3

John abrió la puerta principal y se detuvo en seco. Fue el aroma a limpiador Pine Sol lo que le sobresaltó.

Nueve semanas antes, la muerte de su gato había sumido a su mujer, que ya se estaba tambaleando, en un abismo del que parecía incapaz de salir. Era el fin de un largo proceso que había empezado hacía más de un año, antes de que se mudaran de Nueva York a Filadelfia por el trabajo de John en el Inquirer.

John sabía que a Amanda no le resultaría fácil aquel traslado. Todavía se estaba recuperando de la pérdida prácticamente simultánea del contrato de su libro y de su agente que, eufemísticamente, había denominado «revés económico» a una avalancha que barrió de un plumazo a toda su editorial. Su agente estaba tan desencantada que dejó el negocio para montar una tienda de ropa ecológica, dejando huérfana literaria a Amanda.

John hizo todo lo que pudo para que Amanda se entusiasmara por Filadelfia -¿cómo no adorar su comida, sus barrios, su arquitectura?-, pero ella no estaba por la labor. Echaba de menos a sus amigos. Echaba de menos la ciudad. Hasta hablaba con nostalgia de su diminuto apartamento en un sexto sin ascensor olvidando, al parecer, que estaba plagado de ratones. John tenía la esperanza de que su nueva casa en Queen Village, con jardín y camino de entrada privados, la animaran y, de hecho, sí le dio nuevas energías: estaba tan empeñada en arrebatar la victoria a las mandíbulas de la derrota que inmediatamente se refugió en el portátil para acabar su segunda novela. Como trabajaba en completa soledad, John le sugirió que colaborara como voluntaria en la Protectora de Animales. Esperaba que así conociera a gente e hiciera nuevos amigos, pero el inevitable y alarmantemente rápido resultado fue que se enamoró de un gato.

Aunque se llamaba Magnifigato, la criatura en cuestión era un anciano ejemplar de Maine Coon de quince kilos de peso y una sola oreja que tenía el rabo irreparablemente doblado. También tenía una erupción cutánea que hacía que se le descamara la piel y lo dejaba calvo por zonas, algo que podría ser tolerable si no fuera porque además insistía en dormir entre sus cabezas, despatarrando su considerable peso entre las almohadas y golpeándolos en la frente si no lo mimaban lo suficiente. Amanda no entendía por qué John se enfadaba tanto por un poquito de caspa en la almohada y John no sabía cómo explicarle que ya sabía que iba a acabar adoptando a algún animal, pero que había supuesto que se trataría de un dulce cachorrillo, no de una bestia monstruosa con un ojo lloroso que llevaba siempre la lengua fuera porque ya no le quedaban dientes para mantenerla en su sitio. Y aun así, ocho meses después, cuando los riñones de Magnifigato fallaron y tuvieron que sacrificarlo, John se quedó tan hecho polvo como Amanda. Lloraron sobre la jaula vacía del gato que llevaban en el coche aferrándose el uno al otro ni más ni menos que durante veinte minutos antes de que John se sintiera lo suficientemente sereno como para conducir. Cuando llegaron a casa, Amanda cerró las persianas, se metió en la cama y se quedó allí tres días. A John se le partía el corazón al verla así: no tenía amigos en ciento cincuenta kilómetros a la redonda, su carrera literaria estaba hecha añicos, se le había muerto el gato y él no podía hacer nada al respecto. La sugerencia de conseguir otro gato fue recibida con una horrorizada mirada como si fuera una traición. El consejo de que fuera a ver a un terapeuta resultó aún peor, a pesar de que hasta John se daba cuenta de que estaba clínicamente deprimida.

Casi no comía nada. No podía dormir, aunque cada vez le costaba más salir de la cama por las mañanas y, cuando finalmente conseguía hacerlo, raras veces se vestía. Iba de la cama al sofá, donde se cubría con un edredón y se ponía el portátil en las rodillas con las cortinas cerradas a cal y canto. La única luz de la habitación era el azul fantasmagórico del monitor.

John no se había dado cuenta de la cantidad de trabajos domésticos que realizaba Amanda hasta que dejó de hacerlos. En el cajón ya no aparecían ropa interior ni calcetines limpios. El montón de las camisas se quedó en la esquina del armario hasta que él las cogió y las llevó a la lavandería.

Grasientas telas de araña brotaban por la parte inferior de los muebles y llegaban con sus vaporosos dedos hasta los zócalos. La mesa de la entrada prácticamente había desaparecido bajo enormes montañas de facturas, catálogos y ofertas de tarjetas de crédito. John se había hecho cargo de la cocina hasta cierto punto, pero siempre había pilas de platos sucios en el fregadero y, normalmente, también en la encimera. Llegados a ese punto, los esfuerzos de Amanda se limitaban a vaporizar ambientador Windex en el baño y a darles la vuelta a las toallas si alguien amenazaba con pasar por casa.

