Isabel se asomó a la puerta y miró los carritos de la cena. Solo Lola, de dos años, reaccionó ante su presencia echando un vistazo hacia donde ella se encontraba. Era diminuta, como todos los bebés bonobo, y se aferraba al pecho y al cuello de Bonzi turnándose para chupar el pezón de su madre y para dejar que se le resbalara entre los labios.
Los bonobos estaban repanchingados por el suelo en nidos hechos con mantas cuidadosamente colocadas mientras veían Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos.
Bonzi era más minuciosa con el nido que el resto: usaba siempre exactamente seis mantas y las retorcía unas sobre otras doblando las esquinas hacia abajo para hacer un suave cerco alrededor. A Isabel, que también era bastante fanática de la minuciosidad, le encantaba ver a Bonzi golpear y arreglar el nido. Este tenía que estar perfecto antes de invitar a Lola a entrar dándose palmadas en el pecho y exclamando BEBÉ VENIR en la lengua de signos.
Jelani y Makena estaban echados cabeza, con cabeza sobre las mantas, extendiendo las perezosas manos de largos dedos para examinarse las caras y pechos y librarse entre sí de parásitos imaginarios. Cuando John Clayton, séptimo conde de Greystoke, hizo resbalar el vaporoso camisón de los hombros de la señorita Jane Porter, alzaron la barbilla e intercambiaron un lánguido beso.
Sam se tumbó boca arriba con un brazo detrás de la nuca y una pierna cruzada sobre la otra. Balanceaba la cabeza mientras aprovechaba la corteza de una sandía, arañando los restos de la dulce carne con los dientes. Mbongo había hecho el nido al otro lado de la sala y había envuelto firmemente en una manta la mochila nueva para evitar que Sam se percatara de su sospechoso tamaño. Él había pinchado la pelota de goma casi instantáneamente, así que había «tomado prestada» la de Sam. Mbongo dejó entrever unos impresionantes caninos mientras dirigía miradas nerviosas alternativamente a Sam y al precioso bulto cubierto por la manta. Levantó una esquina del cobertor, atisbo por debajo y volvió a poner la manta alrededor apresuradamente. Estaba disfrutando de su secreto demasiado descaradamente: Sam no tardaría en darse cuenta.
Para no molestarles mientras veían la película, Isabel no abrió la boca cuando retiró los carritos vacíos. Se los llevó rodando uno por uno y se los fue pasando a Celia, una becaria de diecinueve años y cabello de color magenta. Cuando todos los carritos estuvieron en la cocina, ambas empezaron a limpiar los restos de la cena. Celia amontonó los boles de plástico de la sopa, mientras Isabel recogía las mondas y los tallos y tiraba los restos de fruta y verdura a la basura antes de lavarse las manos. Finalmente, Celia rompió el silencio:
– ¿Qué tal la visita de hoy?
– Bien -dijo Isabel-. Mucha conversación, muchas fotos maravillosas. La cámara del fotógrafo era digital, así que he podido ver unas cuantas.
– ¿Los conocíamos?
– Son del Philadelphia Inquirer. Cat Douglas y John Thigpen. Están escribiendo una serie de artículos sobre grandes primates.
Celia bufó.
– ¡Catwoman y Pigpen [1]! Me encanta. ¿Y qué les parecieron a los primates?
– Ella tenía un virus, así que no la dejé entrar. La mandé al Departamento de Lingüística.
– ¿David y Eric estaban allí? ¿El día de Año Nuevo? -Tienen un nuevo analizador de espectro último modelo. No hay quien los despegue de él.
– ¿Y cómo fue la cosa?
Isabel sonrió mirando hacia el plato que tenía en la mano.
– Digamos que les debo una. Esa mujer es una buena pieza.
– ¡Vaya! ¿Y Pigpen habla en la lengua de signos?
– Se llama John. Y no, le traduje las respuestas. -Tras una pausa, añadió-: Más o menos.
Celia arqueó una de las cejas llenas de piercings.
– Hubo un momento en que Mbongo le llamó «retrete asqueroso» -explicó Isabel-. Puede que eso lo parafraseara un poco.
Celia se rio.
– ¿Qué hizo para merecer que le llamara así?
– Jugar pésimamente a «La caza del monstruo».
Celia cogió un plato de plástico y lo miró desde diferentes ángulos, intentando deducir si estaba lavado o si lo habían lamido hasta dejarlo limpio.
