27

A John le quedaban solo cuatro horas para escribir y enviar su primer informe, pero lo único que había comido en todo el día había sido aquel perrito de la gasolinera que parecía la suela de un zapato. No le apetecía comerse unos Cheetos de la máquina expendedora y no tenía tiempo para volver al Mohegan Moon.

Se dirigió hacia la ventana y echó un vistazo entre las tablillas de la persiana. El sitio de las pizzas y cajas bento tenía las contraventanas cerradas, pero había algunos coches en el aparcamiento, así que decidió darle una oportunidad.

La acera que había delante del edificio estaba destrozada y llena de colillas de cigarrillos. Jimmy's no tenía pinta de estar abierto -los letreros estaban apagados-, pero tampoco parecía abandonado, así que John intentó abrir la puerta. Como no estaba cerrada, decidió entrar.

Se oyó un ruido de zapatos arrastrándose y chirriando cuando varios hombres que estaban sentados en una pequeña mesa se pusieron en pie de un salto. Una de las sillas cayó al suelo, unos brazos quitaron algo de encima de la mesa y John oyó los percutores de varias pistolas. Un pit bull del color de una tarta de terciopelo rojo clavó los ojos en John y se abalanzó hacia él. Tenía la boca alarmantemente húmeda y los dientes alarmantemente afilados. Un hombre bajito y musculoso le dio un tirón a la correa con el brazo, haciéndolo volver al suelo. El perro siguió gruñendo y mirando a John, que estaba pegado a la pared. Observó la sala moviendo solo los ojos. Había cinco hombres, y todos le estaban mirando. A tres de ellos no se les veían las manos, lo que llevó a John a preguntarse cuántas armas exactamente le estarían apuntando. Varias sábanas viejas estaban clavadas del techo detrás de la barra, cegando la parte trasera del edificio. Una era de rayas de un rosa descolorido y otra tenía un delicado estampado de flores azules. En el aire flotaba un olor similar al del quitaesmalte de Amanda. No había carta, ni caja registradora, ni teléfono ni, desde luego, rastro de pizzas.

¿Está… abierto? -preguntó finalmente John.

Tras un silencio que se le hizo interminable, un hombre de pelo oscuro que estaba detrás de la barra le respondió. Llevaba pantalones vaqueros, una camiseta interior y una gorra negra que le tapaba los ojos. La parte de la cara que se le veía estaba surcada por profundas arrugas.

– ¿Abierto para qué?

– Para cenar.

Se produjo otra pausa y los hombres intercambiaron miradas. El perro gruñó y se precipitó hacia delante, pero lo contuvieron de nuevo.

– ¿Para cenar?

– Sí. -John señaló tímidamente hacia el cartel de la ventana, con cuidado de no moverse demasiado rápido -. Creía que… No importa. -No quería darles la espalda a aquellos hombres, así que echó las manos hacia atrás y retrocedió hasta empujar la puerta, que se abrió con un crujido dejando entrar una ráfaga de aire.

– Un momento -dijo el hombre que estaba detrás de la barra.

John se quedó paralizado.

– Cierre la puerta.

Dio un paso hacia delante y dejó que la puerta se cerrara.

– ¿Venía a cenar?

– Sí, pero iré a otro sitio, no pasa nada.

– No -dijo el hombre, ladeando la cabeza-. Ahora ya está aquí. ¿Qué quiere?

– Bueno… Una pizza. O una caja bento. O ambas cosas -respondió John, aunque no tenía ni idea de por qué estaban teniendo esa conversación. ¿Lo estarían entreteniendo mientras pensaban dónde tirar su cuerpo decapitado? ¿Acabaría en el contenedor de la basura que había al lado de la máquina expendedora del Buccaneer?

Pizza… ¿Le gustan los pepperoni?

John tragó saliva con fuerza, de forma audible.

El hombre que John había decidido que era Jimmy (o que al menos actuaba como si lo fuera) chascó los dedos hacia la mesa.

– Frankie, una pizza de pepperoni. Ya has oído a nuestro cliente.

Frankie arqueó las cejas, sorprendido, y se señaló su propio pecho.

– Sí, tú -dijo Jimmy.

Frankie miró al resto y, al no encontrar apoyo alguno, se metió detrás de la barra y desapareció tras las sábanas. John oyó un ruido en la parte de atrás, seguido por el sonido de una puerta que se abría y se volvía a cerrar.

