Isabel iba a la deriva, entrando y saliendo de un tornado. No estaba durmiendo, porque se enteraba de lo que pasaba. Oía hablar a la gente, aunque no entendía lo que decían, solo escuchaba zumbidos mientras iba disparada de túnel en túnel, este naranja, este azul, este verde. Las manos le manipulaban el cuerpo y la cara y, de vez en cuando, la molestaban pinchándola. Pero no se le ocurrió ni reaccionar ni moverse, lo cual estaba bien porque no era una posibilidad. Finalmente, los colores y el ruido dieron paso a un insustancial y bendito negro.
Un agudo pitido y un resuello intermitente perturbaron su descanso, provocándola y aguijoneándola para que saliera de las profundidades. Intentó ignorarlos como si fueran una mosca, pero, como una mosca, eran insistentes. Finalmente, salió a la superficie.
Parpadeó varias veces y se encontró mirando un falso techo de planchas cuadradas. La hinchazón de su propia cara le impedía tener visión periférica.
– Mira quién se ha despertado.
La cara de Peter apareció sobre ella, sonriendo. Tenía unas oscuras ojeras y barba de tres días.
– Las enfermeras dijeron que estabas volviendo en sí. -Acercó una silla y se sentó a su lado, extendiendo la mano entre los barrotes de la cama. Ella la notó cálida y familiar: le faltaban las dos primeras falanges del dedo índice de la mano izquierda, que un chimpancé le había arrancado de un mordisco cuando estaba haciendo la tesis en un centro para primates de Rockwell, en Oklahoma. Intentó apretar los dedos alrededor de los suyos, pero estaba demasiado débil. Él acercó la otra mano para sujetar la suya.
Isabel murmuró, pero su boca no cooperaba. La lengua se movía, pero los dientes no.
– Tienes la mandíbula sujeta con alambres, no intentes hablar.
Ella levantó una mano y se la encontró adornada con una pinza de dedo y tirabuzones de tubos intravenosos. Se soltó la otra mano que Peter le agarraba y se palpó la cara con cuidado. Sus dedos se toparon con un laberinto de yeso, gasa y esparadrapo, los sensibles bultos del labio hinchado y los alambres que entrecruzaban los brackets que le habían pegado en los dientes que le quedaban. Volvió la vista hacia Peter. ¿QUÉ HA PASADO?, le preguntó por señas.
– Tienes la mandíbula rota y una conmoción cerebral. Tuvieron que volver a inflarte un pulmón, así que tienes un tubo en el pecho y la nariz…
NO A MÍ, A LOS MONOS.
Sus gestos eran entrecortados y torpes. Intentaba con poca destreza decir palabras para las que normalmente había que usar las dos manos, e improvisaba otras.
– Ah -dijo él.
¿PETER?
– Están… bien. -Los extremos de sus labios se curvaron hacia arriba en un amago de sonrisa, pero los ojos le delataron.
Un grito se escapó de la boca alambrada de Isabel.
¿HERIDOS?
– No. No creo. Pero no estamos seguros. Aún siguen subidos a un árbol del aparcamiento. No quieren bajar.
¿TODOS?
– Sí. -Le acarició la mano y le habló sosegadamente-: Todo el mundo está movilizado. Han ido los bomberos, la Sociedad Humane y la Protectora de Animales. Yo he estado yendo y viniendo.
Isabel miró al techo y luego hacia la ventana. El aguanieve tamborileaba en el cristal: gruesas gotitas que casi eran granizo y que cubrían el oscuro vidrio. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Todo saldrá bien. Te lo prometo -le dijo. Respiró hondo entrecortadamente y apoyó la frente en la barandilla de la cama-. Gracias a Dios que te has despertado. Estaba aterrorizado…
LLÉVAME ALLÍ. POR FAVOR. HACE DEMASIADO FRÍO. MORIRÁN.
El pitido del monitor cardiaco se aceleró.
– Isabel, no puedo.
MAKENA ESTÁ EMBARAZADA.
– Lo sé y te prometo que me aseguraré de que estén bien.
¿QUIÉN LO HA HECHO? ¿POR QUÉ?
– Extremistas. Los muy cabrones dicen que han «liberado» a los monos. Espera a ver el comunicado en vídeo, es muy Al Qaeda. Está en Internet. -Apretaba y relajaba la mandíbula con los ojos fijos en algún punto más allá de la pared. De pronto pareció darse cuenta de que ella lo estaba mirando y suavizó el gesto-. Lo siento -dijo-, es solo que… -Bajó la vista y se quedó en silencio. Tras unos instantes, se dio cuenta de que sus hombros subían y bajaban. Estaba llorando.