Desgraciadamente, ese alguien siempre eran sus padres. Su proximidad fue algo que a él se le había olvidado tener en cuenta cuando había considerado la mudanza, un descuido que él y Amanda pagaron caro.

Durante casi un año desde la mudanza, Patricia y Paul Thigpen intentaron persuadir a John y Amanda para que se unieran a su iglesia. Si se hubiera tratado de otras personas, tal vez John lo hubiera considerado por el simple hecho de que los obligaría a conocer gente, pero la idea de que sus padres formaran parte, aunque fuera en la periferia, de cualquier círculo social que él y Amanda consiguieran crear era impensable. Los ancianos Thigpen aparentemente habían renunciado, pero últimamente aparecían de forma inexplicable todos los domingos al mediodía para reproducir el sermón y hablar largo y tendido sobre lo maravillosos y adorables que eran los niños de la guardería.

Las miradas de profunda tristeza y los silencios estáticos provocaban que John tuviera ganas de hacerse una bola y llorar. Amanda los toleraba con una cortesía distante. John sabía que era por resignación o por frialdad, y no le importaba. Es más, hasta se lo agradecía, ya que la forma que tenía de resolver los conflictos la familia de ella se acercaba más al lanzamiento de vajilla.

Las miradas acusatorias que Patricia dirigía con los labios apretados se fueron haciendo más descaradas en relación perfecta y directamente proporcional al declive de la casa. Domingo tras domingo, John observaba cómo Patricia disparaba fulminantes rayos de culpa en dirección a Amanda. John sabía que debería actuar para proteger a su destrozada mujer, pero, tal y como funcionaba su familia, era imposible intentar hacer cambiar de opinión a su madre sobre quién tenía la culpa de que aquello se estuviera convirtiendo en una pocilga o de la ausencia de bebés sin arriesgarse a provocar un enfado maternal épico. Y si los machos Thigpen tenían algo en común, era una firme determinación por no hacer enfadar a mamá. Los hermanos de John, Luke y Matthew, no sabían la suerte que tenían de vivir en otros continentes. O tal vez sí.

Con la sangre helada y una mano en el pomo de la puerta, John olfateó de nuevo. Además del Pine Sol identificó velas perfumadas, ternera a la brasa y el intenso olor de la espuma de baño de granada. Se armó de valor, entró en casa y cerró la puerta tras él.

Amanda estaba inclinada sobre la mesita de centro de la sala, colocando ostras abiertas en una cama de hielo picado. A un lado había dos botellas de Perrier Jouët y unas copas de cristal, junto con una diminuta y perfecta montañita de caviar de osetra que se erguía en el centro de un platito de porcelana de la vajilla de la boda. Amanda estaba descalza sobre los surcos frescos de la aspiradora y llevaba puesto el camisón de seda que John le había regalado por Navidad. Había sido un regalo esperanzado y desesperado, un torpe intento de asumir su resistencia cada vez mayor a abandonar la cama. Por lo que John sabía, aquella era la primera vez que se lo ponía. De pronto se sintió mareado. La última vez que había llegado a casa y se había topado con aquella escena acababa de vender Las guerras del río. ¿Habría encontrado otro agente? ¿Le habría comprado alguien su segundo libro, Receta del desastre?

Caray -dijo. Ella se giró, radiante. -No te he oído entrar.

Cogió una botella y fue hacia él. Llevaba el cabello, una mata de rebeldes espirales de un tono que él denominaba «dorado Botticelli» y ella «naranja Ronald McDonald», recogido en un moño despeinado en la nuca. Se había puesto brillo de labios. Se había pintado las uñas de los pies de un color opalescente que hacía juego con la seda rosa. Algo le brillaba sobre los párpados.

– Estás impresionante -le dijo.

– Hay buey Wellington en el horno -respondió ella, dándole un beso y tendiéndole la botella de champán.

Mientras John manipulaba el cierre metálico, varias diminutas motitas plateadas cayeron sobre la alfombra.

Hizo una bola con el resto de la envoltura del corcho en la palma de la mano y retiró el armazón de alambre.

– ¿Qué tal?

Ella sonrió coqueta.

– Tú primero: ¿qué tal el viaje?

Una oleada de alegría sustituyó en ese momento a la aprensión. Metió la fría botella bajo el brazo y sacó el móvil del bolsillo.

– La verdad -dijo, toqueteando la pantalla- es que ha sido muy emocionante. -Le tendió triunfante la foto-. ¡Tachán!

Amanda entrecerró los ojos. Se inclinó para acercarse más y ladeó la cabeza.

– ¿Qué es eso?

– Espera -dijo, volviendo a coger el teléfono. Acercó la imagen de un desconocido de carne y hueso leyendo Las guerras del río-. Mira.