– Siéntese -dijo Jimmy, señalando hacia la mesa con la cabeza y hacia los hombres que estaban de pie alrededor de ella.

– No, estoy bien así -dijo John.

– He dicho que se siente.

– Vale. -John le echó un vistazo rápido al perro, que ya no gruñía, pero que seguía mirándolo con malas intenciones.

– No se preocupe por Booger. No le haría daño ni a una mosca.

John se dirigió receloso hacia la mesa. Uno de los hombres levantó y giró una silla, y la echó hacia delante a modo de invitación. John se sentó en el borde, calculando mentalmente el largo de la gruesa correa de cuero y la distancia que había entre él y el perro. El resto permaneció allí de pie, en silencio, con las caras prudentemente inexpresivas.

– Bueno -dijo Jimmy, que seguía detrás de la barra. Se agachó y dejó algo sólido sobre una estantería. Clonk. Luego se inclinó sobre la barra y se apoyó sobre sus peludos antebrazos. También tenía los brazos, las manos y hasta la parte superior de los dedos cubiertos de pelo negro-. ¿Es usted de fuera?

– Sí -respondió John.

– ¿Sí? ¿De dónde?

– De Iowa -dijo John, sin saber en realidad por qué.

– ¿En serio?

– En serio.

– Dicen que allí hay buenas patatas.

– Creo que eso es en Idaho.

– ¿Está seguro?

– Segurísimo.

– Pues yo creía que era en Iowa.

Y así siguieron durante la media hora más larga de la vida de John. Sonó un móvil dos veces y se lo llevaron detrás de las sábanas para contestar susurrando. Otras dos veces entraron sendos hombres que se quedaron petrificados al ver a John. Luego miraron a Jimmy, que giró la cabeza como indicando que todo iba bien, y los dejó pasar detrás de la cortina. Finalmente, John oyó abrirse y cerrarse la puerta de atrás. Alguien dejó caer unas llaves sobre una superficie y Frankie apareció con una pequeña caja. Rodeó el mostrador y la dejó caer en la mesa delante de John. Era de Domino's Pizza.

John se quedó mirándola.

Jimmy se encogió de hombros.

– Reciclamos las cajas. Por lo del medio ambiente y todo ese rollo.

Booger levantó el hocico, husmeando esperanzado.

John, por su parte, olfateó el dulce aroma de la libertad. Iban a dejarlo marchar. ¡Nada de muertos! ¡Nada de contenedores! Se puso de pie.

– Bueno, ¿cuánto es? -preguntó, palpándose los bolsillos.

– ¿Frankie? -dijo Jimmy.

– Cincuenta pavos -dijo Frankie.

– Cincuenta pavos, muy bien -dijo John. Estaba aturdido y mareado de alivio. Sacó la cartera y rebuscó en ella con manos temblorosas-. Solo tengo billetes de veinte -dijo, dejando caer tres sobre la mesa-, pero no pasa nada. Quédense con el cambio.

– Gracias. Lo dejamos así, entonces -dijo Jimmy-. Disfrute de la cena.

John cogió la caja de pizza y se volvió hacia la puerta.

– Lo haré. Gracias. -Cuando sintió el frío metal de la puerta contra los dedos se volvió, se precipitó a través de ella y salió corriendo. Cruzó a todo correr la autovía sin mirar, obligando a un conductor a hacer un giro brusco mientras hacía sonar el claxon. Al amparo de la sombra alargada del lagarto que sujetaba el cartel del Buccaneer, John se inclinó y apoyó una mano en el muslo, intentando recuperar el aliento. Solo había corrido unos veinticinco metros, pero se sentía mareado y el corazón se le salía del pecho.

Cuando se dio la vuelta para volver a la habitación, vio a las mujeres que estaban en la piscina recogiendo sus cosas mientras desaparecía el último rayo de sol.

Se quedaron mirándolo sorprendidas y horrorizadas. John forzó una sonrisa para indicar que todo iba bien y levantó la caja de pizza a modo de explicación.


* * *

No había mesa, así que se quedó en calzoncillos y se sentó con las piernas cruzadas sobre la cama. Abrió el ordenador y a continuación el archivo. Se quedó mirando su blancura inmaculada y la barra de menús y herramientas que había en la parte superior.

