El ruido de la habitación de arriba cesó a las seis cuarenta y ocho de la mañana. Cuando la música atronadora enmudeció y la cama crujió bajo el peso de unos cuerpos tendidos boca abajo, luchó contra la necesidad de encender la televisión a todo volumen.
Aunque Amanda no era madrugadora, John la llamó en cuanto dieron las siete.
– ¿Sí? -dijo irritada.
– ¿Cielo?
Se produjo una breve pausa antes de que ella respondiera.
– ¿Qué? -Oyó un traqueteo de fondo, como si hubiera decidido cambiar de sitio el armario del baño.
– Cielo, siento lo de anoche. Me bebí unas cuantas cervezas con el estómago vacío y me pillaste un poco desprevenido. Ya sé que habíamos hablado de tener niños, pero no me había dado cuenta de que habíamos llegado al punto de los kits de ovulación. Lo que quiero decir es que yo creía que simplemente no estábamos tomando precauciones para evitarlo, así que me entró el pánico, intenté hacer un chiste y lo único que conseguí fue empeorar las cosas. Lo siento.
– Si no quieres tener hijos, dímelo ahora, antes de tenerlos -respondió con la voz quebrada.
Pensar en ello a la luz del día no le daba mucho menos pánico.
– A mí me da igual -dijo él, intentando parecer tranquilo. Por el silencio glacial que se produjo a continuación, intuyó que lo había enfocado de manera errónea-. Oye, si a ti te hace feliz, a mí también. Tendremos un montón de bebés y volveremos locos de alegría a nuestros padres. ¿Vale?
– Vale -respondió ella todavía sin su tono de voz normal.
John frunció el ceño.
– ¿Estás bien? ¿Ha pasado algo más?
– Nada importante -dijo con voz cansada.
– ¿Cómo que nada importante? Ella se quedó callada.
– ¿Amanda? ¿Qué ha pasado?
– Sean se me ha insinuado un poco, eso es todo.
– ¿Que se te ha qué? ¡Creía que era gay!
– Y yo. Hasta he conocido a su novio. Supongo que le van las dos cosas.
– ¿Qué te ha hecho ese cabrón? -preguntó John en un tono glacial y monocorde.
– Nada, de verdad. Por favor, no vayas a hacer ninguna estupidez, como volver para matarlo.
– ¿Qué ha hecho? -dijo John, que no podía prometer nada, con los dientes apretados.
– Estábamos en una fiesta. Él me estaba agarrando por la cintura, lo cual, siendo gay, no significaría nada, pero luego empezó a mordisquearme la oreja. Le dije que parase, y cuando finalmente se dio cuenta de que se lo decía en serio, se detuvo. No fue gran cosa, como ya te he dicho. Estaba un poco borracho. Lo que pasa es que ahora me siento un poco rara trabajando con él. Y supongo que, si hubiera querido, me podría haber sustituido.
Cuando colgaron, a John se le revolvieron las tripas. Sabía por experiencia propia lo que los hombres cerdos eran capaces de hacer, porque él mismo lo había sido.
Era la semana de los novatos y él era uno de esos chicos guarros. De hecho, esa era su única excusa. Sus padres lo habían dejado en la residencia de estudiantes solo ocho días antes y estaba probando su recién adquirido carné de identidad falso en un ruidoso bar de suelos pegajosos llamado Nasty Hammer's Taproom, donde la gente echaba sal en las cañas aguadas de dos dólares. Él estaba haciendo lo imposible para que pareciera que sabía sostener su copa, algo de lo que, rotundamente, no tenía ni idea.
Ginette Pinegar estaba sirviendo las mesas. Tenía casi cuarenta años, lo que por aquel entonces era como si fuera una anciana, pero tenía buenas piernas y la iluminación sombría del bar la favorecía. Había sentido una afinidad inmediata hacia ella debido exclusivamente a su apellido: ¿cómo no iba a simpatizar un Thigpen con una Pinegar? («Con aceite y vinagre [3] -le había dicho con un suspiro-. Toda la vida igual. Y cada gilipollas que me viene con esas se cree que es el primero»). Luego le debió de ver mala cara y le llevó un huevo rosa en vinagre del enorme bote que tenían en la barra, porque pensaba que le asentaría el estómago. Él le dio las gracias efusivamente y lo tiró, ya que solo el olor le provocaba unas contracciones en el diafragma de siete grados en la escala Richter.