Cuando Amanda se dio cuenta de lo que estaba viendo, le robó el teléfono.

– ¡Un avistamiento en la jungla! -John abrió el champán y miró a Amanda con una sonrisa expectante.

Ella sujetaba el teléfono con ambas manos y miraba la pantalla sin un ápice de alegría. La sonrisa de John se esfumó.

– ¿Estás bien?

Se sorbió la nariz, se secó la esquina de un ojo y asintió.

– Sí. Sí -dijo con voz tensa-. En realidad, tengo algo que contarte. Ven, siéntate.

John la siguió hasta el sofá, donde ella se sentó con la espalda recta y las manos entrelazadas. Los ojos de él iban nerviosos del perfil de ella a todo lo que había diseminado. Sin duda alguna, aquello era una cena de celebración, pero ella parecía al borde de las lágrimas. ¿Estaría embarazada? No era muy probable, dado que había dos copas para el champán. Intentó ignorar la acidez metálica del miedo que le brotó en el fondo de la garganta y se inclinó hacia delante para servir el champán. Dejó las gafas sobre la mesa y la cogió de la mano, entrelazando los dedos con los suyos. Ella tenía las yemas frías y la palma húmeda, y miraba fijamente el borde de la mesa.

– Cariño, ¿qué pasa? -le preguntó.

– He encontrado trabajo -dijo con voz queda. John se estremeció. No pudo evitarlo. Obligó a sus gestos a relajarse y respiró profundamente, armándose de valor. No sabía si fingir que estaba contento por lo del trabajo o intentar disuadirla. Lo único que ella había querido hacer siempre era escribir novelas y sabía que hacía poco que había acabado Receta del desastre.

Estaba claro que aquel era el peor momento para rendirse. Aunque, bien pensado, tal vez una razón para levantarse por las mañanas le vendría bien. Tener contacto con el mundo exterior, una oportunidad de hacer nuevos amigos, dejar de recibir palos en forma de cartas de rechazo…

Amanda parpadeó, esperando una reacción.

– ¿Dónde? ¿De qué? -dijo finalmente. -Bueno, eso es lo complicado. -Volvió a consultar el portátil-. Es en Los Angeles.

– ¿Que es dónde? -preguntó John, creyendo que había oído mal.

Ella se giró para mirarlo a los ojos y le agarró las manos con inusitada fuerza.

– Te parecerá una locura. Lo sé. Y sé que al principio vas a querer decir que no, así que por favor no me respondas aún. Tal vez sea mejor que lo consultes con la almohada. ¿Vale?

John hizo una pausa que duró varios latidos.

– Vale.

Ella volvió a levantar la vista y lo miró a los ojos muy seria. Respiró hondo.

– Sean y yo hemos escrito un preguión para un programa y ha tenido una reunión de presentación con la NBC la semana pasada. Hoy nos han dado luz verde. Van a producir cuatro capítulos y luego ya se verá.

La habitación empezó a darle vueltas. El techo giraba como el agua del inodoro. John clavó los talones en la alfombra para recordarse que estaba anclado. ¿Quién era ese tal Sean? ¿Y qué era un preguión?

Amanda se explicó: le dijo que había entrado en contacto con una persona en un foro de escritores. Se llamaba Sean y se habían estado escribiendo durante semanas. John no tenía por qué preocuparse, estaba al tanto de los peligros de los foros y había creado una cuenta de Hotmail con un nombre falso. Solo habían intercambiado información real después de que ella se asegurase de que él era de fiar. Sean había trabajado con las principales redes durante años poniendo en contacto a escritores con diferentes proyectos televisivos. En esta ocasión el proyecto era suyo y quería a Amanda a bordo: había leído Las guerras del río y era un gran admirador suyo; le parecía vergonzoso que no hubiera obtenido el reconocimiento que se merecía porque, de haber sido así, habría conseguido inmediatamente otra editorial en cuanto se había quedado libre. Ella tenía el tono perfecto para aquel proyecto, relacionado con mujeres solteras de cuarenta y tantos que estaban deseosas de acostarse con alguien; seguramente conseguiría un montón de audiencia. Por lo visto, la generación nacida durante el baby boom prefería imaginarse con cuarenta que con sesenta. Habían hecho el preguión entre los dos -una descripción de cinco páginas del proyecto-, y Amanda podría sacarse quince mil por capítulo si la NBC decidía seguir adelante tras los cuatro episodios iniciales. No le había comentado nada a John antes porque no quería que se hiciera ilusiones.

John se percató de que ella había dejado de hablar. Tenía los ojos clavados en los suyos, buscando una reacción.

– No quieres que lo haga -dijo finalmente. Luchó por articular una respuesta, intentando darle a su mente el tiempo suficiente de elaboración para sopesar a todo correr las implicaciones.

– Yo no he dicho eso. Me ha cogido por sorpresa, eso es todo.

