Muy limpio eres tú de ojos para mirar el mal, ver la opresión no puedes. ¿Por qué ves a los traidores y callas cuando el impío traga al que es más justo que él?

Habaduc 1, 13 [52]


En la parte inferior de un barco pequeño y humilde que navegaba por el río Rojo estaba sentado Tom con cadenas en las muñecas, cadenas en los tobillos y un peso mayor que el de las cadenas en el corazón. Se habían desvanecido todas las cosas en su cielo: luna y estrellas; todo había pasado por su lado, tal como pasaban ahora los árboles y la orilla, para no volver más. Su hogar en Kentucky, con su esposa y sus hijos y sus amos indulgentes; su hogar con los St. Clare, con todos sus refinamientos y esplendores; la cabeza dorada de Eva, con sus ojos de santa; St. Clare, orgulloso, alegre, guapo, aparentemente despreocupado y siempre bondadoso; las horas de asueto y de complaciente ocio. ¡Todo se ha ido! Y, ¿qué queda en su lugar?

Una de las cargas más amargas de la suerte del esclavo es que el negro, sensible y moldeable, después de adquirir los gustos y sentimientos característicos del ambiente de una familia refinada, no tiene ninguna garantía de que no vaya a pasar a ser propiedad del hombre más soez y brutal, de la misma manera en que una silla o una mesa, que una vez adornó un espléndido salón, va a caer finalmente, rota y maltrecha, a alguna inmunda taberna o a algún vil antro de vulgar libertinaje. La gran diferencia es que la silla y la mesa no tienen sentimientos y el hombre sí; porque ni siquiera un estatuto legal que dicta que puede ser «tomado, considerado y decretado por ley como bien mueble» es capaz de borrar su alma con su propio mundo particular de recuerdos, esperanzas, amores, miedos y aspiraciones.

El señor Simon Legree, el amo de Tom, había comprado esclavos en diferentes lugares de Nueva Orleáns hasta un total de ocho, y los había conducido, esposados y de dos en dos, al barco de vapor Pirate, que se hallaba atracado en el malecón, preparado para subir el río Rojo.

Una vez los hubo embarcado satisfactoriamente y con el barco ya en camino, se aproximó, con el aire de eficiencia que le era habitual, a pasarles revista. Deteniéndose delante de Tom, que iba vestido para la subasta con su mejor traje de velarte, con una camisa bien almidonada y botas relucientes, le habló de la siguiente manera:

– Ponte de pie.

Tom se puso de pie.

– ¡Quítate ese corbatín!

Y mientras Tom empezó a hacerlo, impedido por sus grilletes, le ayudó, arrancándolo con rudeza de su cuello y metiéndoselo en el bolsillo.

Después Legree se volvió hacia el baúl de Tom, que acababa de registrar, y sacando unos pantalones viejos y una chaqueta gastada que Tom solía ponerse para trabajar en los establos, quitó las esposas de las manos de Tom y, señalando un hueco entre las cajas, le dijo:

– Métete ahí y ponte esto.

Tom obedeció y volvió después de unos momentos.

– ¡Quítate las botas! -dijo el señor Legree.

Así lo hizo Tom.

– Toma -dijo aquél, lanzándole un par de los zapatos recios y bastos que solían llevar los esclavos-, ponte éstos. En su apresurado cambio de ropa, Tom no había olvidado transferir de bolsillo su querida Biblia. Hizo bien porque, tras volver a colocarle los grilletes a Tom, el señor Legree se puso a investigar deliberadamente el contenido de sus bolsillos. Sacó un pañuelo de seda y lo guardó en su propio bolsillo. Examinó varias chucherías, que Tom guardaba sobre todo porque le habían hecho gracia a Eva y, con un gruñido de desprecio, las tiró al río por encima del hombro.

Levantó y escudriñó el himnario metodista de Tom, que éste había olvidado con las prisas.

– ¡Bah, beato, desde luego! Así que, como -te-llames, perteneces a la iglesia, ¿eh?

– Sí, amo -dijo Tom con firmeza.

– Pues no tardaré en quitarte esas ideas. No toleraré a ningún negro gritón, rezador o cantarín en mi casa, ¡acuérdate! Así que ten cuidado -dijo con un golpe del pie y una mirada feroz dirigida a Tom con sus ojos grises-. ¡Yo soy tu iglesia ahora! ¿Comprendes? Tienes que comportarte como yo te diga.

Alguna cosa dentro del hombre negro contestó:!No! y, como si las recitara una voz invisible oyó las palabras de un pergamino profético que a menudo le leyera Eva: «¡No temas! porque yo te he redimido. Te he llamado por el nombre. ¡Eres Mío!»

