Seis meses después

Se oyeron unos aplausos dispersos mientras el alcalde cogía las enormes tijeras de la caja donde estaban guardadas y cortaba la cinta que atravesaba la puerta abierta. Los extremos de satén rojo revolotearon hasta el suelo mientras los fotógrafos disparaban, incluido el de The Atlantic, que acompañaba a John. El alcalde posó con Isabel, rodeándole los hombros con un brazo y enseñando los dientes en una sonrisa de foto. Celia merodeaba por el otro lado. Él la miró y su sonrisa se mustió durante una décima de segundo, pero se recuperó al momento y la rodeó a ella también con el otro brazo.

John se quedó callado cuando los otros periodistas empezaron a hacer preguntas, porque sabía que más tarde tendría su oportunidad. Se quedó a un lado con Gary Hanson, el arquitecto que había diseñado las nuevas instalaciones, y con Nathan Pinegar, cuyos padres habían convencido al juez de Lizard de que colaborar en la construcción de la nueva residencia para los primates podía contar como servicio comunitario. Tenía buen aspecto y estaba en forma, y su pelo parecía aún más verde de lo normal. John se imaginó a Nathan y a Celia la madrugada anterior, tiñéndose el pelo el uno al otro para la ocasión.

– Doctora Duncan, ¿podría decirse que está satisfecha con la multa impuesta?

Isabel volvió la vista un segundo por encima del hombro hacia la propiedad de más de doce hectáreas de terreno montañoso de Maui, que estaba protegida por una reja doble. Se giró de nuevo hacia las cámaras y, por el brillo de sus ojos y la incipiente curva de sus labios cerrados y apretados, John percibió que estaba intentando contener su alegría. Bajó la vista hacia el suelo y se aclaró la garganta, serenándose.

– Los términos del acuerdo me prohíben decir nada sobre el montante de la multa -dijo-, pero a los bonobos y a mí nos gustaría darle las gracias al zoo de San Diego por su generosa hospitalidad durante el tiempo que han tardado en construir nuestro nuevo hogar. También quiero agradecerles a Gary Hanson y a su empresa que nos hayan prestado sus servicios de forma gratuita para diseñar el entorno más apropiado para primates que he visto en mi vida fuera de una selva. -Escudriñó la multitud y, por un instante, John pensó que lo estaba buscando a él. Cuando sus ojos se posaron sobre Gary, esbozó una gran sonrisa.

– ¿Podría contarnos algo más sobre sus planes para el Proyecto de Lenguaje de Grandes Primates?

– Ahora mismo estamos buscando a los mejores científicos de esta especialidad y nos comprometemos a seguir con nuestro trabajo en el ámbito de la adquisición y cognición del lenguaje siguiendo los pasos del difunto Richard Hughes, que consideraba que nuestra obligación era proporcionar a los grandes primates dignidad, autonomía y la calidad de vida que, obviamente, se merecen.

– En el comunicado de prensa se mencionaba una colaboración con el Centro de Lenguaje Clínico Infantil de Boston. ¿Podría hablarnos más del tema?

– Está más que demostrado que los niños que no se comunican verbalmente utilizan muy a menudo métodos alternativos para expresarse, como la lengua de signos y los lexigramas. Hemos puesto nuestros informes a disposición del CLCI y estamos muy emocionados por los avances que podrían producirse en este campo.

– ¿Qué opina de los procesos judiciales pendientes?

– Creo que las personas son inocentes hasta que se demuestre lo contrario y estoy totalmente convencida de que se hará justicia. -Recorrió la multitud con la mirada, sonriendo y mirando a la gente a los ojos-. Muchas gracias por venir.

Dobló las chuletas a la mitad, se las guardó en el bolsillo y movilizó a su círculo más cercano -Celia, Nathan, Gary, John y su fotógrafo- para que la siguieran. El guardia de seguridad uniformado cerró la puerta tras ellos y la multitud de fuera empezó a moverse lentamente para dispersarse.

Isabel guio al grupo por una carretera de tierra que serpenteaba entre bamboleantes árboles tropicales y arbustos con flores tan extraordinariamente fragantes que olían a fruta demasiado madura.

John dio unas cuantas zancadas para ponerse a su altura. El pelo le había crecido lo suficiente como para cubrir la cicatriz. Pasarían años antes de que le volviera a caer sobre la espalda, pero su rostro era delicado y bello y el pelo le sentaba bien así.

– Me han dicho que has estado en el Congo -dijo ella-. En el refugio Lola ya Bonobo.

– Sí, volví la semana pasada.

– ¿Y qué tal?

– Increíble. Casi surrealista. Volamos con Air France desde París y aterrizamos en Kinshasa en un mundo totalmente diferente. Un batallón de soldados armados entraron en el avión por la puerta delantera, desfilaron por el pasillo y salieron por la parte de atrás. Había armazones de aviones por toda la pista. -John abrió unos ojos como platos al recordarlo-. El aeropuerto era un caos. Por suerte, nos acompañaba un «experto en protocolo» para negociar los sobornos y hacer que pasáramos los controles de aduanas e inmigración. De no haber sido por él, te juro que aún seguiríamos allí. Y nos habrían quitado todas nuestras pertenencias.