Ella esperó a que continuara.

– ¿Y qué pasa con Receta del desastre?

La han rechazado ciento veintinueve agentes.

– Lo que han rechazado es que les envíes el libro, ¿no? En realidad nadie se lo ha leído.

– ¿Qué más da? Al parecer nadie pretende hacerlo.

– ¿Por qué quieres involucrarte en esa serie?

– Quiero escribir y es una forma de hacerlo.

– Libros, quieres escribir libros.

– Y me han rechazado todos y cada uno de los agentes literarios. Se acabó.

Él se levantó bruscamente y empezó a caminar de un lado a otro. ¿Y si tenía razón? Odiaba darse por vencido, pero llegaba un momento en que la insistencia se convertía en masoquismo.

– Vamos a planteárnoslo. ¿Qué haría yo en Los Angeles? -dijo-. No hay ningún periódico que ofrezca un puesto. Nunca encontraría otro trabajo. Tengo suerte de conservar todavía este.

– Bueno, ese es el quid de la cuestión. -Hizo una pausa tan larga que él se dio cuenta de que no le iba a gustar lo que venía después-. Por ahora no tendrías que venir. Ya sabes, hasta que sepamos seguro que van a continuar con la serie.

Los labios de John se movieron durante tres segundos antes de que consiguiera articular palabra.

– ¿Quieres mudarte a Los Angeles sin mí?

– No, no -dijo con vehemencia-. Claro que no.

Nos veríamos los fines de semana.

– ¿Atravesando el país? -Podríamos turnarnos.

– ¿Y cómo nos pagaríamos todos esos vuelos? ¿Y el alquiler? Tendrías que tener un apartamento. Y un coche. -El tono de voz de John fue en aumento a medida que iba echando cuentas.

– Podríamos echar mano de nuestros ahorros… El sacudió la cabeza.

– No, de eso nada. ¿Y qué sucede si la NBC decide seguir adelante con la serie? ¿Continuamos viviendo separados?

– Entonces te vienes conmigo. Si la cogen ganaré lo suficiente para que podamos vivir los dos sin que tengas que trabajar.

– ¿Cuánto te dan de anticipo? Amanda bajó la vista.

– ¿No hay anticipo?

– Es tan caro producir las series que no tienen presupuesto.

– ¿Me estás tomando el pelo?

– La culpa es de los realities. No cuesta casi nada producirlos en comparación con los casi tres millones por capítulo que cuestan las series. Antes Networks producía una docena de series dramáticas y de comedias con la esperanza de que una tuviera éxito. Ahora producen un par de ellas y rellenan el resto de la franja horaria con estúpidos programas sobre personas estúpidas que fingen intentar buscar el amor verdadero practicando sexo en un jacuzzi con una persona diferente cada noche mientras las cámaras lo graban todo. Sé que deberían pagarme, pero si lo rechazo hay miles de escritores que se mueren por tener esta oportunidad.

John alzó las manos que luego aterrizaron con un manotazo sobre sus muslos. Tenía la esperanza de que aquello fuera una especie de alucinación, que su esposa no le estuviera sugiriendo que vivieran en extremos opuestos del país para que ella pudiera seguir una quimera hollywoodiense que, hasta donde él sabía, venía pegada a un spam. Aquellos foros para escritores estaban llenos de personas desesperadas, algunas de ellas malintencionadas, y Amanda era especialmente vulnerable. Se preguntaba si le habría pagado algo a ese tal Sean. No había nada, absolutamente nada en aquella historia que oliera bien.

El móvil de John sonó, perforando un silencio que hacía tiempo que se había vuelto incómodo.

Contestó Amanda.

– ¿Sí? -Al cabo de un momento se lo pasó a John-. Es tu editora.

John se pasó una mano por la cara y la extendió para coger el teléfono.

– Hola, Elizabeth. No, está bien. Sí, de verdad. -Abrió unos ojos como platos-. ¿Qué? ¿Me tomas el pelo? Dios mío. ¿Y qué ha pasado con…? ¿Se pondrá bien? Ajá. Claro. Vale. -Colgó y a continuación cerró los ojos. Luego se volvió hacia Amanda-. Tengo que volver a Kansas City.

– ¿Qué ha pasado?

– Han volado por los aires el Laboratorio de Lenguaje. Ella se llevó una mano a la boca.

– ¿El sitio de hoy? ¿El de los bonobos?

– Sí.

– Dios mío. ¿Quién puede haber hecho algo así?

– No lo sé.

– ¿Los primates están bien?

– No lo sé -dijo John-. Pero la científica a la que entrevisté está herida grave.

Amanda le puso una mano sobre el brazo.

– Lo siento mucho.