Se estremeció. A día de hoy aún no tenía ni idea de si había podido acostarse con ella. Solo recordaba algunas cosas, como haber estado haciendo el pino mientras la gente le sujetaba un embudo en la boca y gritaba para animarlo, al tiempo que él se atragantaba y le daban arcadas por el interminable torrente de cerveza. También se acordaba de otras personas que metían chupitos de whisky, con vaso y todo, dentro de jarras de cerveza y que le gritaban: «¡Dale! ¡Dale! ¡Dale!» mientras él las engullía.
Y entonces, de repente, allí estaba ella. Y vaya, allí estaba él vomitando en el autobús y luego otra vez por encima de sus propias rodillas y aferrándose al borde del retrete.
Y luego nada, hasta que varias horas después se había despertado y ella había empezado a contarle historias de Pinegar mientras él le rogaba al techo con todas sus fuerzas, pero en silencio, que dejara de dar vueltas.
Mientras retrocedía poco a poco recogiendo su ropa, que estaba tirada por el suelo de la habitación, le dijo que la llamaría. No debería haberlo hecho porque sabía que no era cierto, pero supuso que no estaba bien irse de la habitación de una mujer así, sin más ni más, y lo que estaba claro era que no le iba a decir lo que se le estaba pasando por la cabeza -además de una docena de martillos-, porque su más ferviente deseo era no volver a verla en toda su vida.
De vuelta al campus, sus amigos se había reído como si hubiera hecho algo admirable. Y se rieron aún más cuando les rogó que no se lo contaran a Amanda, a la que conoció unos días después. John estaba saliendo de clase, levantó la vista y allí estaba, una silueta al final del pasillo brillando en un halo de cabello cobrizo. Llevaba pantalones vaqueros, botas de cowboy y una ligera camiseta de algodón de color ciruela apagado. Caminaba despacio, con tranquilidad, moviendo las piernas desde las caderas como si fuera una modelo de pasarela. Su cabello botaba cada vez que daba una zancada. John cayó en sus redes antes incluso de saber cómo se llamaba.
Dos semanas después, un día que iban a cenar fuera, John divisó a Ginette al otro lado de la calle. Ella lo vio en el mismo instante, salió disparada hacia él y cruzó entre los coches. Cuando lo alcanzó, se puso de puntillas, se inclinó hacia delante sobre sus sucias zapatillas de lona y le soltó una abrasadora sarta de insultos mientras le apuntaba con el dedo. Tenía una mirada feroz y salpicaba saliva. Cuando hubo terminado con John, se volvió hacia Amanda y le dijo que era un cabrón asqueroso y que, si ella sabía lo que le convenía, ya podía salir corriendo.
Cuando Ginette se fue echando humo por las orejas, apartando a la gente de su camino con el hombro y dejando a Amanda mirándolo horrorizada, John se vio obligado a confesar lo que había sucedido. Era de lo último que quería hablar en la tercera cita, pero Ginette no le había dado más opción. Por qué Amanda no lo había dejado plantado era algo que John nunca llegó a entender.
El asesinato de Sean tendría que esperar, porque John tenía trabajo que hacer. En primer lugar, necesitaba ir a buscar un café, y bien grande. Luego, iría a la casa de los primates para hacerse una idea del tipo de manifestantes que había y de por qué, exactamente, estaban allí, ya que tenía la impresión de que en algunos de los casos la relación no acababa de estar demasiado clara. Sus principales objetivos eran descubrir si había alguien de la LLT -era posible que, después de haber «liberado» a los primates, estuvieran observando con interés cómo se desarrollaba la historia y, muy probablemente, con mucha atención- y conseguir una entrevista con Ken Faulks. Esperaba hacer un par de contactos sobre el terreno, pero, si no era así, tampoco pasaba nada. Volvería al Mohegan Moon y lo intentaría en el bar. Si allí no había ningún esbirro de Faulks, simplemente llamaría a Faulks Enterprises y pediría una entrevista. Nadie había conseguido ninguna aún, aunque Faulks aparecía de vez en cuando ante las cámaras, apartaba a los presentadores para vender sin pudor alguno su programa y después desaparecía sin responder a una sola pregunta. Faulks se pitorreaba de todos los medios de comunicación, pero como, en teoría, John había abandonado como él los medios legítimos, tal vez tuviera una oportunidad. Quizá si se presentaba ante Faulks como un compañero disidente o si le prometía un artículo que lo promocionara…
John fue en coche a una gasolinera para comprar un café y el desayuno. Después de pensárselo un poco, compró un perrito caliente seco que había en la parrilla bajo la lámpara de calor, lo empapó en kétchup y se dirigió hacia la casa de los primates.