– En defensa de Pigpen he de decir que jugar a «La caza del monstruo» a través de un cristal no es nada fácil, desde luego.
– El problema fue algo más que eso. Pero le enseñamos cómo se hacía -dijo Isabel-. Jugamos a «La caza del monstruo», a «Hacer cosquillas al monstruo», a «La caza de la manzana», a todos, para deleite del fotógrafo.
– ¿Ya ha llegado Peter?
Vaya, a eso se le llamaba cambiar bruscamente de tema, pensó Isabel mirando a hurtadillas a Celia. La chica tenía la vista clavada en el fregadero y las comisuras de los labios curvadas en una sonrisilla. Al parecer, en algún momento de las últimas veinticuatro horas, para la becaria, el doctor Benton se había convertido en Peter.
– No, aún no lo he visto -repuso Isabel con prudencia.
En la fiesta de Fin de Año de la noche anterior, Isabel había perdido inusitadamente los papeles por culpa de una cena atroz (cuatro pedazos diminutos de queso) y tres cócteles bien cargados. «¡Tómate un Glenda Bendah!», había exclamado el anfitrión y marido de Glenda mientras le ponía un vaso de aquel brebaje helado de color azul en la mano. Isabel no solía beber, de hecho acababa de comprar su primera botella de vodka para tener algo a mano que ofrecerles a los invitados, pero aquella era la primera reunión social de las personas relacionadas con el Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates desde que Richard Hughes había fallecido y todos se estaban esforzando al máximo para parecer felices y contentos. Era agotador. Isabel intentó seguir el ritmo, pero cuando entró zigzagueando en el baño y se topó con su propia cara ruborizada y ebria en el espejo, lo que vio la asustó aún más de lo que se suponía que tenía que hacerlo la máscara de gorila en «La caza del monstruo»: una versión precoz de su madre, tambaleante y pálida. Isabel no estaba acostumbrada a maquillarse y no sabía cómo había acabado en una de sus mejillas parte del carmín de los labios. Además tenía mechones de cabello, que se le habían soltado del pelo recogido, pegoteados como si fueran ramitas. Tiró lo que le quedaba del tercer Glenda Bendah por el lavabo, disolvió los cubitos de hielo teñidos de azul con agua corriente e intentó escabullirse antes de avergonzarse más de sí misma. Peter, que no solo era el sucesor del doctor Hughes sino también el prometido de Isabel, la encontró en el vestíbulo descalza, desplomada contra la pared y con los zapatos de tacón colgando del pulgar. Cuando levantó la vista y lo vio, rompió a llorar.
Él se agachó para estar a su altura y le puso una mano en la frente con una mirada preocupada. Desapareció escaleras arriba y volvió con un paño húmedo y frío que le apretó contra las mejillas.
– ¿Seguro que estás bien? -le preguntó instantes después, dejándola en un taxi-. Deja que te acompañe.
– Estoy bien -dijo ella, asomándose fuera del coche para vomitar. El taxista la miró alarmado por el espejo retrovisor. Peter se levantó el dobladillo de los pantalones para inspeccionar los zapatos y se inclinó hacia delante para examinar a Isabel más a conciencia. Bajo una serie de líneas onduladas, sus cejas dibujaron una uve asimétrica. Hizo una pausa y tomó una decisión.
– Me voy contigo -dijo-. Espera mientras voy a buscar el abrigo.
– No, de verdad, estoy bien -aseguró ella, buscando en el bolso un pañuelo de papel, muerta de vergüenza. No soportaba que la viera así-. Quédate -insistió, agitando una mano en dirección a la fiesta-. De verdad, estoy bien. Quédate y llámame en Año Nuevo.
– ¿Estás segura?
– Completamente. -Se sorbió la nariz, asintió e irguió los hombros.
– Bebe mucha agua. Y tómate un Tylenol -le dijo, tras observarla unos instantes más.
Ella asintió. Aun ebria, como estaba, se dio cuenta de que él estaba sopesando si besarla o no. Se apiadó de él, cerró la puerta sobre el vestido de tafetán y le hizo un gesto al taxista para que arrancara.