John asintió como si la oyera desde lejos. Le vinieron a la cabeza imágenes de la visita de ese mismo día, como el momento en el que seguía a Isabel hacia la zona de observación mientras se fijaba en cómo se le movía el pelo al caminar. O cuando observó embelesado cómo los bonobos sacaban bruscamente las «sorpresas» de las mochilas, ansiosos como niños vaciando los calcetines de Navidad. Sentado en el despacho de Isabel, viendo cómo ella dirigía miradas nerviosas alternativamente a él y a la grabadora, y registrando su propio anhelo físico con una horrible punzada de culpabilidad. Mbongo y su máscara de gorila. Bonzi besuqueando el cristal. Aquel dulce y travieso bebé de ojos irresistibles. Ahora Isabel estaba en estado grave y, aunque Elizabeth no sabía qué les había ocurrido a los primates, a John se le pasaban por la cabeza todo tipo de barbaridades…

– No podemos hacerlo -dijo de repente-. Es imposible. Por favor, dime que eres consciente de que eso no va a pasar.

Amanda se quedó mirando a John hasta que a este no le quedó más remedio que bajar la vista. A continuación, pasó caminando a su lado y desapareció escaleras arriba. Segundos después, oyó el clic del pestillo del dormitorio.

«Soy un maldito sinvergüenza», pensó John, desplomándose en el suelo al lado de la mesita de centro.

Cogió una ostra y observó cómo temblaba en su concha. Miró con pena el caviar de osetra, que sabía que debía guardar en la nevera porque tenía una ligera idea de lo que había costado. Se imaginó a Amanda arriba saltando dentro de la cama y cubriéndose con las mantas hasta las orejas; sabía que tenía que ir junto a ella. En lugar de eso, cogió la botella abierta por el cuello y, alternativamente, le fue dando tragos y poniéndola sobre el muslo, que pronto estuvo salpicado de círculos húmedos.

Lo de la serie parecía demasiada casualidad para ser real, pero ¿y si lo era? Su propia carrera había sido una casualidad: él pretendía seguir los pasos de su padre y ser abogado hasta que consiguió aquella beca en el New York Gazette. Tenía veintiún años y el ambiente a su alrededor le parecía embriagador: todos los que le rodeaban eran tan inteligentes, sofisticados y hasta tal punto estrafalarios, sin pudor alguno, que quiso seguir formando parte de aquello. Todo lo que tenía que hacer era hablar con personajes influyentes, preguntarles lo que quisiera y luego cobrar por escribir. ¿Cómo que cobrar por escribir? Nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera llegar hasta aquel punto. Además, cada día el trabajo era diferente y conocía a alguien nuevo, se enteraba de otra historia y tenía otra oportunidad de entretener a la gente o de exponer algo que precisaba salir a la luz. «El cometido de un periódico es confortar a los afligidos y afligir a los que viven en una situación confortable». Ese era uno de los proverbios que a su jefe le gustaba citar. Estaba claro que los propios periódicos estaban ahora entre los afligidos. Pero ¿quién era él para negarle a nadie una oportunidad inesperada?

Confirmar si lo de la serie era verdad sería facilísimo, tendría que haber una carta con una oferta o un contrato, pero luego, ¿qué? Todo el mundo sabía que las relaciones a distancia acababan por romperse. John llevaba casi media vida con Amanda y, en muchos aspectos, esta giraba en torno a ella. La idea de perderla le aterrorizaba. Imaginársela rodeada de machos depredadores le aterraba aún más. Era una mujer guapa y, en aquel momento, vulnerable como pocas.

John cogió la cucharilla del plato de caviar y la examinó. Era de madreperla. Amanda debía de haberla comprado para la ocasión. La hundió en el brillante montículo de caviar y se metió un poco en la boca. No parecía correcto limitarse a tragar algo tan caro y tan escaso, así que lo mantuvo en la boca un momento y luego hizo reventar las huevas contra la lengua y el paladar. El resultado fue tan exquisito que se dio cuenta de que debía de estar haciéndolo bien. Cogió otra cucharadita. Y otra más.

No podían tardar mucho en producir cuatro capítulos. Podría estar de vuelta en casa sana y salva en seis meses. Aunque tampoco quería que le fuera mal, se merecía el éxito más que nadie en el mundo.

Después de licenciarse con matrícula de honor gracias a una tesis intuitiva sobre las consecuencias sociológicas de la revolución industrial en la obra de Elizabeth Gaskell, Amanda se había pasado la mayoría del tiempo entre la graduación y la mudanza a Filadelfia redactando un catálogo para un proveedor de artículos de deporte al aire libre por Internet. Dedicaba ocho horas al día a encontrar formas nuevas y originales de describir botas de pelo canadienses y parkas para todo tipo de clima («parecidas a las Ugg con un toque de Piperlime. ¡Garantizamos que no son de piel de gato!»). Bromeaba diciendo que su situación podía ser peor: su mejor amiga, Gisele, número uno de su promoción, trabajaba pintando fachadas de casas y se acababa de casar con un tipo que enseñaba curación por medio del sonido a un grupo de crudívoros. Pero John sabía que solo se estaba haciendo la valiente. En su tiempo libre trabajaba en su primera novela, aunque era demasiado tímida como para enseñársela antes de acabarla.