Aunque John había visto en las noticias que la gente se estaba congregando alrededor de edificio, no se esperaba aquello: estaba aún a unos ochocientos metros, cuando la estrecha hilera de gente que peregrinaba a lo largo de la carretera empezó a aumentar. No pasó mucho tiempo hasta que se convirtió en una masa compacta que permanecía imperturbable ante la presencia de los coches. Acabó conduciendo entre ella a velocidad de peatón hasta que, finalmente, decidió que era hora de aparcar cuando estuvo a punto de atropellar a un hombre huesudo que llevaba una desaliñada cola de caballo y sandalias anatómicas. Lo único que lo evitó fue que el hombre se volvió y golpeó con el puño el capó del coche de John.
– Pero, tío, ¿qué estás haciendo? -le gritó, pegando una cara barbuda de pocos amigos contra el parabrisas. John levantó la mano para disculparse dócilmente.
Unos vendedores improvisados habían montado un tenderete al lado de la carretera, en el que vendían botellas de agua y de soda que sacaban de barreños llenos de hielo. Había gente con barbacoas portátiles que vendía hamburguesas, salchichas alemanas y polacas, kebabs de pollo, restos de comida casera sin identificar y, para los amantes de las verduras, champiñones Portobello a la brasa. El avituallamiento de cerveza se llevaba a cabo en lugares discretos situados entre los capós de los coches. La servían en vasos de plástico azul para que pudiera pasar por cualquier otra cosa. A base de tocar el claxon con insistencia, John consiguió salir de la carretera y embutir el coche entre un par de aquellos vendedores improvisados. Estos lo miraron recelosos hasta que se dieron cuenta de que no pretendía montar otro tenderete. Les compró una lata de Coca-Cola para que quedara clara su buena voluntad y se puso en marcha.
John calculó que habría unas cuatro mil personas. Era de cajón que muchos de ellos se desplazaban a diario desde otros sitios para pasar el día allí, ya que era imposible que el Buccaneer y el puñado de hoteles que había alrededor de los casinos albergaran a tanta gente. Además, había autobuses aparcados por doquier. Desde los más lujosos, elegantes y con aire acondicionado, hasta los típicos autobuses escolares modernizados que usaban las bandas musicales y los grupos religiosos.
Era una auténtica muchedumbre y transmitía la peligrosa sensación de estar casi fuera de control. Como John sospechaba, la mayor parte de los grupos que se daban empujones para salir en la tele parecían tener una exigua relación con los primates. Las ecofeministas y el chico del pelo verde habían elegido a un equipo de noticias de la NBC y le estaban contando cómo los simios representaban la opresión de la mujer en el mundo. Un miembro de la Iglesia Baptista de Eastborough -una mujer con la cara angulosa y pelo de ratón- explicaba con seriedad a Fox News por qué los soldados muertos en la guerra eran la manera que Dios tenía de castigar a Estados Unidos por permitir que hubiera «maricones» y aseguraba que aquello solo finalizaría cuando Estados Unidos les impusiera la pena de muerte, a ellos y a sus obscenidades que condenaban a las almas y destruían a la nación. Cuando el presentador le preguntó por qué se manifestaban delante de la casa de los primates, la mujer le explicó que los bonobos practicaban sexo bisexual y homosexual y que, por lo tanto, eran maricones. Esbozó una amplia sonrisa. Por el tono que había usado, parecía que les estaba ofreciendo un vaso de limonada. Detrás de ella, había unos niños con los brazos como ramitas que agitaban pancartas que decían: «Vais a ir al infierno» y «Dios os odia».
