tía? Ese baúl está demasiado lleno para cerrarlo.

– Hay que cerrarlo -dijo la tía, con un aire de general, apretujando las cosas y sentándose sobre la tapa; pero aún no se juntaba la boca del baúl.

– ¡Ponte aquí, Eva! -dijo la señorita Ophelia con valor-; lo que se ha hecho una vez se puede volver a hacer. Este baúl tiene que cerrarse con llave: no hay más remedio.

Y el baúl, intimidado, sin duda, por esta frase decidida, se rindió. El cierre se encajó firmemente en su sitio y la señorita Ophelia giró la llave y la guardó, triunfante, en el bolsillo.

– Ya estamos preparadas. ¿Dónde está tu papá? Creo que " va siendo hora de que saquen este equipaje. Echa un vistazo, Eva, a ver si ves a tu papá.

– Oh, sí, está al otro extremo del salón de caballeros comiéndose una naranja.

– No puede saber lo cerca que estamos -dijo la tía-; ¿no deberías ir a hablarle?

– Papá nunca se da prisa por nada -dijo Eva-, y aún no hemos llegado al desembarcadero. Sal a cubierta, tía. ¡Mira, aquélla es nuestra casa, en esa calle!

El barco empezó, entre pesados gruñidos, como algún enorme monstruo fatigado, a abrirse camino entre los muchos barcos de vapor del malecón. Eva señalaba encantada las diferentes agujas, cúpulas y demás monumentos que distinguían su ciudad natal.

– Sí, sí, querida, muy bonito -decía la señorita Ophelia-. Pero, ¡córcholis, se ha detenido el barco! ¿Dónde está tu padre?

Y comenzó el alboroto típico del desembarco: camareros corriendo en veinte direcciones a la vez, bolsas, cajas, mujeres llamando ansiosas a sus hijos, todos apretujándose en una densa masa hacia la plancha de desembarco.

La señorita Ophelia se sentó resueltamente en el recién conquistado baúl y, formando todos sus muebles y enseres con gran disciplina castrense, parecía dispuesta a defenderlos hasta el último aliento.

«¿Le llevo el baúl, señora?», «Le llevo el equipaje?», «Déjeme cuidar de sus maletas, señora», «¿No quiere usted que se lo lleve?»; le llovieron las ofertas sin que hiciera caso. Se quedó sentada impertérrita, tiesa como una aguja de zurcir pinchada en una tabla, agarrada a su manojo de paraguas y parasoles, respondiendo con bastante determinación para desanimar incluso a los cocheros de alquiler y preguntando a Eva repetidamente: «¿En qué estará pensando el papá? No se habrá caído por la borda, pero algo tiene que haberle ocurrido»; y justo cuando empezaba a angustiarse de verdad, apareció él y, desenfadado como siempre, ofreciendo a Eva un cuarto de la naranja que él se estaba comiendo, dijo:

– Bien, prima Vermont, supongo que estás preparada.

– Hace casi una hora que estoy preparada y esperando -dijo la señorita Ophelia-; empezaba a preocuparme por ti.

– Eres una chica lista -dijo él-. Bien, nos espera el coche, y se ha dispersado la multitud, de manera que ya podemos salir como cristianos decentes, sin que nos empujen y zarandeen. Toma -dijo a un cochero que estaba detrás de él-, llévate estas cosas.

– Iré a ver cómo las carga -dijo la señorita Ophelia.

– ¡Bah, prima! ¿Para qué? -dijo St. Clare.

– En todo caso, me llevaré esto y esto y esto -dijo la señorita Ophelia, apartando tres cajas y una maleta.

– Querida señorita Vermont, debes olvidarte un poco de tus costumbres norteñas ahora. Debes adoptar aunque sea un poquito de los principios sureños y no caminar con todo ese peso. Te tomarán por una camarera; dáselos a este individuo; él los cogerá como si fueran huevos.

La señorita Ophelia miró desesperada mientras su primo la desembarazaba de todos sus tesoros y se alegró cuando se reunió de nuevo con ellos, en perfecto estado, en el carruaje.

– ¿Dónde está Tom? -preguntó Eva.

– Está en la parte de fuera, gatita. Voy a dárselo a mamá como ofrenda de paz, para compensarle por aquel tipo que volcó el coche.

– Oh, Tom será un cochero magnífico, lo sé -dijo Eva-. El no se emborrachará nunca.