Al rato se recompuso y se secó los ojos con el dorso de las manos.
– Cuando estés preparada, la policía quiere hablar contigo.
Ella parpadeó deliberadamente para indicar que estaba conforme.
– Hay algo más que deberías saber: se han llevado a Celia para interrogarla.
Isabel abrió los ojos como platos.
¿NUESTRA CELIA? ¿DETENIDA?
– No. No exactamente. Pero se la han llevado como «persona de interés». Parece ser que tiene antecedentes de activismo relacionado con los animales. Me gustaría poder decir que me sorprende.
Isabel hizo un recorrido mental por el tiempo que Celia había pasado en el laboratorio. Aunque compartía la preocupación de Peter por el lenguaje, nunca había dudado de la devoción de Celia hacia los bonobos.
NO. ESTÁN EQUIVOCADOS. NO ME LO PUEDO CREER.
Peter la miró con tristeza. Isabel cerró los ojos, dejando que las lágrimas rodasen por sus mejillas.
Entre ellos se hizo el silencio, solo interrumpido por el granizo y lo que este implicaba para los primates que estaban en el árbol. Cuando volvió a abrir los ojos, Peter la estaba mirando. Ella suspiró y se pasó una mano por el pelo.
QUIERO VERME.
Él asintió, a regañadientes.
– ¿Estás segura?
Sí.
Buscó por toda la habitación, en el baño y luego salió al pasillo. Al cabo de unos minutos, volvió con un espejo de mano. Se quedó de pie al lado de la cama, apretando el lado que reflejaba contra el jersey.
– Está todo muy fresco; lo sabes, ¿verdad? Tienes al mejor cirujano plástico de la ciudad. Todo irá bien. Te recuperarás.
Isabel tenía la mirada fija mientras esperaba.
Peter se aclaró la garganta y puso el espejo sobre ella. Inclinó la brillante superficie hasta que en ella apareció una cara.
Isabel no se reconocía. Tenía el cuero cabelludo y las mejillas llenos de gasas. Su nariz estaba achatada y aplastada y lucía un ridículo pañal pegado flojo bajo el tubo del oxígeno para recoger los sanguinolentos residuos.
Tenía la cara amoratada y azul, con manchitas de color rojo púrpura. Los ojos eran dos rendijas que asomaban entre hinchadas almohadillas de carne y el blanco de uno de ellos estaba escarlata. Unos dedos temblorosos aparecieron al lado de la cara. Aquellos sí que eran suyos, sin duda. El espejo desapareció.
Isabel se tomó su tiempo para asimilar lo que había visto. Luego miró a Peter en busca de consuelo, pero él seguía apretando y relajando la mandíbula.
¿Y EL PELO? ¿NO TENGO?
– Por ahora no. Tienes cincuenta y pico puntos en el cuero cabelludo.
¿Y LOS DIENTES?
– Perdiste cinco, me parece. Puedes ponerte implantes. Y los puntos te quedarán todos ocultos bajo el pelo. Cuando te vuelva a crecer, nadie lo notará. La verdad es que podía haber sido mucho peor. Podías haberte quemado.
Se oyó el tictac del reloj mientras el granizo seguía cayendo con fuerza.
¿HAS LLAMADO A MI MADRE?
– Sí.
¿Y?
Peter hizo una pausa y le cogió la mano. Se llevó la yema de sus dedos a los labios.
– Cariño, lo siento muchísimo. De verdad.
La policía se pasó por allí aquella tarde. Eran dos detectives de paisano que vestían sendas chaquetas entalladas y empapadas. Se quedaron a cierta distancia de la cama mientras esperaban al intérprete de la lengua de signos y estaba claro que se sentían incómodos. Isabel recordó lo que había visto en el espejo y entendió su reticencia.
Cuando por fin llegó el intérprete, Isabel se quitó el oxímetro de pulso que llevaba sujeto a uno de los dedos y soltó una retahíla de signos a dos manos.
El intérprete las observó y luego verbalizó lo que decían.
– ¿Siguen los primates en el árbol? ¿Han comido o bebido algo? Hace demasiado frío para ellos. Son delicados. Son propensos a la neumonía. A la gripe. Una está embarazada. ¿Quién está con ellos?