Isabel no tenía ni idea de lo que había sucedido después de que se marchara. La fiesta aún no había llegado a su punto culminante, pero estaba claro que avanzaba en esa dirección: el dolor encubierto, el suministro ilimitado de alcohol y el resentimiento por parte de unas cuantas personas hacia el nombramiento de Peter enrarecían el ambiente y lo hacían impredecible. Peter solo llevaba un año en el laboratorio y algunos pensaban que el puesto debería ocuparlo alguien que llevara más tiempo en el proyecto.
Casi veinte horas después, Isabel continuaba sintiéndose miserable. Apoyó la barriga contra el extremo de la encimera y volvió a mirar disimuladamente a Celia, que lucía los tatuajes que le cubrían los brazos desde la muñeca al hombro en todo su esplendor, porque llevaba puesta una camiseta naranja sin mangas que ponía «Paz» sobre un sujetador de un llamativo color violeta… en enero. A Isabel no le sorprendería que Celia hubiera aprovechado la fiesta para hacer unas cuantas maniobras políticas. Un baile por aquí, un discreto flirteo por allá, tal vez hasta un acercamiento sigiloso a Peter mientras daban las campanadas buscando un beso de medianoche.
Isabel suspiró. No se lo podía tomar de forma personal, dado que su compromiso con Peter todavía no era público. El se le había declarado hacía solo unos días, tras un acelerado y apasionado cortejo -Isabel jamás había caído tan rápido y nunca le había dado tan fuerte -, pero, por varias razones, entre ellas los hijos que tenía con su exmujer y la preocupación por cómo se lo tomarían en el departamento, creía que la mejor idea era mantenerlo en secreto hasta que se fueran a vivir juntos. Además, a Peter no le caía bien Celia, aunque aparentemente esta no se había enterado.
– ¿Qué? -Celia dejó de sacar mondas de verduras del fondo del fregadero y bajó la vista para mirarse el brazo.
Isabel se dio cuenta de que le estaba mirando los tatuajes. Volvió la vista hacia los platos.
– Nada. Es que me duele la cabeza.
Bonzi dobló la esquina y se dirigió tranquilamente hacia ellas. Lola rodó por la espalda de esta como si fuera un jinete y clavó los diminutos dedos sobre los hombros de la madre.
Celia miró por encima del hombro hacia atrás y gritó:
– Bonzi, ¿has intentado besar al invitado?
Bonzi sonrió alegremente y saltó detrás de ella, propulsándose con los pies. Se llevó los dedos a los labios y luego a la mejilla dos veces antes de cruzar las manos sobre el pecho diciendo en el lenguaje de los signos: BESO BESO BONZI AMAR.
Celia se rio.
– ¿Y Mbongo? ¿Él también se enamoró del invitado? Bonzi se lo pensó un momento y luego movió los dedos bajo la barbilla e hizo un amplio gesto con la mano hacia abajo diciendo: ¡SUCIO MALO! ¡SUCIO MALO!
– ¿A Mbongo el invitado le pareció gilipollas? -continuó Celia, mientras amontonaba los platos limpios.
– ¡Celia! -bramó Isabel-. ¡Esa lengua! Precisamente por eso a Peter no le había gustado la elección que había hecho Richard Hughes al adjudicarle a Celia el codiciado puesto de becaria, cuando tenía para elegir a media docena de candidatos que se lo merecían más que ella. Le preocupaba su pintoresco lenguaje. Si uno de los bonobos se quedaba con una frase ofensiva y la usaba el número requerido de veces en el contexto apropiado, tendría que ser incluida en el léxico oficial. Una cosa era que un bonobo soltara un insulto de su propia cosecha como «retrete asqueroso» y otra muy diferente que aprendiera de un humano a decir «gilipollas».
Aunque Bonzi había estado hablando con Celia, ahora observaba atentamente a Isabel. Su expresión se volvió triste. SONRISA ABRAZO -dijo mediante signos-. BONZI AMAR INVITADO, BESO BESO.
– No te preocupes, Bonzi. No estoy enfadada contigo -dijo Isabel, expresándolo al mismo tiempo con signos. Dirigió una mirada acusatoria en dirección a Celia para que quedara bien claro.
– ¿No quieres acabar de ver la película? QUERER CAFÉ.
– De acuerdo, haré café.
QUERER CAFÉ CARAMELO. ISABEL IR. RÁPIDO DAME.
Isabel se rio y se hizo la ofendida.
– ¿No te gusta el café que yo hago?
Bonzi se puso en cuclillas con aire avergonzado. Lola trepó por su hombro y parpadeó mirando a Isabel.
