11

– ¿Preparada? -Peter le dio un beso a Isabel en la frente y le pasó un montón de ropa.

Ella asintió y se quedó mirando el ecléctico montón. Encima de todo había un gorro de lana azul que no le sonaba de nada, todavía con la pegatina del precio puesta. Se la quitó, lo enrolló en un perfecto cilindro y lo puso en el borde de la mesa.

– Para la cabeza -dijo Peter. En otras circunstancias puede ser que la aclaración le hubiera resultado divertida, pero Isabel pensaba que quizá no volvería a reír nunca. Dieciséis días antes, Peter había entrado en la habitación del hospital y le había dicho que los bonobos habían desaparecido, que los habían vendido como si fueran tostadoras, máquinas quitanieves domésticas o cualquier otro artículo propio de una venta de poca monta. Se había quedado completamente destrozada, hasta el punto de que habían tenido que volver a sedarla y sospechaba que esta vez la sedación había continuado durante varios días. Estaba furiosa: con Peter, que le había prometido cuidar de los primates; con la universidad por traicionarlos al instante y sin pensárselo dos veces, y con el mundo por considerar a aquellas criaturas simples objetos. Peter aguantaba su rabia, consolándola cuando se lo permitía y jurándole que averiguaría lo que pudiera. Hasta el momento, el rastro se interrumpía estrellándose contra un muro de burocracia. Una de las condiciones del contrato era que el comprador permanecería en el anonimato y, para garantizar la seguridad del campus (y, sin duda, el cumplimiento del contrato), el asesor interno de la universidad estaba empeñado en respetarla.

– Compraremos algunos pañuelos bonitos -dijo Peter mientras Isabel continuaba señalando el gorro-. Ya estaba casi aquí cuando se me ha ocurrido que necesitarías algo que ponerte ahora para ir a casa, así que he parado en el primer sitio que he encontrado, y esto era lo que tenían.

Isabel se sentía perfectamente capaz de caminar, pero Beulah no quiso ni oír hablar de ello. La obligó a subirse a una silla de ruedas; al salir al pasillo pasaron por delante de una silla vacía, en la que hasta hacía una hora estaba sentado un policía. Se lo habían asignado tras el incidente de Cat Douglas, aunque, por lo que Isabel sabía, Celia era la única persona que había intentado verla, y se lo habían impedido por orden de Peter.

Esperó sentada en silencio en la acera mientras este iba a buscar el coche, consciente de que la gente la miraba. No podía culparlos. Estaba terriblemente delgada, llena de heridas y lucía una inverosímil escayola en la nariz. Llevaba el gorro de lana calado, pero eso no hacía más que acentuar el hecho de que no había pelo que cubrir.

Era un típico día de invierno en Kansas, con el cielo brillante, la tierra gris y el aire lo suficientemente frío como para perforar el interior de los orificios nasales. La rinoplastia había sido la peor de las operaciones, no por el dolor, sino porque el alivio que había sentido cuando al fin le habían quitado los hierros de la mandíbula se había visto eclipsado inmediatamente por el hecho de tener las ventanas de la nariz atiborradas de gasa. El cirujano se había tomado algunas libertades y estaba visiblemente satisfecho con el resultado: la ligera protuberancia que tenía en el puente había desaparecido y había perfeccionado la punta, que ahora era casi angular. Le había dicho con evidente orgullo que era una nariz digna de Hollywood. Isabel habría preferido que se hubiera limitado a arreglarle el tabique, pero no parecía tener mucho sentido quejarse de eso.

Peter se detuvo delante de la acera, dejó el coche en punto muerto y fue hasta la puerta del copiloto. Beulah se agachó y le levantó los pies de la silla de ruedas.

– Seguro que te alegras de volver a casa -dijo. -No sabes hasta qué punto. -Isabel agarró los brazos de la silla y se puso de pie.

– Creo que sí. Venga, vete. No quiero volver a verte por aquí. -Beulah le dijo adiós con la mano con fingida severidad.

