A John le dio un vuelco el corazón cuando vio la estatua del lagarto en el aparcamiento del Buccaneer Motor Inn: medía casi cinco metros, llevaba puesto un peto y un sombrero de paja e iba descalzo, dejando a la vista unos pies inquietantemente humanos con unos dedos verdes y bulbosos. En la mano llevaba un cartel de lona que decía:
CAMAS DOBLES
TV COLOR, RADIO
AIRE ACOND.
HBO CASA PRIMATES
ECONÓMICO
«No hay plazas libres», ponía debajo. El «no» parpadeaba.
El edificio propiamente dicho era una construcción de cemento de dos pisos pintado de color rosa chicle. Los aparatos de aire acondicionado de las ventanas estaban sujetos con placas de contrachapado y láminas de metal y zumbaban mientras derramaban el agua sobre el cemento que había debajo de ellos. El aparcamiento de gravilla estaba salpicado de latas de cerveza y envoltorios de comida rápida. Había una máquina expendedora pegada a la pared, al lado de un contenedor de basura. Al otro lado de la calle había una pequeña construcción de un solo piso que albergaba dos locales comerciales: uno de ellos claramente había cerrado, como evidenciaba un letrero de neón apagado en el que ponía: «Clínica quiropráctica», que colgaba casi vertical en la ventana. El otro, un restaurante llamado Jimmy's, publicitaba una combinación de pizza y caja bento. John vio algunos pares de zapatos colgando de unos cables. Sabía que las bandas que vendían droga hacían aquello para marcar su territorio en las zonas urbanas, pero ¿allí? ¿En Lizard? Mientras recorría el cable con la vista, vio un par de zapatos de aguja que habían atado cuidadosamente entre sí antes de lanzarlos.
También había una piscina, cuya agua estaba sospechosamente azul. Cuatro atractivas mujeres en bikini estaban tendidas sobre unas tumbonas de plástico blanco. Tenían el pelo largo y la piel color miel. No había ni un hoyuelo a la vista, salvo en los brazos de la mujer que se dirigía hacia la puerta del segundo piso con una brillante y florida túnica. Al parecer se había tomado como algo personal la presencia de las chicas que tomaban el sol, ya que les lanzaba miradas fulminantes cada pocos metros. Aún más personalmente se tomó el interés de su anciano marido por ellas y lo empujó dentro de la habitación con la palma de la mano en cuanto abrieron la puerta.
John aparcó, salió del coche y entró en la oficina. Una campanilla que anunciaba su llegada sonó sobre la puerta de cristal.
La oficina estaba recubierta de paneles de madera oscura, como si se tratara de un estudio en un sótano. Había un árbol de Navidad artificial en una esquina adornado con mustias guirnaldas y ambientadores de cartón en forma de pino. Tras la mesa laminada, en una televisión portátil en blanco y negro, tenían sintonizado el canal de La casa de los primates. En la esquina inferior izquierda, un simio tostaba una nube sobre la cocina de gas. En el recuadro de arriba, uno de los primates pulsaba con fuerza las teclas de un órgano electrónico alegremente, mientras otro lo observaba con admiración. El lado derecho de la pantalla estaba ocupado por un simio que le estaba cortando el pelo a otro. Este último se estaba cortando a su vez las uñas de los pies.
– ¿Puedo ayudarle? -dijo un hombre gordo que estaba sentado en una silla giratoria. Apoyaba sus dedos entrelazados sobre una prominente barriga. Ni siquiera se molestó en levantarse. Sobre su cabeza calva y sudorosa giraba un ventilador del que colgaban unos cuantos trozos de espumillón. Unos ásperos rizos grises sobresalían bajo el cuello de la camiseta manchada de sudor que llevaba puesta y que, probablemente, en su día había sido blanca.
– Quiero registrarme.
– ¿Nombre? -John Thigpen.