– Touché. A mí tampoco -reconoció ella-. ¿Quieres un cortado al caramelo?
Bonzi gimió emocionada. BUENA BEBIDA. IR RÁPIDO, dijo con las manos.
– Vale. ¿Lo quieres con nube? -preguntó Isabel, utilizando el término que usaba Bonzi para designar la espuma del café.
SONREÍR SONREÍR, ABRAZAR ABRAZAR.
Isabel se echó el paño mojado de los platos sobre el hombro y se secó las manos todavía húmedas en los muslos.
– ¿Quieres que vaya yo? -dijo Celia.
– Vale. Gracias. -A Isabel le sorprendió la oferta y se lo agradeció, dado el persistente dolor de cabeza que tenía. Técnicamente, el turno de Celia había acabado hacía casi un cuarto de hora-. Yo acabaré aquí.
Celia esperó a que Isabel alineara los carritos contra la pared.
– ¡Ejem! -dijo finalmente.
– ¿Qué? -preguntó Isabel, alzando la vista.
– ¿Puedo coger tu coche? El mío está en el taller. Misterio solucionado. Isabel casi deja escapar una carcajada. Celia quería que la llevara a casa cuando acabara el turno de noche.
Isabel se palpó los bolsillos hasta que un bulto tintineó.
COGER IMAGEN, dijo Bonzi.
– Llévate la cámara de vídeo -dijo Isabel, lanzándole las llaves en un arco perfecto -. Y no te olvides de pedirlo descafeinado. Y con leche desnatada.
Celia asintió y atrapó las llaves al vuelo. A todos los bonobos, pero sobre todo a Bonzi, les encantaba ver vídeos de humanos cumpliendo sus peticiones. Antes, los bonobos los acompañaban a algunos recados, pero dejaron de permitírselo hacía dos años, el día que Bonzi decidió conducir el coche y casi se estrella contra un poste de teléfono. Se había inclinado hacia el volante y lo había agarrado. Isabel había conseguido frenar antes de chocar, aunque no pudo evitar salirse de la carretera. Eso sucedió menos de una semana después de que una multitud se arremolinara alrededor del coche del doctor Hughes en un McAuto cuando el conductor de un monovolumen que iba delante de ellos miró por el retrovisor y, al descubrir a Mbongo -que había logrado pedir él solo su excepcional y preciada hamburguesa con queso-, empuñó una pistola. Instantes después tanto niños como mayores rodearon el coche gritando: «¡Mono! ¡Mono!», mientras intentaban meter los brazos por las ventanillas. La reacción de Mbongo fue esconderse bajo el asiento trasero mientras el doctor Hughes cerraba las ventanillas, pero dicho episodio, seguido del de Bonzi con el volante, firmó la sentencia de muerte de las excursiones en público. Los bonobos echaban de menos el contacto con el mundo exterior -aunque, cuando les preguntaban, se mostraban rotundamente convencidos de que la doble reja eléctrica y el foso que rodeaban su campo de juegos al aire libre estaban allí para mantener a la gente y a los gatos fuera, en lugar de a ellos dentro-, así que ahora Isabel y el resto les llevaban el mundo exterior en vídeo. A aquellas alturas, a los dependientes de las tiendas de la zona ya no les importaba dejarse grabar para que sus vecinos primates se deleitaran.
– De paso, intenta atropellar a algunos manifestantes -dijo Isabel.
– Ahí fuera no hay nadie -dijo Celia.
– ¿De verdad? -respondió Isabel. Había un puñado de manifestantes que llevaba casi un año delante de la puerta sujetando en silencio pancartas en las que se veía a grandes primates siendo sometidos a terribles experimentos. Como estaba claro que no tenían ni idea de la naturaleza del trabajo que se llevaba a cabo en el laboratorio lingüístico, Isabel se limitaba a ignorarlos sistemáticamente.
Celia abrió el visor de la cámara de vídeo y giró el interruptor para ver si tenía batería.
– Larry-Harry-Gary y el friki ese del pelo verde estaban ahí antes de cenar, pero cuando salí a fumarme un cigarro ya se habían ido.
– ¿El friki del pelo verde? ¿El novio de la chica con el pelo rosa fuerte?
– No es rosa fuerte -dijo Celia, enroscándose en el dedo un rizo de duendecillo delante de la oreja-, es fucsia. Y yo no tengo nada en contra de su color de pelo. Solo creo que es un auténtico cabeza de chorlito.