– ¿Y el refugio? -preguntó, cogiéndolo del brazo. Fue un gesto inesperado, y John sintió que el corazón le daba un vuelco.

– En la carretera había baches lo suficientemente grandes como para tragarse el todoterreno y atravesamos un montón de tierras de labranza pobres y polvorientas, pero el refugio en sí es maravilloso. Era la casa de vacaciones de Mobutu Sesse Seko, el antiguo dictador. Hay estanques llenos de lirios, un río que se precipita en una cascada y un montón de mosquitos. Son como pequeños bombarderos sigilosos -dijo, imitando uno de ellos con la mano que tenía libre-: silenciosos, indoloros y mortales. ¿Sabías que hay un tipo de malaria que te puede dejar tieso en cuatro días?

– Pues sí -respondió Isabel-. Malaria cerebral fulminante. Supongo que te habrás vacunado.

– Claro. Contra la malaria, la hepatitis A y B, la fiebre amarilla, el tifus, el tétanos, la gripe, la meningitis, la polio… Hasta de la rabia, por aquello de los perros asilvestrados -dijo, sacudiendo la cabeza-. ¿Por dónde iba?

– ¿Por lo de la malaria? -sugirió Isabel.

– Eso, la malaria -dijo John-. Y oímos a los bonobos nada más llegar. Estaban por todas partes. Parecían pájaros trinando a voz en grito. Vinieron a echarnos un vistazo de inmediato y lo primero que hicieron fue robarle la cámara a Philippe. Fue un trabajo en grupo: uno de ellos le agarró las piernas mientras otro desabrochaba la cinta. Luego, un tercero cogió la cámara y se la llevó a lo alto de un árbol. Creí que Philippe se iba a echar a llorar. Al final, logramos cambiarla por manzanas verdes, pero no antes de que los bonobos hicieran una docena de fotos. Hay una que vamos a publicar junto con el artículo en la que sale Philippe mirando directamente a cámara, suplicando con cara de desesperación total. Es genial.

Isabel dejó caer la cabeza hacia atrás y se rio.

– Muy típico de los bonobos. Me gustaría ir algún día -comentó con un suspiro.

– Estoy seguro de que lo harás.

– Yo también -dijo ella con tanta confianza que hizo que John la mirara de nuevo de reojo. Nunca la había visto tan relajada y feliz. Hasta el día que la había conocido, antes de la explosión, se mostraba un poco ansiosa y reservada. Pero ahora de eso ya no quedaba ni rastro. Incluso su lenguaje corporal era diferente: la antigua Isabel nunca lo habría cogido así del brazo.

La zona arbolada se acabó, dando paso a un claro en el que se alzaba una enorme estructura cuadrada. En uno de los extremos había una torre alta con las paredes de reja. Estaba cubierta de arriba abajo de mangueras y hamacas, llena de estructuras para trepar, de juguetes y de piscinas infantiles.

Isabel le soltó el brazo a John.

– Ese es el patio de recreo exterior -le explicó, señalándolo con evidente orgullo -. Van y vienen a su antojo. También pueden adentrarse en el bosque, siempre y cuando los acompañe uno de nosotros. Les encanta. Ponemos determinados premios en diferentes lugares. Ahí, por ejemplo -dijo señalando hacia un árbol-, siempre hay una nevera con huevos cocidos. Y en ese otro siempre hay M &M's. Sin azúcar, claro. Todavía estamos intentando solucionar los daños producidos por las pizzas y las hamburguesas con queso.

Nada más entrar en la estructura había una gran zona de observación, separada de los aposentos de los primates por un tabique de cristal en curva. Aunque los bonobos no estaban a la vista, Gary se acercó al cristal y se quedó allí de pie, expectante. Philippe se unió a él, cámara en ristre. Celia y Nathan se quedaron un poco por detrás de ellos, también observando el recinto de los primates.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Isabel, mirándolo ilusionada.

– Es magnífico -respondió John-. ¿Dónde están los bonobos?

– En la sala común, probablemente viendo vídeos de La casa de los primates. Están un poco obsesionados.

– ¿Habéis recibido el paquete que os mandé?

– No lo sé -dijo Isabel-. ¿Celia?

– Sí -respondió esta, girando su cabeza fucsia-. Y tiene una pinta buenísima. Gracias, Pigpen.

John levantó dos dedos para hacer el símbolo de la paz.

– ¿Qué es? -quiso saber Isabel.

– Una tarta de zanahoria, para celebrarlo -dijo John.

Vio que ella vacilaba.

– Bueno, no sé…

– La ha hecho Amanda -añadió él, al momento-. Con zanahorias orgánicas endulzada con zumo de manzana, y la cobertura es de crema de queso desnatado. Aquí tienes la lista de ingredientes -dijo, sacando un trozo de papel arrugado del bolsillo y tendiéndoselo a Isabel.

