12

Cuando Amanda atravesó la puerta de seguridad corrió hacia John, que la levantó y la hizo girar en el aire. La gente los miraba, pero a John le daba igual. El olor de su piel, el tacto de su pelo: probablemente no la dejaría marchar nunca más.

– Ay, John -le dijo, apoyando la cabeza en la curva de su cuello en un gesto de confianza tan absoluto que lo mató-. Dios mío, cuánto te he echado de menos.

– Yo también, cielo. Yo también.

Cuando finalmente la bajó, Amanda miró a su alrededor y se colocó la ropa con timidez. Tenía las mejillas coloradas.

John le cogió la mochila.

– ¿Solo has traído esto?

– Solo me quedo tres días.

– No me lo recuerdes.

– ¿Seguro que no te puedes coger mañana el día libre?

– No puedo. La columna sale el domingo.

Cuando llegaron a casa, juntaron sus labios antes incluso de haber echado el pestillo a la puerta. John dejó caer la bolsa al suelo.

– ¡Cuidado! -dijo ella sin aliento, entre beso y beso-. ¡El ordenador!

– ¡Lo siento! -jadeó él, intentando quitarse el abrigo mientras ella le desabrochaba la camisa.

Minutos más tarde, en el momento crítico, Amanda se tumbó y susurró:

– Hagamos un bebé.

El efecto fue inmediato y devastador. A pesar de las mejores ayudas de Amanda -y eso que se le daba muy bien-, John no logró recuperarse. Finalmente ella abandonó y se hizo a un lado.

– ¿Qué pasa? -le preguntó tras varios minutos de silencio. Las velas que había encendido en una breve pausa brillaban contra la pared con las mechas cada vez más largas y las sombras más profundas.

– No lo sé -respondió él-. A veces pasa. -Deseó que el colchón se lo tragase: ñam. Como si fuera un diminuto sumidero cósmico. ¿Era eso tanto pedir?

– Es la primera vez que te pasa -dijo Amanda-. ¿Es por lo que he dicho?

– No, claro que no -le aseguró. «Pues claro que sí», gritaba la voz de su cabeza.

– ¿Quieres que vaya… a por un poco de ayuda? -dijo juguetona.

Cuando John era pequeño, su madre solía ir a reuniones de Tupperware y de Avon. Luego llegaron las de Top Chef y las de velas. Y a las que asistía Amanda invitada por sus amigas en Nueva York eran de lencería y juguetes eróticos. Aquella noche las anfitrionas no habían dejado de servirle vino barato y luego se la habían llevado a una «sala de consulta», con lo cual Amanda había llegado a casa un poco achispada y, entre risitas tontas, le había enseñado a John una bolsa de objetos que lo habían dejado sin palabras, un poco asustado y absolutamente intrigado. Muy pronto había empezado a darse cuenta de su utilidad. Tras dieciocho años juntos, un poco de innovación podía venir bien.

– Mmm -dijo-. Claro.

– ¿Alguna petición especial?

– No. Sorpréndeme -dijo. Estiró los brazos sobre la cabeza mientras Amanda abría el cajón de arriba. Estiró el brazo y tanteó el interior. Al cabo de un rato, su expresión se volvió inquisitiva y el tanteo más insistente. Finalmente, tocó algo con la mano que se arrugó. Lo sacó para ver qué era y dio un grito. Empezó a emitir una retahíla de sonidos como los que hacía Magnifigato justo antes de expulsar una bola de pelo y salió de la habitación.

John se incorporó sobre el codo y miró en el cajón. Todo lo que había dentro estaba metido en bolsitas de plástico individuales con autocierre colocadas por tamaños y pegadas al fondo.

Se volvió a dejar caer sobre la cama. Las retinas le dolieron solo de pensar en Fran abriendo el cajón y dándose cuenta de lo que había encontrado. Se la imaginaba perfectamente: orgullosa de su descubrimiento, disfrutando de la indignación que la había invadido mientras limpiaba, embolsaba y ordenaba; su lascivo deleite al imaginarse su reacción cuando descubrieran lo que había hecho. John comprendía perfectamente cómo se había sentido Amanda. De hecho, estaba oyendo cómo se sentía. Se pasó diez minutos en el baño con arcadas. Cuando volvió a la cama, los juguetes eróticos y el lubricante estaban enterrados en el cubo de la basura de abajo y las velas estaban apagadas.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

– No -respondió ella, deslizándose en la cama y metiéndose bajo el brazo de John. Se sorbía la nariz o bien porque había estado llorando o porque estaba congestionada de tener la cabeza colgando dentro del váter-. Y aún pretenderá que se lo agradezca, como lo de los estúpidos tapetes.

