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John miró el reloj. Eran casi las dos. Según sus averiguaciones, justo en ese momento debían de estar pasando los títulos de crédito de Barrio Sésamo y, en breve, el retoño de Candy estaría en la cama.

Dada la alarmante proximidad a la casa de sus padres, John había aparcado casi a un kilómetro y medio de distancia. Aun así, tendría que andarse con ojo, ya que corría el grave peligro de que lo reconocieran. Para evitarlo, se había calado un gorro de lana y se había puesto un chaquetón marinero con el cuello levantado. Tamborileó con los dedos sobre el volante y volvió a mirar el reloj. Se imaginó al niño, tal vez con un pijama con pies, puede que chupándose el dedo, mientras lo metían bajo un edredón al tiempo que un móvil colgaba animales inertes sobre él y dejaba escapar una nana.

John no se podía creer que lo hubieran rebajado a tal situación.

Y exactamente la situación a la que lo habían rebajado se había hecho evidente aquella mañana una vez más, cuando en la primera plana del Inky había visto otro artículo de Cat en el que fingía haber sido ella la que había visitado el laboratorio el día de la explosión y la que les había llevado regalos y mochilas a los bonobos. Había elegido las palabras con sumo cuidado: técnicamente nada era una mentira descarada, pero había utilizado con gran maestría el plural mayestático y la voz pasiva. Las fotografías que Osgood había hecho acompañaban al artículo: imágenes de Sam tocando el xilófono, de Mbongo agarrando la máscara de gorila con aire desolado, de Bonzi abriendo la mochila y luego inclinándose para besar el cristal. John había sido cuidadosamente eliminado de esta última. La verdad es que le sorprendió que no hubieran añadido a Cat con el Photoshop. Mientras tanto, John estaba sentado en el coche vestido como un matón esperando a que una prostituta a media jornada metiera en la cama a su hijo para poder empezar «la fiesta».

Esperó diez minutos más, ya que no tenía ni idea de cuánto tardaba un niño en quedarse dormido, y luego se dirigió a hurtadillas hacia el callejón trasero de la casa unifamiliar de Candy. En el piso principal solo había una ventana. Supuso que sería la de la cocina. Respiró hondo, miró alrededor al resto de las casas y se ocultó tras un acebo para levantar la vista y comprobar si la trona estaba vacía.

Estaba colgado de la cornisa de la ventana con trozos de pintura debajo de las uñas y la nariz pegada al cristal, cuando oyó el sonido de unos pasos rápidos amortiguados por la gravilla, detrás de él.

– ¡Fuera de ahí, depravado! -dijo una voz a la vez vacilante y fuerte-. ¡Tengo un espray de pimienta!

A John se le resbalaron los dedos del alféizar y se cayó sobre el acebo. Intentó salir de allí apresuradamente y aterrizó boca abajo sobre la gravilla.

– Todos sabemos lo que pasa en esa casa -gritó la mujer-, y no lo permitiremos. ¡Este es un barrio respetable!

John giró la cabeza y se encontró frente a unos zapatos ortopédicos, unas medias tupidas y una falda de tweed que llegaba bastante más abajo de la rodilla. También se encontró frente un bote de gas de defensa personal Mace.

– ¡No se mueva! -El diminuto envase tembló violentamente dentro de aquellos dedos artríticos, uno de los cuales cubría el disparador rojo.

– Por favor -dijo John, intentando recuperar el aliento -. Por favor, no lo haga.

– Deme una razón por la que no debería hacerlo. -Porque está al revés. Se está apuntando a sí misma. El bote de Mace desapareció y John se dio la vuelta.

Se levantó y se sacudió la gravilla que tenía incrustada en la mejilla. Tenía ambas manos sangrando por culpa del acebo. Se tocó la muñeca izquierda, que se le había torcido; probablemente tendría un esguince.

– ¿John Thigpen? ¿Eres tú?

Él levantó la vista. Tras un momento de horrible confusión, se dio cuenta de que tenía delante a la señorita Moriarty, su profesora de la escuela dominical de cuando era niño.

– Dios mío -dijo él, dejando caer la cabeza sobre sus manos heridas.