– ¡Celia, esa lengua! -Isabel giró la cabeza con brusquedad y comprobó con alivio que Bonzi había vuelto a la sala de la tele, perdiendo así aquella oportunidad de enriquecer su vocabulario-. Tienes que tener más cuidado. Lo digo en serio.
Celia se encogió de hombros.
– ¿Qué pasa? Si ni siquiera me ha oído.
Isabel notó que se le iba la vista de nuevo hacia Celia. El arte corporal de la becaria le fascinaba y le repelía a partes iguales. Un laberíntico remolino de desnudos y sirenas le caía por los hombros y se recreaba en los antebrazos, donde las melenas y los pechos se enredaban con las escamosas extremidades y las colas de criaturas infernales. Un batiburrillo de herraduras y calaveras con margaritas en los ojos salpicaban el conjunto, que estaba llamativamente pintarrajeado con tonos rosas rojizos, amarillos, violetas y fantasmales verdes azulados. Aunque Isabel solo tenía ocho años más que Celia, su acto de rebeldía había consistido en enterrar la nariz en los libros y coger el tren de las becas para irse de casa lo más lejos y lo más rápido posible.
– Bueno, me voy -dijo Celia, metiendo la cámara de vídeo bajo el brazo. Isabel volvió a los platos mientras oía los pasos de Celia alejándose por el pasillo.
Instantes después, la puerta chirrió al abrirse. Isabel giró sobre los talones.
– ¡Espera! ¿Tienes carné de…?
La puerta se cerró de golpe. Isabel se quedó mirando en esa dirección un momento, se metió una botella de Lubriderm bajo el brazo y entró para ver el final de la película.
Sam había recuperado la propiedad de la pelota y Mbongo, enfurruñado en el nido, era la viva imagen de la desolación. Llevaba puesta la mochila nueva, cuya forma cóncava delataba la ausencia del balón. Tenía los hombros caídos hacia delante y los brazos cruzados sobre el pecho. Isabel se arrodilló a su lado y le puso una mano sobre el hombro.
– ¿Sam ha recuperado la pelota? -le preguntó de viva voz y mediante signos simultáneamente.
Mbongo miraba tristemente hacia delante.
– ¿Necesitas un abrazo? -le preguntó Isabel.
Al principio no respondió. Luego dijo por señas: BESO ABRAZO, BESO ABRAZO.
Isabel se inclinó hacia él y le sujetó la cabeza con ambas manos. Le dio un beso en la arrugada frente y le atusó el largo cabello negro.
– Pobre Mbongo -dijo, rodeándole los hombros con los brazos-. ¿Sabes qué vamos a hacer? Mañana te compraré una pelota nueva, pero no la vuelvas a morder, ¿vale?
Los labios del bonobo se retrajeron en una sonrisa y este asintió con rapidez.
– ¿Necesitas aceite? Déjame ver las manos -dijo Isabel, intentando cogerle el brazo.
Mbongo se lo tendió amablemente. Isabel le agarró la mano y le pasó los dedos por encima. Aunque el laboratorio tenía humidificadores que funcionaban constantemente en invierno, aquel aire no podía competir con el de su tierra natal, la cuenca del Congo.
– Me lo imaginaba -dijo. Estrujó el bote hasta depositar una bolita de Lubriderm en la palma de la mano y masajeó aquella extremidad larga de nudillos fuertes.
Los bonobos se giraron todos a la vez hacia el pasillo.
– ¿Qué pasa? -Isabel observó las caras una a una, confusa.
INVITADO, le indicó Bonzi mediante signos. El resto de los monos permanecieron inmóviles, con los ojos clavados en la puerta.
– No, no es un invitado. Los invitados ya no están, se han ido -dijo Isabel.
Los monos continuaron con la mirada fija en el pasillo. A Sam se le erizó el pelo hasta que lo tuvo totalmente de punta e Isabel notó un cosquilleo como de pequeñas arañas en el cuello y en el cuero cabelludo. Se levantó y le quitó el sonido a la tele.
Finalmente, oyó un crujido amortiguado. Sam replegó los labios y empezó a gritar: ¡JUA! ¡JUA! ¡JUA! Bonzi se metió a Lola bajo el brazo, agarró una manguera que colgaba del techo con la otra mano y se balanceo hacia la más baja de las plataformas que sobresalían de las paredes a varias alturas. Makena hizo lo propio con una sonrisa nerviosa, pegándose a las otras hembras.