John le acarició el pelo, aplastándoselo sobre la espalda.

– Seguro.


* * *

No parecía en absoluto que la boda de Ariel hubiera sido organizada en el último momento. Para ser exactos, daba la sensación de que la tía de Amanda y su prima carnal habían estado planeando aquel momento durante cada segundo de los treinta y tres años que Ariel llevaba en este mundo. John miraba atónito las montañas de flores y de lazos y los kilómetros de tul que unían los bancos del pasillo.

Él y Amanda habían llegado unos minutos antes de que la ceremonia empezara y habían aguantado la risa al pasar por delante de un cartel que ponía «Guns n' Gofres».

– Suena a acción de mamá y papá, ¿no? -dijo John.

– Sí, solo que en mi familia mamá habría sido la responsable de las pistolas.

Una vez en la iglesia, los acomodaron apresuradamente en sus asientos. Fran les echó un vistazo rápido antes de levantar la barbilla y darse la vuelta majestuosamente. Amanda suspiró ya sin rastro de alegría y John le apretó la mano.

Tras años de práctica, el patrón de las riñas entre Amanda y Fran estaba cuidadosamente coreografiado: Fran se enfurruñaba hasta que Amanda se derrumbaba y le pedía perdón entre lágrimas, punto en el cual Fran la atraía hacia el pecho y le echaba la culpa de todo a John antes de tener la deferencia de perdonarlo, porque, al fin y al cabo, eran una familia. Aquella última parte solía ir acompañada por una mirada directa a John que, hace unos cuantos siglos, podría haberla hecho arder en la hoguera.

Amanda nunca antes había aguantado tanto -habían pasado ya tres semanas desde La gran evasión-, y la cara de Fran no había perdido ni un ápice de hermetismo.

El novio de Ariel ocupó su lugar al final del pasillo, vestido de esmoquin, mientras miraba a todo el mundo como un ciervo atemorizado. John casi esperaba ver un torrente de orina cayéndole por la pierna.

Cuando la procesión comenzó, Ariel entró precedida por cuatro damas de honor que llevaban unos vestidos verdes de color aguamarina que les sentaban fatal. Comparada con ellas, Ariel era la belleza personificada. Entre el velo hasta la cintura y el ramo en cascada, casi conseguía que el bombo pasara inadvertido.

Muchas de la mujeres lloraban y se secaban los ojos con discretos toquecitos para no estropear el maquillaje cuidadosamente aplicado. Pero Amanda no: a media procesión, John vio cómo iba clavando la mirada persona por persona, con el ceño fruncido. Estaba haciendo cálculos mentales. Más tarde, mientras iban en el coche hacia el convite, John descubrió por qué.

– Ha puesto a todos en mi contra. Como no me he disculpado, ha estado reclutando a gente para su bando.

– ¿De qué hablas?

– Janet es su prima segunda. Yo soy una de sus primas carnales -dijo-. ¡No me han invitado a la despedida! Debe de haber hecho una despedida. ¡Por supuesto que la ha hecho! Soy idiota.

El engranaje mental de John se puso en funcionamiento hasta que, finalmente, consiguió escupir un perdigón de posible explicación. Miró rápidamente a su mujer.

– ¿Querías ser dama de honor?

– ¡Claro que no! Nadie quiere ser dama de honor, pero me habría gustado que me lo hubiera preguntado -dijo al tiempo que golpeaba el asiento del coche con el puño-. Sé perfectamente lo que ha pasado. Mamá le ha contado a la tía Agnes que yo había ignorado sus consejos, que la había abandonado en casa y que ni siquiera le había dado las gracias por toda las mierdas que había hecho, así que ahora nadie habla conmigo. Aunque puedes tener la certeza de que todos estarán hablando sobre mí. -Se dio una palmada en la boca para ahogar un grito-. ¡Dios mío, los juguetes eróticos! Como les haya contado lo de los juguetes eróticos, me muero.

John deseaba poder tranquilizarla, pero hacía demasiado tiempo que formaba parte de aquella familia.