En aquel momento, la historia que tenía en la cabeza era perfecta. También sabía por experiencia que empeoraría en cuanto empezara a escribir, porque así era la naturaleza de la lengua escrita.

Un retrato de Isabel Duncan cuando la había conocido en el laboratorio con su larga melena rubia cayéndole sobre los hombros, su risa cristalina y desmedida, de tal forma que, mientras la entrevista avanzaba, lo había cautivado de una manera que había acabado alarmándolo. Incluiría aquella frase que ella había dicho mientras rodaba por el suelo y Mbongo le hacía cosquillas: «Con el paso de los años ellos se han vuelto más humanos y yo más bonobo», y listo. Sería perfecto. Haría un resumen asequible de la investigación lingüística, pero, en lugar de usar el vocabulario impenetrable propio de aquella disciplina, utilizaría el lenguaje de la experiencia para explicar cómo se había sentido al establecer contacto visual con miembros de otra especie y al descubrir el sorprendente e inquietante hecho de que se parecían tanto a los humanos; al darse cuenta de que no solo entienden cada una de las palabras que los humanos decimos, sino que si les apetece contestar lo harán y en nuestra propia lengua; al intentar capturar el asombro, casi el desconcierto que aquello suponía. A John no se le escapaba que los bonobos habían logrado aprender el lenguaje humano, pero que los humanos no habían cruzado la línea en la otra dirección. Tampoco se le había escapado que Isabel Duncan también lo reconocía.

Y luego el radical cambio de tercio: el horror de las explosiones, las tácticas terroristas, la ausencia absoluta de determinación. La caída en picado y la ausencia inexplicada, el circo mediático y los yonquis de la publicidad parasitaria. En su mente podía dibujar la historia al completo. Si pudiera insertarse un pen drive en una ranura detrás de la oreja y bajársela del cerebro al ordenador… Pero no era posible. Solo disponía de la herramienta imperfecta de las palabras.

Tecleó una frase y luego otra. Salieron unas cuantas más mientras aporreaba el teclado con los dedos, pero nada concreto. Leyó lo que había escrito y lo borró.

Examinó la pizza para ver si contenía cuchillas de afeitar, la olió, secó el aceite naranja con un trozo de papel higiénico y se la comió. Estaba fría y dura, pero no era peor que el perrito que había desayunado.

Entró en la página de Nexis y descubrió que había más artículos sobre los desastrosos resultados de Biden en tenis de mesa que sobre el informe recientemente descubierto del Departamento de Justicia según el cual durante el último año de Bush en el gobierno se autorizaba abiertamente la tortura.

Buscó los artículos que otros periodistas habían escrito sobre los primates y luego, con la esperanza de descubrir algún punto de vista novedoso, buscó también en Internet en los omnipresentes y gratuitos contenidos on line que habían enterrado sus posibilidades de trabajar en un periódico de verdad.

Volvió a ver el vídeo de la LLT y buscó el comunicado de prensa que Faulks había emitido el día después de que empezara la emisión de La casa de los primates. Abrió las notas que había tomado en el avión de regreso de Kansas City, antes de saber lo de la explosión. Investigó el coste de las vallas publicitarias. Escribió un poco, lo releyó y lo borró.

Al cabo de una hora, seguía sin tener nada. Nada de nada. Cero patatero.

¿Cómo podía ser tan difícil? El artículo se había estado forjando en su mente desde el día de Año Nuevo. ¿Por qué no podría simplemente abrir la tapa y volcarlo en un cubo?

Era verdad que estaba trabajando sin haber dormido y bajo los efectos físicos derivados de un episodio de terror absoluto. Se le vino a la cabeza una imagen a cámara lenta de Booger abriendo las fauces. De las ondulantes mandíbulas le caían hilillos de baba. Por supuesto, a tal cantidad de adrenalina le seguía un derrumbamiento físico. Hacía poco más de una hora, pensaba que se iba a convertir en comida para perros.

Tampoco podía evitar pensar que, probablemente en ese mismo momento, Amanda estaría por ahí con Sean el despreciable, rechazando sus insinuaciones. John intentó llamarla, pero saltó el buzón de voz.

Eran ya las ocho y media y aún no había escrito nada.