John se quedó expectante ya que, si había alguien sobre la faz de la tierra capaz de hacer una broma con lo de Pigpen, era ese tío. Sin embargo, esta nunca llegó. El hombre levantó su considerable volumen de la silla y cogió el único juego de llaves que había en un tablero a sus espaldas. Las tiró sobre la mesa.
– Llega tarde.
– El avión se ha retrasado.
– Debería haber llamado.
– Lo siento. -John le echó un vistazo al reloj y frunció el ceño. Había hecho una paradita en el Staples que había al lado del aeropuerto para enviar una docena de paquetes a Nueva York, pero, aun así, solo era media tarde.
– Tarjeta de crédito -dijo el gordo.
– ¿Mi empresa no ha llamado para darle una?
– No.
– ¿Le importaría asegurarse?
– Nadie ha llamado para nada. Tiene suerte de que le haya guardado la habitación. -El hombre se quedó mirando a John bajo unas cejas como las de Brezhnev.
John sacó una tarjeta de crédito y se la lanzó; esta llegó deslizándose al otro lado de la mesa. En realidad, su intención era tirarla con tal displicencia que cayera directamente delante de sus narices, pero, en lugar de ello, se trasladó como un disco volador. El hombre la recogió del borde de la mesa, la comprobó, la metió en la máquina de procesado manual y pasó el deslizador sobre ella. ¡Chunchún! Le tendió a John la copia hecha con papel carbón y dejó caer un bolígrafo desde una altura de veinticinco centímetros.
– Firme ahí. Treinta y nueve dólares la noche y un extra si la camarera encuentra algo raro. ¿Capisci?
– Yo…
– La fianza de su tarjeta es de cuatrocientos pavos. No hacemos excepciones. Si se va por la noche, nos los quedamos. Ponga esto a la vista en el salpicadero -le dijo tendiéndole una ficha numerada de plástico que osciló delante del pecho de John y se cayó al suelo- o la grúa se llevará el coche. Contamos las toallas y las sábanas. Está en la habitación 142: doblando la esquina según sale.
John volvió a guardar la tarjeta de crédito en la cartera, se agachó para recoger la ficha del aparcamiento de la alfombra llena de manchas, se metió las llaves en el bolsillo y se fue en busca de la habitación.
Mientras abría la puerta, una de las mujeres que estaban al lado de la piscina, una pelirroja con cintura de avispa y algo brillante colgándole del ombligo, le sonrió antes de echar la cabeza hacia atrás dejando que su espesa mata de pelo se desparramara. Unos reflejos rojos y naranjas brillaron bajo el sol. John, alarmado por lo que debía de ser una invitación, dio media vuelta, pero no sin antes pensar en que tenía el pelo del mismo color que, hasta hacía poquísimo tiempo, había lucido Amanda.
John retiró la colcha y la dejó hecha un ovillo en una esquina bajo el aire acondicionado que traqueteaba, vibraba y escupía entre los dientes que tenía rotos. La alfombra estaba un poco húmeda debido a una limpieza reciente y la habitación estaba impregnada de olor a jabón para alfombras y de algo vagamente ácido. John aumentó la potencia del aire acondicionado para acelerar el proceso de secado. Miró hacia la cama y llamó a Topher.
– ¿Te importa si cambio de hotel?
– Por mí no habría ningún problema -dijo Topher-, pero los otros están llenos.
– ¿En serio? ¡Si estamos en Lizard! -respondió John, paseando entre la cama y la puerta-. ¿Qué hay en Lizard?
– Casinos. Y La casa de los primates. Mi ayudante se las vio y se las deseó para encontrarte una habitación.
Claro. Cat y el resto de los periodistas de los periódicos de verdad habían invadido el lugar y se habían extendido como una plaga de langostas hacía casi una semana, llenando las habitaciones de los hoteles buenos. John se hundió en el borde de la cama y se quedó mirando las tablas curvadas de las contraventanas. De pronto tuvo una idea. Buscaría unos grandes almacenes WalMart, se compraría sus propias almohadas y un ambientador Febreze.