El coche se detuvo delante de una mansión antigua, construida con esa extraña mezcla de estilos francés y español de la que hay algunas muestras en algunas zonas de Nueva Orleáns. Estaba construida al estilo árabe: un edificio cuadrado rodeaba un patio, donde penetró el coche a través de una puerta en forma de arco. El patio interior evidentemente se había edificado según un modelo pintoresco y voluptuoso. Amplios pórticos bordeaban los cuatro costados, y sus arcos moros, sus finas columnas y sus motivos arabescos transportaban la mente, como en sueños, al romántico reino oriental de España. En el centro del patio, una fuente lanzaba al cielo sus aguas plateadas, que caían en un rocío incesante a la pila de mármol, rodeada de una ancha franja de aromáticas violetas. El agua de la fuente, diáfana como el cristal, estaba repleta de miríadas de peces dorados y plateados, que se revoloteaban chispeantes como joyas vivientes. Alrededor de la fuente había un sendero pavimentado con un mosaico de piedrecillas formando diversos dibujos fantásticos; y el sendero estaba rodeado de un césped suave como terciopelo verde, que estaba rodeado, a su vez, por el camino de entrada de coches. Dos grandes naranjos, fragantes de azahar, hacían una sombra deliciosa, y, colocadas en círculo en el césped, había macetas de mármol de diseño arabesco que contenían las plantas más exquisitas de los trópicos. Enormes granados, con sus hojas brillantes y sus flores llameantes, jazmines árabes de hojas oscuras con sus estrellas plateadas, geranios, frondosos rosales inclinados bajo el peso de sus abundantes flores, jazmines dorados, verbena con olor a limón, todos juntaban sus flores y sus aromas, mientras que se veían aquí y allá unos viejos áloes místicos, con sus extrañas hojas gigantescas, como ancianos magos sentados con peculiar pompa entre flores más delicadas y olores más fugaces.

Los pórticos que bordeaban el patio estaban adornados con cortinas de alguna especie de tejido árabe que se podían correr para tapar los rayos de sol. En conjunto, el lugar tenía un aspecto lujoso y romántico.

Al aproximarse el coche, Eva parecía un pájaro a punto de escaparse de su jaula, por la fuerza salvaje de su gozo.

– ¿No es precioso, magnífico, este queridísimo hogar mío? -dijo a la señorita Ophelia-. ¿No es precioso?

– Es un lugar muy bonito -dijo la señorita Ophelia al apearse-; aunque me parece a mí que tiene un aspecto algo pagano.

Tom se bajó del carruaje y miró alrededor con un aire de tranquilo y sereno placer. Los negros, no hay que olvidarlo, son originarios de algunos de los países más maravillosos y exóticos del mundo y tienen, en el fondo de su corazón, una pasión por todo lo que es magnífico, rico y espléndido; pasión que, cuando la ostentan sin refinamiento de gustos, les hace parecer ridículos ante el gusto más frío y rígido de la raza blanca.

St. Clare, que era en el fondo un sibarita poético, sonrió cuando la señorita Ophelia hizo el comentario sobre su hacienda y, volviéndose hacia Tom, que miraba alrededor con su rostro sonriente radiante de admiración, dijo:

– Tom, muchacho, esto parece ser de tu gusto.

– Si, amo, me parece perfecto -dijo Tom.

Todo esto ocurrió en un segundo, mientras se bajaban las maletas, se pagaba al cochero, y una multitud de todas las edades y todos los tamaños, hombres, mujeres y niños salía corriendo de los pórticos inferiores y superiores para ver llegar al amo. En primer lugar había un joven mulato bien atildado, evidentemente un personaje distinguido, vestido a la última moda y blandiendo en la mano un pañuelo de batista perfumado.

Este personaje se estaba esforzando por conducir, con gran rapidez, a todo el rebaño de criados al otro extremo del porche.

– ¡Atrás, todos! Me avergonzáis -dijo con un tono autoritario-. ¿Queréis meter las narices, nada más llegar el amo, en sus relaciones familiares?

Todos pusieron cara de vergüenza al oír este elegante discurso, pronunciado con gran solemnidad, y se quedaron apiñados a una distancia respetuosa, con la excepción de dos gordos mozos de cuerda que se acercaron y comenzaron a llevarse el equipaje.

Gracias a la organización sistemática del señor Adolph, cuando St. Clare se volvió tras pagar al cochero no quedaba nadie más a la vista que el mismo señor Adolph, muy vistoso con su chaleco de raso, su cadena de oro y sus pantalones blancos, que hacía reverencias con una gracia inenarrable.