Isabel intentó esbozar una sonrisa. Beulah se inclinó y la abrazó.

– Cuídate -le dijo. Y mientras se alejaba, le hizo un gesto de advertencia con el dedo a Peter-. Y tú cuídala bien.

– Por la cuenta que me trae -respondió él. Agarró a Isabel por el codo y la mantuvo sujeta hasta que se sentó en el Volvo. Beulah le pasó la bolsa de plástico que contenía sus pertenencias. No eran demasiadas: el bolso, algunas revistas y Las guerras del río, una novela que había cogido de la sala de espera del departamento de radiología. Se suponía que debería haberla dejado allí para otros pacientes, pero, no sabía por qué, no lo había hecho. Además de los calcetines del hospital, no había nada de ropa en la bolsa: todo lo que llevaba puesto cuando llegó se lo habían cortado y analizado para ver si había rastros de explosivos.

– ¿Quieres hacer algo especial? -le preguntó Peter mientras se ponían en marcha-. Si te apetece, podemos ir de compras.

Isabel negó con la cabeza.

– ¿Una película de pago? Podemos pedir comida. Algo suave, por supuesto. ¿Curry de lentejas? ¿Saag panir? ¿Galub jamun? Podemos hacer un picnic en la cama…

– No te preocupes -respondió-, solo quiero ir a casa.

Peter la miró y le puso una mano sobre el muslo. Isabel giró la cara para mirar por la ventana.

En el ascensor, Peter la cogió de la mano, pero cuando la puerta se abrió la soltó para que pudiera recorrer el pasillo como siempre -siguiendo la línea central y pisando el mismo trozo de dibujo a cada paso-, con la esperanza de que aquel ritual familiar la consolara. Todo en el edificio parecía igual y olía de la misma manera, aunque todo era distinto. Era como si el mundo entero se hubiera inclinado unos cuantos grados.

Se apartó a un lado mientras Peter abría la puerta, la empujaba hacia dentro y la dejaba entrar.

Recorrió la habitación con la mirada. Las plantas, con aspecto de mechones secos, yacían derrumbadas colgando por fuera de los tiestos, como si en su agonía hubieran intentado reptar para salvarse. La caja de pizza que Isabel había dejado allí la mañana de la explosión -algo impropio de ella- seguía intacta, al igual que el trozo de papel de cocina cubierto de migas que había usado como mantel. Al lado había una taza de té cuyo contenido se había evaporado, pero que tenía una capa de residuos lechosos secos que recordaban al borde de la epidermis de un flan. Stuart, su pez luchador de Siam, era un bulto borroso y descolorido que había sido absorbido por la boca del filtro de agua, que escupía valientemente en un intento por mantenerse en funcionamiento.

Peter desapareció en el dormitorio con la bolsa de plástico. Cuando volvió, Isabel estaba sentada en el sofá.

– ¿Te traigo algo? -preguntó, sentándose en el extremo de la mesa de centro para quedarse frente a frente -. ¿Un vaso de agua?

– No -dijo ella, volviendo la cabeza.

– ¿Estás bien?

Se sentía tan cansada y tan vacía que ni siquiera le apetecía hablar. Entonces volvió a mirar los restos de Stuart y se volvió con un atisbo de rabia.

– No. No estoy bien. Me gustaba mucho ese pez, Peter. Sé que crees que es una estupidez, pero me gustaba mucho. Hacía dos años que lo tenía. Interactuaba conmigo. Se acercaba a la parte delantera de la pecera para ver qué sucedía cada vez que yo… -Se echó a llorar.

Peter miró rápidamente hacia el pez y se le quedaron los ojos como platos.

– Vamos -dijo ella, incrédula-, ¿no te habías dado cuenta de que estaba muerto?

– Le he dado de comer. Te lo juro.

– Pues has estado alimentando a un cadáver. Durante tres semanas.