– ¿Ya has estado allí? -preguntó Topher.
– Estoy a punto de ir.
– Bien. Envía la primera crónica mañana sobre las doce de la noche. Tenemos que mandarla a imprenta a las tres de la mañana.
– Entendido.
John cerró el móvil y lo dejó sobre la mesilla de noche. Se agachó para oler la cama y se llevó una grata sorpresa al descubrir que olía a jabón de lavandería. Necesitaba desesperadamente una ducha, así que se quitó la ropa y se metió en el baño. Era de color blanco, algo bastante desafortunado porque hacía resaltar las juntas, que estaban anaranjadas en algunas zonas y de color gris verdoso en otras. Media docena de moscas muertas estaban tendidas boca arriba sobre el alféizar de la ventana que había sobre la bañera, exactamente iguales a las alcaparras fritas crujientes que hacía Amanda, una asociación que intentó borrar de la mente de un plumazo. Y, por supuesto, la alcachofa no funcionaba. Estaba atascada con sedimentos minerales y echaba alternativamente agua helada e hirviendo en direcciones tan dispares que la cortina era incapaz de contenerla.
Iba a tener que añadir una botella de limpiador antical LimeAway y una de esas alfombras de baño de goma con ventosas a la lista de la compra, pensó mientras se agachaba para acercarse al grifo y echarse agua en los sobacos. Y una pastilla de jabón. Este ya lo habían usado, como daba fe el vello púbico que tenía incrustado.
John no había comido nada en todo el día salvo una bolsa diminuta de cacahuetes que le habían dado en el avión, así que volvió a recepción para preguntar por algún restaurante. El hombre gordo le dijo que el restaurante del Mohegan Moon -el hotel que había al lado del casino más grande- estaba bastante bien. Además, en uno de los clubes para caballeros hacían unas alitas excelentes. John le preguntó por el local que había al otro lado de la calle en el que anunciaban el combinado de pizza y caja bento. El hombre gordo sacudió la cabeza, lentamente y con firmeza.
Era imposible no ver el casino, ya que tenía la forma del Taj Mahal y estaba cubierto de arriba abajo de luces parpadeantes. El vestíbulo del Mohegan Moon estaba fresco y era espacioso, tenía el suelo de mármol, lujosas alfombras orientales y botones con trajes rojos que empujaban dorados carritos de equipajes. Una enorme mesa de caoba con patas en forma de garras servía de soporte para un arreglo floral que fácilmente tendría la altura de John. Aves del Paraíso y hojas de palmera se entremezclaban con ramitas artísticamente dobladas y otras flores variadas, acerca de las cuales John no sabía nada, salvo que olían bien. Una mujer mayor con el pelo rubio platino pasó por delante hablándole a un enorme bolso rosa. Mientras John analizaba aquello, apareció una diminuta cabeza de perrito blanca y esponjosa. Llevaba un collar del mismo estampado que el bolso, recubierto de strass. El perro tenía los ojos brillantes y negros y las orejas triangulares. Con la punta de la rosada lengua fuera, tenía un aspecto encantador.
Aunque Topher ya había dicho que no había habitaciones libres en ningún otro sitio, aquel aroma a lujo y limpieza hizo que John se postrara desesperado ante el director y le preguntara si no tenían habitaciones reservadas para emergencias porque de verdad que la suya podría calificarse como tal. El director lamentó no poder serle útil. Estaba todo lleno.
John se volvió desde el mostrador justo a tiempo para ver a Cat Douglas salir del bar y dirigirse hacia los ascensores de cristal.
En el bar solo había sitio para estar de pie y los camareros corrían de un lado a otro girándose hacia los lados y levantando las bandejas sobre la cabeza para moverse entre la gente. El agobiado empleado de la barra servía bebidas lo más rápido que podía, la mayoría de las veces dejando que un reguero de espuma se deslizara por los laterales de los vasos de las pintas. John fue hasta el final del mostrador y se quedó al lado del sitio en el que los camareros dejaban los vasos y los platos sucios, donde pidió una cerveza mientras esperaba a que se quedara alguna silla libre.