Los crujidos finalizaron, pero todas las miradas -tanto la humana como las de los primates- continuaban fijas en el pasillo. Al cabo de un rato, los crujidos fueron sustituidos por un débil tintineo.
Los orificios nasales de Sam se hincharon. Se volvió hacia Isabel y le dijo mediante gestos: VISITANTE, HUMO.
– No, no es ningún visitante. Seguro que es Celia -dijo Isabel, aunque no fue capaz de ocultar el temor que revelaba su voz. A Celia no le había dado tiempo a comprar el café y volver. Además, Celia entraría y punto.
Sam se puso de pie y dio unos cuantos pasos sobre dos patas, con arrogancia.
Las hembras se balancearon para alcanzar una percha más alta y pegaron la espalda contra la pared. Mbongo y Jelani revoloteaban por todas las esquinas de la sala a cuatro patas.
Isabel salió por la mampara que delimitaba el refugio de los bonobos y se detuvo para asegurarse de cerrarla tras ella. En seis años de contacto diario, nunca había visto a los bonobos actuar así. Su adrenalina era contagiosa.
Encendió la luz. El pasillo tenía el mismo aspecto de siempre. Aquel ruido, fuera lo que fuera, había parado.
– ¿Celia? -preguntó vacilante. No obtuvo respuesta.
Caminó hacia la puerta que daba al aparcamiento. Cuando miró hacia atrás vio a Sam cruzando en silencio al galope la puerta de la sala común. Era una masa oscura y musculosa.
Isabel extendió la mano hacia la manilla y luego la retiró. Se inclinó hacia la puerta, casi tocándola con la frente.
– Celia, ¿eres…?
La explosión arrancó de cuajo la puerta del marco. Mientras salía despedida hacia atrás, se percató de que tanto ella como la puerta estaban siendo lanzadas por el pasillo por una bola de fuego que crecía y avanzaba. Tenía una sensación de lucidez y distanciamiento, y analizaba los acontecimientos como si examinara los fotogramas consecutivos de un vídeo. Ya que no había tenido tiempo para reaccionar, lo grabaría todo.
Al empotrarse contra la pared, tuvo la sensación de que el cráneo se le paraba antes que el cerebro. Cuando la puerta se detuvo contra ella, atrapándola de pie, se dio cuenta de que la mejilla izquierda -el lado que había presionado sobre la puerta- se había llevado la peor parte del impacto. Cuando los ojos se le llenaron de estrellas y la boca de sangre, archivó dichos datos para futuras referencias. Observó impotente cómo la bola de fuego atravesaba disparada la puerta y se dirigía hacia los primates. Cuando la puerta finalmente se cayó hacia delante y la liberó, se acurrucó en el suelo. No podía respirar, pero no parecía estar ardiendo. Miró hacia el hueco donde había estado la puerta.
Un enjambre de figuras borrosas vestidas de negro y con pasamontañas entró y se dispersó en medio de un silencio extraño e inquietante.
Balancearon las palancas que llevaban y los cristales se hicieron pedazos, pero aquellas personas no abrieron la boca. Hasta que uno de ellos se arrodilló fugazmente al lado de su cabeza y leyó aquellos labios enormes como de goma que decían: «¡Mierda!», no se dio cuenta de que no oía nada. Y seguía sin poder respirar. Luchó para mantener los ojos abiertos, se peleó contra el peso que le presionaba el pecho.
Inmovilidad en blanco y negro. El zumbido de un millón de abejas interrumpido por su propio parpadeo. Unas botas que pasaban corriendo a su lado. Estaba tumbada boca arriba con la cabeza ladeada hacia la derecha. Movió la lengua, pastosa como una babosa de mar, y luego escupió uno, dos, tres dientes por la esquina de la boca.
Más inmovilidad, esta vez más prolongada. A continuación, una luz cegadora y un dolor insoportable. Se estaba asfixiando. Los ojos se le cerraron lentamente.
Al cabo de cierto tiempo -no sabría decir cuánto-, se dio cuenta de que la estaban arrastrando. Un dedo acre enfundado en látex le limpió la boca y un brillante haz de luz le iluminó la parte interior de los párpados, cubierta de venas. Abrió los ojos de repente.