Cuando finalmente se la dejó, John la hojeó con creciente desazón. Esperaba de todo corazón estar equivocado -después de todo, sus placeres ocultos incluían a Dan Brown y Michael Crichton-, pero aun así no podía quitarse de la cabeza la sensación de que a la novela le faltaba ese algo fundamental. La prosa era maravillosa, pulida y fluida, pero llegabas al final y no había pasado absolutamente nada. No había ni accidentes de coche, ni asesinatos, ni hermandades secretas, ni plagas internacionales. Era psicológico y literario, y aunque John entendía que había gente a la que le gustaban aquellos libros, él no era uno de ellos, lo cual era realmente mala suerte teniendo en cuenta que su mujer solo había escrito uno y quería que le diera su opinión. Cuando se hizo demasiado evidente, lo resolvió soltando una sarta de mentiras entre dientes.

Mientras el manuscrito peregrinaba por las editoriales de Nueva York, Amanda -su estable, fuerte e invencible Amanda- comenzó a hundirse. Empezó a tener insomnio. Se mordía las cutículas hasta que le sangraban. Cocinaba platos cada vez más complicados y no comía prácticamente nada. Sufría dolores de cabeza y, por primera vez en la vida, se quejaba de su trabajo: «¿Qué tiene de malo "pelo de mofeta"? ¿No querían que fuera radical? Pues ahí lo tienen. ¿Cómo iba a saber yo que de verdad era mofeta? Y si en realidad lo era, ¿por qué tanto secretismo?».

Pasaron cuatro meses y medio. Poco a poco fueron llegando un puñado de respuestas negativas, seguidas de un silencio sepulcral. Pero entonces, el día que Amanda cumplía treinta y cinco años, su agente la llamó. Una editorial había hecho una oferta por Las guerras del río y el segundo libro de Amanda, que aún no había escrito. Fue un modesto paso adelante para Amanda, pero, al menos, le permitió dejar la redacción de textos publicitarios. ¡A la mierda la piel de gato chino! Salvo por el hecho de que le hacían publicar bajo seudónimo, John nunca había visto a Amanda tan feliz. «Nadie compraría una novela escrita por Amanda Thigpen -le había dicho su editor-. Amanda LaRue, sin embargo…». La noche en que se publicó el libro fue la primera vez que el caviar de osetra hizo acto de presencia en su hogar y durante esa noche única todo parecía posible: que entrara en la lista de los más vendidos, que lo publicaran en el extranjero, que lo compraran para hacer una película. John nunca había estado tan feliz de haberse equivocado.

Si la época precedente a la publicación de Las guerras del río se había caracterizado por una emoción y una ansiedad febriles, las semanas posteriores habían sido devastadoras.

No hubo fiesta de presentación. Mirando hacia atrás, John se dio cuenta de que probablemente se suponía que tenía que haber sido él el que organizara una. No había reseñas porque lo publicaron en rústica en lugar de en tapa dura, un punto en contra que John y Amanda no entendían pero que creían que alguien debería haberles explicado. Su gira consistió en tres firmas de libros en la ciudad.

John llevó a Amanda a la primera porque tenía demasiado miedo de que le pasara algo si conducía ella; cuando separó el brazo de la palanca de cambios para agarrarle la mano, Amanda le agarró tan fuerte que le dejó las marcas de las uñas en la palma. Hizo unas cuantas respiraciones profundas en el aparcamiento antes de entrar y las manos le temblaban tanto que dudaba si sería capaz de escribir su nombre.

En la librería había una mesita con un semicírculo de sillas plegables delante. Los libros de Amanda estaban amontonados al lado de un par de rotuladores, un plato de galletas de chocolate y una botella de agua. Amanda ocupó su lugar detrás de la mesa y esperó.

Cuando se acercaba la hora señalada, un hombre se dirigió tranquilamente hacia el centro del semicírculo y se sentó en una silla. John, que merodeaba por allí cerca, vio cómo Amanda primero empalidecía, luego se ponía roja como un tomate y finalmente sonreía y se armaba de valor para decir algo. Justo cuando estaba cogiendo aliento, el hombre estiró las piernas, cruzó los brazos y cerró los ojos. En cuestión de segundos estaba roncando. El color abandonó las mejillas de Amanda y John a duras penas fue capaz de reprimir el impulso de acercarse a él y tirarle el café caliente en el regazo.

El coordinador de eventos de la librería se pasó el resto de la hora pescando valerosamente clientes y arrastrándolos a la mesa de Amanda. Atrapados, cogían el libro y fingían leer la cubierta, murmuraban y la miraban incómodos hasta que conseguían romper el contacto visual y se alejaban. Cuando pasó la hora, las galletas de chocolate habían desaparecido y los libros seguían allí. Amanda estaba del color de la tiza.