Cuando uno de los clientes señaló que en la televisión de los bonobos estaban poniendo porno humano, el empleado de la barra cambió de canal. La sala se llenó de protestas airadas y tuvo que volver a ponerlo.
Uno de los bonobos estaba intentando cambiar de cadena, pero parecía que el mando a distancia no funcionaba. El resto de los primates entraban y salían del jardín y hojeaban revistas. Había una muñeca hinchable en una esquina que una de las hembras había tapado con una manta. De vez en cuando, levantaba una esquina en busca de signos de vida, pero luego se cansó y se pasó a los videojuegos. John volvió a la realidad y se dio cuenta de que se trataba de Bonzi, la que había intentado darle un beso.
Aunque el empleado de la barra había dejado la televisión puesta, le había quitado el sonido. Eso le permitió a John escuchar las conversaciones de su alrededor. Dos periodistas bebían bourbon y comparaban sus notas. Ninguno de ellos había conseguido nada del otro mundo, pero John se quedó con los datos por si acaso. Algunos observadores de agencias de protección de animales debatían la falta de opciones, claramente frustrados.
En una mesa cercana, tres mujeres le dejaban claro a la camarera que eran ecofeministas. Dos de ellas eran flacas, tenían el pelo largo y llevaban faldas que tenían aspecto de necesitar un buen lavado. La tercera estaba rellenita y llevaba puestos unos pantalones chinos oscuros. Estaban sentadas con un chico delgaducho, con granos y el pelo verde. John pensó que haría bien huyendo. Eran veganos -militantes, por lo tanto- y se aseguraban de que todos se enteraran. ¿Había estado aquello alguna vez en la misma superficie que un producto animal?, preguntaban. ¿Estaba completamente segura de que aquello estaba hecho con aceite vegetal? Sí, importaba mucho, le decían a la camarera, que empezaba a mirar desesperada porque la reclamaban otros clientes. La opresión de las mujeres y de los animales estaban históricamente vinculadas. ¿No se daba cuenta de que trabajar de camarera -o tener cualquier otro empleo que implicara un salario mínimo y trabajar por propinas- era una forma de opresión femenina?
La pareja que estaba sentada en la mesa de al lado de ellos se fue y John se lanzó a por una de las sillas. Le ganó por poco a una mujer que tenía la desventaja de los tacones y que intentaba no derramar su martini. Inmediatamente, John se sintió mal y le dijo que podía sentarse a su lado, si quería, pero ella puso los ojos en blanco y se alejó. Aquel episodio captó el interés de las ecofeministas. Miraron un momento a John y luego se giraron, murmurando palabras como «asqueroso» y «cerdo». John se imaginó lo que serían capaces de hacer con su apellido. Uno de los camareros, presumiblemente no oprimido, se acercó a la mesa de John y tomó nota de su pedido: un sándwich Reuben y otra cerveza. John escuchó nuevos cuchicheos sobre asesinatos y ganadería intensiva procedentes de la mesa de al lado.
Media hora después, el Reuben aún no había aparecido, así que pidió otra cerveza, y al cabo de otros veinte minutos, después de que el agobiado camarero le contara lo saturada que estaba la cocina, otra más. Después de media hora y otra cerveza, renunció al sándwich y le pidió al camarero que le trajera la cuenta.
Estaba oscureciendo, así que abandonó la idea de ir a echar un vistazo a la casa de los primates. Volver al Buccaneer resultó realmente difícil, ya que la acera parecía alejarse en direcciones inesperadas y provocaba que las piernas se le hicieran un nudo. Volvió a la habitación del hotel y llamó a Amanda.