Esta se rio.

– Está bien, si la ha hecho Amanda…

– Genial -dijo Celia-. Vamos a decirles que se la vamos a llevar.

Ella y Nathan desaparecieron por un pasillo. Isabel bajó la vista y luego levantó la mirada hacia John.

– Me gustaría darte las gracias.

– Por favor, no ha sido nada -dijo él, restándole importancia con un ademán-. Un periodista siempre protege sus fuentes.

– Celia quería confesar -dijo Isabel-. Tuve que recordarle que también estabas protegiendo a Joel, a Jawad y a Ivanka.

– Y a ti -añadió él.

– Sí, y a mí.

Se quedaron en silencio mientras se miraban a los ojos.

– Por cierto -dijo bajando la voz-, me ha parecido que hay algo entre tú y… -Inclinó discretamente la cabeza hacia Gary.

– Puede ser. Más o menos -reconoció, poniéndose colorada-. En fin -dijo, mirando hacia otro lado-, ¿cómo está Amanda?

– Ya no tiene náuseas por las mañanas, ni sale corriendo cuando huele a café. Isabel se rio.

– Qué bien. ¿Cuándo sale de cuentas?

– Dentro de tres meses, casi exactamente. Cuatro días después que Ivanka, aunque parezca mentira.

– Debes de estar muy emocionado.

– Emocionado y muerto de miedo a partes iguales -dijo con la esperanza de que la expresión de su cara no revelara el porcentaje real.

– ¡Y lo del libro nuevo! -exclamó Isabel, dando una palmada-. Me alegré muchísimo cuando me enteré. ¿Cuándo lo publican?

– Dentro de cuatro meses. -Dile que estoy deseando leerlo. -Por supuesto.

– Y dile también que siento lo de la serie, a no ser que aún esté un poco sensible, claro.

– En absoluto. Se quedó encantada de que la echaran. Odiaba Los Angeles con todas sus fuerzas, que no son pocas.

– Y a ti ¿cómo te va?

– Voy tirando. Yo también me alegro de haber vuelto a Nueva York, aunque ahora tenemos el apartamento lleno de gatos que Amanda ha acogido de un refugio del barrio y, como ella está embarazada, soy yo el que tiene que limpiar el arenero. Eso cuando Booger no se ocupa de él. -John la vio estremecerse, y no pudo evitar añadir-: Sorpresa de arena de gato. Mmm, es su comida preferida.

– ¡Déjalo ya! -exclamó Isabel, arrugando la cara. Y tras un prolongado escalofrío, dijo-: Y cuando tú no estabas, ¿quién lo hacía?

– Una recua de amigos, respaldados por un vecino que es un santo.

Tras unos instantes de silencio, Isabel miró a Philippe.

– Así que The Atlantic, ¿eh? Estoy impresionada.

– Es de esas cosas que pasan una vez en la vida, pero aun así… Por lo visto, haber estado en la cárcel ha obrado maravillas en mi carrera laboral. -Él miró también a Philippe -. Si lo llego a saber, hace años que habría atracado una licorería. Isabel se rio.

– Dudo que hubiera tenido el mismo efecto.

Los bonobos aparecieron en la zona de observación emitiendo pitidos, chillando y corriendo de aquí para allá delante de la ventana. Philippe empezó a hacerles fotos.

¡DAME REGALO BUENO! ¡BONZI COMER DAME TÚ!, dijo Bonzi emocionada.

– Lo ha traído el invitado -dijo Isabel, señalando a John.


¡BONZI AMAR INVITADO!


Celia apareció en el lado del cristal donde estaban los primates con la tarta. Había puesto una vela en el centro.

– Bonzi, ven aquí. Tengo un mechero en el bolsillo, ¿podrías encender la vela?

Esta metió la mano en el bolsillo de Celia, sacó un mechero y encendió la vela con destreza. En cuanto la hubo encendido, Jelani llegó corriendo y la apagó de un soplido. La quitó de la tarta y lamió la cobertura de la base. Mbongo se quedó sentado, observando a John con recelo, hasta que Celia le tendió un trozo de pastel.

– ¿Te gusta el regalo? Lo ha traído John. Mbongo retiró las perfectas zanahorias de mazapán de la parte superior de su pedazo de tarta y las lamió, evitando en todo momento establecer contacto visual con John. Bonzi se relamió para aprovechar los restos de cobertura que tenía alrededor de los labios y se acercó al cristal.

BONZI AMAR INVITADO. HACER NIDO INVITADO. BESO BESO.

Se puso de pie a su lado y apretó los labios contra el vidrio, que se espachurraron hacia fuera. Parecía un pez comedor de algas en acción, visto desde el exterior de un acuario.

– Mis disculpas a los que limpian el cristal -dijo John tras vacilar un segundo. Mientras se acercaba, vio que Philippe giraba la cámara para captar el momento. Se puso a la altura de la boca de Bonzi y le plantó un enorme beso en los morros.

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