Los detectives se miraron el uno al otro.
– ¿Puede decirle por favor que necesitamos que responda a unas preguntas? -preguntó el mayor de los dos al intérprete.
– Díganselo ustedes -respondió, haciendo un gesto con la cabeza hacia Isabel.
– Está bien -dijo el detective. Miró a regañadientes hacia Isabel, que parpadeó expectante. Él se aclaró la garganta y prácticamente se puso a gritar, espaciando las palabras y las frases.
– ¿Cuántas… personas… entraron… en el laboratorio… después… de la explosión?
NO SOY SORDA -respondió ella. Y como si se lo pensara dos veces, añadió-: CUATRO, TAL VEZ CINCO.
– ¿Reconoció a alguno? -El policía tenía la frente brillante y observaba sucesivamente a Isabel y al intérprete, sin saber si mirar hacia las manos que creaban las palabras o a la boca que las pronunciaba.
NO. LLEVABAN PASAMONTAÑAS.
– ¿Es cierto que Celia Honeycutt abandonó el laboratorio justo antes de la explosión -preguntó el otro policía.
Sí.
– ¿Actuó de forma extraña?
No.
– ¿Estaba nerviosa? ¿Intranquila?
No. NADA.
– ¿Alguna de las personas que entraron tras la explosión dijo algo?
NO PODÍA OÍR. EXPLOSIÓN.
– ¿No oyó ni vio nada…?
NO PODÍA RESPIRAR. NO PODÍA OÍR.
– El doctor Benton dijo que había un grupo que defendía los derechos de los animales que solía estar delante del laboratorio. ¿Entró alguno de ellos allí aquella noche?
NO LO SÉ. PASAMONTAÑAS. YA SE LO HE DICHO.
– ¿Qué sabe sobre ellos?
CASI NADA. HAY UN TIPO LLAMADO HARRY, LARRY O GARY. MEDIANA EDAD. ALTO. BIEN VESTIDO. Y UN CHICO DE PELO VERDE. HAY UN CHICO TATUADO Y UNOS CUANTOS CON RASTAS Y PONCHOS APESTOSOS. UN PAR DE NIÑOS PIJOS. LA MAYORÍA PARECEN SIMPLEMENTE ESTUDIANTES.
– ¿Alguna vez la amenazaron?
NO. AGITABAN LAS PANCARTAS CUANDO PASÁBAMOS EN COCHE.
– ¿Se identificaban como parte de alguna organización?
NO LO SÉ. NUNCA HABLÉ CON ELLOS.
– ¿Nunca les oyó decir nada sobre la Liga de Liberación de la Tierra?
No.
– ¿Notó algo raro la noche del 1 de enero?
¿APARTE DE QUE ME HICIERAN VOLAR POR LOS AIRES?
El detective se rascó la frente con unos dedos regordetes.
– Antes de eso. ¿Vio o escuchó algo fuera de lo normal?
NO. PERO LOS BONOBOS SÍ. SABÍAN QUE HABÍA ALGUIEN FUERA. OLIERON EL HUMO. PREGÚNTENLES CUANDO BAJEN.
– ¿Cómo? -El detective se detuvo en seco con el bolígrafo presionando el bloc-. No importa -dijo-. Suspiró, se guardó el bloc y el bolígrafo en el bolsillo y se masajeó la sien-. Bueno, gracias por su tiempo -dijo, dirigiéndose a un trozo de pared situado entre Isabel y el intérprete calvo-. Espero que se mejore pronto.
BAJEN A LOS PRIMATES -dijo Isabel-, y HABLEN CON ELLOS.
Miró a los policías enfadada mientras estos le daban las gracias al intérprete y se iban. Sabía que no tenían intención de hablar con ellos, aunque estaba claro que sabían más que nadie. Era consciente de que pensaban que estaba loca. Se había topado con aquella reacción más veces de las que recordaba, pero nunca le había hecho sentirse tan desesperada.
Una enfermera le trajo la cena a Isabel, que consistía en una dieta líquida. Zumo de algo y un termo marrón de plástico lleno de caldo limpio con unos copos verdes y duros en la superficie. Beulah, la enfermera, se volvió hacia Isabel.
– Tienes mucho mejor aspecto. ¿Lista para cenar? Sé que no parece mucho, pero tus médicos quieren que nos lo tomemos con calma. ¿Te apetece ver un poco la tele?