Pero Simon Legree no oyó ninguna voz. Él nunca oirá esa voz. Simplemente miró un instante con ira el rostro abatido de Tom y se alejó. Se llevó el baúl de Tom, que contenía un vestuario muy aseado y abundante, al castillo de proa, donde lo rodearon enseguida varios braceros del barco. Entre muchas risas a costa de los negros que pretendían ser caballeros, vendió los artículos a uno y otro, y finalmente subastó el baúl vacío. Era una buena broma, pensaron todos, especialmente ver cómo miraba Tom sus cosas al ir de un lado a otro; y después, la subasta del baúl fue lo más divertido de todo y provocó infinidad de chistes.

Después de este pequeño incidente, Simon se aproximó de nuevo a su propiedad.

– Ahora, Tom, como ves, te he desembarazado del exceso de equipaje. Cuida mucho esa ropa, pues tardarás mucho en conseguir más. Estoy a favor de que los negros seáis cuidadosos; un traje ha de durar un año en mi plantación.

Después Simon se acercó al lugar donde estaba sentada Emmeline, encadenada a otra mujer.

– Bien, querida -dijo, cogiéndole la barbilla-, manténte de buen humor.

No le pasó desapercibida la mirada involuntaria de horror, espanto y aversión que le dedicó la muchacha. Frunció el ceño con fiereza.

– ¡Nada de jugarretas, muchacha! Tienes que poner buena cara cuando yo te hablo, ¿te enteras? Y tú, vieja borracha amarillenta -dijo, dando un empujón a la mulata con la que Emmeline estaba encadenada-, ¡no pongas esa cara! ¡Tienes que estar contenta, te digo!

– Oídme todos -dijo, retrocediendo un paso o dos-. ¡Miradme… miradme… directamente a la cara… ahora! -dijo golpeando con el pie en el suelo en cada pausa.

Todos los ojos se dirigieron, como fascinados, a los furiosos ojos gris verdosos de Simon.

– Ahora -dijo, cerrando su enorme puño pesado hasta hacerlo parecer el martillo de un herrero-, ¿veis este puño? ¡Pruébalo! -dijo, haciéndolo caer sobre la mano de Tom-. ¡Mirad estos huesos! Bien, pues sabed que este puño se ha puesto así de duro derribando a negros. Hasta ahora no he conocido a un negro que no fuera capaz de derribar de un puñetazo -dijo, bajando el puño tan cerca de la cara de Tom que éste parpadeó y se echó atrás-. Yo no mantengo a ningún maldito supervisor; yo mismo superviso; y os digo que las cosas se hacen, y bien. Todos tenéis que observar las reglas, os lo advierto; rápidos y directos… en cuanto yo abra la boca. Así estaréis a bien conmigo. No me vais a encontrar ningún punto débil. Así que andad con ojo, ¡porque no tengo piedad!

Las mujeres contuvieron el aliento involuntariamente y toda la cuadrilla se quedó con caras abatidas y tristes. Mientras tanto, Simon se dio la vuelta y se marchó al bar del barco a tomar una copa.

– Así empiezo yo con mis negros -dijo a un hombre con aspecto de caballero que había estado cerca de él durante su discurso.

– ¡De veras? -dijo el forastero, mirándolo con la curiosidad de un naturalista que estudia algún espécimen fuera de lo común.

– Ya lo creo. ¡No soy un caballero plantador con los dedos inmaculados, para que me ablande y me tome el pelo algún maldito capataz! ¡Toque usted mis nudillos y mire mi puño! Ya le digo, señor, que la carne de mi puño se ha puesto como una piedra de tanto ejercicio con los negros, ¡tóquelo!

El forastero puso sus dedos sobre la herramienta en cuestión y dijo simplemente:

– Es bastante duro; y supongo -añadió- que el ejercicio le ha endurecido el corazón de igual manera.

– Pues, podría decirse que sí -dijo Simon con una sentida carcajada-. Creo que soy tan poco blando como cualquiera. ¡Le digo que no hay quien me ablande a mí! Los negros nunca me ablandan, ni alborotando ni dándome jabón, y ésa es la verdad.

Tiene usted un buen lote ahí.

– Es verdad -dijo Simon-. Ese Tom, me han dicho que es algo fuera de lo común. He pagado un precio un poco alto por él, con la idea de utilizarlo como conductor y administrador; en cuanto le haga olvidar las nociones que le han enseñado tratándolo como no se debe tratar a los negros, estará perfecto. Me han engañado en el caso de la mujer amarillenta. Creo que está enferma, pero le sacaré todo lo que vale; puede durar un año o dos. No estoy a favor de guardar a los negros. Usarlos y comprar más, ése es mi método; da menos dolores de cabeza y estoy seguro de que sale más barato a la larga -y Simon bebió un sorbo de su copa.

– ¿Y cuánto suelen durar? -preguntó el forastero.