Ella se volvió para mirarlo con los ojos brillantes y los dedos abiertos sobre el asiento.

– ¿Y si nos lo saltamos?

– ¿Qué? -John agarró con fuerza el volante y la miró varias veces, intentando descifrar su expresión.

– El convite. Nos lo saltamos y nos vamos a casa.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí. De todos modos, nadie va a hablar con nosotros. ¿Y cómo voy a mirar a la cara a todos mis parientes sabiendo lo que saben?

– No sabes lo que saben.

– Yo creo que sí. ¿Qué te apuestas a que la tía Agnes me da una tarjeta de agradecimiento para que se la dé a mamá?

Una vez más, a John le gustaría poder tranquilizarla, pero eso mismo había sucedido hacía dos años cuando, al parecer, Amanda no le había agradecido lo suficientemente a Fran algún otro «favor» que esta le había hecho.

– Hagámoslo -dijo, cada vez más animada-. Da la vuelta ahí. ¡Ahí! -dijo, apuntando con el dedo hacia la ventanilla-. Les mandaremos el regalo por correo.

John se sentía tentado por aquella propuesta. Hasta tal punto que le costó hacer que las palabras que siguieron le salieran de la boca:

– Tenemos que ir. Si no lo hacemos, eso le dará a tu madre más munición y pasará aún más tiempo antes de que os reconciliéis.

Cuando volvió a mirar a Amanda, esta tenía la mirada ferozmente clavada en el parabrisas.

– No quiero que nos reconciliemos -dijo.

– Ya, pero sabes que al final será así.

Amanda dejó caer la cabeza contra la ventanilla lateral.

– Cielo, si de verdad no quieres ir, nos marcharemos. Pero no es algo que puedas rectificar y creo que te arrepentirás de haberlo hecho.

Ella siguió apoyada en la ventanilla. Suspiró cansinamente.

– Bueno, vale. Iremos. Pero no pienso disculparme.

– Yo no he dicho que tuvieras que hacerlo.

– Vale.

Él la miró con la esperanza de que aquello no se convirtiera en una discusión. Ambos estaban al límite: el reencuentro de la noche anterior no se había parecido en nada a lo que esperaban y John tenía la sensación de que no estaba demasiado contenta en Los Angeles, aunque no le había dicho nada en concreto al respecto. En cuanto a él, cada vez estaba más amargado por haber perdido la historia de los primates en beneficio de Cat. Sus informes sobre la investigación que estaba llevando a cabo aparecían con regularidad en primera plana, mientras que el último encargo que le habían hecho a John de La guerrera urbana consistía en experimentar en sus propias carnes el nuevo intento del ayuntamiento de echar a los vagabundos, drogadictos y otros indeseables de sus lugares de reunión pulverizándolos con aceite de mofeta. Él no había puesto ninguna objeción a acompañar a la policía y a los empleados municipales mientras usaban dicha técnica, pero Elizabeth había decidido que eso sería aburrido y predecible. «No, sería mucho más eficaz si estuviera escrito desde el punto de vista de un vagabundo», había dicho. Así que John se había disfrazado y lo habían echado con aquella cosa apestosa de una puerta el día anterior. Tres botes de zumo de tomate después, el aroma aún persistía.


* * *

– ¡Amanda, querida! Cuánto me alegro de verte -le dijo el tío Ab, el orgulloso padre de la novia. Estaba claro que estaba desobedeciendo las órdenes, pero había bebido lo suficiente como para permanecer inmune a las miradas de reproche de su esposa y del resto de las mujeres de la familia. Fran estaba sentada muy tiesa en una mesa del otro lado de la sala, emanando una furia silenciosa bajo los destellos de una bola de discoteca. Tim jugueteaba con una varilla de cóctel con aspecto derrotado. El equipo de sonido cantó a voz en grito el tema We Are Family, de Sly & The Family Stone, mientras las personas lo suficientemente mayores como para conocerla bien se lanzaron a bailar con ebrio abandono. Los brazos flotaron en el aire, se quedaron allí un momento y luego volvieron a bajar cuando los dueños se dieron cuenta de que no tenían ni idea de qué hacer con ellos.

El tío Ab zigzagueaba un poco. Abrazó a Amanda y le plantó un húmedo beso en la mejilla. Mientras se limpiaba la cara con una servilleta de papel, él le estrechó la mano a John. Ab arrugó la nariz con repugnancia y giró hacia abajo las comisuras de los labios.