– Ah, Adolph, ¿eres tú? dijo su amo, ofreciéndole la mano-. ¿Cómo estás, muchacho? -mientras Adolph pronunciaba con gran fluidez un discurso improvisado que llevaba quince días preparando con gran esmero.

– Vaya, vaya -dijo St. Clare, marchándose con su aire habitual de desenfadado humorismo-, eso está muy bien expresado, Adolph. Cuida de que se distribuya correctamente el equipaje. Iré a ver a la gente dentro de un momento -y, diciendo esto, condujo a la señorita Ophelia a un gran salón que daba al porche.

Una mujer alta y cetrina de ojos negros hizo ademán de levantarse de un sofá donde estaba tumbada.

– ¡Mamá! -dijo Eva con una especie de embeleso, echándose a su cuello y abrazándola una y otra vez.

– Ya está bien… ten cuidado, niña… deténte, que me das dolor de cabeza -dijo la madre, tras besarla lánguidamente. Entró St. Clare, abrazó a su esposa de manera ortodoxa y marital y le presentó a su prima. Marie levantó los ojos a su prima con cierto aire de curiosidad y le dio la bienvenida con cortesía apática. Una multitud de criados se agolpaba en torno a la puerta, y entre ellos una mulata de mediana edad y apariencia muy respetable se adelantó trepidante de expectación y alegría.

– ¡Oh, ahí está Mammy! -dijo Eva, cruzando la habitación de un salto; se echó en sus brazos, besándola una y otra vez.

Esta mujer no le dijo que le daba dolor de cabeza sino, al contrario, la abrazó y se rió y lloró hasta el punto de hacer dudar de su cordura; cuando soltó a Eva, ésta se lanzó de uno a otro dándoles la mano y besándolos de tal forma que la señorita Ophelia dijo luego que le revolvió el estómago.

– Bien -dijo la señorita Ophelia-, los niños sureños hacen algo que yo no sería capaz de hacer.

– ¿Y qué es? -preguntó St. Clare.

– Bien, quiero ser amable con todo el mundo y no quisiera hacer daño a nadie, pero en cuanto a besar…

– A los negros -dijo St. Clare-; es demasiado para ti, ¿eh?

– Pues, sí, eso es. ¿Cómo puede hacerlo ella?

St. Clare se rió al salir al corredor. -¡Hola, hola! ¿Qué pasa aquí fuera? Eh, vosotros, Mammy, Jimmy, Polly, Sukey, ¿estáis contentos de ver al amo? -dijo, al pasar de uno a otro dándoles la mano-. Cuidado con los bebés -añadió, al tropezar con un niño del color del hollín que andaba a gatas-. Si piso a alguien, que me lo diga.

Hubo muchas risas y bendiciones para el amo, mientras St. Clare distribuía entre ellos algunas monedas.

– Bien, marchaos ya, como buenos muchachos dijo; y toda la compañía oscura y clara, desapareció por una puerta que daba a un gran porche, seguidos de Eva, que llevaba una gran bolsa que había llenado con manzanas, frutos secos, caramelos, cintas, encajes y juguetes de todo tipo durante su viaje de vuelta a casa.

Cuando St. Clare se giró para regresar, posó su mirada en Tom, que estaba de pie inquieto, descansando el peso primero en un pie y luego en el otro, mientras Adolph se apoyaba indiferente en la barandilla, escudriñando a Tom a través de unos gemelos de teatro, con un aire digno del dandi más importante del mundo.

– ¡Mira al pisaverde! -dijo su amo, quitándole los gemelos de un manotazo-. ¿Es ésa forma de tratar a un compañero? Me parece a mí, Dolph -dijo, tocando el elegante chaleco de raso que llevaba Adolph-, me parece a mí que este chaleco es mío.

– ¿Qué, amo, este chaleco todo manchado de vino? Por supuesto que un caballero como el amo nunca se pondría un chaleco así. Tenía entendido que me lo había de quedar yo. Está bien para un pobre negro como yo.

Y Adolph movió la cabeza y pasó los dedos por el cabello perfumado con gran elegancia.

– Conque así están las cosas, ¿eh? -dijo displicente St. Clare-. Bien, pues yo voy a llevar a este Tom ante el ama para enseñárselo y después te lo llevas tú a la cocina y cuidado con darte aires ante él. El vale por dos pisaverdes como tú.