– ¡Debería darte vergüenza, John Thigpen, debería darte vergüenza! -le reprendió-. ¿Qué van a decir tus padres de esto?


* * *

– ¿Qué diablos te ha pasado? -dijo Elizabeth, echándole una mirada displicente cuando entró en su oficina. Se había levantado para abrir la puerta, se había mostrado visiblemente molesta por su aparición y se había vuelto a meter detrás de la mesa-. Estás hecho unos zorros.

– No preguntes. -Y, aunque no le habían invitado, tomó asiento.

Elizabeth lo miró con recelo.

– Si tú lo dices… -respondió, dejándose caer sobre la silla de oficina-. ¿Cuál es el problema, entonces?

John se quitó el gorro de lana y se lo puso sobre las rodillas mientras se sacudía trozos de residuos del patio.

– He decidido pedir el finiquito. Ella se quedó de piedra.

– ¿Que has decidido qué? -dijo, inclinándose hacia delante.

– Que quiero el finiquito. Mi finiquito. Entornó los ojos, taladrándolo con la mirada.

– ¿Vas a pedir la jubilación anticipada? ¿Estás loco?

– El finiquito -dijo John con firmeza. La terminología era importante para él. Tenía treinta y seis años, no pensaba jubilarse.

Elizabeth ladeó la cabeza.

– Increíble. ¿Y cuándo, exactamente, lo has decidido? -Ahora mismo.

– ¿Y puedo preguntar por qué? -dijo Elizabeth.

– ¿Eso importa?

– Sí.

John la miró a los ojos, al tiempo que sentía cómo la nube negra de la serie de humillaciones a las que había sido sometido crecía en su interior. Su intención había sido entrar allí, anunciar tranquilamente su decisión y marcharse, pero de pronto se encontró gritando:

– ¡Porque durante las últimas semanas me han rociado con aceite de mofeta, he tomado personalmente muestras de caca de perro para que analizaran su maldito ADN, he medido la profundidad de la basura podrida en las alcantarillas y he calculado qué porcentaje de ella estaba compuesta por condones usados, me he escondido en portales para grabar las placas de las matrículas de los coches de las personas que recogen a prostitutas transexuales y hoy mi profesora de la escuela dominical casi me rocía con espray de pimienta! -dijo, dando un golpe con el puño sobre la mesa para subrayar la última ignominia. Elizabeth tenía los ojos como platos. No la culpaba, él mismo estaba impresionado. Sabía que debía intentar controlarse, pero, llegados a aquel punto, no tenía nada que perder-. La historia de los primates era mía -continuó, golpeándose el pecho-. Sé que en un principio no querías contratarme, pero he hecho un trabajo realmente bueno y mi recompensa por ello es… esto -dijo, levantando las manos, que estaban llenas de heridas-. Me robaste mi historia, mejor dicho mi crónica, y se la diste a Cat Douglas en cuanto empezó a oler a Pulitzer. -Elizabeth entornó los ojos y empezó a tamborilear con el lápiz sobre la mesa-. ¡A Cat Douglas, por el amor de Dios! -repitió-. ¿Acaso no has leído lo que ha escrito esta mañana? Ella nunca estuvo en aquella sala con los primates. No la dejaron pasar porque estaba enferma. Estuvo unos minutos en el mismo edificio que ellos, pero ni siquiera llegó a verlos. ¿Y aquella fotografía que colgó de Isabel Duncan? Qué falta de escrúpulos. ¡Espero que la demande! -Elizabeth no respondió. El lápiz continuaba con su rítmico tap, tap, tap. John suspiró y se volvió a hundir en la silla. Continuó, bajando el tono de voz-: Amanda tiene una oportunidad en Los Angeles. Me iré con ella allí. Qué diablos, para ti será un alivio, ahora tienes una persona menos de la que librarte, ¿no? Los directivos estarán contentos.

Elizabeth se inclinó repentinamente hacia delante y cogió el teléfono. Pulsó violentamente cuatro números y esperó.

– Sí, soy Elizabeth Greer. Necesito a alguien de Recursos Humanos aquí ahora mismo. Y una caja de embalar. Y un guardia de seguridad.