– ¿Qué es ese olor? -dijo, inclinando la cabeza de un lado a otro mientras olisqueaba los alrededores de John.

– Huele a mofeta.

– ¿A qué?

– A mofeta -dijo John con firmeza.

– ¿De dónde demonios lo has sacado?

– Ariel está maravillosa -dijo Amanda, dándole un trago a su bebida. Miró hacia la pista de baile por el rabillo del ojo.

– Ya puede -contestó el tío-. ¿Tienes idea de cuánto ha costado todo eso? Las uñas, el maquillaje, ¡la cera de las cejas! ¡La cera de las cejas! -dijo, moviendo un dedo para darle énfasis. Contuvo el aliento y asintió haciéndose cargo. Se inclinó hacia delante con aire conspirador con la papada apestando a colonia y la boca a Red Label -. ¿Sabes? Siempre he admirado eso de ti, Amanda. Nunca has necesitado hacer ninguna estupidez de ese tipo.

Amanda enarcó las cejas y rápidamente levantó una mano para ocultarlas.

«Menuda afirmación más repugnante», pensó John mientras miraba al viejo con sincero y verdadero odio.

Cuando llegaron a casa, Amanda tiró el bolso bordado sobre la mesa de la entrada y se fue corriendo al baño. Al cabo de un rato empezó a gemir.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó John. Tenía la cabeza metida en la nevera, buscando una cerveza.

– ¡Tiene razón!

John cerró la puerta del frigorífico.

– ¿Quién tiene razón? -Entró en el baño y se quedó detrás de ella. Amanda se inclinó hacia delante hasta que tuvo la cara a unos centímetros del cristal, al tiempo que se sujetaba el pelo hacia atrás con una mano y usaba la otra para señalar el entrecejo.

– Mira.

John se inclinó para ver más de cerca la zona.

– Ahí no hay nada.

– Hay pelos. Y el tío Ab los ha visto.

– Él no ha dicho eso.

– Lo ha dicho entre líneas. Ha sugerido que yo era peluda y desaliñada.

– De eso nada. Además, ¿desde cuándo aceptas consejos sobre moda de un hombre que usa Old Spice? -John le rodeó los hombros con los brazos-. Eres sexy. Y tus cejas también.

– Querrás decir mi ceja -dijo, retorciéndose para soltarse.

La siguió hasta la sala de estar, donde se dejó caer en el sofá.

– ¿Por qué dejas que esto te afecte? -dijo él-. Se trata del tío Ab, por el amor de Dios.

Amanda se inclinó hacia delante y se sujetó la cara con las manos.

– La semana pasada sucedió algo.

– ¿Qué? -preguntó John, sentándose a su lado, mientras intentaba contener la alarma.

Ella sacudió la cabeza.

– Amanda, ¿qué ha pasado?

Ella suspiró y cerró los ojos. Parecía que habían pasado años antes de que se decidiera a hablar.

– Los ejecutivos de la NBC nos llevaron al Ivy a comer. Está lleno de famosos. Hay paparazzi por todas partes.

John la miró, expectante.

– Y yo pedí quiche.

– No lo pillo -dijo John, tras un largo silencio.

– Las mujeres en Hollywood no piden quiche. Piden ensaladas sin aliñar, o platos de fresas.

– Sigo sin pillarlo.

– Al principio nadie dijo nada, pero fue como si alguien se hubiera tirado un pedo. El ambiente se enrareció mucho y finalmente el productor ejecutivo abrió la boca y me dijo que era refrescantemente diferente a las de Hollywood.

John hizo una pausa.

– Y lo eres. Eso está bien.

– No. Al parecer, no. Arqueó una de las cejas. Lo que en realidad quería decir era que no me parezco lo suficiente a las mujeres de Hollywood.

John no sabía qué decir. Ella empezó a llorar y él la atrajo hacia sí.


* * *

A la mañana siguiente, Amanda fue a su peluquería de siempre y volvió con una cabeza diferente. El estilista le cortó el pelo y se lo alisó antes de pasarla a la esteticista, que le depiló las cejas y la instruyó en la aplicación del maquillaje. Cuando Amanda volvió a casa tenía los ojos ahumados, los labios en forma de corazón y una piel perfecta. También llevaba bolsas brillantes de color rosa con letras doradas y resbaladizas asas de cuerda.