– No han sido tres semanas. Estaba vivo hace… -Echó otro vistazo al diminuto cuerpo-. Hace poco.

– No tienes ni idea de cuándo murió, ¿verdad? Y mira mis plantas. ¿Sabes qué? También me gustaban. Me debes una oxalis. Y un pino de Norfolk. Y un lo que fuera eso -dijo, haciendo un gesto con la mano hacia una planta que estaba más tiesa que un fiambre.

– Por supuesto. Lo que quieras. -Intentó ponerle una mano en el hombro, pero ella la apartó.

– No lo entiendes, ¿verdad? -le dijo.

Peter no respondió. Se limitó a mirarla a los ojos. Ella podía imaginarse perfectamente las acrobacias mentales que estaba haciendo para no entrar al trapo. Se alegraba de saber que todos esos estudios de psicología habían servido para algo.

– Deja de mirarme -dijo ella.

– Estás destrozada. Es normal, has vivido un infierno.

– Venga ya, cállate.

– Isabel…

– Me lo prometiste, Peter. ¡Lo prometiste!

– Siento lo del pez…

– Estoy hablando de los primates, Peter. De los primates. Juraste que cuidarías de ellos.

Él le agarró las manos y bajó la voz:

– Escucha. Es un golpe terrible, lo sé. Todo nuestro trabajo, todos nuestros logros tirados por la borda. Pero podemos volver a empezar.

– ¿Qué? -dijo Isabel, tras haberse quedado muda de asombro.

La voz de él adquirió un tono desesperado:

– Juntos. Conseguiremos primates nuevos. Encontraremos financiación. No me alegro de ello. No será fácil, pero no digo que lo sea. Tengo cuarenta y ocho años, cuando consigamos llegar de nuevo al punto en el que estábamos hace un mes ya seré un anciano y sabe Dios de dónde podremos sacar crías de bonobos, pero tú… Para ti es diferente. Eres joven. Puedes ser la estrella, la portadora de la antorcha.

– No puedes estar hablando en serio -dijo Isabel, mirándolo boquiabierta.

– Claro que sí. No hay ninguna razón por la que no podamos hacerlo. Compartiremos los méritos. Qué diablos, que aparezca tu nombre antes que el mío en los periódicos.

– No podemos reemplazar a los bonobos y punto.

– ¿Por qué no?

– ¡Porque no son hámsteres! Estamos hablando de Lola, Sam, Mbongo, Bonzi… Peter, ¡son nuestra familia! Los conozco desde hace ocho años. ¿Es que no les tienes cariño? Makena está embarazada. ¡Embarazada! Y probablemente en estos momentos estén en un laboratorio biomédico siendo sometidos a sabe Dios qué.

– Claro que les tengo cariño. Estoy destrozado, pero tenemos que aceptar que ya no están. Sabes que también querremos a los nuevos, ¿cómo no íbamos a hacerlo?

Ella se levantó con brusquedad y se dirigió a la cocina.

– ¿Adónde vas? -preguntó Peter.

– A tomarme una puta copa -respondió ella-. A no ser que te las hayas arreglado para matar también mi botella de vodka.

Él se quedó de pie en la puerta, mirando mientras cogía el vodka de la alacena y se servía dos generosos dedos en un vaso.

– ¿Estás segura de que quieres hacer eso? -le preguntó.

– Por el amor de Dios, Peter, ¿ahora vas a juzgarme?

Él se quedó recostado contra el marco de la puerta, observando.

Cogió el vaso con la mano, pero lo volvió a dejar sobre la encimera.

– ¿Cómo has podido hacerlo, Peter? ¿Cómo pudiste dejar que se los llevaran?

– No lo hice -dijo en voz baja-. Yo no tuve nada que ver.

– Pero tampoco los detuviste, ¿verdad?

Cogió el vaso. Le temblaban las manos.

– Isabel… -dijo él. La miraba con tal preocupación que le daban ganas de pegarle con la sartén de hierro, que estaba alarmantemente a mano.