Insistió en ir ella sola a las otras dos firmas de libros. «Ah, bien», le dijo alegremente a John cuando este le preguntó cómo había ido la segunda. La sonrisa permaneció en su cara un par de segundos antes de transformarse en sollozos desesperados. Después de la tercera firma, se comportó de forma más pragmática. «Estoy jodida», declaró con calma, llenando un vaso con vodka y naranja a partes iguales.

Pasaban los meses y se vendieron un par de ediciones en el extranjero. El libro ocupó fugazmente el número dos de la lista de los más vendidos en Taiwán, lo que habría sido divertido si hubiera aparecido al menos en una de las listas de Estados Unidos. Y entonces, de la noche a la mañana, tanto la editorial como su agente desaparecieron. Aunque, por supuesto, no fue culpa suya, se obsesionó pensando qué podía haber hecho de forma diferente. Si hubiera publicado con el apellido Thigpen en lugar de LaRue, su parcela en las estanterías habría estado en una zona situada entre William Makepeace Thackery y Paul Theroux, cerca de Dylan Thomas, y en las comunidades de escritores en Internet muchos especulaban que Joshua Ferris vendía tanto porque estaba cerca de Jonathan Safran Foer. Podría haberse lanzado a hacer una gira, GPS en ristre, para firmar todas y cada una de las copias de su novela de la Costa Este. Podía haber diseñado una página web interactiva, hacer concursos, crear un blog. John la observaba impotente mientras se volvía histérica. Pero la autoflagelación se fue tan repentinamente como había llegado. Llamó a su antiguo jefe, la readmitieron en su cubículo y volvió al trabajo de exaltar las virtudes del GoreTex, que al final acabó convirtiéndose en su tabla de salvación financiera, ya que al poco tiempo John perdió su trabajo.

Aunque resultó devastador, el despido de John no era del todo inesperado: en todos los periódicos de mayor tirada se habían producido despidos masivos y la situación en el New York Gazette era especialmente grave. La dirección anunció que tenía intención de recortar un cuarto de los sueldos de los redactores después de que todos hubieran aceptado lo que denominaban eufemísticamente «concesión salarial» para evitar precisamente la reducción de plantilla. Le siguió una optimista circular interna en la que se aseguraba que, si trabajaban juntos, serían capaces de «hacer más con menos». En la siguiente circular les suplicaban que «transformaran el negocio», que «generaran contenido» -John se preguntaba qué creía la dirección que habían estado haciendo exactamente- y que «se concentraran en el envoltorio». ¡Gráficos! ¡Comunicación visual! ¡Diseño! Ese era el futuro. Uno de los bufones de uno de los jefes hasta llegó a declarar que una página con el diseño perfecto haría que a los lectores se les cayera el café. Aquello consiguió que John añorara los días en que Ken Faulks estaba al mando, pero Faulks, un magnate de los medios de comunicación de pelo rubio rojizo y sonrisa torcida, se había pasado hacía tiempo a los pastos más verdes del porno. John no le tenía especial cariño -según recordaba, tenía el don de gentes de Gengis Kan-, pero al menos había conseguido que la empresa continuara siendo solvente.

Tras varios meses de búsqueda, John consiguió un trabajo en plantilla en el Philadelphia Inquirer. O en el Inky, como le llamaban los de dentro.

Era un buen trabajo, un gran trabajo, pero John casi se muere cuando tuvo que aceptarlo porque era el resultado directo de una llamada que su padre le había hecho a un amigo miembro de la logia Moose para pedirle el favor. Así que contrataron a John y lo pusieron a las órdenes de una jefa a la que le molestaba su sola presencia, aun cuando habían animado a otros empleados del Inky a cavar su propia tumba aceptando paquetes de jubilación anticipada.