Sacó la grabadora y le dio al play. Esperaba no haberse pasado sonriendo y asintiendo todo el rato que Francesca de Rossi había estado hablando, porque resultó que esta le había estado explicando que el término «primate capturado en libertad» casi siempre se podía traducir como «disparar a la madre y quedarse con el bebé» y que todos los grandes primates que usaban para la industria del entretenimiento eran crías, lo que implicaba que, si no habían sido capturadas en libertad, habían sido secuestradas, ya que las grandes primates son como las madres humanas con sus bebés.

John empezó a teclear, pero le dolía la cabeza y no daba con las palabras precisas. Necesitaba ochocientas palabras antes de la medianoche. A las nueve y siete había escrito doscientas cinco. A las diez y treinta y uno había retrocedido a ciento ochenta y siete. Echó un vistazo a las notas, hizo un esquema y empezó a desarrollarlo. Luego ya trataría de enlazar unas ideas con otras.

Se bajó el tema Amanda, de Boston, y lo puso en bucle. Cogía algo de un archivo, escribía una frase aquí, la cambiaba para allá, la rompía en pedazos y la volvía a unir. Mientras cambiaba una coma por tercera vez, pensó en la cita de Oscar Wilde en la que decía que se había pasado la mañana quitando una coma y la tarde volviéndola a poner.

A las doce y siete minutos sonó el teléfono. Se abalanzó sobre él: era Topher.

– ¿Y el artículo? -le preguntó.

– Lo estoy terminando. Ya va.

– Eso espero -dijo Topher. Y colgó.

John se sentó hiperventilando delante de sus cuatrocientas veintidós palabras. Nunca en la vida había incumplido un plazo de entrega y ese era su primer encargo para el Weekly Times.

Se dio cuenta de que había repetido dos veces lo mismo, un párrafo más abajo. Le gustaba cómo lo había dicho las dos veces, pero de todos modos hizo lo que debía y borró una de ellas. Tenía ganas de sacarse el cerebro por la nariz con una aguja de ganchillo. Seguro que eso sería más sencillo que encontrar más palabras. Tomó prestadas algunas frases de Francesca de Rossi y añadió algunas estadísticas sobre la publicidad. Habló sobre los hábitos sexuales de los bonobos y sobre su aparente ausencia total de interés por la pornografía humana. Lo comparó con los hábitos sexuales de los humanos y su absoluta obsesión por los bonobos. Subrayó las diferencias entre los chimpancés y los bonobos, comentó los gustos en cuestiones de decoración de los primates y añadió un fragmento sobre la próxima sesión y el embarazo. Y entonces, de repente, había terminado.

Se quedó mirando asombrado e hizo un recuento de las palabras: setecientas noventa y siete. Se frotó los ojos, fue a hacer un pis que había estado posponiendo, releyó el artículo y descubrió que era bueno. No es que fuera pasable, sino que se sentiría orgulloso de entregarlo en cualquier parte. Pasó el corrector ortográfico a toda velocidad, lo releyó de nuevo para asegurarse de que no se estaba autoengañando, deseó que Amanda estuviera allí para que pudiera dar el visto bueno y lo envió por correo electrónico. Eran las doce y treinta y siete. El acuse de recibo llegó inmediatamente.


* * *

Se metió en la cama y enroscó los brazos alrededor de la almohada. Hizo una bola con la manta y la encajó entre las piernas para que hiciera de cojín entre las rodillas. Respiró hondo y se hundió en un sueño sobre Amanda.

Justo cuando mejor estaba la cosa, el coche ruidoso se detuvo delante de su puerta. De nuevo unas mujeres escandalosas salieron de él, como la noche anterior. Otra vez se alejaron taconeando por las escaleras de cemento y volvieron a la habitación con paso vacilante. A continuación, John oyó un fuerte ruido sordo seguido de unas carcajadas, de alguien que consolaba a otra persona y de una especie de arañazos, como si estuvieran poniendo de pie a la que se había caído. Entonces, igual que la noche anterior, cerraron de un portazo, encendieron la música y la televisión, abrieron la ducha y, en resumidas cuentas, continuaron con la fiesta.