– Lárgate -le dijo.

– Estás cansada. Déjame ayudarte a meterte en la cama.

– No, quiero que te vayas. Y que me devuelvas la llave.

– Tu llave está en el…

– La tuya. La llave que tienes de mi casa. Quiero que me des tu llave.

– Isabel…

– Ya me has oído, Peter. Deja la llave y lárgate.

El se quedó mirándola unos instantes antes de alejarse. En cuanto desapareció de su vista, tiró el vodka por el fregadero. En el mismo momento en que golpeó la encimera al volver a poner en ella el vaso, oyó cómo la llave chocaba y resbalaba sobre una superficie en la otra habitación. Esperó para oír la puerta, pero no sonó ningún ruido.

– ¡Ya me has oído! -gritó.

Después de lo que le pareció una eternidad, la puerta se cerró con un claro y pequeño clic. Corrió inmediatamente hacia ella y echó el cerrojo y la cadena.


* * *

Había sido demasiado dura con él. Aun fuera de sus casillas como estaba, se daba cuenta de ello. Sabía que debería llamarlo inmediatamente y pedirle que volviera. Él también había vivido un infierno, había estado junto a su cama durante aquellos primeros días preguntándose si sobreviviría, y luego, mientras le ayudaba a recuperarse, se había enterado de la venta de los bonobos. Fue mala suerte que le tocara a él comunicárselo. Si lo pensaba bien, Peter tenía tantas razones como ella para estar traumatizado, o tal vez más: después de todo, él había estado consciente durante el tiempo que ella había estado felizmente desconectada de todo. Y aunque era cierto que a ella le importaba lo del pez, lo de las plantas le daba igual. La frustración y el dolor habían ido en aumento desde el momento en que había descubierto que se habían llevado a los bonobos y, cuando finalmente explotó, resultaba que Peter era el que estaba más cerca. Miró el teléfono, que se encontraba al otro lado de la habitación. Mentalmente estaba ya marcando su número, pero no lo hizo. Aunque hubiera focalizado mal su rabia, esta era real.

Isabel aún no tenía fuerzas para ocuparse de lo de Stuart, pero lo que sí hizo fue apagar la luz de la pecera y desenchufar el filtro de agua.

Tenía el contestador lleno hasta los topes de mensajes recibidos inmediatamente después de la explosión:

«Hola, doctora Duncan. Soy Cat Douglas. Nos conocimos ayer. Espero poder…».

– «Hola, Isabel. Soy John Thigpen. Nos conocimos… Bueno, seguro que se acuerda. He llamado al hospital pero no me han querido decir nada. Espero que esté bien. Lo siento muchísimo. No me lo puedo creer. Mi mujer y yo estamos hospedados en el…».

«Qué hay, me llamo Philip Underwood. Soy columnista de The New York Times y le agradecería…».

«Buenas tardes, señorita Duncan. Le llamo del despacho de Bagby and Bagby. Nos gustaría saber si ha hablado ya con alguien sobre sus daños. Los abogados de Bagby and Bagby tienen más de veinte años de experiencia conjunta en ayudar a gente como usted a conseguir el dinero que…».

No había ninguno de su madre, de su hermano, de conocidos o vecinos, ni siquiera de compañeros de trabajo, a excepción de uno, de Celia, que tenía mucho que decir sobre el hecho de que la hubieran echado del hospital. Isabel los borró todos.

Recogió la caja de pizza mientras recordaba cómo se había sentado con las piernas cruzadas delante de la mesita de centro la mañana de la explosión y se había comido el único trozo que había sobrado. Cerró los ojos y la tiró como un disco volador hacia la puerta de la entrada.