– Pues no lo sé; depende de su constitución. Los tipos fuertes duran seis o siete años; los débiles se desgastan en dos o tres. Cuando empecé, solía tomarme bastantes molestias preocupándome por ellos e intentando hacerles durar, llamando al médico cuando enfermaban y dándoles ropa y mantas, y cosas así, para mantenerlos cómodos y bien. Pero, Señor, no servía para nada; perdía dinero con ellos y me daban mucho trabajo. Ahora, ¿sabe usted?, los utilizo de un tirón, enfermos o sanos. Cuando se muere un negro, compro otro; sale más barato y fácil, en todos los sentidos.

El forastero se alejó y fue a sentarse junto a un caballero que había escuchado la conversación con desasosiego contenido.

– No debe usted considerar a ese tipo como típico de los plantadores del sur -dijo.

– Espero que no -dijo el caballero joven enfáticamente.

– ¡Es un tipo vil, rastrero y brutal! -dijo el otro.

– Y sin embargo, sus leyes le permiten tener a todos los seres humanos que quiera sometidos a su voluntad absoluta, sin una sombra de protección siquiera; y, por rastrero que sea, usted no puede decir que no haya muchos iguales.

– Bien -dijo el otro-, también hay muchos hombres humanitarios y considerados entre los plantadores.

– De acuerdo -dijo el joven-, pero, en mi opinión, ustedes los humanitarios y considerados son los responsables de toda la brutalidad y ultrajes que infligen estos desgraciados; porque, si no fuera por su aprobación e influencia, el sistema entero no se mantendría en pie ni una hora. Si no hubiera otros plantadores que del tipo de aquél -dijo, señalando con el dedo a Legree, que estaba con la espalda vuelta hacia ellos-, se hundiría todo el asunto como una piedra de molino. Son la respetabilidad y el humanitarismo de ustedes lo que permite y protege su brutalidad.

– Desde luego que tiene usted una alta opinión de mi bondad -dijo el plantador con una sonrisa-, pero le aconsejo que no hable usted tan fuerte, ya que hay personas a bordo del barco que pueden ser bastante menos tolerantes con sus opiniones que yo. Más vale que se espere hasta que lleguemos a mi plantación y allí nos puede insultar a todos a sus anchas.

El joven se ruborizó y sonrió, y pronto estuvieron absortos con una partida de backgammon. Mientras tanto, otra conversación tenía lugar en la parte inferior del barco, entre Emmeline y la mujer mulata con la que estaba atada. Como era natural, intercambiaban detalles de sus respectivas historias.

– ¿A quién pertenecías tú? -preguntó Emmeline.

– Bien, mi amo era el señor Ellis, que vivía en la calle Levee. Quizás hayas visto la casa.

– ¿Te trataba bien? -preguntó Emmeline.

– Casi siempre, hasta que cayó enfermo. Lleva más de seis meses enfermo a rachas, y ha estado muy inquieto. Era como si no quisiera que descansara nadie, día o noche; y se puso tan exigente que nada lo satisfacía. Era como si se enfadara más con cada día que pasaba; a mí me tuvo levantada por las noches hasta que no podía más, y cuando me dormí una noche, ¡Dios mío! me habló de forma horrible y me dijo que me vendería al peor amo que pudiera encontrar; y eso que me había prometido la libertad cuando él muriese.

– Tenías amigos? preguntó Emmeline.

– Sí, mi marido, que es herrero. El amo solía tenerlo arrendado. Se me llevaron de allí tan deprisa que ni siquiera he tenido tiempo de verlo; y tengo cuatro hijos. ¡Ay de mí! -dijo la mujer, cubriendo el rostro con las manos.

Es un impulso natural en todos nosotros, cuando oímos una historia triste, pensar en algo que decir a modo de consuelo. Emmeline quería decir algo, pero no se le ocurría nada que decir. ¿Qué se podía decir? Como de mutuo acuerdo, las dos evitaron, con temor y espanto, mencionar al hombre repugnante que era su amo ahora.

Es verdad que existe la fe religiosa hasta en la hora más oscura. La mujer mulata era miembro de la iglesia metodista y tenía un espíritu de piedad muy sincero, aunque no muy instruido. A Emmeline la habían educado con mucha más inteligencia: le habían enseñado a leer y a escribir y le habían instruido diligentemente en el conocimiento de la Biblia, a través de los cuidados de un ama fiel y piadosa; sin embargo, ¿no sería una prueba para el cristiano más firme encontrarse aparentemente abandonado por Dios y en manos de una violencia despiadada? ¡Cuánto más debe de sacudir la fe de los pobres desvalidos de Cristo, con escasos conocimientos y pocos años!

El barco siguió adelante, con su cargamento de penas, subiendo las aguas rojas, turbias y fangosas, a través de los abruptos meandros tortuosos del río Rojo; y los tristes ojos contemplaban cansados las empinadas orillas de arcilla roja, que se deslizaban siempre igual. Por fin se detuvo el barco en un pequeño pueblo y Legree desembarcó con su grupo.

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