– El amo siempre está bromeando -dijo Adolph, riendo-. Me alegro de verlo de tan buen humor.

– Por aquí, Tom -dijo St. Clare, haciéndole un gesto de que se acercase.

Tom entró en la habitación. Miró pensativo las alfombras de terciopelo y los esplendores indescriptibles de los espejos, cuadros, estatuas y cortinas y, como la reina de Saba ante Salomón, se quedó sin ánimos. Parecía temeroso incluso de posar los pies en el suelo.

– Mira, Marie -dijo St. Clare a su esposa-, por fin te he traído a un cochero en regla. Te digo que es como un enterrador por su negrura y sobriedad y te llevará como si fueras a un funeral, si así lo deseas. Abre los ojos, pues, y míralo. Y no digas que no pienso en ti cuando estoy fuera.

Marie abrió los ojos y los fijó, sin levantarse, sobre Tom.

– Sé que se emborrachará -dijo.

– No, me han garantizado que es un hombre pío y abstemio.

– Pues espero que dé buen resultado -dijo la dama-, aunque no lo creo.

– Dolph -dijo St. Clare-, acompaña a Tom abajo; y ¡cuidado! -añadió-. Acuérdate de lo que te he dicho. Adolph se adelantó con elegancia y Tom lo siguió con andares toscos.

– ¡Es un perfecto monstruo! -dijo Marie.

– Vamos, vamos, Marie -dijo St. Clare, sentándose en un escabel a sus pies junto al sofá-, sé amable y dime algo agradable.

– Has tardado quince días más de lo previsto -dijo la dama, haciendo pucheros.

– Pero te escribí explicándote el motivo.

– Una carta tan corta y fría -dijo la dama.

– ¡Vaya por Dios! Se iba el correo y tenía que ser esa carta o ninguna.

– Siempre es igual -dijo la señora-; siempre hay alguna excusa para hacer más largos tus viajes y más cortas tus cartas.

– Vamos, vamos -añadió él, sacando del bolsillo un elegante estuche de terciopelo y abriéndolo-, aquí tienes un regalo que te compré en Nueva York.

Era un daguerrotipo, claro y suave como un grabado, de Eva y su padre sentados cogidos de la mano.

Marie lo contempló con aire insatisfecho.

– ¿.Por qué estás sentado en una postura tan incómoda? -preguntó.

– Bien, la postura puede ser cuestión de opinión, pero, ¿qué opinas del parecido?

– Si no te importa mi opinión sobre una cosa, supongo que tampoco te importará sobre la otra -dijo la dama, cerrando el daguerrotipo.

«¡Maldita mujer!» dijo mentalmente St. Clare; pero en voz alta añadió: -Vamos, Marie, ¿qué me dices del parecido? No seas tonta, vamos.

– Eres muy desconsiderado, St. Clare -dijo la dama- al insistir en que hable y mire cosas. Sabes que estoy con jaqueca todo el día, y ha habido tal escándalo desde que habéis llegado que estoy medio muerta.

– ¿Eres propensa a las jaquecas, prima? -preguntó la señorita Ophelia, emergiendo de pronto desde el fondo de un gran sillón donde estaba sentada en silencio, haciendo inventario de los muebles y calculando su precio.

– Sí, soy una verdadera mártir de las jaquecas -dijo la dama.

– El té de enebrina es bueno para los dolores de cabeza -dijo la señorita Ophelia-; por lo menos, así lo decía Auguste, la esposa del diácono Abraham Perry, y ella era una gran enfermera.

– Haré que recojan del jardín junto al lago las primeras enebrinas que maduren para ese propósito -dijo St. Clare, tocando la campanilla al mismo tiempo-; mientras tanto, prima, debes de tener ganas de retirarte a tus aposentos para refrescarte un poco, después del viaje. Dolph -añadió-, dile a Mammy que venga -entró un minuto después la respetable mulata a la que Eva había abrazado con tanto embeleso a su llegada, vestida con un turbante alto rojo y amarillo, reciente regalo de Eva, que ésta acababa de colocarle en la cabeza.

– Mammy -dijo St. Clare-, pongo a esta señora bajo tus cuidados; está cansada y necesita reposar; llévala a su habitación y asegúrate de que está cómodamente instalada -y la señorita Ophelia desapareció tras los pasos de Mammy.

Загрузка...