– Me ha dicho que siempre había querido alisarme el pelo -declaró Amanda tímidamente cuando John tuvo que mirarla de nuevo para cerciorarse de que era ella. La diferencia era increíble y sintió un inesperado ataque de placer, algo por lo que inmediatamente se sintió culpable, ya que era la novedad lo que le parecía excitante.

– Volverá a ser como antes, ¿no? -dijo, pasándole los dedos por el pelo. Tenía una textura completamente diferente, era como seda, o como agua.

Ella se rio.

– Sí. Cuando vuelva a lavarlo, por desgracia. John curioseó entre las capas de fino papel verde claro que sobresalían de las bolsas y descubrió misteriosos elixires en cajas selladas con pegatinas doradas.

– ¿Cuánto ha costado todo eso?

– Será mejor que no lo sepas -contestó ella. Le dirigió una mirada culpable, y añadió-: De todos modos, necesitaba cortarme el pelo y lo de las cejas cuesta quince pavos. Pero ahora que me las han hecho las puedo mantener yo. Y el maquillaje durará al menos un año.

– Ya -dijo John, admirando la destreza con la que había evitado confesar la cantidad total.

Ella se pasó la mano por el pelo.

– Ya que hoy tengo el pelo bonito y solo durará hasta la próxima ducha, ¿me invitas a cenar?

– Si lo hago, ¿después puedo portarme mal? -preguntó él.

– Por supuesto. Y prometo no hablar de procreación.

No se daba cuenta de que al mencionarlo en aquel momento estaba condenando a John a pensar en ello más tarde. Él ya había estado reflexionando sobre eso, y mucho además. Siempre había supuesto que acabarían teniendo hijos, pero dadas sus circunstancias actuales le costaba creer que ese fuera el momento apropiado.

Fueron a su restaurante de sushi favorito. Era carísimo, pero Amanda regresaba a Los Angeles a la mañana siguiente y era muy posible que no se volvieran a ver en otras tres semanas. Amanda se puso el vestido que se había comprado para la boda de Ariel con los zapatos nuevos. John tenía a la derecha la barra del bar, muy bien aprovisionada y retroiluminada con luces que cambiaban de color cada quince minutos.

– ¿Todo bien? -dijo Amanda-. Estás muy callado.

John se dio cuenta de que estaba removiendo el vaso de sake.

Lo siento. Es que no soporto pensar que te tienes que volver a ir. Te echo de menos. -Hizo una pausa, levantó rápidamente la mirada antes de volver a bajarla y añadió-: Y odio mi trabajo.

– Pero, cielo… -dijo ella con aspecto afligido.

– Es verdad. Antes me encantaba ser periodista. Tenía la sensación de que estaba haciendo algo diferente. La crónica de los primates era innovadora en muchos aspectos: lenguaje, comprensión, cultura. Evolución, una redefinición fundamental de la forma en que vemos a otros animales, extremistas en ambos lados, pero en medio personas razonables. Me sentía como si formara parte de un importante debate. -Dejó escapar un profundo suspiro-. ¿Sabes cuál es la siguiente misión de La guerrera urbana?

Ella negó con la cabeza.

– Estoy haciendo un artículo sobre madres amas de casa que además son prostitutas. Venden su cuerpo mientras sus hijos se echan la siesta.

Amanda se quedó boquiabierta.

– Sí -dijo John-. El miércoles tengo una cita con una. Se llama Candy, supuestamente. No me creyó cuando le dije que me llamaba John. Dijo que eso era lo que decían todos.

– Seguro que es cierto -dijo Amanda.

– De todos modos, me pidió que aparcara en la parte de atrás del edificio y que entrara por el patio trasero para que los vecinos no me vieran. Ah, y esto es lo mejor: vive a dos manzanas de la casa de mis padres. Se supone que tengo que mirar por la ventana para ver si el niño está aún despierto. Ve Barrio Sésamo y come algo antes de acostarse, así que si la trona está vacía me presento en la puerta de atrás y punto.

– Dios mío. Es como para llorar -dijo Amanda. Y por un instante parecía que lo iba a hacer-. ¿No sabe que eres periodista? -añadió finalmente.

– No, cree que soy un cliente.

– ¿Crees que querrá hablar contigo cuando se entere?

– Eso espero. Si no tendré que encontrar a otra y empezar de nuevo.

