El sonido del teléfono sobresaltó a John. Mientras lo cogía, vio en el reloj que eran las tres de la mañana. ¿Le habría mordido el perro a Amanda? ¿Habría tenido un accidente? ¿Y si Peter Benton o Ken Faulks se habían enterado de lo que planeaba y le habían hecho algo a Isabel? O tal vez fuera Ivanka…
– ¿Sí? -respondió.
– ¿Eres John?
– Sí -dijo, frunciendo el ceño. Estiró el brazo y encendió la luz-. ¿Quién es?
– Soy Celia Honeycutt, una amiga de Isabel. Casi nos conocemos el otro día.
John ya sabía quién era, tanto por el vídeo de la LLT como por la mujer de la Protectora de Animales de Kansas City.
– ¿Qué ha pasado? ¿Isabel está bien?
– Sí, Isabel está bien. Te llamo por lo de Nathan.
– ¿Por lo de quién? -preguntó John.
– Ya sabes, el tío del pelo verde.
– ¿Qué pasa con él?
– Está en la cárcel. -Muy bien -dijo John.
– No, no está muy bien. ¿Puedes ir a pagarle la fianza?
– ¿Qué?
– No se lo puedo pedir a Isabel porque me acaba de decir que lo deje allí.
– ¿Y qué te hace pensar que yo no opino lo mismo?
– ¿Sabes una cosa? -dijo Celia con exasperación-. Puede que esto haya sido un error. Tal vez no seas el tipo amable que al parecer Isabel cree que eres. Pero ¿sabes toda esa información que te ha dado hoy? ¿Esa que ningún otro periodista tiene y que mataría por que cayera en sus manos? Adivina de dónde ha salido. Pues de mí. Apuesto a que a Catwoman le interesaría mucho.
John suspiró.
– ¿Qué ha hecho?
– Beber siendo menor de edad.
– No te detienen por beber siendo menor de edad. Te ponen una multa.
– También tenía un carné de identidad falso y dicen que opuso resistencia.
– Bueno, pues entonces lo haría, ¿no?
– Venga ya, John. Por favor.
John acunó la cabeza entre las manos.
– ¿De cuánto estamos hablando?
– De mil cuatrocientos.
– ¿Estás de broma? No tengo mil cuatrocientos dólares aquí.
– Solo tienes que poner setecientos. Gary ha puesto el resto.
– ¿Quién?
– Un colega suyo de las manifestaciones. Ya me ha mandado un giro telegráfico.
John sacó las piernas por un lado de la cama y se sentó.
– Por cierto, ¿de dónde has sacado mi número?
– Se lo robé a Isabel del escritorio de la habitación. Nathan quería llamarte para pedirte disculpas por lo del desayuno.
John dejó caer la frente sobre una mano. No podía creer que lo estuviera considerando siquiera.
– Vale -dijo, poniéndose de pie y buscando la ropa-. ¿Por quién pregunto cuando llegue allí?
– Por Nathan Pinegar. Y nada de bromas con vinegar [5], le sientan muy mal.
¿Pinegar? ¿Nathan era un Pinegar?
¿Un Pinegar adolescente?
John estiró un brazo para apoyarse en la pared.
Detrás del mostrador había una hilera de monitores y cada uno de ellos mostraba el contenido de una celda.
Hasta los baños se veían perfectamente. Nathan estaba acurrucado sobre una estrecha cama. John lo miró y lo remiró.
– ¿Puedo ayudarle? -dijo finalmente el policía que estaba detrás de la mesa.
– Eh… Sí. -John se aclaró la garganta y dio un paso adelante-. He venido a pagar la fianza de una persona.
El policía hizo estallar el chicle y miró con recelo a John antes de responder.
– ¿A quién?
Este tuvo que tragar saliva antes de conseguir pronunciar el nombre.
– A Nathan. Pinegar. Es ese -señaló John.
El policía miró el monitor por encima del hombro.
– ¿Va a pagar en efectivo?
– Con tarjeta de crédito.
– Hay un fiador calle abajo.
No cruzaron ni una palabra hasta que abandonaron el edificio. Nathan caminaba con aire avergonzado unos cuantos metros detrás de él. Llevaba los hombros encorvados en lo que John ahora reconoció como cosa de la adolescencia.
Cuando llegaron a la parte de abajo de las escaleras, John se detuvo y echó una ojeada hacia atrás a la falsa fachada griega del edificio.
Nathan miró a ambos lados de la calle. -Entonces ¿puedo irme?
– No, tengo que preguntarte una cosa. ¿Dónde te criaste?
– En Nueva York. En Morningside Heights. ¿Por?
– ¿Cómo se llama tu madre?
– ¿Por qué? ¿Vas a llamarla?
– No, no -dijo John rápidamente-. Solo que… -La sangre le rugió en los oídos en un zumbido supersónico de terror-. Esto… ¿Necesitas que te lleve a alguna parte?
– No, tío, estoy bien -respondió Nathan. Estaba turbado e inquieto, claramente ansioso por seguir su camino. John asintió.
Mientras los pesados pasos de Nathan resonaban calle abajo, John se sintió tan mareado que tuvo que sentarse en las escaleras.