En un ambiente tan cargado, lo que atrajo la atención de John fue la gente que estaba callada. Había tres personas que se dedicaban a analizar el exterior del edificio mientras tomaban notas. Al principio, John se planteó si estarían relacionadas con la LLT, pero cuando se giraron y pudo verles las caras reconoció a dos de ellas al instante: eran Francesca de Rossi y Eleanor Mansfield, unas famosas primatólogas, como Jane Goodall. Habían salido en varios documentales, muchos de los cuales los había visto durante la investigación para su crónica sobre los primates para el Inky.
Se acercó a ellas.
– ¿Doctora De Rossi? ¿Doctora Mansfield? Me llamo John Thigpen. Soy periodista. Me preguntaba si me podrían dedicar unos minutos.
– Por supuesto -dijo Francesca de Rossi-. Disculpe, ¿para quién ha dicho que trabaja?
– Vengo de Los Angeles. Del Times -dijo.
«¡Mentiroso! ¡Mentiroso!», exclamó una voz dentro de su cabeza.
– Vaya, del Times. Por supuesto -dijo la doctora De Rossi. Le presentó a la tercera persona, un abogado que estaba preparando una demanda legal para conseguir que le quitaran los primates a Faulks.
– Gracias -repuso John-. ¿Podrían hablarme un poco de la demanda? Por cierto, ¿les importa si grabo?
– Por favor, faltaría más -dijo la doctora De Rossi.
John emitió algunos sonidos para probar que la grabadora funcionaba. Tenía la sensación de que Francesca de Rossi no era de esas personas que alzaban la voz. De hecho, se acercaba bastante para que pudiera oírla por encima de la multitud. Tenía el puente de la nariz salpicado de pecas, igual que Amanda antes del láser Fraxel. A él le gustaban sus pecas. Estaban bien distribuidas y eran muy monas, en absoluto como Amanda las había descrito («como si alguien me hubiera salpicado la cara con agua sucia de fregar los platos»).
– … Su comportamiento es prácticamente igual al de los humanos en ese aspecto: piden todo tipo de comida perjudicial y en grandes cantidades justo después de ver anuncios que…
Sobresaltado, se dio cuenta de que no se había enterado de nada de lo que Francesca de Rossi había dicho antes de empezar a hablar de comida. Aun así, la razón por la que había bajado a la tierra era que lo único que había comido en todo el día había sido un perrito caliente que parecía la suela de un zapato. Gracias a Dios que había puesto la grabadora.
– Imagínese Supersize Me, pero con una especie aún menos preparada para procesar la comida basura que nosotros -continuó.
Otro aspecto que les preocupaba en igual medida era la falta de higiene dentro de la casa de los primates. Los riegos programados a presión de los suelos de hormigón no podían con los restos de comida y la basura que se acumulaba. Y como los bonobos habían pedido muebles tapizados, el riego automático humedecía la parte de abajo de los mismos, lo que hacía que les saliera moho y exponía a los primates a todo tipo de enfermedades respiratorias y del sistema inmunológico. La demanda legal del PCEGP para conseguir liberar a los primates giraba en torno a aquellos aspectos. La vista se celebraría dentro de siete días, ya que lo habían considerado algo urgente.
– Obviamente, estamos muy preocupados por estos grandes primates en concreto y por la situación actual -continuó la doctora De Rossi-, pero, en un sentido más general, necesitamos educar al público sobre la explotación de todos los grandes primates.
John asintió y sonrió. Aceptó las tarjetas de visita agradecido y garabateó su propio nombre y su número en la parte de atrás del tique de la gasolinera. Puesto que aquellas doctoras creían que él trabajaba para Los Angeles Times, tal vez hasta era mejor no tener tarjetas de visita. Se preguntó si encontraría el momento oportuno para informarlas de para quién trabajaba en realidad y llegó a la conclusión de que no, de que probablemente ese momento nunca llegaría.