John intentó hundir la cabeza bajo una almohada. Intentó envolverla en una camiseta. Al cabo de veinte minutos, se puso los vaqueros y subió arriba. La pelirroja abrió la puerta. Estaba borrachísima y llevaba un vestido de látex del color de las cerezas del marrasquino. Un cigarrillo le colgaba de la comisura de los labios bermellones. De cerca parecía mayor, algo que acentuaba la espesa capa de maquillaje, que hacía más visibles las finas arrugas que tenía en los extremos de los ojos y sobre los labios. Lo miró de arriba abajo con recelo.

– ¿Qué querer? -preguntó con un marcado acento. Detrás de ella había una morena tumbada en la cama, enroscada como un feto alrededor de una enorme botella de vodka. Tenía las uñas largas y curvadas y en cada una de ellas había un cometa plateado sobre un fondo de color azul noche.

– ¿Podrían dejar de hacer ruido? Estoy intentando dormir -dijo John.

La puerta del baño se abrió y apareció otra mujer. Llevaba el pelo envuelto en una toalla. Salvo por eso, estaba completamente desnuda. Aunque era imposible que no se hubiera dado cuenta de que John estaba en la puerta, se comportó con total naturalidad mientras caminaba hasta la cama, le robaba la botella de vodka a la morena y le daba un largo trago.

– Acabamos de salir de trabajar -dijo la pelirroja de la puerta. Le dio una profunda calada al cigarro y le echó una nube de humo a John en toda la cara.

– Son más de las tres y tengo que levantarme dentro de unas horas.

– Ese no mi problema -dijo la mujer, encogiéndose de hombros.

– Lo será cuando me queje al encargado.

– ¡Ja! -exclamó, burlándose-. No creo.

A continuación cerró la puerta. Pero no de un portazo, simplemente la empujó y se dio media vuelta. Lo último que John vio fue que se acercaba a la cama para coger el vodka.

Volvió a meterse en la cama, resoplando e intentando ignorar la frenética fiesta del piso de arriba. Al final se rindió y encendió la televisión. Se puso a hacer zapping y se detuvo unos instantes en La casa de los primates. Los bonobos estaban durmiendo tranquilamente en sus nidos de mantas, aunque los técnicos estaban haciendo todo lo posible para que aquello siguiera siendo interesante. Enfocaban en primer plano las caras y los labios trémulos y la banda sonora superponía ronquidos y cantos de grillos.

Como él no podía dormir, ver cómo lo hacían los bonobos lo ponía de mal humor, así que siguió cambiando de canal. Un enjuto anciano de noventa y cuatro años con una camiseta sin mangas hacía una demostración de un electrodoméstico que tenía aspecto de un motor de vapor y que, hasta donde John entendía, extraía el zumo de las verduras y escupía toda la fibra por detrás. Su esposa de ochenta y siete años se tragaba valientemente un zumo puro y duro de cebolla y remolacha mientras esbozaba una gran sonrisa para demostrar lo mucho que le gustaba. En el siguiente canal, una mujer vestida con lencería rodaba por la cama haciendo pucheritos y sonriéndole al teléfono. Los solteros de la zona a los que les guste la fiesta están a tan solo una llamada de distancia, decía el anunciante. Tiffany está esperando… Los números de teléfono salían en la parte inferior de la pantalla.

El jaleo del piso de arriba paró a las cinco y cuarenta y uno de la madrugada. Se oyeron crujidos de muelles de colchones mientras los cuerpos se acomodaban durante unos instantes y luego se hizo un silencio realmente maravilloso.

Cuando la alarma de John sonó a las siete y media, le entraron ganas de llorar. Amanda se había vuelto a esfumar por segunda vez, ahora en un momento crucial. Pulsó el botón de repetición de la alarma, se masturbó con ahínco y aflicción, volvió a darle al botón de repetición de la alarma, echó las sábanas hacia atrás y se fue al baño a asearse. Estaba hecho polvo por la falta de sueño, hasta tal punto que se cortó cuatro veces al afeitarse. Cuando salió a coger la ropa, todavía tenía trocitos de papel higiénico pegados por la cara.

John ya tenía la mano en el pomo de la puerta, cuando decidió retroceder. Se quedó a los pies de la cama, la miró y a continuación levantó la vista hacia el techo. Puso el portátil en el medio, abrió el iTunes, se bajó el tema de Jefferson Starship We Built This City, lo puso en bucle, subió el volumen al máximo, cogió sus cosas y se fue dando un portazo.

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