– Puedo usar mi propia caja -dijo John.

– Sí, ahora mismo -dijo Elizabeth por el teléfono.


* * *

Cuando John le contó a Amanda lo que había hecho, se produjo un silencio tan largo que se preguntó si se habría cortado la línea. Lo que se oyó a continuación fue: «Dios mío, ¿que has hecho qué?». Solo entonces se dio cuenta realmente de las consecuencias de su decisión. Había mandado al traste su única fuente de ingresos. Lamentarse era inútil: el hecho de haber salido del Inky escoltado por guardias de seguridad descartaba casi con absoluta certeza cualquier posibilidad de volver sigilosamente con el rabo entre las piernas para rogar que aceptaran su reincorporación.

Empezó a farfullar, intentando convencer a Amanda -y convencerse a sí mismo- de que todo iría bien. Pondría inmediatamente la casa a la venta y se iría a Los Angeles. Su finiquito equivalía solo a un mes de salario, pero si se apretaban el cinturón podrían sobrevivir hasta que encontrara otro trabajo, algo que haría inmediatamente aunque fuera preparando hamburguesas. Tendrían que echar mano de los ahorros, pero no durante mucho tiempo, y acabarían saliendo adelante. Siempre lo habían hecho, hasta en los años de escasez de su época de estudiantes.

Después de colgar, John se abrazó las rodillas y empezó a balancearse.

Durante los días siguientes la situación mejoró, o al menos eso le pareció a John. Amanda parecía más alegre por teléfono, aunque al final se dio cuenta de que todo era puro teatro. Le contaba anécdotas divertidas del estudio (¡ja, ja, ja!), aunque pensándolo bien, no tenían ni pizca de gracia. Al parecer, ahora les pedían a los actores que fueran de aquí para allá a todas horas con botellas de Vitamin Water sin etiquetas, porque los estudios habían demostrado que la nueva tendencia de la audiencia consistía en grabar las series para verlas más tarde y así poder saltarse los anuncios, de modo que habían encontrado nuevas formas de integrar la publicidad dentro de las propias series. Cuando finalmente John se dio cuenta de lo indignante que aquello le parecía a Amanda, deseó que se lo tragara la tierra. Solo llevaban separados unas cuantas semanas y ya tenía problemas para entenderla.

Cuando John comenzó a embalar, encontró el manuscrito corregido de Receta del desastre en el armario del cuarto de invitados. Fran lo había ordenado, había colocado todas las cartas de rechazo encima del todo y había sujetado el montón con dos gomas, una en horizontal y otra en vertical. La carta de rechazo que tenía el enorme «no» garabateado en rojo estaba la primera: aquello era lo que quería que viera su hija la próxima vez que abriera el armario de la habitación de invitados.

John se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, quitó las gomas y empezó a leer.

Una hora después seguía en la misma postura, y pasaron más de dos horas hasta que leyó la última página. Era bueno, realmente bueno. Y con eso se refería a que había hecho saltar las cosas por los aires, o al menos les había prendido fuego. Había incorporado una serie de aspectos de su vida real, como su amor por la cocina y un gato. Por extraño que resultara, no había sentido la necesidad de vengarse de ciertos miembros de su familia incluyéndolos como personajes de su novela. John no estaba seguro de que él pudiera haber resistido la tentación, dada la riqueza y la abundancia del material disponible; pero aun así se sintió aliviado. Puede ser que se hubiera sentido tentada a hacerlo, ya que se había librado de la madre antes de empezar la historia, y luego del padre al cabo de un par de páginas.

John cogió el montón de negativas y las hojeó, maravillado por la cantidad de formas diferentes que la gente encontraba para decir que no. No, no podían molestarse en echarle un vistazo, ni siquiera a las primeras páginas. No, no estaban interesados. No, no aceptaban nuevos clientes sin referencias.

No, no, no, no, no.

John tiró las cartas al suelo. No las contó, pero no tenía ninguna razón para no creer a Amanda cuando decía que eran ciento veintinueve. El montón era casi la mitad de gordo que el propio manuscrito. No le extrañaba que aquello la hubiera postrado en la cama.

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