Cuando John se despertó, estaba cubierto de gotas de sudor. Se puso bruscamente de lado para mirar el reloj: las cuatro y inedia. Al otro lado de la puerta, oyó crujir la gravilla bajo los neumáticos de un vehículo que se acercaba. El golpeteo de fondo insoportablemente grave de algún tipo de música disco le retumbaba en el pecho. Las puertas del vehículo se abrieron y el ruido se cuadruplicó. Unas personas gritaban y reían por encima de la música. ¿Hablaban ruso? ¿Ucraniano? O tal vez letón. John no tenía ni idea. Lo único que sabía era que estaban borrachas. Las puertas del coche se cerraron de golpe y se oyó un corto pitido, seguido del golpe de un puño, un zapato o un bolso contra una de las aletas laterales. Cuando el coche se fue, unas voces femeninas prorrumpieron en unas estridentes risas. Empezaron a andar y John notó con alivio que el repiqueteo de los tacones se alejaba de su habitación. Los oyó resonar en la distancia mientras subían por las escaleras de cemento y luego, para su desesperación, volvieron y entraron en la habitación que estaba justo encima de la suya.
Pusieron música -una especie de tecno-pop extranjero con sintetizadores- y se oyeron golpes, pisadas y el ruido de la ducha mientras hablaban sin parar. El suelo y la cama crujían. La conversación era animada y en voz muy alta, y estaba salpicada de carcajadas.
Llamaría al encargado del turno de noche, eso haría. Y si no estaba, llamaría…
John se quedó mirando el techo con los ojos como platos. Acababa de recordar su conversación con Amanda.
Le había dicho que se había comprado un artilugio que le diría cuándo estaba ovulando. Él estaba un poco achispado y había hecho un chiste diciéndole que sería mejor que se compraran un perro, que así no tendrían que cambiarle los pañales ni pagarle la universidad.
Amanda había colgado y desconectado el teléfono.
Analizó el pánico que sentía, intentando identificar la causa. Él siempre había dado por hecho que tendrían hijos. Hasta se imaginaba a Amanda sentada al lado de la ventana con un bebé envuelto en una mantita, ambos bañados en rayos de sol dorados. Pero ahora que la cosa iba viento en popa, esa imagen se veía sustituida por otra muy distinta. Esta tenía que ver con la salud de Amanda en peligro, con mutilaciones y contratiempos con el cordón umbilical, con noches en vela y pañales y con el hecho de saber que aquello no acababa a los dieciocho, ya que después venían la universidad, las bodas y los préstamos para las entradas de las casas, que los padres siempre perdonaban. Y eso con suerte, porque a veces los hijos se quedaban en el sótano para siempre. Y en ocasiones, aunque sí lo abandonaran, volvían. Y si tenían éxito en la vida, se iban y tenían sus propios hijos y todo volvía a empezar, con el mismo nivel de responsabilidad. ¿Y lo que aumentaría la presencia de Fran en sus vidas si tenían un bebé? Podía imaginárselo… Los consejos, el agua hirviendo, la esterilización. Él llenaría la nevera de comida inapropiada para una madre lactante. Usaría el tipo y la cantidad equivocada de detergente para la ropa del bebé. Lo haría todo mal y requetemal. Y luego, cuando el bebé creciera un poco, vendrían los suspiros al ver los cochecitos de otros bebés y cuentas furtivas en calendarios y seducciones en días específicos. Sabía que en cuanto pusiera un solo dedo en esa pendiente especialmente resbaladiza, desaparecería para siempre en la enorme y revuelta piscina genética, se convertiría en esclavo de los pañales sucios, de las clases de fútbol y de la ortodoncia, y luego de las preocupaciones por el consumo de drogas, de las charlas sobre condones y de interminables noches de tortura preguntándose dónde, con quién y hasta qué hora.
Mientras el ruido del piso de arriba era cada vez más ensordecedor, John miraba fijamente el techo con la palma de la mano sobre la frente.