Había caras flotando sobre ella, hablándose con urgencia las unas a las otras. Las oía como a través de las olas. Unas manos enguantadas le cortaron bruscamente con unas tijeras la camiseta y el sujetador. Alguien le aspiró la nariz y la boca y se las cubrió con una mascarilla.
– … Insuficiencia respiratoria. No respira por el izquierdo.
– Tiene un neumotórax. Ponle una vía.
– Estoy en ello. ¿Crepitación articular?
Unos dedos le masajearon el pecho. Algo en su interior crujió y reventó como si fuera una bolsa de papel llena de aire.
– Presenta crepitación articular.
Isabel intentó aspirar un poco de aire, pero solo consiguió emitir un áspero resuello.
– Te pondrás bien -dijo la voz que acompañaba a la mano que acompañaba a la mascarilla de oxígeno-. ¿Sabes dónde estás?
Isabel trató de coger aire y el dolor que sintió fue como si le clavaran mil cuchillos. Sollozó dentro de la mascarilla.
La cara de un hombre apareció de pronto.
– Vas a notar algo frío sobre la piel. Tenemos que clavarte una aguja para ayudarte a respirar.
Un helado toque de antiséptico y una larga aguja apareció sobre ella y se clavó en su pecho. El dolor fue atroz, pero lo acompañó un alivio instantáneo. El aire entró a través de la aguja y el pulmón se volvió a hinchar. Ya podía respirar de nuevo. Jadeó e inhaló tan fuerte que la máscara se le pegó, aplastada sobre la cara. La arañó, pero la mano que la sujetaba permaneció firme e Isabel descubrió que la mascarilla, incluso aplastada contra su cara como estaba, le dispensaba oxígeno. Apestaba a PVC, como las cortinas baratas de ducha y el tipo de juguetes para la bañera que evitaba darles a los bonobos porque había leído que exudaban falsos estrógenos cuando el material empezaba a deteriorarse.
– Ponedla en una camilla.
Unas manos la manipularon por los lados sujetándole la cabeza y luego la colocaron boca arriba. Se oyó de fondo el chisporroteo de una radio.
– Tenemos a una mujer de entre veinticinco y treinta años, víctima de una explosión. Descompresión con aguja de tensión de neumotórax realizada en el lugar de los hechos. Respiración recuperada. Traumatismo facial y oral. Herida en la cabeza. Nivel de conciencia alterada. Lista para la evacuación. Tiempo estimado de llegada: siete minutos.
Dejó que se le cerraran los ojos y que las abejas zumbaran de nuevo. El mundo le daba vueltas, sentía náuseas. Cuando la fresca brisa nocturna le dio en la cara, abrió los párpados de repente. La grava por la que rodaba crujiendo la camilla amplificaba cada uno de sus movimientos.
El aparcamiento estaba lleno de luces parpadeantes y sirenas. Unas cintas de velero impedían a Isabel girar la cabeza, así que solo pudo volver la vista. Celia estaba a un lado gritando, llorando y rogándoles a los bomberos que la dejaran pasar. Todavía llevaba la bandeja de cartón con los descafeinados al caramelo grandes. Cuando vio la camilla, la bandeja y las bebidas se le cayeron al suelo. Llevaba la cámara de vídeo colgada por una cinta de la muñeca.
– ¡Isabel! -gimió-. ¡Dios mío, Isabel! -Fue entonces cuando Isabel se dio cuenta de lo que realmente le había ocurrido.
Cuando las ruedas delanteras de la camilla llegaron a la parte trasera del vehículo y se doblaron bajo ella, Isabel pudo atisbar una sombra negra en lo alto de un árbol y luego otra y otra, y gimió dentro de la mascarilla. Al menos la mitad de los bonobos se habían salvado.
El techo de la ambulancia reemplazó a la noche estrellada y los ojos se le cerraron. Alguien se los abrió, primero uno y luego otro, y los enfocó con una luz. Recortados sobre el interior de la ambulancia vio rostros, uniformes y manos enguantadas, bolsas de fluido intravenoso y tubos serpenteantes. Las voces retumbaban, las radios siseaban y alguien estaba pronunciando su nombre, pero ella se sentía impotente en medio del alboroto. Intentó quedarse con ellos -parecía lo más educado, dado que ahora sabían su nombre-, pero no era capaz. Sus voces retumbaban y se arremolinaban mientras ella se hundía en un abismo más allá de las abejas y más negro que la noche. Era la completa ausencia de todo.