En cualquier otra circunstancia, su trabajo lo habría redimido: la investigación de John de un incendio en la casa de los primates del zoo en 2008 -nada más y nada menos que en Nochebuena- había sacado a la luz una incompetencia supina. Las alarmas de incendios habían sonado y las habían ignorado. A la gente le olía a humo pero nadie se preocupó de ver qué pasaba. No había rociadores de incendios. El resultado: veintitrés animales muertos, incluida una familia de bonobos. Hacía una semana, un año después del incendio, un niño pequeño había trepado por un muro y se había caído desde una altura de más de siete metros dentro del nuevo recinto de los gorilas. El único gorila que había sobrevivido al infierno, cuyo bebé había muerto por inhalación de humo, se abrió paso entre el resto del grupo de los gorilas curiosos, cogió al niño en brazos y fue hacia la puerta del recinto, donde se lo entregó a los cuidadores del zoo. Ese increíble acto de empatía, captado en vídeo y aireado por todo el país, fue considerado por varias corrientes y entendidos de derechas como una simple consecuencia del adiestramiento. ¿Del adiestramiento de qué?, se preguntaba John. ¿Estaban insinuando que el personal del zoo había estado tirando muñecas al foso de los gorilas para practicar por si se daba una ocasión como aquella? A John aquella negación reaccionaria le pareció casi tan fascinante como la reacción de los gorilas: ¿Era porque se suponía que la empatía era una respuesta exclusivamente humana? ¿El verdadero tema de discusión era la evolución? Esto fue lo que le llevó a proponer el artículo sobre los estudios cognitivos que se estaban llevando a cabo en el Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates. Entonces Elizabeth decidió de pronto que tenía que compartir su autoría con Cat Douglas. No le dio ninguna explicación, pero John tenía dos teorías: o seguía tan enfadada por haberse visto obligada a contratarlo que le había endosado a la mujer más intratable sobre la faz de la tierra o quería relacionar a su reportera estrella con una serie de artículos que empezaban a oler a potencial materia de Pulitzer. Y es que Cat se había hecho más o menos famosa en el mundo periodístico al descubrir la mentira que un reportero ganador de un Pulitzer había creado inventándose a una yonqui de ocho años; luego ella misma había ganado un Pulitzer por la historia. También había despertado la controversia por fingir un presunto interés romántico en su rival periodístico y curiosear sus archivos cuando estaba a solas en su apartamento.

John volvió a la realidad y se percató de que se había comido hasta la última hueva de caviar de osetra. Quedaba un culín de champán en la botella, pero no quería quitarse aquel sabor de la boca. Lo que quería era más caviar. Pasó el dedo por el plato y lo lamió.

A continuación se levantó del suelo bruscamente y cerró con llave la puerta principal. Al pasar por la mesa de la entrada vio que en el teléfono fijo parpadeaba la luz de mensaje recibido. Fran, su suegra, había dejado varios mensajes, cada uno más contundente que el anterior. Al parecer, Amanda no quería cogerle el teléfono. John la entendía perfectamente. Sus madres eran polos opuestos, pero ambas de armas tomar. Mientras Patricia se encerraría en un silencio glacial, Fran se iría arriba a clasificarte los calcetines. Disfrazaba el regodeo de amabilidad y la malicia de preocupación, todo ello mientras cosechaba información para compartir con el resto del clan. Para Fran nada estaba fuera de su alcance. John borró los mensajes.


* * *

Eran las dos de la mañana cuando John se acordó del buey Wellington y lo hizo solo porque pensó que la casa estaba ardiendo. Abrió los ojos de repente al primer rastro de humo. Amanda seguía dormida como un tronco.

John se precipitó escaleras abajo hacia la cocina. Por los lados del horno salía humo. John lo apagó y abrió la ventana y la puerta trasera. Cogió un paño y lo agitó como el capote de un torero mientras intentaba echar fuera la humareda.

El buey Wellington era un rectángulo carbonizado firmemente pegado al fondo de la bandeja. El sinuoso emparrado de masa que Amanda había esculpido y puesto sobre la parte superior era lo que menos quemado estaba, así que John cogió una hoja y se la comió. Examinó la obra de arte: cada hoja tenía exactamente seis muescas y el tallo estaba enrollado sobre sí mismo formando una perfecta enredadera de hojaldre.

A los pocos días de irse a vivir juntos, Amanda les había provocado a ambos una gastroenteritis por sus improvisaciones con la sopa en lata. Sus remordimientos fueron descomunales y su declaración de intenciones más descomunal aún: pretendía convertirse en toda una cocinera gourmet. En aquel momento, John no se paró a pensar mucho en el tema, pero echando la vista atrás tenía la sensación de que aquella era la primera vez que de verdad había sido testigo de su gran fuerza de voluntad. Compró todos los libros de Julia Child, los llenó de lamparones y obedeció cada una de sus órdenes. «Si Julia dice que hay que pelar el brócoli, pues se pela», le había dicho tímidamente a John la primera vez que la había pillado haciéndolo. A punto había estado de morirse de la risa, pero después de probar el resultado nunca más había vuelto a cuestionar ningún estrafalario ritual de cocina.

Aquella noche había dejado un puñado de masa de hojaldre y las hojas que no habían pasado la inspección en un montón al lado de la tabla de cortar. En la encimera había trocitos de huevo y cáscaras secas junto con pieles de ajos machacados y tiras de papel de horno. El suelo estaba lleno de harina y cada uno de los utensilios que había utilizado yacía abandonado exactamente donde había dejado de usarlo.

John abrió el grifo y esperó a que el agua saliera caliente. Aunque estaba cansado, quería que Amanda se encontrara la cocina limpia cuando se levantase a la mañana siguiente.

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