Beulah levantó la vista de la cama de Isabel y encendió la televisión. Se sentó a su lado, bajó la barandilla y le acercó el zumo.
– No intentes incorporarte, yo te lo acerco -le dijo, llevando la pajita hacia los labios de Isabel.
Isabel bebió por ella un poco de zumo de manzana. Era casi dolorosamente dulce. Sentía la lengua hinchada y torpe y de repente notó los puntos que tenía en uno de los laterales, que asomaban como si fueran las rígidas púas de una oruga. Tuvo que intentarlo un par de veces antes de persuadir al líquido para que bajara por la garganta.
– ¿Estás bien? -preguntó Beulah, mirando de nuevo un momento a Isabel. Esta asintió débilmente.
– No soporto más las noticias -dijo Beulah, y estiró el brazo para coger el mando a distancia-. Todo es deprimente. La economía, lo de esa gripe, la guerra…
Isabel le tocó la mano a Beulah para que lo dejara. La imagen acababa de cambiar y ahora se veía el aparcamiento del Laboratorio de Lenguaje, donde había una reportera bajo el granizo.
Llevaba un chubasquero amarillo con capucha y tenía los hombros encorvados para protegerse del frío. La gente se amontonaba alrededor de los lados del aparcamiento tras barricadas pintadas de colores brillantes.
«… Continuamos con el drama ocurrido en el Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates de la Universidad de Kansas. Se le recuerda al público que aunque estos monos tienen fama de ser pacíficos, siguen siendo animales salvajes mucho más fuertes que los humanos adultos y son capaces de causar heridas de gravedad e incluso de desmembrar…».
Isabel abrió los ojos de par en par.
La cámara recorrió la copa del árbol, donde los bonobos permanecían sentados, abatidos y empapados, apiñados alrededor del tronco, buscando protección contra el viento.
«Muchos grupos se han reunido con el fin de salvar a los animales en peligro, que llevan subidos a la copa de un árbol desde que una explosión destruyó el edificio que los albergaba e hirió de gravedad a una de las científicas. Menos de veinticuatro horas después, alguien entró en la casa del decano de la universidad y la destrozó. El grupo extremista defensor de los derechos de los animales Liga de Liberación de la Tierra se ha atribuido la autoría de los ataques por medio de un vídeo que han colgado en Internet, aunque las autoridades aún tienen que… ¡Dios mío!».
Se oyó un estallido y la cámara se giró hacia un hombre que llevaba un arma al hombro y luego hacia la copa del árbol. Al principio no sucedió nada. Luego uno de los bonobos comenzó a balancearse. Entre chillidos y lamentos, los otros le quitaron el dardo tranquilizante del muslo y lo lanzaron al suelo, pero ya era demasiado tarde. El bonobo al que habían alcanzado -¿era Sam o Mbongo?, estaba demasiado oscuro y se encontraban demasiado lejos para que Isabel lo supiera- se desplomó y se cayó del anillo de peludos brazos negros que intentaban mantenerlo erguido. Otro estallido, otro bonobo. Ese pareció romperse en dos a media caída y ambas partes se precipitaron girando y dando tumbos a través de las ramas del árbol. Una de ellas aterrizó en el centro de una lona redonda que los bomberos sujetaban por los extremos. La otra parte -Isabel se dio cuenta de que se trataba de Lola- chocó contra la estructura y rebotó en el aire. La multitud ahogó un grito y el equipo de las noticias se abalanzó hacia delante, como los bomberos, con los brazos extendidos.
Isabel dejó escapar un grito ahogado e intentó levantarse. Tropezó con el zumo que la enfermera tenía en la mano y lo derramó por encima de ambas. El termo marrón aislante se deslizó a través de un charco de condensación como si lo empujara una mano invisible, mientras el caldo se agitaba de un lado a otro.
– ¡Para, te vas a hacer daño! ¡Para! -exclamó Beulah, pero como Isabel no le hacía caso apretó el botón rojo de llamada, la sujetó por las muñecas y gritó pidiendo ayuda. Los refuerzos llegaron corriendo por el pasillo en forma de más figuras uniformadas y una jeringuilla que vaciaron dentro de la válvula de la vía intravenosa de Isabel.
«Al menos a mí no me han disparado para tirarme de un árbol», pensó Isabel cuando se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir. Apagaron la televisión con la lluvia de bonobos y poco después Isabel se volvió a hundir en la cama, que habían bajado de nuevo, con aquella horrible desesperación neutralizada por el bendito sopor de las drogas.