Por el rabillo del ojo vio una asimetría que la hizo detenerse en seco. El ordenador, a diferencia de la caja de pizza, no estaba exactamente donde lo había dejado. Cuando Isabel posaba un vaso, lo colocaba de manera que formara una línea perfecta con los extremos exteriores del mantel individual. Cuando doblaba las toallas, e incluso las sábanas, hacía coincidir totalmente las puntas. Y cuando dejaba el portátil sobre el escritorio, siempre lo dejaba exactamente a cinco centímetros de la parte delantera de la mesa y completamente paralelo. Vaciló, mirando la carcasa plateada. Respiró hondo varias veces, se sentó delante del escritorio y extendió los dedos helados hacia él.

El listado de documentos recientes revelaba que alguien había entrado en su correo electrónico, en la carpeta de documentos, en sus fotos y en la papelera.

¿Habría revisado el FBI el disco duro? Volvió a observar la habitación, desconcertada. ¿No habrían dejado todo lo demás descolocado, también? ¿Los cajones volcados, los cojines del sofá tirados y los armarios vacíos?

Abrió el buscador y vio que alguien había añadido una página a la lista de favoritos. Llevaba directamente al vídeo de la LLT. Aquella era la primera vez que Isabel lo veía.

Cuando acabó, Isabel dejó la amenazadora imagen final en la pantalla y se quedó petrificada, inclinada hacia delante y apretándose las mejillas con las manos. Habían estado allí. Era lo único que tenía sentido. Lo de la lista de favoritos era una tarjeta de visita.

Al cabo de un par de segundos, giró rápidamente la cabeza para asegurarse de que había puesto la cadena en la puerta. Fue de ventana en ventana bajando las persianas y cerrando las cortinas, y luego de habitación en habitación recolectando pinzas, horquillas y clips para sujetarlos con manos temblorosas en las cortinas y asegurarse de que todas estuvieran completamente cerradas. Apagó todas las luces menos la de una lámpara de sobremesa que había en una esquina de la sala y se retiró al sofá para sentarse abrazando las piernas y presionando la barbilla contra las rodillas.

Una hora después, aún no se había movido. Levantó la barbilla y dio un grito ahogado, como si hubiera vuelto en sí.

Recorrió la habitación con la mirada. Casi todas las superficies estaban adornadas con fotos enmarcadas de los bonobos. Había una de Mbongo montando un juego de canicas; de Bonzi tocando un teclado eléctrico con una estrella del rock a quien le había dicho por señas: ¡SIÉNTATE! ¡CÁLLATE! ¡COME CACAHUETES!, porque su séquito la había impacientado; de Sam usando un ordenador para jugar a Ms. Pacman; de Lola subida a hombros de Isabel mientras caminaban por el bosque, agarrándole la barbilla con una mano y usando la otra para señalar adónde quería ir; de Richard Hughes y Jelani, sentados bajo un árbol, disputándose con gran seriedad un huevo cocido en la lengua de signos americana; de Makena dándose un beso con Celia, ambas con los labios extendidos y los ojos cerrados. Se quedó mirando esta última durante un buen rato.

Isabel oyó la campanilla del ascensor y se quedó petrificada, mirando hacia la puerta. En cuestión de un segundo se abalanzó sobre la lámpara de sobremesa con tanta prisa por apagarla que casi la tira. Acabó hecha un ovillo en el suelo, al lado de la mesita auxiliar.

Oyó el frufrú de unas bolsas de plástico, la puerta del ascensor al cerrarse y luego un silencio interminable. Finalmente, comenzaron los pasos. Se dirigían hacia su puerta sin prisa pero sin pausa.

Isabel se sentó en la oscuridad, respirando tan rápido que se estaba mareando. Cerró los ojos y levantó la barbilla, intentando que el corazón le fuera más lento.

Al cabo de varios minutos se levantó y volvió a encender la lámpara. Cogió el teléfono. Posó los dedos sobre el teclado mientras contemplaba los números. Finalmente, tomó una decisión.

– ¿Sí? -dijo una voz al otro extremo.

– ¿Celia? -susurró en el receptor-. Soy yo. Te necesito. ¿Puedes pasarte por aquí, por favor?

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