Amanda revolvió la sopa de miso, que se había disociado, y se quedó mirando el remolino de algas y tofu. Él le agarró la mano.

– Amanda, no me has contado gran cosa sobre Los Angeles, aparte de lo del capullo ese del Ivy. ¿Va todo bien? ¿Cómo marchan las cosas?

– Bah -dijo, encogiéndose de hombros-. El trabajo va bien. Si no tenemos en cuenta que los jefes siguen cambiando el guión, lo cual es un verdadero coñazo cuando intentas crear hilos conductores.

– ¿Has hecho amigos?

– A veces salgo con Sean. No te preocupes, es gay -añadió, cuando captó la mirada alarmada de John.

– Ah. Vale.

Buscó el bolso en el banco acolchado y se levantó.

– Discúlpame un minuto.

– Claro -dijo John. Mientras ella pasaba por detrás de él se bebió de un trago el diminuto vaso de sake, aunque lo que realmente le habría gustado tomarse era un Valium.

El casero de Amanda le había pedido que firmara un contrato de seis meses, así que, además de pagar el préstamo, se veían obligados a pagar un alquiler en Los Angeles durante al menos ese periodo de tiempo. Ya habían sobrevivido a base de noodles de ramen antes y podían volver a hacerlo. Solo quería tener la certeza de que aquel cambio la estaba haciendo realmente feliz y, hasta el momento, no parecía ser el caso.

– ¡Fíjateeee, mira quién está aquí! -chilló una voz familiar. John se volvió y se topó con Li, la camarera habitual, de pie al lado de la barra. Tenía el rostro radiante y los ojos y la boca abiertos en una sonrisa exagerada. John echó un vistazo alrededor y vio que Amanda estaba volviendo del baño.

Amanda se detuvo y miró hacia atrás a derecha e izquierda para ver si se refería a ella. Decidió que no, así que siguió andando.

– Qué buen aspecto tienes -dijo Li-. ¡No te había reconocido!

Amanda se dio cuenta de que Li sí estaba hablando con ella. Se paró en seco y se le congeló la cara en una mueca de horror. Al cabo de unos instantes, dijo:

– Gracias. -E, indiferente, se dirigió a la mesa. Cuando se sentó, se inclinó hacia John con los ojos brillantes de dolor-. Me gustaría pensar que lo ha dicho como un cumplido, pero no creo que la intención haya sido buena.

– No se ha expresado demasiado bien -dijo John-, pero estoy seguro de que…

– ¡Dios mío! -dijo Li, apareciendo súbitamente al lado de ellos-. ¡Aún no me lo creo! -Aplaudió con regocijo y se sentó en el banco al lado de Amanda-. ¡Esta noche tendrás que tener mucho cuidado, porque los hombres no le quitarán ojo a tu preciosa mujercita! -dijo, señalando con un dedo a John. Acto seguido, se giró hacia Amanda-. ¿Sabes? Tenemos un proverbio chino que dice que no hay mujer fea, sino mujer vaga. Y después de verte me lo creo a pies juntillas. ¡Mírate! ¡El maquillaje! ¡El pelo! Y tan arreglada.

John miraba consternado a su mujer y a Li, devanándose los sesos para intentar comprender por qué la camarera de su restaurante japonés favorito estaba citando proverbios chinos y cómo demonios se las iba a apañar para levantarle la moral a Amanda cuando todo aquello acabara.

– Me he cortado el pelo -dijo ella, mirando fijamente los palillos.

– ¡Y te lo has alisado! -Li extendió la mano y se lo acarició, dejándolo resbalar entre los dedos-. ¡Y te has maquillado! Ahora que él sabe cuál es tu verdadero aspecto, vas a tener que ir siempre así.

– ¡Li! -aulló el jefe tras la barra mientras iba hacia unos clientes que acababan de entrar.

– ¡Mira a Amanda! ¡Mira qué guapa está! ¿A que es increíble? -le gritó ella.

– ¡Li! -bramó el jefe.

– Tengo que irme. ¡Hasta luego! -Li se inclinó para abrazarla solo con un brazo y desapareció.

Amanda pasó un largo rato mirando hacia abajo.

– Vale -dijo finalmente-. Vale -repitió, asintiendo a toda velocidad. Cogió la servilleta de la mesa y se la alisó sobre el regazo, todo ello sin levantar la vista-. Está bien saberlo: no soy fea, solo vaga.

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