Bonzi se agachó en una esquina oscura con Lola colgada del pecho. Fue la primera en oír el tintineo de las llaves y chilló para advertir al resto de la familia: los hombres habían vuelto.
Las luces fluorescentes parpadearon espasmódicamente hasta quedarse encendidas, zumbando.
Desde la jaula que estaba enfrente de la de Bonzi y Lola, Sam gritó: ¡JUA! y se puso a correr alrededor de la diminuta celda en la que estaba recluido. Se detuvo para decir por señas: ¡VISITANTE MALO! ¡VISITANTE MALO! A continuación saltó hacia la parte delantera de la jaula de metal extruido y la sacudió violentamente con pies y manos. Cuando saltó hacia atrás, tenía el pulgar derecho sangrando. Ajeno a la herida, se sentó cerca de la parte delantera de la jaula con el pelo erizado y la cabeza ladeada, en alerta total. El resto de los bonobos permanecían sentados, esperando y observando.
A continuación se oyeron pasos humanos, pisadas de zapatos de suela gruesa que resonaban en el pasillo de hormigón. A medida que se acercaban, el pánico inundó el cuerpo de Bonzi. No los podía ver hasta que no llegaban justo delante de ella.
Jelani, Sam y Makena estaban en jaulas situadas en el lado opuesto del pasillo, así que Bonzi los veía a todos y estos a ella, pero no podían verse entre sí, porque las paredes que los separaban eran de cemento. Nadie podía ver a Mbongo, pero sabían que estaba allí. Era el único miembro de la familia que el resto no alcanzaba con la mirada y la presión de aquella situación se hacía patente en sus vocalizaciones.
Las toscas pisadas se hicieron cada vez más fuertes, hasta que los hombres aparecieron. Esta vez eran dos. Bonzi solo reconoció a uno: era el que les daba la comida y se paseaba por los pasillos dos veces al día para deslizar bandejas de insípidas y homogéneas bolitas a través de los barrotes de las jaulas y rellenar los recipientes de agua con una manguera. Nunca establecía contacto visual. Nunca hablaba con ellos, pero mantenía una conversación constante e irritada con alguien invisible.
El segundo hombre era nuevo. Tenía el pelo claro, ojos grises y una sonrisa torcida y sombría.
– Parecen chimpancés -dijo.
– Tú eras el que los quería -le respondió el hombre de la comida con una carcajada.
El extraño se volvió hacia él.
– Yo solo digo -afirmó el hombre de la comida, bajando la vista- que podríamos haber conseguido chimpancés mucho más baratos.
El macho alfa, imponiéndose, se puso de pie con las manos en las caderas e hizo lo que Bonzi no podía: mirar a todos los miembros de la familia y examinarlos uno por uno.
– ¿Están comiendo y todo eso? -preguntó.
– Eso parece.
PERAS -gesticuló Bonzi-. PERAS BUENAS. TRAER PERAS.
– Porque quiero que tengan buen aspecto. No pueden parecer maltratados. -El macho alfa se agachó delante de la jaula de Bonzi y la miró a los ojos-. ¿Cuál es esta? ¿La matriarca?
YO BONZI, BONZI YO -dijo ella mediante señas-. DAME PERAS. HUEVOS. HUEVOS BUENOS. SAM DUELE.
– ¿Qué diablos es eso? ¿Una especie de vudú de monos? Me está poniendo los pelos de punta -dijo el hombre de la comida apartando la vista.
Bonzi sostuvo la mirada del macho alfa, levantó el puño izquierdo y se sacudió la oreja. Luego se golpeó los dedos índices, el uno con el otro, delante del pecho.
– Cállate, Ray. Intenta decirnos algo.
SAM DUELE -repitió Bonzi con mayor insistencia-. SAM DUELE. NECESITAR PERAS BUENAS.
– ¿Qué demonios está haciendo? -preguntó el macho no dominante.
El macho alfa continuó mirando a Bonzi, que repetía sus aseveraciones con movimientos cada vez más apremiantes.
– Está diciendo algo.
– ¿Qué?
– No lo sé.
BONZI FUERA LLAVE DARME RÁPIDO TÚ.
El macho no dominante levantó la voz:
– No me gusta nada. No es normal. ¿Esos bichos son naturales, al menos? ¿O los han hecho con ingeniería genética o algo así? Además, ¿no se supone que practican sexo constantemente? No lo han hecho ni una vez desde que llegaron aquí.
– Están en celdas separadas, imbécil.
El hombre de la comida cambió el peso de un pie a otro mientras miraba incómodo a un lado y a otro del pasillo.
– Un momento -dijo el macho alfa-. Esto lo va a cambiar todo radicalmente. ¿Eres mi chica? -susurró, inclinándose hacia la jaula.
Bonzi, cuya forma de hablar no era simplemente no contestar, permaneció inmóvil.
– Eres mi chica, ¿verdad? -repitió. Su voz era como un silbido de aliento fétido que se le escapaba entre los dientes.
Bonzi siguió sin moverse. -Pronto te trasladaré. Se levantó y le habló al otro hombre. -Venga, vamos.
Al pasar por delante, le dio un par de golpes a la parte delantera de la jaula de Sam con la mano abierta. El sonido metálico resonó en el pasillo de hormigón y Sam se hizo un ovillo en una esquina.